2018 ha nacido con grandes preocupaciones, pero sin especiales dolores de parto si dejamos de lado el ruido anexo a todo nacimiento. El catastrofismo que parece empapar a sectores importantes de intelectuales, medios de comunicación y no pocas organizaciones e instituciones que viven de ese clima, no debe ocultarnos la realidad: no vivimos la peor época de la humanidad ni estamos ante una etapa más del declive inevitable hacia el apocalipsis. Al contrario, la humanidad progresa en medio de un proceso de nuevo desarrollo tecnológico cuyos objetivos y límites no están definidos, los derechos humanos se extienden y, a pesar del ruido mediático que no tiene precedentes, la tensión internacional y los conflictos bélicos y prebélicos son menores que en la mayoría de las décadas del último siglo.
Este planteamiento, avalado por las cifras de crecimiento y la comparación de datos, como señala Miguel Ors en esta página, no es solamente una llamada al optimismo sino una propuesta sobre la forma de encarar los conflictos. Si no estamos ante la necesidad de decisiones desesperadas, si no estamos al borde del abismo a pesar de los agoreros, hay espacio para la gestión racional de los problemas y para la fe en las instituciones y las leyes por encima de sus gestores concretos.
Hay pues pocas cosas inevitables, aunque los intereses humanos choquen contra las soluciones, pero precisamente para eso la democracia, sin adjetivos ideológicos ni demagogias apolilladas, es un sistema que permite y propicia los acuerdos. Lenin, que de demócrata no tenía absolutamente nada, dijo que si los axiomas matemáticos chocaban contra los intereses de los hombres habría quien los refutase. Lástima que los adoradores del viejo, y mitificado y edulcorado, monstruo soviético, no crearan mecanismos para resolver con acuerdos esos choques de intereses.
Fotografía: Anatoly Tanko