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INTERREGNUM: ¿Fin de ciclo económico? Fernando Delage

En un informe publicado hace unos días, el Banco Mundial ha recortado sus estimaciones de crecimiento de la economía china para el próximo año, al tiempo que ha advertido sobre la mayor caída del crecimiento de las naciones emergentes de Asia en cinco décadas. El Banco subraya así el impacto que la desaceleración china está teniendo para el continente en su conjunto.

El incremento tanto del PIB chino como de las economías en desarrollo de la región—categoría que incluye a la República Popular—será en 2024 de un 4,4 por cien (y no el 4,8 por cien estimado en abril por la misma institución). Los indicadores muestran que la recuperación esperada por Pekín tras la pandemia no se ha producido, mientras que el proteccionismo norteamericano y un notable aumento de la deuda global se han convertido en obstáculos añadidos. La caída de la demanda es un hecho: las exportaciones se han reducido en un 20 por cien en Indonesia y Malasia, por ejemplo, y más de un 10 por cien en China y Vietnam, con respecto a 2022. Los cambios en la política comercial e industrial de Estados Unidos—representados por la ley para la reducción de la inflación (IRA) y la ley de prohibición de exportación de semiconductores (la “Chips and Science Act”)—se concibieron como instrumentos dirigidos contra China, pero el sureste asiático no se ha visto a salvo de sus consecuencias.

Las estimaciones del Banco Mundial se han dado a conocer en un contexto de discusión sobre el futuro económico de China, una variable decisiva a su vez del futuro de la economía—y la geopolítica—global. ¿Logrará el objetivo de superar el PIB de Estados Unidos o bien se encontrará atrapada en la “trampa de los ingresos medios”? Entre 1980 y 2022, el PIB per capita chino pasó del dos por cien al 28 por cien del nivel de Estados Unidos. “¿Es imposible que vuelva a duplicarlo en los próximos años?”, se preguntaba recientemente Martin Wolf en su columna del Financial Times.

Unos analistas concentran su atención en una desaceleración que vinculan en particular a la crisis inmobiliaria y a la fragilidad financiera del país. Otros diagnostican problemas sistémicos de aún más difícil solución, como hace el presidente del Institute for Internacional Economics, Adam Posen, en el último número de Foreign Affairs. Tampoco faltan, sin embargo, quienes relativizan esas dificultades para hacer hincapié en las innegables fortalezas de un gigante demográfico decidido a situarse en el centro de las nuevas fronteras tecnológicas.

En último término, la clave es política. En un régimen que ha hecho de la sostenibilidad del crecimiento una variable central de su legitimidad no puede descartarse que—pese a un discurso que subraya la prioridad de las cuestiones de “seguridad” en el sentido más amplio—, se tomen no obstante las medidas necesarias para afrontar problemas estructurales como el exceso de ahorro o corregir el desproporcionado peso del sector inmobiliario, a la vez que se permita un mayor margen de maniobra a las empresas privadas mitigando el obsesivo control estatal.

Reducir las tensiones con el exterior sería otra orientación que mejoraría la situación, facilitando el acceso chino a los mercados y la tecnología de los países occidentales, inclinados hoy a lo contrario. Obligaría, eso sí, a un cambio de rumbo en la estrategia de los líderes chinos, incluyendo su beligerante discurso nacionalista. Es  cierto que un giro de esas características parece incompatible con la actual dinámica interna, pero también lo es que, si se detiene el crecimiento, las ambiciones globales chinas se alejarán igualmente de su realización.

 

 

Los rumores sobre la muerte del trabajo son exagerados

La aseguradora japonesa Fukoku Mutual Life ha empezado a automatizar su servicio de reclamaciones. Watson, el superordenador de IBM, se encargará a partir de ahora de examinar los partes hospitalarios y determinar qué indemnización corresponde a cada cliente. La firma calcula que la implantación del sistema le costará 1,7 millones de dólares. Además, deberá pagar otros 128.000 al año por el mantenimiento, pero se ahorrará cada ejercicio 1,1 millones en nóminas e impulsará el 30% su productividad.

Esta y otras noticias similares han reavivado los anuncios de un apocalipsis laboral. “Cada día vemos cómo diferentes máquinas sustituyen a asalariados que hasta hace poco se sentían muy seguros, de modo que la inquietud […] hiela las espaldas de la gente más preparada”, editorializa El País. Y concluye que “está claro” que no va a haber empleo para todos.

No digo que no vaya a ser así en el futuro, pero hasta ahora los rumores sobre la muerte del trabajo han resultado exagerados. La población ocupada no ha dejado de crecer en lo que llevamos de siglo, ni parece que vaya a dejar de hacerlo en un plazo inmediato, como reflejan estas barritas del Banco Mundial.

Podrá objetarse que este gráfico es un cajón de sastre en el que se han metido todo tipo de naciones, incluidas las mucho más intensivas en mano de obra del Tercer Mundo, pero Maximilliano A. Dvorkin y Hannah Shell llegan a la misma conclusión cuando comparan la marcha del empleo en ocho economías avanzadas.

Aunque las curvas sufren sus altibajos, en ningún caso abonan la tesis de un declive que “hiela las espaldas”. A pesar del aumento de la población activa (impulsada por la incorporación de la mujer al mercado), la proporción de personas que trabajan se mantiene por encima de los niveles de los años 70 en todos los países, y en algunos incluso ha experimentado un progreso notable, como Japón, Alemania y, sobre todo, España. ¿Cómo es posible? ¿No realizan los robots muchas tareas de las que antes nos encargábamos los humanos? Esto es especialmente cierto en la agricultura o la industria textil. Si resucitáramos a un economista del siglo XIX y le explicáramos que el 2% de los estadounidenses producía hoy todos los alimentos y el 1% toda la ropa, se llevaría las manos a la cabeza. “¿Y qué hace la gente?”, diría.

La respuesta son nuevos artículos y servicios. De las 10 mayores fortunas del planeta, cinco se han labrado en actividades que no existían hace 40 años. Usted igual no nota el ahorro que comporta disponer de teléfonos, viajes o coches más baratos, pero la renta liberada por esa ganancia de productividad se acumula en el sistema financiero y acaba invertida en los proyectos de millones de emprendedores que se afanan por ser los próximos Steve Jobs y Elon Musk.

¿Y no llegará un momento en que este proceso se agote y no queden más cosas que fabricar y comprar? Una vez más, no digo que no vaya a ser así en el futuro, pero la experiencia revela que, por mucho dinero que tengamos, de momento siempre nos las hemos arreglado para encontrar algo en qué gastarlo: una piscina, un yate, un avión…