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INTERREGNUM: La Ruta de la Seda cumple diez años. Fernando Delage

Se cumplen por estas fechas diez años del lanzamiento por el presidente chino, Xi Jinping, de la Nueva Ruta de la Seda (la Belt and Road Initiative, BRI, en su denominación oficial en inglés). Tras proponer en Astana, el 7 de septiembre de 2013, el establecimiento de un Cinturón Económico a través de Eurasia que conectase China con Europa, anunció en Jakarta, el 3 de octubre, una Ruta de la Seda Marítima que uniría igualmente ambos continentes. Nadie fue consciente en aquel momento de la relevancia que tendrían ambos discursos. Además de representar el mayor plan de desarrollo de infraestructuras de la historia, la iniciativa pronto se convertiría en la mejor expresión de las ambiciones diplomáticas de Xi, así como en una prioridad política interna, incorporada a los estatutos del Partido Comunista en 2017.

Sólo a partir de 2015 se dio realmente contenido a una idea que estaba sin elaborar cuando Xi la propuso. Se trataba de un concepto abierto, sin forma institucional, diseñado básicamente como respuesta a la desaceleración del crecimiento.  El modelo de desarrollo seguido desde los años ochenta, basado en una mano de obra intensiva y orientado a la exportación, había llegado al final de su recorrido. China afrontaba una deuda en aumento y un exceso de capacidad que hacían necesaria una reestructuración de la economía, a la vez que debía corregirse el desequilibrio entre las provincias de la costa y las del interior con el fin de asegurar la estabilidad social y política del país. Desde el exterior pronto se percibieron también las implicaciones geopolíticas, siempre negadas por los líderes chinos.

Con el tiempo, la iniciativa se extendió gradualmente a otros espacios (el Ártico, América Latina, África), y el sureste asiático adquiririó mayor protagonismo que Asia central en cuanto a número de proyectos. Pese a no haberse cumplido las ambiciosas expectativas iniciales, lo relevante—una década después—es la redefinición de prioridades a la que obligan, entre otros factores, la deuda acumulada por algunos de los países receptores de los préstamos de Pekín, y el propio cambio de ciclo en la economía china, agravado por los efectos de la pandemia y la política de covid-cero. Además de la oposición de la opinión pública, se cuenta con menos recursos para megaproyectos difícilmente sostenibles desde una perspectiva financiera. Las redes digitales y las energías renovables son hoy principal objeto de atención, no las infraestructuras de transporte, en un proceso mucho más estricto de selección de proyectos, pues debe primar su rentabilidad a corto-medio plazo.

El contexto político global ha cambiado igualmente en los últimos años, como se comprobará en octubre, en la tercera cumbre sobre la Ruta de la Seda. Aunque más de 90 países han anunciado su asistencia, los occidentales brillarán por su ausencia. Mientras estos últimos se alejan de BRI (el único Estado miembro de la UE que firmó un acuerdo sobre la iniciativa, Italia, lo denunciará), son las naciones del Sur Global las que mantienen su interés—aun con reservas—, y sus representantes estarán acompañados en Pekín, eso sí, por el presidente ruso, en una inusual visita al extranjero de Putin.

Preparando el terreno a la cumbre, la República Popular no sólo propició la ampliación de los BRICS a finales de agosto. En esa misma dirección, hizo público la semana pasada un nuevo Libro Blanco sobre la gobernanza global, con premisas contrarias al orden internacional liberal. De este modo, diez años después de su nacimiento, asegurar la sostenibilidad del crecimiento chino continúa siendo el principal objetivo estratégico de BRI, si bien debe enmarcarse en la más amplia “Iniciativa de Desarrollo Global” que promueve Pekín desde 2022, para—más allá de proyectos materiales de interconexión—exportar valores iliberales y establecer reglas y estándares tecnológicos incompatibles con los productos de las empresas occidentales. El alineamiento político de los países socios será, no obstante, más difícil de conseguir que el económico. Incluso en este último frente contarán con nuevas opciones, como las que ofrece el corredor India-Oriente Próximo-Europa (IMEC en sus siglas en inglés), anunciado en la reciente cumbre del G20.

INTERREGNUM: De Jakarta a Hanoi, vía Delhi. Fernando Delage

Como cada año por estas fechas se han sucedido en pocos días las cumbres anuales de distintos foros multilaterales, poniéndose de relieve en todas ellas el deterioro del entorno de seguridad y la dinámica de competición en que se ven envueltas las grandes potencias.

Tras el encuentro de los BRICS celebrado en Johannesburgo a finales de agosto—cita en la que el presidente chino logró su objetivo de ampliar el grupo a un total de 11 miembros (cifra que aumentará en años próximos) y presentar a China como líder del Sur Global—, Xi Jinping se ausentó de manera llamativa de las cumbres posteriores, dejando la representación de la República Popular en manos del primer minstro, Li Qiang. Sin conocerse sus motivos, parece innegable, no obstante, que el éxito logrado en Suráfrica no oculta las consecuencias negativas de la asertividad exterior china en Asia.

Apenas unos días antes de las cumbres de ASEAN, de ASEAN+3 y de Asia Oriental en Jakarta, los vecinos de Pekín se encontraron con la publicación de un nuevo mapa oficial que incluye como parte de China territorios en disputa con India, Rusia y Japón, así como la práctica totalidad del mar de China Meridional (el conocido trazado de nueve puntos pasa a tener 10, al extenderse hasta la costa oriental de Taiwán). La “provocación” china, las inmediatas protestas diplomáticas de Vietnam, Malasia y Filipinas, y las divisiones internas entre los Estados miembros sobre Myanmar (que por segundo año consecutivo no fue invitada a la reunión de la ASEAN) marcaron la agenda de las reuniones.

Los encuentros de la organización con sus socios externos en ASEAN+3 y en la cumbre de Asia Oriental se vieron devaluados por su parte por la ausencia de Xi, pero también por la de Biden, quien tampoco estuvo presente en la capital indonesia; un hecho que alimentó una vez más el escepticismo de la región sobre el compromiso de Washington con los países del sureste asiático. Debe destacarse, no obstante que, después de haberse reforzado la alianza con Manila en abril, el presidente norteamericano viajó a Hanoi el 10 de septiembre, tras la cumbre del G20 en Delhi, donde firmó un nuevo acuerdo de asociación estratégica global con Vietnam. Con la previsible adopción de un pacto similar con Kuala Lumpur, la Casa Blanca avanza así en la construcción de una actualizada arquitectura estratégica, de la que ya dio fe la institucionalización el 18 de agosto, en Camp David, de la cooperación trilateral Estados Unidos-Japón-Corea del Sur al más alto nivel; un mecanismo permanente que se añade de este modo al QUAD y al AUKUS.

Los dos días anteriores, en Delhi, Biden confirmó por otra parte la extraordinaria salud de las relaciones de Estados Unidos con India, además de aprovechar la oportunidad del G20 para formular nuevas propuestas que también tienen como objetivo contrarrestar el activismo diplomático chino. Destacó entre ellas la iniciativa, que cuenta con el apoyo de la Unión Europea, para construir nuevas redes de infraestructuras entre India, Oriente Próximo y el Mediterráneo. La ausencia de Xi permitió al primer ministro Narendra Modi, por lo demás, proyectar a India como puente entre Occidente y el Sur Global; una percepción que ha promovido, entre otras iniciativas, al sugerir la incorporación formal de la Unión Africana como miembro del grupo.

Si en Johannesburgo China reforzó su influencia geopolítica mediante la ampliación de los BRICS, no puede decirse, por el contrario, que en el Indo-Pacífico esté logrando la confianza de los Estados vecinos. Es un contexto que facilita los esfuerzos de la administración Biden orientados a modernizar su sistema de alianzas mediante la consolidación de una tupida red de acuerdos bilaterales y trilaterales en la periferia de la República Popular. Si Xi tampoco asiste a la cumbre de APEC en San Francisco, en noviembre, habrá rechazado la última posibilidad de un encuentro directo con su homólogo norteamericano antes de que acabe el año, planteando nuevos interrogantes sobre la dinámica interna china, afectada sin duda por el deterioro de los indicadores económicos y la desconfianza exterior.

INTERREGNUM: La ampliación de los BRICS. Fernando Delage

Ninguna cumbre anterior de los BRICS (el grupo formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) atrajo el interés suscitado por su XV encuentro a nivel de jefes de Estado y de gobierno, celebrado en Johannesburgo del 22 al 24 de agosto. En un contexto global caracterizado por las diferencias que mantienen Occidente y el resto del mundo sobre la guerra de Ucrania, así como por el activismo diplomático de China entre las naciones emergentes, se ha extendido la idea de que el hoy denominado “Sur Global” constituye un nuevo polo del sistema internacional. Los BRICS representan la creciente visibilidad de una fuerza que minimiza el peso de las democracias occidentales, especialmente tras la ampliación acordada en Sudáfrica. Aunque es cierto que las diferencias internas erosionan la capacidad del bloque para actuar de manera unificada con respecto al objetivo de lograr un orden multipolar, sería un error ignorar el mensaje que transmiten sus miembros y, sobre todo, su utilidad como instrumento de la estrategia china.

Aunque 22 Estados presentaron su candidatura de adhesión, la cumbre formalizó la invitación a sólo seis: Irán, Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Egipto, Etiopía y Argentina. Todos ellos se convertirán en miembros a partir de enero. La ampliación implica que el grupo suma el 46 por cien de la población del planeta y el 37 por cien del PIB global. La incorporación de tres grandes productores de petróleo y gas—Irán, Arabia Saudí y Emiratos—añade una significativa dimensión estratégica (controlará más del 50 por cien de las reservas fósiles mundiales) y financiera (los fondos soberanos de los dos últimos países, por ejemplo, podrán inyectar un notable volumen de fondos al Banco de Desarrollo de los BRICS, la institución financiera creada en 2015 y con sede en Shanghai, considerada como alternativa al Banco Mundial).

La ampliación ha sido motivo de desacuerdos. Pese a las reservas de India, Brasil y Sudáfrica—temorosos de perder su espacio—, China pudo imponerla (con el acuerdo de Rusia). Mientras conforme a su agenda geopolítica antioccidental Pekín y Moscú aspiran a crear un orden favorable a sus esquemas, y a expandir su presencia en África, Oriente Próximo y América Latina, la prioridad de los restantes miembros fundadores consiste en corregir unas estructuras globales que consideran injustas y poder contar con la representación que creen les corresponde por su peso demográfico y económico en las instituciones internacionales. Aspiran igualmente por tanto a equilibrar el poder occidental, pero sin la intención de enfrentarse a Estados Unidos, Europa y Japón, socios indispensables para su seguridad y para sus intereses económicos.

Entre otras claves, la ampliación es reveladora del papel que China espera desempeñar en Oriente Próximo, después del acuerdo logrado en marzo entre Arabia Saudí e Irán con su mediación. Echarle un cable a Teherán, con una economía devastada por la política de sanciones occidentales, es otra importante señal. Pero el protagonismo de China—cuyo PIB es mayor que el de todos los demás miembros juntos—se ve también condicionado por otra variable mayor: la oposición india a dejar que decida unilateralmente las acciones del grupo. Si para la República Popular los BRICS son un medio para maximizar la dependencia de otras naciones de sus recursos financieros y tecnológicos, para Delhi es un recurso para diversificar sus opciones de diálogo y, a través de ellas, reforzar su autonomía estratégica.

Esas diferencias pueden explicar la llamativa ausencia de Xi Jinping en la cumbre del G20 que se celebrará en India el próximo fin de semana. Logrados sus objetivos en Johannesburgo con respecto al grupo que quiere construir como contrapeso del G7 (y al que todavía quieren incorporarse muchos otros países), parece importarle menos un foro en el que sí participan las grandes potencias occidentales y que—como en la cumbre de Bali del pasado año—denunciará de nuevo la agresión rusa en Ucrania. Por primera vez un presidente chino no participará en el G20, renunciando a la posibilidad de un encuentro con su homólogo norteamericano y dañando la relación bilateral con Delhi. Sólo podemos especular sobre sus motivos, pero no puede ocultarse que, pese a la retórica sobre el Sur Global y los BRICS, la guerra de Ucrania no ha hecho sino revitalizar la OTAN y el G7 como expresión de la cohesión de Occidente. Los malos datos sobre la economía china complican asimismo las  ambiciones globales de la República Popular.

INTERREGNUM: China-Rusia: una complicada historia. Fernando Delage

La estrecha relación que mantienen Rusia y China ha sido uno de los temas discutidos en la reciente cumbre de la OTAN en Lituania. La guerra de Ucrania ha sido un momento decisivo en la asociación entre ambos países, y Pekín ha demostrado que está dispuesto a asumir el coste diplomático que supone apoyar a Moscú en su política de agresión. El presidente Xi Jinping puede haberse arrepentido de tanta cercanía a Vladimir Putin, al tener que afrontar dificultades que no existían antes del 24 de febrero del pasado año. Pero Rusia es demasiado importante para China como para arriesgarse a perderla. La estabilidad en la frontera continental, sus recursos energéticos y su asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU son ventajas a las que la República Popular no puede renunciar.

Es cierto, sin embargo, que el ritmo de los acontecimientos no lo marcan sólo Putin y Xi, como demostró el motín en junio de Yevgeny Prigozhin, el líder del grupo Wagner. Por otro lado, pese a la aparente sintonía entre ambos gobiernos, tampoco puede decirse que la transparencia sea una característica que impregne su relación. Comparten intereses, desde luego, y ninguno tan importante como la ambición de erosionar el peso global de Estados Unidos y de Occidente. Pero sus perspectivas sobre la economía mundial no pueden ser más diferentes, como tampoco coinciden en las bases de un orden internacional alternativo. La concepción jerárquica de las cosas propia de la cultura china, y la disparidad de poder entre las dos potencias, permiten dudar de que Pekín vaya a tratar a Moscú como un igual.

Una mirada a la historia revela cómo los hoy socios han pasado por largas etapas de enfrentamiento y división que han dejado un legado de mutua desconfianza. Los interesados pueden encontrar un detallado examen de esa evolución en un reciente libro de Philip Snow (China and Russia: Four Centuries of Conflict and Concord, Yale University Press, 2023), en el que el conocido historiador británico resume varias décadas de estudio sobre la cuestión.

El análisis de Snow comienza con el tratado de Nerchinsky, el primero firmado por Pekín con una potencia extranjera, que en 1689 estableció un acuerdo de no agresión entre las partes, aunque las grandes regiones fronterizas (Xinjiang, Mongolia y Manchuria) no dejaron de ser fuente permanente de tensión. Ese equilibrio se rompió a mediados del siglo XIX cuando, tras la derrota en la guerra de Crimea, Rusia optó por su expansion territorial hacia Oriente y adquirió una superioridad militar, política y económica sobre China que se mantendría durante siglo y medio. En 1900, mientras la dinastía Qing hacía frente a la rebelión de los boxer, Rusia invadió y ocupó Manchuria, pero sus pretensiones anexionistas fueron neutralizadas al perder la guerra con Japón en 1905-1905. Esta nueva derrota no puso fin, sin embargo, a una política expansionista, que se dirigió entonces hacia Mongolia Exterior: aprovechando la debilidad del gobierno chino tras la caída de la monarquía, en 1915 impuso un tratado por el que se reconocía la autonomía del territorio (aunque bajo la nominal soberanía de Pekín), lo que ocasionó un profundo sentimiento antirruso entre los nacionalistas chinos.

La caída de los zares y el hundimiento del poder ruso en Extremo Oriente permitió a China reorientar la relación a su favor, mientras el nuevo régimen soviético se ofreció para hacer un frente común contra las potencias imperialistas. Más tarde, Stalin decidió apoyar a las fuerzas del Kuomintang de Chiang Kai-shek contra Japón, origen de la difícil relación que mantendría con Mao Tse-tung tras la victoria comunista en 1949. Tampoco Nikita Khrushchev se ganó el respeto del Gran Timonel. A partir de finales de los años cincuenta, Pekín se esforzó por marcar su independencia de Moscú y, en 1969, ambos se enfrentaron militarmente en la frontera. El entonces líder soviético, Leónidas Brezhnev, estableció una política de contención de China, mientras Pekín puso en marcha su acercamiento diplomático a Estados Unidos. La rivalidad sólo concluyó a finales de la década de los ochenta, cuando un nuevo líder soviético, Mijail Gorbachev, aceptó las condiciones exigidas por Deng Xiaoping (el sucesor de Mao) para la normalización: el fin del apoyo de Moscú a la ocupación vietnamita de Camboya; la conclusión de su presencia militar en Afganistán; y la desmilitarización de la frontera.

La implosión de la URSS condujo a una nueva etapa, primero bajo Yeltsin y posteriormente bajo Putin, caracterizada por la estabilidad política, pero también por una gradual redistribución de capacidades: el PIB de China es hoy diez veces mayor que el de Rusia; es Moscú la interesada en comprar armamento chino, y no al revés como ocurría a principios de siglo; y es Pekín quien se ha convertido en el primer socio económico de las repúblicas centroasiáticas.

El pasado de la relación no determina cómo será en el futuro. Pero como indica Snow, ofrece algunas lecciones de interés. La primera es que, cuanto mayor ha sido el diferencial de poder entre los dos países, mayor ha sido la tensión entre ambos. La segunda es que contar con un enemigo común—Japón en el pasado, Estados Unidos en la actualidad—ha sido un poderoso elemento de unión. Por último, la necesidad de compartir el continente euroasiático les obliga al entendimiento pese a las profundas diferencias entre sus sociedades y culturas.

INTERREGNUM: Berlín-Pekín. Fernando Delage  

Después de la cumbre de mayo del G7 en Japón, el Consejo Europeo de finales de junio y la cumbre de la OTAN en Vilna pocos días después eran los dos encuentros multilaterales de las democracias occidentales en los que tratar, además de la evolución de la guerra de Ucrania y la situación interna rusa, los dilemas económicos y geopolíticos planteados por las acciones y el aumento de poder de China. Siguiendo el hilo del G7, el Consejo Europeo tomó nota de la propuesta de la Comisión para reducir la dependencia de la República Popular y dar forma a una estrategia de seguridad económica, pero las conclusiones buscaron una vez más un equilibrio entre las diferentes posiciones de los Estados miembros, sin apartarse tampoco del todo de la actitud preferida por Estados Unidos. El mismo patrón se repetiría en Lituania, como se mencionó en una columna anterior. Sólo tras esta sucesión de encuentros (de hecho, un día después de concluir la cumbre de la OTAN), anunció Alemania, mayor economía de la UE y principal socio europeo de China, la estrategia hacia el gigante asiático que se había comprometido a adoptar el gobierno de coalición tras su toma de posesión.

“China ha cambiado, y por tanto nuestra política hacia China debe cambiar”, indicó la ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, al hacer pública la estrategia. Una China crecientemente autoritaria en el interior y agresiva en el exterior obligaba a asumir una nueva posición que sustituyera a la aproximación conciliadora mantenida durante los largos años en el poder de Angela Merkel. Pero las diferencias en el seno de la coalición de gobierno entre Baerbock, líder de los Verdes, y el canciller Olaf Sholtz, líder de los socialdemócratas, han retrasado el documento. Las referencias que se hacían en un borrador filtrado en noviembre a “violaciones masivas de derechos humanos” o a la posible exigencia de determinadas pruebas a las empresas sobre su grado de dependencia del mercado chino han desaparecido de la versión final, lo que no significa sin embargo que el texto no marque una nueva etapa en la política china de Berlín.

Pese a las diferencias internas de opinión, Alemania no quiere ver perjudicados sus intereses económicos (los intercambios comerciales bilaterales ascendieron a 300.000 millones de euros en 2022), lo que implica mitigar su potencial vulnerabilidad sin renunciar a las oportunidades que ofrece China. Sobre el primer aspecto, Berlín se encontró a principios de julio con el anuncio por parte de Pekín del control de la exportación de galio y germanio, materias primas indispensables para la fabricación de semiconductores. La estrategia hace hincapié en ese sentido en el imperativo de reducir la dependencia en recursos estratégicos (incluyendo tierras raras, productos médicos y farmacéuticos, baterías de litio para coches eléctricos, etc), a la vez que se supervisarán de manera más estricta las inversiones chinas en Alemania. En cuanto a la segunda dimensión, y aunque se aumentarán los incentivos para la diversificación hacia otros mercados asiáticos, serán las propias empresas las que deberán valorar los riesgos de su presencia en China, advirtiéndose que la administración no asumirá el coste financiero de sus decisiones en el caso de un escenario negativo.

Alemania ha querido lanzar el mensaje, dijo la ministra de Asuntos Exteriores, de que se acabó la ingenuidad en las relaciones con China, para construir una relación económica de cooperación “que sea más justa, sostenible y recíproca”. La estrategia apenas desarrolla, sin embargo, cómo se perseguirá su implementación. Permanece la duda, por otra parte, de si realmente contribuirá a la consolidación de una política unificada en el marco de la UE, como irónicamente se preguntaba el propio jefe de la diplomacia china, Wang Yi.

INTERREGNUM: China en la cumbre de Vilna. Fernando Delage

La cumbre de la OTAN celebrada en Madrid en junio del año pasado incluyó por primera vez como invitados a los líderes de Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda. La presencia de estos socios asiáticos (los conocidos como AP4) puso de relieve la naturaleza global de los asuntos de seguridad y la preocupación compartida por el desafío que representa el ascenso de China para el statu quo internacional. El imperativo de la cooperación entre socios transatlánticos y transpacíficos ha vuelto a estar en la agenda de la cumbre de 2023, organizada en esta ocasión en la capital de Lituania. Aunque Rusia y el debate sobre la eventual adhesión de Ucrania han sido el tema central de discusión, la relación Moscú-Pekín y las implicaciones de las acciones chinas fueron igualmente tratadas por los participantes en el encuentro. Una vez más quedaron patentes, no obstante, las dificultades para dar forma a un consenso europeo.

Tras la adopción el pasado año de un nuevo concepto estratégico que, entre otras cuestiones, describió el desafío que representa China para los “intereses, seguridad y valores” de la Alianza Atlántica, el secretario general, Jens Stoltenberg—quien visitó oficialmente hace unos meses Tokio y Seúl—ha insistido en que la OTAN debe prestar una atención sostenida a la República Popular y a la dinámica del Indo-Pacífico. Es un objetivo que cuenta con la misma disposición por parte del cuarteto asiático: la rápida reacción de la Alianza a la invasión rusa de Ucrania la convierten en un socio más que deseable como contrapeso disuasorio de una China más ambiciosa.

En la sesión conjunta mantenida con el AP4, y en la que de manera significativa también participaron los presidentes de la Comisión Europea y del Consejo, Ursula von der Leyen y Charles Michel, respectivamente, se intercambiaron puntos de vista sobre el conjunto de temas relevantes tanto para la seguridad europea como para la asiática. Cabe destacar, entre ellos, la inquietud sobre el riesgo de control por China de infraestructuras críticas, sus acciones de coerción económica, las operaciones de influencia y desinformación de Pekín, la cooperación de seguridad con el Kremlin, el aumento de sus capacidades militares, o las consecuencias de un conflicto en el estrecho de Taiwán. Ya se trate de posibles contingencias militares o del fortalecimiento de las cadenas de suministro, el papel de estos países asiáticos resulta fundamental para los intereses occidentales.

La posición que adopte la Alianza Atlántica sobre China es especialmente importante para Estados Unidos, principal miembro de la organización y potencia percibida como rival por Pekín. Por esa misma razón, el futuro de la OTAN y de las relaciones transatlánticas no pueden desvincularse de cómo norteamericanos y europeos se aproximen a esta cuestión. Puesto que un desafío a Estados Unidos en Asia no dejará de tener consecuencias para la OTAN y para la seguridad europea, establecer prioridades comunes y acordar un equilibrio entre ambos escenarios es una exigencia para los aliados si quieren formular una estrategia eficaz hacia la República Popular.

La identificación de esa necesidad no asegura, sin embargo, que esa aproximación se produzca. Así lo demuestran, por ejemplo, el problema de Taiwán o los desacuerdos sobre la apertura de una oficina de la OTAN en Tokio. Con respecto al primer asunto, las declaraciones del presidente de Francia, Emmanuel Macron, a su regreso de su viaje a China en abril, a favor de la neutralidad europea, alarmaron a Washington. Pero no parece ser el único lider europeo que piensa que el Viejo Continente no tiene nada en juego. La recién aprobada estrategia de seguridad nacional de Alemania no menciona a Taiwán ni una sola vez. El canciller Olaf Sholtz se muestra por otra parte reticente a sumarse a la más firme política hacia Pekín  defendida por la Comisión Europea, y prefiere que sea la industria de su país la que decida el grado de dependencia de China que más le convenga, minusvalorando sus riesgos estratégicos.

Esa resistencia de los principales Estados miembros a que la UE asuma una proyección geopolítica aparece igualmente cuando la OTAN discute sobre el Indo-Pacífico, aunque nadie esté planteando una ampliación de los límites geográficos establecidos por los artículos 5 y 6 del tratado de Washington. Aunque ya existe una oficina de enlace en Asia central, ha sido de nuevo Macron quien se ha manifestado en contra de abrir otra en Tokio (opinión compartida naturalmente por Pekín), por tratarse de un continente ajeno. Según el Elíseo, tampoco las autoridades japonesas tendrían especial interés, una información que fue desmentida por el gobierno de Fumio Kishida.

A falta de conocer el comunicado final de la cumbre cuando se redactaban estas líneas, las divisiones entre los europeos complican la posición de la Alianza sobre China, y erosionan la unidad transatlántica. Si Washington duda del apoyo europeo a sus problemas en Asia, quizá el Viejo Continente precipite su aislamiento, sin haber podido desarrollar esa autonomía estratégica que Macron más que nadie ha defendido como indispensable.

INTERREGNUM: Dos estrategias de seguridad. Fernando Delage

La semana pasada Alemania hizo pública la primera estrategia de seguridad nacional de su historia. Fue un compromiso asumido por el gobierno de coalición al tomar posesión a finales de 2021, pero adquirió un enfoque distinto del previsto originalmente tras la invasión rusa de Ucrania. La agresión de Moscú hizo evidente la vulnerabilidad europea y condujo, sólo unos días después del 24 de febrero, al anuncio por el canciller Olaf Scholz de un giro histórico en la política de defensa alemana. Ha habido que esperar más de un año desde entonces, sin embargo, para dar forma a una estrategia de seguridad que contara con el consenso de los socios de gobierno. Un consenso que sigue aún sin existir con respecto al documento estratégico sobre China que debía haberse adoptado al mismo tiempo.

Según el texto aprobado, Rusia es, “por el futuro previsible, la mayor amenaza a la paz y seguridad del área euroatlántica”. También advierte que algunos países “tratan de reconfigurar el orden internacional” mediante instrumentos de desinformación, ciberataques y coerción económica; una descripción que incluye a China. El documento subraya que, para Berlín, la República Popular es “un socio, competidor y rival sistémico” (los mismos términos que ya empleó la estrategia china de la UE de 2019, pendiente a su vez de una próxima actualización), pero indica igualmente que los elementos de rivalidad y competición se han agravado durante los últimos años. Aun así, la importancia de China como mercado para las exportaciones alemanas y fuente de materias primas explica la búsqueda de un lenguaje y de una posición de equilibrio que evite la hostilidad de Pekín. Es una incógnita, no obstante, qué orientación asumirá la estrategia hacia China—además de su fecha de publicación—, dadas las discrepancias entre los socialdemócratas y los Verdes, partido responsable del ministerio de Asuntos Exteriores.

También Corea del Sur acaba de anunciar una nueva estrategia de seguridad nacional, la primera del gobierno conservador de Yoon Suk-yeol. Al igual que la anterior (redactada por el gabinete de Moon Jae-in en 2018), se identifica a Corea del Norte como el principal desafío de seguridad. Pero la política de acercamiento a Pyongyang, defendida entonces como medio para normalizar las relaciones entre las dos Coreas, se ve sustituida en el nuevo texto por el reforzamiento de la alianza con Estados Unidos. Se trata, además, de un documento mucho más ambicioso, y no sólo por su extensión (150 páginas en su versión en inglés).

Rompiendo la tradición de estrategias anteriores—la primera de Corea del Sur data de 2004—no se comienza por la situación en la península, cuestión que pasa a la segunda sección, sino por una evaluación del estado de la seguridad global, enumerando entre otros riesgos la rivalidad Estados Unidos-China, las disrupciones de las cadenas de valor y las amenazas no tradicionales. Para afrontar tanto los desafíos globales como los regionales, Seúl dará prioridad, como se indicó, a la alianza con Washington, aunque también ampliará sus relaciones de defensa con otros socios, se implicará en mayor medida para asegurar el orden internacional, y desarrollará sus capacidades militares. Son básicamente las mismas orientaciones que ya se habían recogido en documentos anteriores, como la Estrategia hacia el Indo-Pacífico aprobada en diciembre de 2022 y el último Libro Blanco de Defensa, también del pasado año.

Dada la estructura de su industria y sector exportador, la estrategia surcoreana presta especial atención por otra parte a la seguridad económica y tecnológica. Finalmente, se destaca la identidad internacional del país con una diplomacia basada en valores como la libertad, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Es innegable, no obstante, que tendrá que compatibilizar esos principios con las exigencias pragmáticas de sus intereses en las relaciones con Pyongyang, Pekín y Moscú. El gobierno de Yoon señala en cualquier caso su ambiciosa intención de adoptar un enfoque global sobre el papel de Corea del Sur; una perspectiva que, además de maximizar su papel en Asia oriental, le acercará a las democracias europeas.

 

INTERREGNUM: Estados Unidos, China y los europeos. Fernando Delage

La reciente cumbre de Shangri-La, el encuentro que organiza en Singapur el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) y que se ha convertido en la más relevante conferencia anual sobre seguridad en Asia, ha puesto de relieve que las espadas siguen en alto en la relación China-Estados Unidos. La presencia de los responsables de Defensa de ambos países podía haber contribuido a relajar la tensión bilateral, pero fue una oportunidad perdida. Pekín mantiene una actitud de resistencia frente a Washington.

Durante los últimos meses, la administración Biden ha intentado restaurar los canales de diálogo. En mayo, visitó Pekín el director de la CIA, William Burns; el representante de más alto nivel en viajar a China desde 2021. Y en Singapur, el secretario de Defensa, Lloyd Austin, criticó las acciones de la República Popular en la región, pero hizo hincapié en la necesidad de establecer mecanismos de gestión de crisis entre las fuerzas armadas de los dos países, así como unos principios de interacción para prevenir conflictos. El mantenimiento de ese diálogo, suspendido por Pekín en agosto del año pasado a raíz de la última crisis en el estrecho de Taiwán, debe ser—insistió—un imperativo, no una recompensa.

Sin embargo, el nuevo ministro de Defensa chino, Li Shangfu, rechazó la invitación de Austin para reunirse. La respuesta de Li a la petición norteamericana de adoptar medidas de confianza fue que no se trata de dialogar, sino de que Occidente “se dedique a sus asuntos” y se mantenga alejado de las aguas y del espacio aéreo cercanos a China. Tras acusar a Estados Unidos (sin nombrarlo explícitamente) y a sus aliados de utilizar la libertad de navegación como pretexto para su “hegemonía”, Li reiteró que la República Popular, por el contrario, nunca presionará a otros Estados. Es Washington, subrayó, quien debe cambiar de actitud si quiere estabilizar las relaciones con Pekín.

El tono hostil de su intervención no fue bien recibido por los socios y aliados de Estados Unidos presentes en la conferencia. El temor a una escalada de la rivalidad entre Washington y Pekín se reflejó en sus respectivos discursos, en los que mostraron una opinión similar a la de Austin y denunciaron la manipulación de los hechos descritos por Li al culpar a la OTAN de la guerra de Ucrania. Los ministros de una larga lista de países hicieron patente la unidad occidental frente a la agresión rusa. Pero la solidaridad por parte europea en Singapur no oculta la falta de un consenso entre los Estados miembros de la UE sobre la estrategia a formular hacia China; una realidad bien conocida por el gobierno chino, cuyo primer ministro, Li Qiang, visitará Berlín y París en las próximas semanas.

Las desafortunadas declaraciones sobre Taiwán del presidente francés, Emmanuel Macron, a la vuelta de su viaje a Pekín en abril, no ayudaron a la causa de la unidad transatlántica, ni tampoco a la formación de una posición común europea. Su opinión, luego parcialmente corregida, parece coincidir sin embargo con lo que piensa la mayoría de los europeos, según revela un sondeo del European Council on Foreign Relations hecho público la semana pasada. El porcentaje de quienes quieren que Europa permanezca neutral en un conflicto entre Estados Unidos y China es mayoritario en los once países en los que se realizó la consulta. El 43 por cien de los europeos consideran a China como un “socio necesario”, mientras sólo el 35 por cien ve en ella a un “rival” (24 por cien) o “adversario” (11 por cien). La mayoría se opone, eso sí, a un control chino de las infraestructuras, compañías tecnológicas y medios de comunicación del Viejo Continente.

La combinación de unos gobiernos inclinados a defender sus intereses económicos nacionales por delante de los intereses estratégicos europeos, y una opinión pública cuya percepción de China no parece haberse alterado por el apoyo político ofrecido a Moscú tras la invasión de Ucrania, transmite una relativa despreocupación por las nuevas realidades geopolíticas. Europa no sólo ha perdido peso relativo global, sino que, con independencia del desafío revisionista ruso, la transformación de Asia—con China al frente—le obliga a reorientar su estrategia internacional en defensa de sus intereses y valores. Para los interesados, reflexiono en mayor profundidad sobre estos asuntos en un ensayo publicado en el último número de la revista Araucaria (“Europa en la era de Eurasia y del Indo-Pacífico”), como parte de un monográfico sobre “Europa y el desafío asiático”: https://revistascientificas.us.es/index.php/araucaria/issue/view/1331.

INTERREGNUM: Si China se hiciera con Taiwán. Fernando Delage

Durante los últimos años, coincidiendo con el rápido aumento de sus capacidades militares, la presión de la República Popular China sobre Taiwán ha crecido en todos los frentes. Además de multiplicar las incursiones de sus aviones en el espacio aéreo de la isla, o realizar maniobras con fuego real en aguas cercanas (como las del pasado verano tras la visita a Taipei de la presidenta del Congreso de Estados Unidos, Nancy Pelosi), la retórica del presidente Xi Jinping sobre la inaplazable “misión histórica” de completar la reunificación ha agravado la inquietud internacional sobre el riesgo de un conflicto. En febrero, fue el director de la CIA, William Burns, quien declaró que Xi había ordenado a sus fuerzas armadas “estar preparadas hacia 2027 para completar con éxito la invasión” de Taiwán. (En 2027 se conmemorará el centenario de la fundación del Ejército de Liberación Popular). Añadió que esto no significa que Xi haya tomado la decisión de invadir la isla, pero sí confirma “la seriedad de su objetivo y su ambición”.

La impaciencia de una China más poderosa ha puesto a prueba la política de ambigüedad estratégica mantenida por Estados Unidos durante décadas, transformando el contexto que tradicionalmente definió la cuestión. Además de ocupar una posición geopolítica clave en una era de creciente competición naval, Taiwán se ha consolidado como una de las democracias más sólidas de Asia, a la vez que desempeña un papel indispensable en las cadenas de valor de la economía global, especialmente como productor de semiconductores. La invasión de Ucrania no ha hecho sino elevar el temor a una acción similar por parte de Pekín al otro lado del estrecho, lo que ha llevado a aliados de Washington como Japón y Australia a denunciar igualmente de manera explícita todo intento de alterar el statu quo por la fuerza.

Aunque nunca se haya prestado mayor atención al problema, lo cierto es que apenas se ha reflexionado sobre las implicaciones estratégicas de una ocupación china de Taiwán. ¿Qué consecuencias tendría ese hecho, además de la destrucción de su democracia y de un golpe sin precedente para la economía mundial? ¿Cuál sería su impacto para la seguridad regional y global? ¿Cómo afectaría al resto de potencias y a los Estados vecinos? A estas preguntas ha tratado de responder un estudio de Pacific Forum, el think tank con sede en Honolulu, que está teniendo un enorme eco entre cancillerías y expertos. En The World After Taiwan’s Fall, título del trabajo, han participado seis autores, cada uno de los cuales ha analizado su respectiva perspectiva nacional (Estados Unidos, Australia, Japón, Corea del Sur, India, y un francés que examina el impacto para Europa). Lo han hecho, por otra parte, conforme a dos escenarios alternativos: el primero contempla una ocupación de la isla sin haber recibido Taiwán ayuda exterior alguna; el segundo, imagina dicha ocupación aun habiendo contado Taipei con apoyo externo (es decir, tras una victoria militar de Pekín).

Con independencia de cómo ocurriera, la principal conclusión del estudio es que las consecuencias de un control chino de la isla serían devastadoras. La República Popular eclipsaría la influencia de Estados Unidos de manera estructural, y no sólo en Asia. Al neutralizar la credibilidad de los compromisos de defensa de Washington con sus aliados y socios, el entorno de seguridad regional y global se volvería mucho más peligroso. Algunos países inevitablemente pasarían a formar parte de una esfera de influencia china; otros optarían por adquirir armamento nuclear.  Se esté o no de acuerdo con el análisis de los autores (algunos podrían considerarlo como excesivamente alarmista), las consecuencias generales resultan plausibles. La gravedad de su alcance ha sido por ello una de las principales motivaciones del estudio: se trata de urgir a las principales potencias a adoptar las medidas necesarias para prevenir que ese resultado se produzca.

INTERREGNUM: Sorpresa en Tailandia. Fernando Delage

Aunque se esperaba que las elecciones legislativas del pasado 14 de mayo concentraran un importante voto de protesta contra el gobierno de Prayut Chan-o-cha, el exgeneral responsable del golpe de Estado de 2014, los resultados fueron sencillamente demoledores para los militares. Los dos partidos apoyados por estos últimos lograron 76 escaños, mientras que los grupos reformistas sumaron 315 diputados. La sorpresa no quedó ahí: pese a la expectativa de que Pheu Thai (el partido vinculado al exprimer ministro Thaksin Shinawatra, y ganador de todas las elecciones de las dos últimas décadas) sería el más votado, se vio superado por Avanzar, partido fundado hace sólo tres años y liderado por Pita Limjaroenrat, un joven empresario de 42 años, formado en Harvard y el MIT.

No sólo se ha pronunciado la sociedad tailandesa a favor de las reformas, sino que parece haberse superado el enfrentamiento mantenido durante veinte años entre el establishment conservador y los seguidores del populista Thaksin; entre los popularmente conocidos como “camisas amarillas” y “camisas rojas”, respectivamente. Una tercera fuerza ha entrado en escena, y el extraordinario apoyo que ha conseguido se explica por su promesa de reducir el papel de los militares y de la monarquía en la política nacional, además de por sus propuestas de reforma del sistema educativo y otros programas sociales. Avanzar se comprometió a no formar coalición con ninguna fuerza ligada a los generales y a abolir el delito de lesa majestad, que prohíbe toda crítica a la corona.

Su éxito no significa, sin embargo, que pueda formar gobierno y hacer realidad su agenda política. Según la Constitución de 2017, redactada tras el último golpe, las fuerzas armadas nombran a la totalidad de los 250 miembros del Senado, cámara que, junto a los 500 diputados, participa en la elección del primer ministro. Al no contar con los 376 escaños necesarios para su investidura, Pita tiene un plazo de dos meses para ampliar sus socios. Ahora bien,  si traiciona su compromiso de no aliarse con fuerzas promilitares, no podrá reformar la monarquía ni tampoco sostener su credibilidad. Si, por otra parte, los militares bloquean la formación del gobierno reclamado en las urnas, se crearán las condiciones para una nueva espiral de enfrentamiento civil.

Los antecedentes no dan muchos motivos para el optimismo. Con una media de un golpe de Estado cada nueve años desde 1932, en Tailandia se han producido ciclos de restauración democrática, seguidos poco después por una nueva intervención de las fuerzas armadas. Es posible, no obstante, que estas elecciones hayan marcado un punto de inflexión al confirmar el hartazgo de los tailandeses con el orden establecido; un hecho que el ejército y los intereses próximos a la casa real no podrán ignorar.

La voluntad de cambio político no aparece sólo vinculada por lo demás a la estructura nacional de poder. Los militares se han mostrado incapaces de frenar el deterioro de la segunda economía del sureste asiático, que ha quedado al margen de los acuerdos de integración comercial. Han sido Vietnam y otros vecinos quienes han atraído la inversión extranjera. También han hecho perder al país su tradicional liderazgo diplomático regional, a la vez que han obstaculizado la presión exterior sobre la junta militar birmana, y debilitado la relación con su aliado norteamericano. La consecuencia ha sido una mayor dependencia de Pekín; otra circunstancia que cambiaría de restaurarse un régimen pluralista. La transición a una democracia estable sería, por último, un ejemplo para los Estados del sureste asiático, como ya lo fue la revolución popular de Filipinas que, en 1986, acabó con la dictadura de Ferdinand Marcos. Ese resultado no se repitió en otros casos (en Myanmar, por ejemplo, condujo a una mayor represión), pero es innegable que, en 2023, las demandas de cambio no son monopolio de los tailandeses.