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Dictadura digital. Nieves C. Pérez Rodríguez.

El Partido Comunista chino ha venido retomando el culto a la personalidad del líder como se hacía en la era de Mao. Xi Jinping no sólo se ha perpetuado en el poder con el beneplácito del partido, sino que acabó con cualquier adversario interno posible con una campaña anticorrupción que neutralizó y sacó del panorama a cualquier potencial líder que podría aparecer en su camino. Bajo el paraguas institucional del partido tomaba una decisión en el 2018, que en realidad podría haberle afectado en el 2023, momento en que acababa su segundo mandato. Pero esto es un buen ejemplo de la mentalidad china y de lo que significa el tiempo y como se planifica en esa cultura.

Los chinos se adelantan, piensan, evalúan y deciden a largo plazo.  El partido y/o su líder entienden que deben ir por delante del momento actual para mantener el control social de mil cuatrocientos millones de personas.

En este sentido el PC de China ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos y aprovecha bien las tecnologías como mecanismo de control social. Los sistemas de reconocimiento biométrico son un buen ejemplo de ello. Y para su máxima efectividad han equipado las calles con millones de cámaras que están trabajando veinticuatro horas al día durante todo el año, para poder identificar a los individuos y castigarlos si comenten alguna trasgresión de tráfico, o si infringen alguna ley.

Los teléfonos móviles se han convertido en una gran herramienta del partido comunista para poder seguir los pasos de cada usuario. Rastreando sus hábitos digitales, movimientos financieros y comerciales.

Las aplicaciones son otra vía de control social que está usando el gobierno chino para fortalecer la ideología del partido comunista y la exaltación de Xi Jinping. Estudio de la gran nación es la aplicación que lanzó Beijing a principios de este año y que según datos oficiales ya cuenta con cien millones de usuarios, lo que es un número extraordinariamente grande partiendo de que cuenta tan sólo seis meses de existencia.

La aplicación está dividida en secciones, noticias, lectura de libros -que promueven una imagen positiva del líder y del partido- y tests para evaluar el nivel de conocimiento del usuario acerca las políticas del Partido Comunista. Además de que presta servicio de mensajería entre usuarios, y videoconferencia similar a Whatsapp pero que elimina los mensajes enviados como lo hace la plataforma de Snapchat.

Para poder operar la aplicación desde el móvil, los usuarios deben registrarse con su nombre real y su número de teléfono, lo que facilita el proceso de identificación y rastreo del gobierno chino. Una vez instalado comienza a contar la puntuación del individuo bien sea por actividades realizadas, contestar los test y el tiempo que se ha pasado en la aplicación.

El Estudio de la gran nación fue desarrollado por el gigante tecnológico Alibaba y está siendo usado para forzar a la población a consumir la propaganda del Partido Comunista. Se premia a los usuarios si tienen una alta puntuación, mientras que se menosprecia a aquellos que van por detrás. Dueños de empresas obligan a sus empleados a incluir capturas de pantallas con la aplicación abierta a sus tareas diarias. Y hasta en los colegios se ha incorporado el uso de la mencionada aplicación.

Se puede afirmar sin temor a equivocarse que esta aplicación es la versión moderna y digital del famoso Libro Rojo de Mao, la publicación más leída y distribuida de su época (décadas de los 60 y 70). Además, se ha convertido en la aplicación más descargada de las tiendas Apple en China, con más usuarios a día de hoy que Tik Tok.

En la nueva era, hasta los dictadores se han visto obligados a adaptarse a la tecnología para sacar el mayor provecho de la misma. En un mundo controlado por los ordenadores, la vía más acertada es usarlos para que sean ellos quienes controlen y rastreen a los ciudadanos sin posibilidad de errores o corrupción de los funcionarios. Beijín está sacando el máximo y más retorcido provecho de las aplicaciones para conocer cada paso de sus ciudadanos y castigar a cualquiera que intente salirse del carril impuesto por el PC chino. Xi Jinping ha sabido hacerse con el control perpetuo de la nación mientras viva, pero para blindar su éxito está cerrando y neutralizando cualquier posible frente de oposición que pudiera surgir antes de que ocurra.

Un debate oportuno

4Asia organizó esta semana un nuevo encuentro de debate sobre un asunto de actualidad que, en este caso, no podía ser otro que  el clima de guerra comercial entre Estados Unidos y China y la incertidumbre que esto crea en la economía mundial; la importancia de los avances tecnológicos de China como trasfondo de esta crisis y cuánto tiene de amenaza para el concepto occidental de libertad individual (que los ciudadanos chinos no disfrutan); las ventajas competitivas que supone para China poder acumular capital sin controles parlamentarios, sin seguridad jurídica y sin  sometimiento del Gobierno a mecanismos democráticos, y la importancia del reforzamiento militar chino al calor de esos avances tecnológicos.

Al margen de los argumentos de los ponentes, que publicamos, dos cuestiones esenciales recorrieron la jornada, tanto desde la mesa como desde las preguntas de los asistentes. La primera de ellas es hasta dónde debe llevar el compromiso desde las sociedades occidentales con las libertades en sus negociaciones con países autoritarios que, a la vez, pueden inyectar negocios y capitales en esas sociedades para mantener estándares de bienestar. La segunda es qué valor tienen en realidad los valores democráticos cuando una sociedad dictatorial consigue avances sociales a costa de la restricción de estos derechos.

Sorprende, respecto a esta última cuestión, cómo el viejo marxismo, que justificaba sus crímenes con la supuesta justicia social (libertad, ¿para qué?, se preguntaba Lenin) sigue seduciendo a personas formadas que precisamente desde la comodidad de las libertades occidentales, relativizan el sistema y justifican dictaduras llegando a compararlas con Estados Unidos, esta vez con la excusa del atrabiliario Donald Trump.

Y, en relación con la primera cuestión, el papel de la Unión Europea. La UE aparece como espectador privilegiado, pero a distancia, en este conflicto y no parece tener una estrategia ni política, ni económica ni tecnológica en la crisis, Es más, aparece dividida sobre qué opción prefiere, con qué aliados y hasta qué punto implicarse. La gravedad de esta duda no debe pasar desapercibida porque, además de negocios, nuestras sociedades se juegan un estilo de vida, un concepto de libertad y unos estándares de bienestar que están en revisión. Que no es poco.

Venezuela: un test para las inversiones asiáticas

América, desde el Río Bravo hasta la Antártida se ha venido configurando como una región estratégica, política, pero sobre todo económica, para las inversiones de China y Japón, atentos a unas economías tan frágiles como necesitadas y tan dependientes como desconfiadas del gigante del norte: Estados Unidos. Del éxito de esa estrategia económica dependen no sólo los beneficios sino la propia y deseada influencia política.

Pero el escenario político latinoamericano ha cambiado. El estrepitoso fracaso de las políticas populista de gasto público desmesurado y de intervencionismo estatal no sólo han situado la corrupción y el narcopoder en situación de crear estados fallidos, sino que, a la vez, han vaciado de contenido las democracias, que en aquella región han sido históricamente frágiles.

En este nuevo escenario, la solución de la crisis venezolana y si de ella se deriva una recuperación de la democracia y una economía abierta o una salida autoritaria va a tener una importancia enorme. Por eso, China, pragmática y nacionalista, es menos entusiasta en apoyar a Maduro y se abre a explorar relaciones con el presidente constitucional Guaidó.

Para Japón la situación es más fácil. Sus inversiones están menos orientadas a Venezuela y más a la costa del Pacífico y los países de aquella zona se han alineado contra el proyecto totalitario de Maduro. Pero eso no quiere decir que no deba estar atento a la evolución de la situación general.

China y la seducción de Siracusa. Miguel Ors Villarejo

Durante el coloquio que cerró la jornada ¿Planeta China?, uno de los asistentes planteó si las críticas occidentales a la República Popular no eran fruto de la envidia, porque había dado con un régimen más eficiente que nuestras democracias. La pregunta trasluce una admiración por las dictaduras que muchos ingenuos creían erradicada tras la caída del Muro de Berlín, pero que rebrota periódicamente y que hasta tiene nombre: la seducción de Siracusa.

La expresión la acuñó Mark Lilla y hace referencia al intento de instaurar un gobierno de reyes filósofos en la Siracusa de Dionisio el Joven. Animado por un antiguo alumno de su Academia, Platón se desplazó a la isla para comprobar si el tirano era una especie distinta de mandatario, dispuesto a constreñir su poder a los límites de la razón y la justicia. El experimento fue un fracaso y, aunque Platón renunció en cuanto se dio cuenta de que su contratación había sido una mera operación de imagen, el episodio ha quedado para la posteridad como el primer ejemplo documentado de la fascinación que los déspotas ejercen en los intelectuales.

La historia reciente de Europa está llena de eminentes figuras que, a diferencia de Platón, no tuvieron inconveniente en servir a modernos Dionisios. “Sus historias son infames”, escribe Lilla: “Martin Heidegger y Carl Schmitt en la Alemania nazi; Georgy Lukács en Hungría; quizá algún otro. Muchos, sin correr grandes riesgos, se adhirieron a los partidos fascista y comunista a ambos lados del Muro de Berlín […]. Un número sorprendentemente alto peregrinó a las nuevas Siracusas: Moscú, Berlín, Hanói o La Habana. Como observadores, coreografiaban cuidadosamente sus viajes […], siempre con billete de ida y vuelta”, y nos transmitían su rendida admiración por las granjas colectivas, las fábricas de tractores, las plantaciones de caña de azúcar o las escuelas, “aunque por una u otra razón nunca visitaban las cárceles”.

Como ahora ocurre con los propagandistas de la Venezuela de Maduro, este tipo de pensador visita Siracusa sobre todo con la imaginación, confortablemente parapetado tras el escritorio de la Complutense o el chalet de Galapagar, mientras despliega sus “interesantes y a veces brillantes teorías” para justificar los sufrimientos de personas a las que nunca mirará a los ojos. ¿En qué momento se volvió aceptable argumentar que el despotismo es “algo bueno, incluso hermoso”?

En su ensayo, Lilla repasa distintas explicaciones. Isaiah Berlin responsabiliza a la Ilustración. Los philosophes estaban convencidos de que los problemas sociales, como los físicos y los matemáticos, tenían una y solo una solución, y sus émulos de los siglos XIX y XX se dedicaron a encajar la realidad a martillazos en ella. Jacob Telman opina, por el contrario, que el fanatismo comunista o fascista poco tiene que ver con la razón y es más bien fruto de la conversión de la ideología en una nueva religión.

Raymond Aron, por su parte, culpa a la arrogancia de los académicos, que, a raíz del escándalo Dreyfus, abandonaron su ámbito natural (la investigación) para enseñar a sus ignaros compatriotas cómo debían gobernarse. Pero Jürgen Habermas advierte, con no poco fundamento, que eso pudo ser verdad en Francia, pero que en Alemania pasó lo contrario: la retirada de los académicos a su torre de marfil facilitó el auge de Hitler.

Después de esta recapitulación, Lilla ofrece su propia tesis y observa que lo más llamativo de Dionisio es que era un filósofo. Como enseña Platón, la curiosidad supone la superación de la condición animal y se concreta en un ansia por “procrear en lo bello” que lleva a unos a convertirse en poetas y a otros a interesarse por “el buen orden de ciudades y familias”. Es un impulso loable, pero que requiere, como todos, templanza. “El filósofo”, dice Lilla, “conoce la locura del amor, del amor a la sabiduría, pero no puede entregarle su alma; siempre conserva el control”.

Por desgracia, ese no es siempre el caso. Muchos intelectuales se lanzan a la arena “abrasados por las ideas”. “Se consideran a sí mismos independientes, cuando en realidad se dejan llevar como borregos por sus demonios interiores”. En eso consiste la seducción de Siracusa: en una inercia que te arrastra detrás de algún ideal.

Resistir esa atracción no es fácil. Las promesas brillantes de la utopía contrastan con el espectáculo gris de nuestras democracias imperfectas, sujetas a crisis recurrentes e incapaces de alcanzar un equilibrio aceptable para todos. Vivimos en una añoranza constante del “buen orden de ciudades y familias” y esa ansiedad nos hace vulnerables a los encantos de cualquier desaprensivo.

No es envidia lo que el éxito de China nos inspira a sus críticos. Es más bien miedo.

Mi querido dictador. Por Miguel Ors.

Escipión el Africano acabó sus días exiliado en la aldea de Liternum. El general que liberó Roma de Aníbal y frenó en seco la expansión seléucida en Asia estaba harto del acoso a que lo sometieron sus rivales y pidió que enterraran su cuerpo lejos de tan “ingrata patria”. ¿Cómo pudo Roma tratar con semejante mezquindad a su salvador?

En realidad, la inmensa mayoría de sus conciudadanos lo adoraban, y ese fue el problema. Muchos senadores temían que aprovechara su popularidad para socavar las instituciones republicanas, una idea que a Escipión no debía de desagradarle. De hecho, cuando se le acusó de aceptar sobornos tras la batalla de Magnesia, no solo se negó a rendir cuentas, sino que aprovechó el aniversario de su victoria en Zama para convocar a una multitud, lanzarla sobre el Capitolio y paralizar la denuncia. Después se retiró a Liternum.

Aunque en ningún lado consta que Escipión intentara coronarse rey, el recelo de los senadores no carecía de fundamento, como posteriormente demostraría Julio César. Hoy vinculamos la amenaza del golpismo a la oligarquía conservadora, pero los líderes providenciales llegan a menudo, como Escipión, impulsados por los vientos del pueblo. En la España del XIX, “la mayoría [de los pronunciamientos] fueron de tendencia liberal”, escribe el historiador Eduardo Montagut. Y eso no los mejora. Al contrario.

El escritor James Fenton ha publicado en la New York Review of Books dos artículos memorables (aquí y aquí) sobre Rodrigo Duterte. En esta era de grandes demagogos, el presidente filipino brilla con luz propia. A su lado, Le Pen y Trump parecen maestros de escuela. Duterte llama “hijo de puta” al papa y manda “al infierno” a las organizaciones humanitarias. Incluso llegó a quejarse de no haber participado en la violación de una “atractiva” monja y, cuando le afearon el comentario, replicó: “Así es como hablan los hombres, no soy un hijo de las clases privilegiadas”. Este argumento populista fue recogido por sus seguidores, que pasaron rápidamente a la ofensiva: “¿Cómo puede nadie indignarse por un chiste de violadores cuando los políticos llevan años violando la patria?”

Duterte desembarcó en el palacio de Malacañán desde el ayuntamiento de Davao, donde se había ganado los sobrenombres de “El Castigador” y “Harry Duterte” por su represión de la delincuencia. Cuando hace dos décadas asumió la alcaldía, Davao era uno de los sitios menos aconsejables de Filipinas. En 2015 un sondeo la declaró la cuarta ciudad más segura del mundo, detrás de Seúl, Singapur y Osaka.

Aunque posteriormente se ha cuestionado la metodología de este estudio, Davao ha reducido claramente su tasa de homicidios y la razón es igualmente clara: se llama ejecuciones extrajudiciales. Si durante los nueve años que Ferdinand Marcos mantuvo la ley marcial (1972 a 1981) fueron asesinadas 3.000 personas, Duterte ha duplicado esa marca en sus primeros seis meses. Y la diferencia no es meramente cuantitativa. Dentro de su demencia, Marcos procuraba guardar las apariencias. No ordenó a un esbirro que matara a Benigno Aquino. Como explica Fenton, se tomó la molestia de contratar a un sicario anónimo, que fue convenientemente abatido en la escena del crimen antes de que pudiera hablar. Y cuando la autopsia “contradijo la versión oficial, se buscó y localizó una autopsia alternativa. En el entorno de Marcos había cierta idea del aspecto que debían ofrecer las cosas respetables, aunque nunca se alcanzara esa respetabilidad”, y se rodeó de un complejo aparato policial para perpetrar discretamente sus fechorías.

Duterte ni lo intenta. Filipinas es a todos los efectos una democracia. “Se puede hablar con libertad y la prensa es muy crítica”, sigue Fenton. También “hay una oposición”, pero no es demasiado efectiva y “las preguntas que a uno se le ocurren (recordando las fuerzas que se aliaron para derrocar a Marcos en 1986) es ¿dónde está la Iglesia? ¿Dónde está la izquierda? La respuesta es que […] no ha llegado el momento de movilizarse”. Como Escipión, Duterte ampara su impunidad tras el más impenetrable de los escudos: su enorme popularidad. Casi el 90% de los filipinos creen que, desde que llegó al poder, han mejorado los problemas de droga en su barrio.

“No mata a gente inocente”, sostiene uno de sus votantes en Time. Esto no es del todo cierto. “Un estudiante”, relata Fenton, “fue abatido el otro día en Manila por el típico equipo de dos hombres en una moto. Cuando el tirador se volvía a montar en la moto, se le oyó decir: ‘No era él”.

Pero da igual. El amor es ciego, y eso hace que los políticos más populares sean también los más proclives a los excesos, como bien sabían los romanos.