Entradas

INTERREGNUM: China-Ucrania: año tres. Fernando Delage

Cuando la guerra de Ucrania entra en su tercer año, se multiplican los comentarios que hacen hincapié en las dificultades de Kyiv (al escasear los recursos defensivos que necesita) y en la resistencia de Moscú (por su capacidad para eludir las sanciones impuestas desde el exterior). El pesimismo no sirve, sin embargo, para pronosticar el desenlace del conflicto. Para Ucrania, la continuidad del apoyo político y logístico de Occidente es esencial, es cierto. Pero tampoco afronta Putin un escenario favorable: la victoria que no ha conseguido en dos años, tampoco la logrará en el tercero. La evolución de la guerra obliga también, en cualquier caso, a examinar la posición mantenida por otros actores, entre los cuales pocos son tan relevantes como la República Popular China.

En la rueda de prensa convocada con motivo de la celebración de la reunión anual de la Asamblea Popular Nacional el 7 de marzo, el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, subrayó la fortaleza de las relaciones con Moscú. Según Wang, China apoya la convocatoria de una conferencia internacional de paz, pero no dio ninguna indicación de que su gobierno esté dispuesto a presionar a Rusia para detener el conflicto. Por el contrario, sólo tres días antes, el enviado especial de las autoridades chinas para Rusia y Ucrania, Li Hui, declaró a sus interlocutores europeos en Bruselas—a donde viajó tras visitar Moscú—que Rusia estaba ganando la guerra, y recomendó a la Unión Europea que entable conversaciones con el Kremlim antes de la derrota ucraniana. En realidad, la supuesta neutralidad de Pekín nunca ha resultado creíble; así lo demuestra el envío, no de armamento letal, pero sí de componentes electrónicos y repuestos, además de la concesión de créditos (estimados en más de 9.000 millones de dólares entre 2022 y 2023). Es evidente, con todo, que surgen nuevas aristas que complican la solidaridad china con Putin.

Aunque la agresión rusa contra Ucrania desacredita la defensa por la República Popular de los principios más básicos de la Carta de las Naciones Unidas, la guerra parece haberle proporcionado en principio algunas ventajas. Por una parte, además de distraer la atención de las democracias con respecto al frente asiático (Taiwán y mar de China Meridional), ha contribuido a fortalecer sus credenciales como líder de las naciones del Sur Global. China se ha presentado como potencia mediadora, mientras acusa a Estados Unidos de alimentar el conflicto mediante su apoyo militar a Ucrania. Al mismo tiempo, sopesa las oportunidades que puedan derivarse del cansancio occidental con la guerra, cuya mejor indicación es el bloqueo por parte del Congreso de Estados Unidos de las

peticiones de la administración Biden para Kyiv. Por lo demás, Rusia se ha vuelto más dependiente que nunca de China, una situación que se consolidará en el futuro.

Pekín ha podido adquirir recursos y materias primas a precios imbatibles, dadas las necesidades rusas de financiación allá donde pueda encontrarlas. Como resultado, los intercambios comerciales bilaterales han crecido de manera notable, para superar los 240.000 millones de dólares en 2023, un aumento del 26 por cien con respecto al año anterior. Las exportaciones chinas a Rusia se incrementaron en un 47 por cien (en un 67 por cien si la comparación se hace con 2021), desplazando a Moscú del décimo al sexto lugar entre los socios comerciales de Pekín.

La relación entre ambos actores no ha dejado de tener, sin embargo, sus puntos débiles. Aunque comparten un mismo adversario, Occidente, la desconfianza—así ha sido históricamente—forma parte de su interacción. Una muestra de la misma es el hecho de que Putin haya recurrido a Corea del Norte para obtener la munición que China no está dispuesta a proporcionarle. Ese acercamiento entre Moscú y Pyongyang erosiona, por un lado, la influencia de Pekín en la península: aun siendo el principal socio de Corea del Norte, la cooperación militar de esta última con Rusia proporciona a Kim Jong-un un mayor margen de autonomía con respecto a las preferencias chinas. Por otra parte, es una relación que complica las opciones diplomáticas globales de la República Popular, pues nada une más a los aliados occidentales que la preocupación por las intenciones rusas (y norcoreanas).

Las limitaciones del apoyo chino a Rusia se deben en parte a la importancia de las relaciones económicas con los países europeos para sus intereses. Pero si estos últimos concluyen que China y Rusia constituyen una amenaza conjunta, cabe esperar entonces que se sumen a Estados Unidos en su política de contención del gigante asiático; un coste que Pekín quizá prefiera evitar. Por todo ello, la idea de que la guerra de Ucrania es una oportunidad estratégica para China quizá resulte desmedida. La República Popular, piensan no pocos de sus expertos, debe prevenir que Occidente extienda su inquietud por Rusia hacia China. Los beneficios inmediatos no compensan los efectos, a más largo plazo, de un conflicto que puede situarla en el lado erróneo de la historia.

INTERREGNUM: De Pakistán a Indonesia. Fernando Delage

El proceso de regresión democrática global continúa su curso. Según indica el último Democracy Index del Economist Intelligence Unit, publicado hace sólo unos días, menos del ocho por cien de la población mundial vive en democracias liberales completas, mientras que el porcentaje de quienes están sujetos a un gobierno autoritario ha aumentado del 46 por cien de hace una década al 72 por cien en 2023. El continente asiático no es naturalmente ajeno a estas circunstancias, como ha podido observarse en los dos comicios más recientes, los celebrados el 8 de febrero en Pakistán y el 14 de febrero en Indonesia. Sin pretender establecer ninguna similitud entre ambos procesos electorales (las diferencias culturales y políticas de las dos naciones son evidentes), reflejan, no obstante, una trayectoria poco esperanzadora para el futuro del pluralismo en la región.

Las elecciones de Pakistán fueron probablemente las menos limpias desde los años ochenta. Con el exprimer ministro Imran Khan (el político más popular del país) en prisión por maniobras de las fuerzas armadas, ningún partido político obtuvo la mayoría. Aunque los candidatos independientes vinculados a Khan lograron el 35 por cien de los escaños, un resultado notable y representativo del hartazgo popular con los generales, resultó insuficiente para gobernar. Una vez más fueron las dos tradicionales dinastías, los Sharif y los Bhutto, las que pactaron una coalición de gobierno.

El nuevo primer ministro, Shehbaz Sharif, prometió “salvar al país de la inestabilidad política”, un compromiso de nula credibilidad en un contexto marcado por una gravísima crisis financiera, una escalada terrorista y un complicado entorno regional. Sin perspectivas de cambio a la vista, Pakistán sigue avanzando en su inexorable declive. Además del aumento de la violencia, el panorama económico es desolador: hace 20 años, la economía de Pakistán era cerca del 20 por cien de la de India; hoy es apenas el nueve por cien de la su vecino.

Sin llegar al nivel de Pakistán, también en Indonesia mantiene el ejército una significativa influencia. El nuevo presidente, Prabowo Subianto, fue general y ministro de Defensa (además de yerno de Suharto, líder del archipiélago desde el golpe de Estado de 1965 hasta 1999). Su controvertido pasado y las reiteradas acusaciones de violación de derechos humanos en distintas etapas de su vida política no han impedido su elección con el 60 por cien de los votos. A pesar de diversos episodios de intimidación por parte de las autoridades durante la campaña, el proceso fue limpio en sí mismo; cuestión distinta es el gradual retroceso democrático que puede observarse en el país que parecía una excepción entre sus vecinos del sureste asiático.

Si la intolerancia hacia las minorías no musulmanas se incrementó en los últimos años, las elecciones han hecho evidente los esfuerzos del presidente saliente, Joko Widodo (Jokowi), por mantener su influencia. Prabowo fue el candidato derrotado por Jokowi en 2014 y en 2019, que este último neutralizó como oponente al ofrecerle la cartera de Defensa. Su victoria en las recientes elecciones es resultado en parte del apoyo no oficial que le ha ofrecido Jokowi, quien no podía presentarse a un tercer mandato pero cuya popularidad sigue siendo enorme. A cambio, Prabowo eligió al hijo de Jokowi como candidato a la vicepresidencia y se comprometió a mantener su misma estrategia de industrialización y atracción de inversión extranjera, orientada a  reducir la dependencia estructural de la economía indonesia de la exportación de materias primas. Lo más probable, sin embargo, es que una vez que tome posesión en octubre, Prabowo gobierne libre de toda atadura.

Como cuarta nación más poblada del planeta, la evolución de la democracia indonesia no es un asunto menor. Su posición estratégica entre el Índico y el Pacífico, su papel como actor central de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN), y el crecimiento de su economía (que la situará entre las cinco primeras del planeta a mediados de siglo) le darán una proyección de la que ha carecido desde su independencia.

INTERREGNUM: Los taiwaneses desafían a Pekín. Fernando Delage

La reunificación de Taiwán es una “inevitabilidad histórica”, dijo en su mensaje de año nuevo, y en vísperas de las elecciones del 13 de enero en la isla, el presidente chino, Xi Jinping. La impaciencia de Xi, para quien la reunificación es un elemento central de su legado futuro, no es la única circunstancia que pone a prueba el sostenimiento del statu quo en el estrecho. Una identidad taiwanesa cada vez más consolidada (vinculada a los valores democráticos), y las dudas sobre la eficacia de  la política de ambigüedad estratégica mantenida por Estados Unidos durante décadas, son otras dos variables que han transformado el contexto del problema. Pekín ve cómo se aleja la posibilidad de una reunificación pacífica, mientras su estrategia de intimidación produce el resultado opuesto del que desea.

Ni el aumento sin precedente de incursiones navales y áreas en la proximidad de la isla, ni las medidas de coerción económica, ni las tácticas de desinformación—ya utilizadas igualmente en las elecciones de 2020 y en las municipales de 2018—han conducido a la victoria del candidato del Kuomintang, el preferido por Xi al defender la restauración del diálogo con el continente. El ganador, con el 40 por cien de los votos, ha sido William Lai, del Partido Democrático Progresista (PDP) y considerado como archienemigo por Pekín. El PDP ha obtenido así un tercer mandato consecutivo, primera vez que ocurre desde el establecimiento de elecciones presidenciales directas en 1996.

El apoyo a Lai, aunque inferior al logrado por la presidenta saliente Tsai Ing-wen en su segunda victoria en 2020 (y que, en parte, fue una respuesta a la intervención china en Hong Kong), confirma la resistencia de la sociedad taiwanesa a las presiones y su nulo interés por convertirse en parte de China. Lai, a quien Pekín no dejará de denunciar como secesionista, ha prometido continuidad con la política de su antecesora (Tsai evitó toda provocación hacia Pekín a la vez que reforzó las relaciones con Washington), y ha declarado que no proclamará la independencia: su posición es que no es necesario hacerlo al considerar la autonomía de Taiwán como “un hecho”. La República Popular debe ser consciente, por otra parte, de que un triunfo del Kuomintang tampoco hubiera supuesto un giro radical. De manera significativa, cuando el expresidente Ma Ying-jeou (2008-2016) dijo que “había que confiar en Xi”, su propia organización lo mantuvo alejado de la campaña electoral: el Partido Nacionalista no puede oponerse a lo que piensa la mayoría de la opinión pública taiwanesa.

Tampoco la irrupción de una nueva fuerza política, el Partido Popular de Taiwán (PPT), ha servido a los intentos chinos de diluir las posibilidades del PDP dividiendo el voto. El PPT ha contado con el veinte por cien de los electores, atrayendo en particular a los más jóvenes y a los desencantados con el tradicional sistema bipartidista. La reunificación tampoco ha sido defendida por su candidato. Los tres partidos coinciden en gran medida pues en la dirección general de la política exterior, en la necesidad de continuar modernizando las capacidades militares como instrumento de disuasión, sin oponerse  ninguno a los contactos con Pekín para reducir las tensiones. Las decisiones del gobierno se verán condicionadas, sin embargo, por los posibles acuerdos entre Kuomintang y PPT, al no haber obtenido el PDP la mayoría en el Parlamento (el Yuan Legislativo).

Este resultado puede ser una relativa ventaja para China, cuya reacción es la gran preocupación de los gobiernos y lo que atrae la atención de los analistas. La victoria de Lai podría traducirse en unos movimientos aún más agresivos por parte de Pekín, aunque éste también afronta sus propios obstáculos, incluyendo la desaceleración de la economía y el imperativo de reducir la tensión con Estados Unidos. Mientras no se produzcan incidentes inesperados, cabe pensar que el gobierno chino, sin abandonar por supuesto las amenazas militares y las medidas de presión, optará de momento por una relativa calma. Después de todo, Lai no tomará posesión como nuevo presidente hasta el 20 de mayo y, hasta noviembre, no se conocerá quién será el próximo ocupante de la Casa Blanca.

INTERREGNUM: Año de elecciones. Fernando Delage

La evolución de las relaciones entre China y Estados Unidos continuará siendo en 2024 la principal variable determinante de la dinámica asiática, sin que tampoco deba minusvalorarse el impacto de distintos procesos electorales que se celebrarán a lo largo del año. La voluntad de distensión expresada por los presidentes Biden y Xi en su encuentro de noviembre en San Francisco permitió corregir la espiral de enfrentamiento de los meses anteriores, pero no resolver las divergencias estructurales entre ambos países, algunas de las cuales pueden resurgir en función del resultado de las próximas elecciones en Taiwán. Otros comicios revelarán por su parte el delicado estado de la democracia en Asia.

Los primeros del año serán los de Bangladesh el 7 de enero. Las elecciones se celebrarán en un contexto de movilizaciones contra el gobierno, impulsadas por el principal grupo de la oposición, el Partido Nacionalista. Sus líderes, en su mayor parte exiliados o en prisión, han amenazado con boicotear el proceso si la primera ministra, Sheikh Hasina—en el cargo desde hace 15 años—, no renuncia y cede el poder a un gabinete interino que supervise la convocatoria electoral.

Un mes más tarde—el 8 y el 14 de febrero, respectivamente—serán los dos países con mayor población musulmana, Pakistán e Indonesia, los que celebrarán elecciones. En el caso de Pakistán, se tratará de las primeras convocadas desde la destitución por corrupción del primer ministro Imran Khan en abril de 2022. Aunque en prisión, Khan sigue controlando su partido (el PTI). Su destacada popularidad y el deterioro de la seguridad nacional como consecuencia de diversos ataques de grupos separatistas y radicales en las últimas semanas han llevado a especular, no obstante, sobre un posible retraso de la votación. Este escenario de incertidumbre política, el mayor en décadas, agrava a su vez el riesgo de que el Fondo Monetario Internacional retrase la entrega de su segundo paquete de rescate financiero, previsto para mediados de enero.

En Indonesia, la tercera mayor democracia del mundo, más de 200 millones de votantes elegirán un nuevo Parlamento y un nuevo presidente. Aunque Joko Widodo fracasó en su intento de reformar la Constitución para poder presentarse a un tercer mandato presidencial, declaró su intención de seguir interviniendo en la vida política sobre la base de su extraordinaria popularidad y de su influencia en las instituciones. Widodo aspira por ello a conseguir la elección de un sucesor afín y consolidarse como miembro de la oligarquía indonesia, de la elite política, militar y empresarial que, desde la era Suharto (el yerno de este último, Prabodo Subianto, vicepresidente durante los últimos años, va en cabeza en los sondeos), ha controlado la nación.

En abril y mayo (por el número de votantes, más de 900 millones, la votación se celebra durante varias semanas) será el turno de India. En 2014 el Janata Party liderado por Narendra Modi obtuvo la primera mayoría absoluta en el Parlamento indio en tres décadas; una victoria que revalidó en 2019 y previsiblemente repetirá este año. En sus dos primeros mandatos al frente del gobierno, una diplomacia proactiva dio un mayor estatus internacional a India (su papel como elemento de equilibrio de China es cada vez más importante para Occidente), pero al mismo tiempo Modi promovió un nacionalismo hindú que, además de marginar a 200 millones de musulmanes y 28 millones de cristianos, ha erosionado el sistema democrático. Un nuevo triunfo le permitiría completar la que define como su misión personal.

Con todo, las elecciones que en mayor medida definirán la trayectoria de Asia en2024 serán las de Taiwán dentro de unos días, y las de Estados Unidos en noviembre. A partir del 13 de enero, el nuevo presidente taiwanés se situará en el centro de las tensiones entre China y Estados Unidos. El candidato del Partido Democrático Progresista (PDP), Lai Ching-te, defensor de la autonomía de la isla, es anatema para Pekín, mientras que el líder del Kuomintang, Hou Yu-Ih—sólo ligeramente por detrás de Lai en los sondeos—, propugna la restauración del diálogo con la República Popular. Los taiwaneses, ha advertido China, afrontan “una elección entre la guerra y la paz”. Biden puede encontrarse de este modo ante una grave crisis militar a principios de año; un escenario que—sumado a los conflictos en Ucrania y Oriente Próximo—influirá a su vez en la elección, el 4 de noviembre, del próximo presidente norteamericano.

INTERREGNUM: Rusia pierde fuelle en Asia. Fernando Delage

Aunque Rusia aspira a la consolidación de un bloque no occidental contra el liderazgo norteamericano del orden internacional, uno de los pilares de su estrategia—la diversificación de su influencia en Asia—ha resultado en un claro fracaso. El impacto de la guerra de Ucrania se ha traducido en unas sanciones comerciales y financieras sin precedente, en un notable aislamiento político internacional, y en una huida de capital y talento, que han dañado extraordinariamente una economía, la rusa, cuyas limitaciones ya complicaban la posibilidad de tener un papel de peso en el continente. La ruptura con Japón y Corea del Sur, su apoyo a Corea del Norte y, sobre todo, su creciente subordinación a China, son otros elementos de esa derrota diplomática, visible de manera destacada en la relación con India, uno de sus socios tradicionales.

Aunque el Kremlin critica la consolidación del Diálogo Cuadrilateral de Seguridad (QUAD), el foro informal que agrupa a las principales democracias del Indo-Pacífico (India incluida) frente a las potencias autoritarias revisionistas, por razones históricas y geopolíticas no puede enfrentarse a Delhi, ni tampoco inmiscuirse en la política india de Pekín. Es evidente, sin embargo, que las tensiones entre India y China son la razón fundamental de que Delhi se aleje cada vez más de Moscú para acercarse a Washington como socio más fiable. Sin sacrificar su autonomía, la presión estratégica china le conduce a coordinar su posición con la de los países de Occidente, especialmente con aquellos que más pueden contribuir a su defensa, desarrollo tecnológico y crecimiento económico.

Rusia, en efecto, ya no puede defender de manera eficaz los intereses indios con respecto a la República Popular, como tampoco puede hacerlo en Asia central, otro espacio que justificaba para Delhi los vínculos con Moscú. Es también hacia Pekín donde miran las repúblicas centroasiáticas, con las consiguientes consecuencias para el deterioro de la credibilidad rusa así como para las ambiciones  indias. Sin India, Rusia no podrá por su parte equilibrar a los dos gigantes asiáticos como esperaba para construir una estructura de seguridad regional alternativa a la red de alianzas de Estados Unidos. Su dependencia de China hace de Moscú un socio que ya no puede responder a las necesidades de Delhi.

Rusia no parece reconocer las implicaciones que su enfrentamiento con Occidente, con la guerra de Ucrania como primera causa, están teniendo para su proyección en Asia. Su “pivot” hacia este continente lo es en realidad hacia China, lo que a su vez le creará nuevos dilemas: mientras la política exterior rusa está cada vez más sujeta a Pekín, éste no dudará en subordinar los intereses de Moscú a los suyos cada vez que lo considere necesario. La coincidencia en el objetivo global de erosionar el orden internacional liberal choca con sus respectivas prioridades regionales: Rusia quiere una Asia multipolar; China, un orden sinocéntrico. Las preferencias chinas reducirán, si es que no pondrán fin, a las esperanzas del Kremlin de desempeñar una función significativa. Aislada de Occidente y sin un papel mayor en Asia, ¿dónde quedará el estatus de Rusia como gran potencia?

INTERREGNUM: La cumbre UE-China. Fernando Delage  

Menos de un mes después del encuentro mantenido entre los presidentes de Estados Unidos y de China en San Francisco con ocasión de la cumbre anual de APEC, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el presidente del Consejo, Charles Michel, viajaron a Pekín la semana pasada para la XXIV cumbre China-Unión Europea, la primera presencial desde 2019. Para Bruselas, los objetivos prioritarios consistían en asegurar el acceso de las empresas del Viejo Continente al mercado chino (el déficit bilateral europeo se acercó en 2022 a los 400.000 millones de euros, el mayor de la historia y el doble que hace sólo dos años), e intentar limitar el apoyo de Pekín a Moscú con respecto a la guerra de Ucrania. De poco sirvieron las cinco visitas realizadas a China por líderes de otros tantos Estados miembros durante el último año ni las de ocho comisarios en los últimos seis meses, de ahí las limitadas expectativas con las que se acudió a la cita.

En el terreno económico, aunque Pekín aseguró que su superávit comercial se reducirá en los próximos meses, la preocupación europea es justamente la contraria. El exceso de capacidad industrial china en un contexto de menor crecimiento interno y de dificultad de acceso a distintos mercados (Estados Unidos, Japón e India, entre otros), convierte a Europa en destino prioritario para las exportaciones de la República Popular, especialmente en el caso de productos renovables (como turbinas eólicas y paneles solares) y vehículos eléctricos. Estos últimos ocupan un lugar central en las disputas: Bruselas no cederá en su investigación sobre los subsidios estatales a los fabricantes chinos pese a las protestas de sus autoridades, ni Pekín en una política que considera imprescindible para transformar la estructura de su economía, dominar mercados estratégicos y contrarrestar la caída en las inversiones extranjeras que recibe. El gobierno chino cree por lo demás que puede aislar a las instituciones comunitarias, presionando de manera directa a los Estados más relevantes de la Unión Europea.

Tampoco podían esperarse grandes acuerdos en la esfera geopolítica. Como medio de presión, la UE ha propuesto la adopción de sanciones a una docena de empresas chinas que exportan a Rusia material de doble uso; una medida que podría discutir el Consejo Europeo esta misma semana, y que Pekín considera como una interferencia impropia entre socios. El presidente Xi Jinping rechazó la idea de una rivalidad sistémica entre los dos actores, e hizo hincapié en la disposición de Pekín “a tratar a la UE como un socio clave en cooperación económica y comercial, un socio prioritario en cooperación tecnológica, y un socio cercano en las cadenas industriales y de suministro”.

La ausencia de confianza política entre la UE y China obliga a preguntarse por la utilidad de estas cumbres. Esta vez ni siquiera hubo un comunicado final conjunto. La recuperación de los encuentros presenciales no significa que puedan resolverse problemas que son de naturaleza estructural. Mientras Bruselas quiere reforzar la seguridad económica del Viejo Continente y reducir los riesgos derivados de la dependencia de la República Popular dando forma a una relación más equilibrada, Pekín no sólo rechaza sus quejas, sino que acusa a los europeos de politizar las cuestiones económicas y de violar los principios del libre mercado. Por mucho que China insista en sus deseos de colaboración, parecen innegables sus intentos de marginar a la UE tanto en estos asuntos como en los relativos a Ucrania y Oriente Próximo, por no hablar de Taiwán.

INTERREGNUM: Taiwán: las elecciones que vienen. Fernando Delage

Las elecciones del próximo 13 de enero, en las que se decidirá el sucesor de la presidenta Tsai Ing-wen, serán las más competitivas en la historia de Taiwán. Aunque dos formaciones han dominado el sistema político desde su democratización—el Partido Nacionalista (Kuomintang) y el Partido Democrático Progresista (PDP)—, sus respectivos candidatos (el alcalde de Taipei, Hou Yu-yi, y el actual vicepresidente, Lai Ching-te), compiten en esta ocasión con otro aspirante a la presidencia: Ko Wen-je, del centrista Partido Popular de Taiwán (PPT). (Un cuarto candidato independiente, el fundador de la empresa tecnológica Foxcon, Terry Gou, se acaba de retirar de la campaña). En sólo unos días el escenario preelectoral ha dado un doble vuelco.

El 15 de noviembre, el Kuomintang y el PPT unieron sus fuerzas con la esperanza de derrotar al PDP, el partido que logró dos mayorías absolutas en los comicios anteriores, y va por delante en los sondeos. Ambas organizaciones defienden la restauración del diálogo con la República Popular, interrumpido por Pekín desde la primera victoria de Tsai en 2016. Desde entonces, China incrementó la presión económica, militar y política sobre la isla. Lai ha sido denunciado como un separatista por el gobierno chino, que ha descrito la carrera presidencial como una elección entre estabilidad o conflicto.

Los dos principales grupos de la oposición presentaron su acuerdo como un hito en la vida política taiwanesa. Tres días más tarde, sin embargo, se deshizo la coalición. Al parecer, no se superaron las discrepancias sobre cuál de sus líderes, Hou o Ko, contaba con mayores posibilidades de éxito y debía ser por tanto el cabeza de cartel. La división del voto de la oposición garantiza en principio la victoria de Lai (cuenta con más del 30 por cien de apoyo popular), aunque es innegable la preocupación de la mayoría de los taiwaneses por la creciente amenaza china: el 83 por cien, según un reciente informe de la Academia Sinica de Taipei. Sólo un nueve por cien dice confiar en la República Popular. El mismo estudio confirma por lo demás la tendencia consolidada durante los últimos años: el 63 por cien de la población se consideran taiwaneses, un 32 por cien taiwaneses y chinos, y sólo el dos por cien chinos. Una notable transformación desde 1992, cuando sólo el 18 por cien se identificaban como taiwaneses, y el 26 por cien como chinos.

Pekín ve en consecuencia cómo se aleja la posibilidad de una reunificación pacífica, mientras cunde el temor en la isla a su reacción a los resultados de las elecciones; un hecho que puede alterar las expectativas reflejadas por los sondeos de opinión. Una victoria del Kuomintang se traducirá en una relajación de las tensiones en el estrecho, mientras que la victoria de Lai conducirá, por el contrario, a un endurecimiento de la presión china, incluyendo las advertencias sobre el riesgo de guerra. También puede ocurrir que el PDP obtenga la presidencia pero no la mayoría en la asamblea legislativa, lo que complicará el margen de maniobra del gobierno, pero facilitará los esfuerzos chinos dirigidos a desestabilizar la dinámica política taiwanesa.

La posición de los candidatos con respecto al continente dominará en cualquier caso las elecciones. La mayoría de los votantes quieren un presidente que, durante los próximos cuatro años, sepa evitar un conflicto y mantenga al mismo tiempo la autonomía de Taiwán en un contexto de competición estratégica entre Washington y Pekín. No está sólo en juego por tanto el futuro político de la isla, sino también la seguridad regional.

 

INTERREGNUM: BRI y un mundo de bloques. Fernando Delage  

La semana pasada, mientras el presidente de Estados Unidos viajaba a Israel para intentar evitar una expansión de la crisis en Oriente Próximo, se celebró en Pekín la tercera cumbre de la Ruta de la Seda (la “Belt and Road initiative”, BRI, en su denominación oficial en inglés). Pese a la desaceleración de la economía china y de los problemas que han acumulado numerosos proyectos (hasta un tercio del total según un estudio reciente), Pekín no tiene intención alguna de abandonar la iniciativa. Al contrario: al conmemorarse el décimo aniversario de su anuncio, la cumbre tenía por objeto ratificar su relevancia. Es cierto que los grandes planes de infraestructuras previstos en la concepción original del plan han sido sustituidos por una aproximación orientada a la rentabilidad, con las energías renovables y las redes digitales como nuevas prioridades. Pero la cita fue más allá, para revelar que BRI es un instrumento para proyectar normas y valores chinos con el fin de reconfigurar el orden global frente a un Occidente que concentra hoy su atención en Ucrania y Gaza.

Hasta el pasado verano, la República Popular había firmado más de 200 acuerdos de cooperación en el marco de BRI con más de 150 países y 30 organizaciones internacionales. Aunque sólo 23 jefes de Estado y de gobierno acudieron a la cumbre (por debajo de los 37 de la segunda convocatoria en 2019), el mapa de los asistentes resultó revelador. Especial protagonismo recibió el presidente ruso, Vladimir Putin, de quien Xi Jinping subrayó la “profunda amistad” que les une. La presencia de Putin en Pekín fue motivo suficiente para la ausencia de los líderes europeos; sólo acudió el primer ministro húngaro, Viktor Orban, quien no ocultó sus discrepancias con la estrategia china de la UE, concretada durante los últimos meses en la estrategia de seguridad económica. Como contraste, y en coherencia con las actuales prioridades chinas, el grueso de la representación exterior correspondió a los países del Sur global.

En vísperas de la cumbre, las autoridades chinas publicaron un Libro Blanco sobre BRI, definida como eje de su política de cooperación internacional. Según indica el documento, “la globalización económica dominada por un reducido número de países no ha contribuido a un desarrollo compartido con beneficios para todos (…). Muchos países emergentes han perdido incluso la capacidad para su desarrollo independiente, obstaculizando su acceso a la modernización”. En sus encuentros bilaterales con distintos líderes del mundo en desarrollo, Xi reiteró la importancia de promover la “solidaridad Sur-Sur”. BRI forma parte así del esfuerzo por promover un modelo de desarrollo global alternativo al propuesto por las naciones occidentales (inclinadas a la “confrontación ideológica” según declaró Xi), y facilitar la transición hacia un mundo multipolar. El espíritu de la iniciativa, señala el Libro Blanco, pasa por defender un principio de igualdad, en oposición a quienes defienden “la superioridad de la civilización occidental”. Lo que no indica el texto es que esa es también la dirección para expandir la influencia de Pekín en el actual contexto de competición con Estados Unidos.

Es evidente que China tiene un plan para situarse en el centro de un nuevo orden multilateral; un plan que puede seducir al mundo postcolonial y a otras naciones que rechazan los valores liberales. Pero como muestra la reacción global a la invasión rusa de Ucrania, primero, y al ataque de Hamás a Israel, después, no hay una línea nítida de separación en dos grandes bloques. Occidente no ha perdido su cohesión, mientras que el incierto panorama internacional que nos rodea puede complicar las ambiciones chinas.

INTERREGNUM: China y la guerra Israel-Hamás. Fernando Delage

El brutal ataque terrorista de Hamás contra Israel coincidió con la visita a Pekín de una delegación del Congreso de Estados Unidos. Sin nombrar al agresor y limitándose a realizar un llamamiento a la “calma” de “todas las partes”, la primera declaración oficial china fue objeto de las críticas del líder de la mayoría en el Senado, el demócrata Chuck Schumer, quien trasladó en su encuentro con el presidente Xi Jinping un día más tarde su decepción por la falta de solidaridad con el pueblo israelí. Esas quejas—coincidentes por lo demás con las de Israel y las de distintos gobiernos occidentales—condujeron a un nuevo comunicado de las autoridades chinas: sin denunciar a Hamás, esta vez se condenó al menos “la violencia contra la población civil”, para añadir que “la tarea más urgente es ahora la de alcanzar un cese el fuego y restaurar la paz”.

Si su reacción ha puesto en evidencia los límites de las aspiraciones chinas como mediador global (no ha propuesto ninguna idea concreta sobre cómo resolver la situación), la guerra entre Israel y Hamás ha puesto también a prueba sus ambiciones en la región. En marzo, la República Popular sorprendió al mundo al anunciar en Pekín la restauración de relaciones diplomáticas entre Irán y Arabia Saudí. Pese al escepticismo sobre la sostenibilidad del pacto, China asumió de golpe un protagonismo sin precedente en una región que  ha dominado tradicionalmente Estados Unidos. En junio, durante la visita a Pekín del presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas, Xi declaró su disposición a desempeñar un papel activo en la resolución del conflicto; un objetivo que también formaba parte de la visita—prevista para antes de finales de año—del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.

Aunque en Oriente Próximo China encontró un espacio en el que contrarrestar la presión norteamericana por su apoyo a Rusia en la guerra de Ucrania, la crisis la hace ahora rehén de su necesidad de equilibrios entre ambas partes. Más de la mitad de las exportaciones de Israel a la República Popular (el comercio bilateral superó los 22.000 millones de dólares el pasado año) son componentes electrónicos, incluyendo semiconductores; un recurso vital cuando Washington se esfuerza por limitar el acceso chino a tecnologías punta. Por otra parte, además de su apoyo a la causa palestina desde los tiempos de Mao, la política de contención de Estados Unidos le ha conducido a profundizar en su acercamiento a las naciones de la región. En agosto, China promovió la incorporación a los BRICS de Arabia Saudí, Egipto, Emiratos Árabes e Irán. En este último país, incorporado recientemente a la Organización de Cooperación de Shanghai, tiene previsto invertir unos 400.000 millones de dólares en las próximas décadas. Una condena explícita de Hamás enfrentaría a Pekín con Teherán (además de con Rusia).

Las necesidades energéticas y los intereses comerciales y financieros de la República Popular demandan estabilidad en Oriente Próximo; sin embargo, China no querrá asumir riesgos. Intentará proyectar una imagen de país comprometido con la paz, pero sin involucrarse de manera directa en la dinámica local. Además de su clásica aversión a toda interferencia, su posición responde en parte a su reducido margen de maniobra, pero también a las incertidumbres sobre el nuevo escenario que abre la crisis.

El ataque de Hamás y la respuesta israelí transformarán la geopolítica regional. El fracaso sin paliativos de la estrategia de Netanyahu con respecto al problema de Palestina (la política de opresión y división ha dinamitado la seguridad nacional), y la expectativa de que un acuerdo Israel-Arabia Saudí propiciaría una menor presencia norteamericana y aislaría a Irán sin abrir un vacío que pudiera ocupar China, son ya historia. Aunque Washington tendrá que volver a implicarse en la región, una extensión del conflicto hará inviable la neutralidad de Pekín y complicará su ambición de convertirse en potencia alternativa a Estados Unidos entre las naciones del Sur global.

INTERREGNUM: ¿Fin de ciclo económico? Fernando Delage

En un informe publicado hace unos días, el Banco Mundial ha recortado sus estimaciones de crecimiento de la economía china para el próximo año, al tiempo que ha advertido sobre la mayor caída del crecimiento de las naciones emergentes de Asia en cinco décadas. El Banco subraya así el impacto que la desaceleración china está teniendo para el continente en su conjunto.

El incremento tanto del PIB chino como de las economías en desarrollo de la región—categoría que incluye a la República Popular—será en 2024 de un 4,4 por cien (y no el 4,8 por cien estimado en abril por la misma institución). Los indicadores muestran que la recuperación esperada por Pekín tras la pandemia no se ha producido, mientras que el proteccionismo norteamericano y un notable aumento de la deuda global se han convertido en obstáculos añadidos. La caída de la demanda es un hecho: las exportaciones se han reducido en un 20 por cien en Indonesia y Malasia, por ejemplo, y más de un 10 por cien en China y Vietnam, con respecto a 2022. Los cambios en la política comercial e industrial de Estados Unidos—representados por la ley para la reducción de la inflación (IRA) y la ley de prohibición de exportación de semiconductores (la “Chips and Science Act”)—se concibieron como instrumentos dirigidos contra China, pero el sureste asiático no se ha visto a salvo de sus consecuencias.

Las estimaciones del Banco Mundial se han dado a conocer en un contexto de discusión sobre el futuro económico de China, una variable decisiva a su vez del futuro de la economía—y la geopolítica—global. ¿Logrará el objetivo de superar el PIB de Estados Unidos o bien se encontrará atrapada en la “trampa de los ingresos medios”? Entre 1980 y 2022, el PIB per capita chino pasó del dos por cien al 28 por cien del nivel de Estados Unidos. “¿Es imposible que vuelva a duplicarlo en los próximos años?”, se preguntaba recientemente Martin Wolf en su columna del Financial Times.

Unos analistas concentran su atención en una desaceleración que vinculan en particular a la crisis inmobiliaria y a la fragilidad financiera del país. Otros diagnostican problemas sistémicos de aún más difícil solución, como hace el presidente del Institute for Internacional Economics, Adam Posen, en el último número de Foreign Affairs. Tampoco faltan, sin embargo, quienes relativizan esas dificultades para hacer hincapié en las innegables fortalezas de un gigante demográfico decidido a situarse en el centro de las nuevas fronteras tecnológicas.

En último término, la clave es política. En un régimen que ha hecho de la sostenibilidad del crecimiento una variable central de su legitimidad no puede descartarse que—pese a un discurso que subraya la prioridad de las cuestiones de “seguridad” en el sentido más amplio—, se tomen no obstante las medidas necesarias para afrontar problemas estructurales como el exceso de ahorro o corregir el desproporcionado peso del sector inmobiliario, a la vez que se permita un mayor margen de maniobra a las empresas privadas mitigando el obsesivo control estatal.

Reducir las tensiones con el exterior sería otra orientación que mejoraría la situación, facilitando el acceso chino a los mercados y la tecnología de los países occidentales, inclinados hoy a lo contrario. Obligaría, eso sí, a un cambio de rumbo en la estrategia de los líderes chinos, incluyendo su beligerante discurso nacionalista. Es  cierto que un giro de esas características parece incompatible con la actual dinámica interna, pero también lo es que, si se detiene el crecimiento, las ambiciones globales chinas se alejarán igualmente de su realización.