Fin de etapa. Comienza otra. El congreso del Partido Comunista chino que se celebra estos días marca, al contrario que en las democracias donde las legislaturas son decididas por las elecciones generales, cada periodo político en el país. El presidente Xi, que previamente se ha dotado de un estatus que le permite repetir indefinidamente sus mandatos de caudillo máximo, recupera los poderes que tuvo Mao y ha abierto las sesiones reafirmando su ambición de integrar Taiwán en su sistema autocrático, “sin renunciar a la fuerza”, subrayando su voluntad de que China tenga voz en todos los escenarios del planeta y anunciando un mayor esfuerzo presupuestario para seguir desarrollando las capacidades militares de China y disputar la influencia, los negocios y el poder a las potencias occidentales, es decir, Estados Unidos.
En realidad, no es nada nuevo. Es la repetición del discurso chino en una estrategia que quiere desembocar en 2049, en el centenario de la llegada de los comunistas al poder, con Taiwán en manos de Pekín, un poder militar y político hegemónico en la región y un estatus de segunda (o primera) potencia mundial consolidado.
Pero ni una palabra sobre Ucrania y la agresión desestabilizadora de su aliado Putin, ni sobre las actuales dificultades económicas chinas, ni sobre las protestas internas de minorías étnicas con un plus de represión de los derechos humanos sobre la población china en general.
Pero todos esos problemas están presentes y van a condicionar las diversas estrategias chinas. Es un reto difícil para Pekín sortear obstáculos, mantener equilibrios, apoyar públicamente a Putin y cri, alentar y criticar sus estrategias en Europa oriental, alentar y contener a Corea del Norte y pretender estar en todos los mercados con el ventajismo de sus empresas estatales con fondos públicos. Pero eso es China y ese es el tablero de juegos en el que Pekín quiere jugar con cartas marcadas.