Tras confirmarse en las elecciones del pasado 9 de mayo lo anunciado por los sondeos, el candidato del Partido Democrático, Moon Jae-in, se ha convertido en el nuevo presidente de Corea del Sur. Los acontecimientos que condujeron a estos comicios anticipados—la destitución de su antecesora, la conservadora Park Geun-hye, por graves delitos—revelan la naturaleza de los problemas más urgentes que Moon debe afrontar. La reforma del orden constitucional—quizá en dirección de un régimen parlamentario—en el contexto de un sistema multipartidista en transformación, es una demanda ciudadana que no podrá obviar. Como tampoco podrá desatender las inquietudes de una sociedad preocupada por el envejecimiento demográfico, la desigualdad económica o el desempleo juvenil.
No le van a faltar deberes a Moon en el frente interno. Pero en Corea del Sur la política exterior no es una cuestión secundaria. Corea del Norte y China son cuestiones centrales en el debate nacional, como lo es la alianza con Estados Unidos. Los factores a considerar complican todo esfuerzo de continuidad, por lo que la orientación de la diplomacia surcoreana ha variado en función del color conservador o liberal del gobierno. Se espera por tanto un nuevo giro con Moon, aunque las variables en juego van más allá de una mera elección entre Washington o Pekín; entre reforzar las sanciones o acercarse a Pyongyang.
Moon fue la mano derecha del presidente Roh Moo-hyun (2003-2008), quien intentó mantener una política de autonomía estratégica y de cooperación con Corea del Norte: la misma “sunshine policy” que había formulado con anterioridad otro presidente liberal, el premio Nobel de la paz Kim Dae-jung (1998-2003). El contexto estratégico ha cambiado de manera considerable desde entonces. Intentar recuperar esa misma política cuando es clara la capacidad nuclear de Pyongyang puede debilitar la presión externa sobre el régimen y crear graves diferencias con Washington—no muy distintas, por cierto, de las mantenidas en su día entre George W. Bush y Kim Dae-jung. La rapidez con que Estados Unidos ha querido desplegar un sistema de defensa antimisiles (THAAD) en Corea del Sur antes de las elecciones—Park lo apoyó pero Moon se opone al mismo—para crear así una política de hechos consumados no favorecerá a priori el entendimiento del nuevo gobierno con Trump.
THAAD cuenta también con la radical oposición de Pekín, que ha adoptado diversas sanciones contra empresas e intereses surcoreanos en los últimos meses. Moon, que ha ganado con solo el 41 por cien del voto, se encuentra ante estas circunstancias con la percepción menos favorable a China de la opinión pública surcoreana de los últimos años (3,5 de un máximo de 10 en marzo). La paradoja es que nunca ha sido la República Popular más decisiva para el futuro económico del país, así como para todo escenario relacionado con la reunificación de la península.
Moon tiene que jugar varias partidas a la vez, bajo la presión de múltiples frentes, en un único tablero. Su intención de reconfigurar el equilibrio geopolítico de la región es comprensible, pero el margen de maniobra de Corea del Sur es limitado. Si su tamaño y posición estratégica fueran otros, quizá Bismarck podría servirle de guía para completar un sudoku de tal complejidad.