Cuando el 2 de julio de 1997 el Gobierno tailandés anunció que renunciaba a la paridad fija con el dólar porque se había quedado sin reservas para defenderla, la izquierda mundial no pudo ahogar un bufido de satisfacción. Desde que casi una década atrás el muro de Berlín se viniera estrepitosamente abajo y dejara a la vista la siniestra verdad del paraíso comunista, la progresía había permanecido discretamente callada. La superioridad del capitalismo era patente y, en combinación con la democracia liberal, parecía efectivamente la estación final de la historia.
En la primera mitad de los años 90 aún se registraron turbulencias en México, Brasil o Argentina, pero los expertos las atribuían a la ineptitud y/o corrupción de sus élites. Ni Tailandia ni sus vecinos (Singapur, Corea del Sur, Filipinas, Malasia, Indonesia, Taiwán, Hong Kong) tenían nada que temer, porque su comportamiento era (en términos macroeconómicos) impecable. “A diferencia de los manirrotos latinoamericanos”, escribe The Economist, “presentaban elevadas tasas de ahorro y superávits en sus cuentas públicas”. Tailandia había cerrado 1996 con una deuda que no alcanzaba ni el 5% del PIB. ¿Por qué los mercados se ensañaron unos meses después con estos alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional?
Para Peter F. Bell, un profesor de la Universidad Estatal de Nueva York, la razón estaba clara. “El milagro asiático fue el fruto de una peculiar y necesariamente efímera coyuntura de las fuerzas de clase planetarias, en la que los capitales de Occidente y Japón pudieron dominar políticamente y explotar económicamente los relativamente bajos salarios asiáticos”. Mientras estos se mantuvieron en niveles compatibles con unos beneficios empresariales abundantes, los inversores se dedicaron a “la extracción de plusvalías en la industria exportadora”. Pero la concienciación del proletariado local hizo cada vez más complicado este expolio. Los sindicatos presionaron para mejorar las remuneraciones y, al caer la rentabilidad de las manufacturas, el dinero se refugió en el sector inmobiliario. Ahí infló una espectacular burbuja y, cuando esta reventó, huyó dejando tras de sí un reguero de quiebras, desempleo y miseria. “El PIB [de la región]”, escribe Barry Sterland, “pasó de crecer el 7% en los ejercicios anteriores a contraerse el 7% en 1998. En el caso de Indonesia, el declive fue del 13%”.
Bell publicó su análisis en 2001, cuando todavía humeaban los escombros de aquel pavoroso espectáculo. Si disfrutara como nosotros de una perspectiva más amplia, difícilmente podría afirmar (aunque con los marxistas nunca se sabe) que unos salarios elevados son incompatibles con “la extracción de plusvalías”. Porque, una vez encajado el brutal golpe, los tigres hincaron una rodilla en el suelo, tomaron aire, se irguieron y, en las dos últimas décadas, han experimentado un intenso ritmo de actividad. El capital mundial continúa explotando a los tailandeses a pesar de que su renta per cápita, que rondaba los 3.800 dólares en 1997, alcanzó los 5.900 el año pasado, un 55% más. En Corea del Sur el progreso ha sido aún más llamativo: de los 13.000 dólares de 1997 han pasado a los 25.500, un 96% más. ¿Por qué los aviesos inversores no dan la espalda a unos trabajadores que en algún caso están mejor pagados que los europeos?
Es verdad que, en igualdad de condiciones, el empresario preferirá producir allí donde menos cueste la mano de obra, pero la igualdad de condiciones nunca se da. “Las naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están”, explica The Economist. “El obrero de una planta de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Nueva Zelanda porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos”.
“A mediados de los años 70”, abunda el Nobel Paul Krugman, “el trabajo barato no era argumento suficiente para permitir que un país en vías de desarrollo compitiera en el negocio de las manufacturas internacionales. Las sólidas ventajas del Primer Mundo (sus infraestructuras y capacidades técnicas, el superior tamaño de sus mercados y la proximidad a proveedores clave, su estabilidad política y las sutiles pero cruciales adaptaciones sociales que permiten el correcto desempeño de una economía) más que compensaban diferencias en los sueldos de 10 y hasta 20 veces”.
“Entonces”, continúa Krugman, “algo cambió. Una combinación de factores que aún no entendemos del todo (rebajas arancelarias, desarrollo de las telecomunicaciones, abaratamiento del transporte aéreo) redujo los inconvenientes de fabricar [en Asia]” y países “que se habían dedicado previamente al cultivo de café y yute empezaron a coser camisetas y zapatillas deportivas”.
A diferencia de las autoridades latinoamericanas, las del Lejano Oriente se dieron cuenta en seguida de que a aquellos patronos extranjeros (en su mayoría grandes multinacionales) no podía dejárseles campar a sus anchas, pero en lugar de ponerles encima un burócrata que inevitablemente acababa siendo capturado, lo organizaron de modo que se vigilaran entre sí mediante una saludable competencia. Esta fue la primera clave del milagro asiático. Al obligar a las diferentes marcas a pelear para quedarse con los empleados más productivos, los salarios empezaron a subir y, al cabo de una década, se habían acercado “a lo que un adolescente americano gana en un McDonald’s”, dice Krugman.
La otra explicación del milagro asiático fue la estabilidad. Para granjearse la confianza del capital foráneo, se adoptó una política de gasto muy conservadora: todos los presupuestos se saldaban con superávit y la deuda era prácticamente inexistente. Además, para minimizar el riesgo cambiario y de inflación, se estableció una paridad fija con el dólar. El Gobierno se ataba al mástil de la política monetaria de la Reserva Federal, con lo que cualquier hombre de negocios tenía la tranquilidad de que sus beneficios no se verían diluidos por la depreciación de la divisa local o una devaluación súbita, como era habitual en las repúblicas bananeras.
Esta combinación de bajos costes laborales, libertad de mercado y ortodoxia macroeconómica puso en marcha un círculo virtuoso de inversión, empleo, producción, exportación e inversión de nuevo que permitió a los tigres completar en unas décadas un proceso de enriquecimiento que en Occidente había llevado siglos.
Este éxito cuestionó la tesis entonces dominante sobre la indisolubilidad del matrimonio entre economía de mercado y democracia liberal e incluso se teorizó que Oriente había alumbrado una modalidad distinta y más poderosa de capitalismo, que algunos bautizaron pomposamente como confuciano.