Pakistán y Afganistán (sin que haya merecido mucha atención en los medios de comunicación a pesar de su potencial de desestabilización en Centro Asia) ha pasado a una situación de alto el fuego tras la mediación de Turquía, en conversaciones desarrolladas en Estambul.
El protagonismo de Turquía en los conflictos de Azerbaiyán-Armenia, Gaza y ahora Pakistán, sin olvidar su intensa y discreta intervención en Libia, está situando al país del Mediterráneo oriental en la primera fila de los conflictos mundiales. En esta última mediación la intervención turca ha estado bajo la lupa de Pekín, que tiene amplios intereses económicos y estratégicos globales en la zona, y que, ante el retroceso de Rusia se encuentra ante la influencia turca en las repúblicas ex soviéticas de Centro Asia a las que unen con mayos o menos intensidad con Ankara, lazos étnicos y lingüísticos.
Este protagonismo no es baladí. Turquía, miembro de la OTAN, está a escasos kilómetros del frente ruso-ucraniano, mantiene relaciones con Hamás y no ha dejado de tener negocios comerciales con Israel y, de la mano de Qatar, trata de gestionar soluciones al conflicto en Yemen aspirando a un liderazgo alternativo del mundo islámico.
China hace tiempo que observa estos movimientos y trata de estrechar lazos con Turquía proceso que ha encontrado el obstáculo de las relaciones turcas con la minoría uigur, musulmana, presente en el oeste de China y reclama un estatus propio en la república popular. Pekín ha querido que Ankara entregue a China a líderes uigures exiliados en Turquía sin que haya obtenido mucho éxito hasta ahora.
Turquía aspira a extender su influencia en lo que fue el viejo imperio otomano y va avanzando piezas con un equilibrio admirable pero altamente inestable.




