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INTERREGNUM: Xi: los límites del poder. Fernando Delage

Apenas semanas después de que el XX Congreso del Partido Comunista Chino concediera en octubre un tercer mandato como secretario general a Xi Jinping y ratificara su dirección política, Pekín dio marcha atrás en distintos frentes. De defender de manera dogmática la política de covid cero, se pasó al levantamiento de todas las restricciones a partir del 8 de enero. El compromiso con un mayor papel del Estado en la economía ha sido sustituido por nuevos gestos hacia el sector privado, en particular hacia las empresas inmobiliarias y tecnológicas. La declarada prioridad de la seguridad nacional sobre la economía ha dado paso a un discurso a favor del crecimiento. La percepción de un entorno exterior hostil que obligaba a mantener una diplomacia asertiva contrasta con el acercamiento a distintas capitales con un lenguaje de cooperación.

Ninguna explicación oficial ha justificado ese giro, aunque distintos hechos permiten entenderlo. Las protestas populares contra el confinamiento a finales de noviembre pusieron en evidencia el hartazgo de la sociedad china, creando una presión sobre el gobierno que se encontró de manera repentina con la irrupción de nuevas amenazas a su legitimidad. A ello se sumaron los resultados económicos del último trimestre de 2022, ocultados hasta después de la celebración del Congreso. Un incremento del PIB del tres por cien el pasado año—muy por debajo del 8,1 por cien de 2021—fue una grave señal de alarma. Además de quedar lejos del objetivo que se había fijado el gobierno—un 5,5 por cien—, era indicación de un fenómeno estructural más que coyuntural, que anticipaba el fin de una larga etapa de alto crecimiento, base de un contrato social con sus ciudadanos que determinaba a su vez la estabilidad política de la nación. La diplomacia del “lobo guerrero”, la coerción económica y la modernización militar cambiaron por lo demás la imagen exterior de China. La reacción de Occidente, en forma de coaliciones de contraequilibrio—del Quad a la OTAN—, el lastre de la asociación política con Moscú, y la guerra tecnológica de los semiconductores obligaban igualmente a un reajuste.

La lección es clara: el triunfo político de Xi en el Congreso no podía ocultar las debilidades estructurales del sistema. La imposibilidad de reconocer los errores, característica de todo gobierno autoritario, le impedía abandonar su política contra la pandemia. Su ideología leninista obstaculizaba el crecimiento de la economía si se empeñaba en “rectificar” el sector privado por no alinearse con las prioridades del Partido. El impulso nacionalista como guía de la política exterior iba a resultar igualmente contraproducente. Ahora bien: sería un error interpretar estos cambios como una alteración de las perspectivas y de los planes mantenidos por el presidente chino. Esa rápida transformación es una respuesta pragmática, oportunista incluso, demandada por las circunstancias. Ni Xi ha renunciado a sus convicciones ni pueden darse por superadas las incertidumbres en torno al futuro político chino, en un contexto que estará marcado por un bajo crecimiento y por tensiones internacionales.

Interesa por todo ello comprender las razones, más bien, de por qué Xi puso fin a la moderación de sus antecesores y lidera una China muy distinta de la que el mundo conoció desde la política de reforma y apertura de Deng Xiaoping a finales de los años setenta hasta su llegada al poder en 2012. ¿Por qué Xi no quiso seguir cultivando una imagen positiva del país en el exterior? ¿Por qué Pekín ha actuado de forma aparentemente contraria a sus intereses durante los últimos tiempos?

La explicación más convincente y sistemática hasta la fecha es la que ofrece la conocida sinóloga norteamericana Susan Shirk en su último libro: Overreach: How China Derailed Its Peaceful Rise (Oxford University Press, 2022). Profesora en la Universidad de California en San Diego, y vicesecretaria adjunta para asuntos de Asia en el departamento de Estado durante la administración Clinton, Shirk encuentra la respuesta en la naturaleza del régimen político, y su origen en el segundo mandato de Hu Jintao. Su argumento central es que la dinámica interna del sistema impidió el ejercicio de la prudencia necesaria para gestionar un ascenso pacífico. Los responsables de distintas áreas de la administración—incluyendo los servicios de seguridad y las fuerzas armadas—impulsaron agresivamente sus respectivas agendas sin que la debilidad de Hu pudiera frenarlas o equilibrarlas. La percepción extendida a raíz de la crisis financiera global de que el diferencial de poder con Estados Unidos se había reducido condujo igualmente al abandono de la moderación anterior.

La combinación de estas circunstancias condujo a una China que se volvería más asertiva en el interior—obsesionada por “el mantenimiento de la estabilidad”—y en el exterior, con una retórica a favor de la defensa de los “intereses fundamentales” y la soberanía nacional. El sistema de liderazgo colectivo implantado por Deng en los años ochenta se había roto, al no servir para corregir una deriva que, Xi entre otros, interpretó como motivo para restaurar una estructura de poder unipersonal. Un camino que, sin embargo, tampoco ha servido como se mencionó para evitar los excesos.

En contraste con la incapacidad de Hu para controlar a sus colegas del Politburó, Xi tenía el poder para centralizar el proceso político, hacer frente a los grupos de intereses oligárquicos, y optar por una política exterior más conciliadora. Si no hizo ninguna de esas cosas, escribe Shirk, fue porque es mucho más ambicioso con respecto al papel global de China, y porque está dispuesto a asumir mayores riesgos para lograrlo.

Reseña ponencia: Georgina Higueras, “Las 3 revoluciones de china”. Isabel Gacho Carmona.

Con motivo del 40 aniversario del inicio de proceso de reforma y apertura económica china iniciado por Deng Xiaoping, 4Asia organizó el evento “Deng Xiao Jinping. 40 años reformando china”. La primera ponencia vino de la mano de la periodista y escritora especializada en China Georgina Higueras, que, bajo el título “las 3 revoluciones de China”, expuso a los asistentes un análisis histórico muy útil para la contextualización de las diferentes reformas que se han llevado a cabo.

Para ello divide la historia de la República Popular China en 3 etapas, lo que Higueras llama las “tres revoluciones”. Estas serían: La de Mao, la de Deng y la de Xi.

Desde la declaración de la República Popular en 1949 hasta la muerte del que fuera su máximo dirigente, Mao Zedong, en 1976, tuvo lugar la “primera revolución”. Fue una época caracterizada por la ideologización de las masas, por la intención de romper con el confucianismo, por la industrialización y la colectivización. El Partido se había fundado en 1921 en Shanghai apadrinado por los soviéticos. Cuando llega al poder, su vecino del norte será su aliado natural. Mao y Stalin se tenían respeto. De hecho, la alianza con la Unión Soviética durante los años 50 es la única que ha tenido China con una potencia extranjera. La URSS llegó a enviar hasta 100.000 asesores de diversas especialidades (ingenieros, lingüistas, arquitectos…). Esto supuso un impulso muy potente para una primera industrialización. Sin embargo, la muerte de Stalin y la posterior “desestalinización” llevada a cabo por Jruschov debilitaron las relaciones. Un Mao paranoico con la idea de una posible “desmaoización” inicia la terrible campaña de las 100 flores, una purga intelectual disfrazada de invitación a críticas.  La alianza con los soviéticos acabará en 1960 dejando atrás una industrialización a medias. La promesa de Stalin de proveer a la potencia asiática con el arma nuclear también se quedaría en el tintero. Después vendrían los desastres del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Cuando muere Mao en 1976, aunque había logrado la expulsión de los extranjeros y la unión del país, deja un país exhausto, atemorizado e hiperpoblado.

Tras dos años de transición, en 1978, con la llegada al poder de Deng se iniciaría la “segunda revolución” cuyo principal objetivo era el crecimiento y que se alarga hasta 2012. Deng Xioaping tiene la idea de que la autarquía del periodo anterior es un callejón sin salida. Recoge el testigo de un país que representa el 1,8% del PIB mundial. Las primeras medidas que pone en marcha fueron las 4 modernizaciones de Zhoi Enlai en los sectores de agricultura, industria, defensa nacional y ciencia y tecnología. En lo referente a la agricultura se concedieron lotes de tierra a las familias, respecto a la industrialización se crearon las Zonas Económica Especiales…Partiendo de cero y aislada internacionalmente, la República Popular consigue un crecimiento exponencial. Pese al crecimiento, el descontento respecto al alza de precios y la falta de libertades llevó a las revueltas en Tiananmen en 1989, que dividió a la cúpula de poder hasta ponerla al borde de la guerra civil. En lo referente a la política exterior la idea fue llevar un perfil bajo. Deng lo resumió en su “estrategia de 24 caracteres” en 1990: “冷静观察: Observar con calma, 站稳脚跟 : asegurar nuestra posición, 沉着应付:Lidiar con asuntos tranquilamente, 韬光养晦 ocultar nuestras capacidades y esperar nuestro tiempo, 善于守拙: mantener un perfil bajo y 绝不当头 : nunca reclamar liderazgo”. Los posteriores líderes Jian Zemin y Hu Jintao siguieron también esta línea.

La última de estas revoluciones tiene como protagonista al actual presidente, Xi Jinping. Cuando llega al poder en noviembre de 2012 se encuentra una China muy diferente a la que se encontró Deng: ya representa el 18% de PIB mundial. Llega con una idea clara: El sueño chino. La idea de recuperar su papel central. El renacer. Las capacidades del país del centro son tan grandes que ya no se pueden ocultar. Se ve un agudizamiento de los conflictos: en el Mar de la China Meridional, en sus relaciones con Japón y con la India, en Asia central… China ya no tiene amigos y su política exterior es más asertiva. Su salida al exterior se materializa con la nueva ruta de la seda. En materia de investigación y desarrollo está viviendo una revolución tecnológica que ha despertado los temores estadounidenses. Iniciativas como “Made in China 2025” lo demuestran. China ya no se oculta.

Stranger Things. Juan José Heras

La primera reforma sanitaria china tuvo lugar en 1951 y solo afectaba a los trabajadores de las ciudades, que apenas suponía un 20% de la población total. Posteriormente, en 1956, se extendió al campo con el llamado “Sistema Médico Cooperativo Rural” que se materializó en la construcción de hospitales en los pueblos más grandes, clínicas en pueblos más pequeños; y “médicos descalzos” en las aldeas más remotas.

Esta última iniciativa, que consistía en formar a campesinos para ayudar a sus camaradas a prevenir las epidemias más comunes, fue un éxito y en 1976 estaban cubiertos el 90% de los campesinos, triplicándose la esperanza de vida.

Pero en la década de los 80 Deng Xiaoping abrió “El Portal al Mundo del Reverso” y dejo entrar al “monstruo del capitalismo” en China que trajo consigo de nuevo las grandes desigualdades entre las zonas urbanas y las rurales, dejando a muchos campesinos sin capacidad económica para costearse los servicios médicos.

Para corregir esta situación, Hu Jintao estableció en 2003 el “Nuevo Sistema Cooperativo Rural Médico”, que facilitaba el acceso de los campesinos con menos recursos a la sanidad mediante un pago anual que hoy ronda los 20€. Además, el Estado costeaba hasta el 60% de la factura por ingreso en una clínica rural.

Sin embargo, en caso de buscar asistencia médica en hospitales más grandes, con mejores especialistas y medios, el Estado solo se hacía cargo del 30% del gasto total. En la práctica, esto se traduce en que los ciudadanos chinos del entorno rural, que todavía son un 50% de la población total, y cuyos ingresos son muy bajos en comparación con los residentes urbanos, solo acudan al médico cuando se encuentran ya muy graves.

Este sistema sanitario con “características chinas” ha forjado en sus campesinos un carácter estoico ante la enfermedad, que sus ciudadanos exportan al extranjero de la misma manera que sus empresas despachan algunas construcciones de dudosa calidad o realizan una interpretación revisionista de los derechos humanos. Desde esta perspectiva se entiende mejor que los ciudadanos chinos no se prodiguen por los hospitales españoles, ya que tienen grabado a fuego que al médico no se va por “tonterías”.

Y entonces llegó Xi Jinping, que se ha propuesto cerrar “El Portal del Mundo del Reverso” y garantizar la sanidad universal para 2020, implantando entre otras cosas, un sistema de médicos de cabecera que alivien los cuellos de botella producidos por las consultas hospitalarias. Un reto difícil de conseguir para 2020, pero casi imposible de mantener  para 2050, cuando se estima que el país contará con más de 400 millones de ciudadanos por encima de los 80 años (más del triple que en 2017).

El gran rompecabezas chino. Miguel Ors Villarejo

En una democracia liberal, la hermenéutica parlamentaria se reduce a una simple operación aritmética: contar los congresistas que cada partido saca en unas elecciones transparentes y pacíficas. A partir de su número se sabe quién manda y cuánto manda, y puede también deducirse cómo pretende gobernar con un razonable grado de seguridad.

No sucede lo mismo en un régimen comunista. El poder no emana aquí de los congresistas. Son los congresistas los que emanan del poder, que se dilucida en un proceso opaco y a menudo violento, cuyo resultado se manifiesta en detalles que solo el ojo entrenado puede apreciar: la aparición (o desaparición) en los retratos oficiales, la preeminencia (o postergación) en los desfiles militares, la cantidad de mayúsculas (o de minúsculas) del cargo, etcétera.

A la luz de estas técnicas arcanas, los analistas coinciden en que Xi Jinping es el político chino más poderoso del último medio siglo. El elemento cabalístico decisivo es la incorporación a la Constitución de su “pensamiento”. “Es el primer líder vivo que menciona la Carta Magna desde Mao”, escribe The Economist. Ni Hu Jintao ni Jiang Zemin figuran, y la referencia a Deng Xiaopin y su “teoría” (término menos profundo e imponente que “pensamiento”) se incluyó a título póstumo.

¿Es esto una buena o una mala noticia? Es difícil saberlo. Las fuentes fiables de que disponemos (un cable diplomático filtrado por Wikileaks, testimonios dispersos) dibujan a Xi como un hombre astuto, consumido por la ambición. Hijo de un comunista de primera hora depurado durante la Revolución Cultural, se hizo “más rojo que el rojo” para sobrevivir. Tras licenciarse como oficial del Ejército, sirvió en diferentes destinos provinciales, procurando siempre ser “aburrido y olvidable”. Había comprobado cómo la franqueza arruinaba la vida a su padre, así que decidió mostrarse complaciente con la autoridad. “Nadie en su sano juicio hubiera dicho que el chico que alojé en mi casa llegaría a presidente, ni de China ni de ningún otro país”, comentó la estadounidense que lo acogió durante una feria agraria en su casa de Iowa. Este talante inofensivo y afable lo convirtió en el candidato de consenso cuando hubo que relevar a Hu Jintao.

Entonces se desató la bestia.

“Xi ha protagonizado dos cruzadas en casa”, escribe Carrie Gracie, “una para controlar el Partido y otra para controlar la web”.

Con el pretexto de acabar con la corrupción, ha tronchado la cabeza a miles de altos cargos y, con el propósito de preservar la “independencia [de China] como pueblo y nación”, ha levantado un cortafuegos en internet que podría dotar de un nuevo sentido la expresión “poner puertas al campo”.

En Occidente los expertos están divididos. Los pesimistas creen que el mundo se dirige hacia otra trampa de Tucídides y que, del mismo modo que la emergencia de Atenas arrastró a Esparta a la guerra del Peloponeso, la irrupción de China provocará tarde o temprano la colisión con Estados Unidos. La concentración en Xi de un poder formidable, sin apenas contrapesos, empeorará la calidad de sus decisiones porque, dice The Economist, “aumenta el riesgo de que sus subordinados le cuenten únicamente lo que estimen que quiere oír”. Hay precedentes. Durante el Gran Salto Adelante, millones de campesinos morían de hambre mientras los gobernadores informaban a Mao de que la cosecha iba de cine y los graneros estaban a reventar.

Pero los optimistas alegan que Xi es consciente de que la base de su legitimidad es la prosperidad material y de que esta se desintegraría en caso de conflicto. Además, ahora que se ha deshecho de sus rivales, su “pensamiento”, que consagra la economía de mercado “con características chinas”, se desplegará en toda su plenitud, derramando sus bondades por doquier gracias a la globalización.

La verdad probablemente se halle a mitad de camino entre estos dos escenarios. Y para anticiparla, habrá que seguir pendiente de esos detalles que solo el ojo entrenado puede apreciar: los retratos oficiales, los desfiles militares, el baile de mayúsculas…