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INTERREGNUM: El mundo según Xi. Fernando Delage

Diplomático de carrera, exministro de Asuntos Exteriores y exprimer ministro de Australia, Kevin Rudd es uno de los mejores conocedores de la China de Xi Jinping, el actual presidente al que conoció cuando era vicealcalde de Xiamen a mediados de los años ochenta. En la actualidad presidente de la Asia Society en Nueva York, Rudd decidió al cumplir 60 años matricularse en el programa de doctorado de la universidad de Oxford para escribir precisamente una tesis sobre la visión del mundo de Xi, líder al que siguió tratando en distintas capacidades en las décadas siguientes.

En distintos artículos e intervenciones públicas, Rudd lleva un tiempo advirtiendo sobre el riesgo de un choque entre Estados Unidos y China y proponiendo algunas soluciones para evitarlo. A sus reflexiones ha dado forma en un libro de reciente publicación, probable anticipo de su tesis doctoral: The Avoidable War: The Dangers of a Catastrophic Conflict Between the US and Xi Jinping’s China (Public Affairs, 2022). El punto de partida para evitar una guerra, escribe Rudd, es el hacer un mayor esfuerzo por comprender el pensamiento estratégico de la otra parte. De conformidad con esa idea, la descripción de las premisas que guían la acción de los dirigentes chinos y su política hacia las distintas regiones del mundo constituye la mayor parte de su trabajo, aunque pocas novedades encontrará el especialista. Viene a ser un resumen tipo informe, muy denso y, curiosamente, sin ninguna nota al pie ni una sola referencia bibliográfica. Los datos se acumulan sin que apenas aparezcan detalles sobre la experiencia personal de Rudd en sus intercambios con los líderes chinos.

El análisis se vuelve más concreto en el último tercio del libro, sobre todo en relación con la cuestión de Taiwán. Según Rudd, Xi es “un hombre con prisas” con respecto a este asunto, vital para la legitimidad del Partido Comunista, al creer que el enfoque de sus antecesores ha fracasado. Xi podría recurrir al uso de medios militares para recuperar la isla, un objetivo que querría conseguir mientras sea presidente, pero sólo cuando esté convencido de que el equilibrio militar en Asia oriental se ha inclinado a favor de China y cuando ésta cuente con la fortaleza suficiente para resistir las posibles sanciones internacionales. Esto significa que esas condiciones no se darían hasta finales de esta década o principios de la siguiente.

Con el fin de preservar la paz en esta década incierta e inestable, en la que China está convencida de que el viento de la Historia sopla a su favor y está decidida a reconfigurar el orden internacional, Rudd sugiere unas mínimas normas de interacción entre los dos gigantes. La primera de ellas consistiría en dejar claro al otro sus respectivas líneas rojas para evitar malentendidos y sorpresas. La segunda, en canalizar su rivalidad hacia el desarrollo individual de sus capacidades militares, económicas y tecnológicas más que en intentar imponerse como resultado de un conflicto, siempre impredecible en sus consecuencias.

Una estructura de estas características crearía, en tercer lugar, el espacio político necesario para que ambas partes puedan mantener una relación de cooperación en aquellas áreas (como el cambio climático, la pandemia o la estabilidad financiera global) en las que coinciden sus intereses globales y nacionales. Finalmente, para que la gestión de este marco de interacción pueda funcionar con éxito sería necesario el nombramiento de un responsable por cada parte: el asesor de seguridad nacional o el secretario de Estado en el caso de Estados Unidos, y el director de la oficina de asuntos exteriores del Comité Central del Partido Comunista o el vicepresidente de la Comisión Central Militar por parte china.

El propio Rudd reconoce que ninguna estructura de este tipo por sí sola puede prevenir un conflicto. Pero sus elementos de claridad y transparencia pueden al menos reducir el riesgo. Si la rivalidad entre China y Estados Unidos es inevitable, se trata de conceptualizar cómo pueden coexistir de manera competitiva, reforzando los mecanismos mutuos de disuasión.

INTERREGNUM: Después de la cumbre Xi-Biden. Fernando Delage

La cumbre virtual mantenida por los presidentes de Estados Unidos y la República Popular China, Joe Biden y Xi Jinping, respectivamente, el 15 de noviembre puso de manifiesto la intención de ambas partes de cambiar el tono de la relación bilateral. Como señaló tras la reunión el asesor de seguridad nacional de Biden, Jake Sullivan, una “competición intensa” requiere una “diplomacia intensa”. El deseo de ambos presidentes de evitar una nueva guerra fría y prevenir un conflicto debería conducir, en efecto, al establecimiento de unas reglas que estructuren la interacción entre ambas grandes potencias.

Este encuentro ha supuesto un importante paso en dicha dirección, y corrige en buena medida el áspero intercambio mantenido por los representantes diplomáticos de los dos países en su reunión de marzo en Alaska. La declaración conjunta de Washington y Pekín sobre cambio climático acordada poco antes de concluir la COP26 en Glasgow es otra indicación del reconocimiento de las posibilidades de cooperación con respecto a sus intereses compartidos. Es innegable, sin embargo, que ni China va a dar marcha atrás en sus ambiciones, ni Estados Unidos está dispuesto a perder terreno. Las respectivas necesidades políticas internas de Biden y Xi tampoco aparecen especialmente sincronizadas.

Sólo dos días después de que ambos líderes mantuvieran su primera conversación cara a cara, la Comisión encargada por el Congreso de Estados Unidos de realizar un seguimiento de las relaciones con China publicó su informe anual. Entre otros asuntos, el texto, de más de 500 páginas, coincide con las estimaciones del Pentágono de hace unas semanas sobre el rápido crecimiento del arsenal nuclear chino, y el temor de que Pekín haya decidido abandonar su posición minimalista en este terreno. El documento identifica por otra parte la creciente presencia china en América Latina como un nuevo punto de fricción, y subraya en particular la construcción de una estación de seguimiento especial en Argentina bajo la supervisión del Ejército de Liberación Popular, el apoyo al régimen de Maduro en Venezuela, y el uso de la vacuna contra el covid para persuadir a algunos Estados a que abandonen su reconocimiento diplomático de Taiwán.

La intimidación de Taipei también irá a más, indica el estudio, cuyas conclusiones apuntan a que el gobierno chino “mantendrá con toda probabilidad su enfoque combativo”, y “cada vez está menos interesado en el compromiso, e inclinado a asumir acciones agresivas que conducirán a la inestabilidad”. Por lo que se refiere a Taiwán, fue el propio Xi quien advirtió a Biden del riesgo de “jugar con fuego”. Como es sabido, en el Congreso norteamericano se extiende la idea de que Washington debería abandonar la tradicional política de “ambigüedad estratégica” con respecto a la isla, para ofrecer una garantía de seguridad clara y explícita.

Ninguno de los dos líderes puede permitirse una percepción de debilidad. Xi, para evitar mayores obstáculos de cara al XX Congreso del Partido Comunista, en el otoño del próximo año, cuando será ratificado para un tercer mandato. Biden, porque en un contexto de notable caída de su popularidad, afronta elecciones parciales al Congreso en 2022, y unas presidenciales en 2024, bajo la sombra de Trump. Medios republicanos no han dejado de acusar a Biden de “rendición” por el mero hecho de reunirse con el presidente chino. El escenario político norteamericano obliga por tanto a la Casa Blanca a una posición de firmeza frente a Pekín, a la que China—por razones similares—no podrá dejar de responder. Mantener una diplomacia productiva en estas circunstancias va a ser un desafío constante, pero si en los próximos dos años no se alcanza algún tipo de modus vivendi entre ambos gigantes, esa posibilidad puede desaparecer por completo en el caso de una victoria republicana.

 

INTERREGNUM: Xi calienta motores. Fernando Delage

El presidente chino, Xi Jinping, lleva meses volcado en preparar el XX Congreso del Partido Comunista, un cónclave que confirmará en el otoño de 2022 su tercer mandato (que probablemente tampoco será el último) al frente del país. Es esta convocatoria la que explica las acciones del gobierno dirigidas a controlar el poder de las grandes empresas tecnológicas, del sector de entretenimiento e, incluso, el ocio de los jóvenes, en un ejemplo de intervencionismo político no visto desde que Deng Xiaoping pusiera en marcha la política de reforma y apertura en 1978. No pocos observadores se preguntan si China está entrando en una nueva era política, mediante una serie de prácticas que recuerdan ciertas etapas del pasado maoísta.

Todo comenzó hace un año con la cancelación de una emisión pública de acciones por parte de Ant Group, propietario de Alibaba, y siguió con la persecución de Tencent—otro de los gigantes digitales—y de Didi Chuxing, el principal operador de transporte urbano. La indicación de que dichas acciones respondían a una motivación común se produjo el 17 de agosto, cuando tras una reunión de la comisión de asuntos económicos y financieros del partido, se declaró que resultaba necesario “regular los ingresos excesivos” del sector privado a fin de asegurar “la prosperidad común de todos”.

La persecución de las compañías privadas es una forma de responder a la preocupación social por la desigualdad, y a la acumulación de protestas en distintas ciudades por el riesgo de quiebra de empresas inmobiliarias, como Evergrande, en la que decenas de miles de ciudadanos han invertido sus ahorros. Los expertos temen una espiral de manifestaciones, también impulsadas por el cierre de fábricas extranjeras de firmas como Samsung o Toshiba, que están reduciendo su exposición en el mercado chino. Aunque en junio el gobierno declaró el fin de la pobreza absoluta en China, no hay evidencias de que se esté corrigiendo la creciente desigualdad en los ingresos; una cuestión que no debe empañar, sin embargo, el XX Congreso ni los tiempos con que juega Xi. La campaña que ha emprendido es una señal de sus prioridades hasta 2027, fecha en la que—con 73 años—puede querer aspirar a un cuarto mandato.

Cada vez resulta más evidente, con todo, que Xi afronta una oposición a sus planes en el seno del propio Partido:  aun sin manifestarse públicamente, hay altos dirigentes preocupados por los efectos que pueda tener para la economía el obligar a las grandes empresas a compartir sus beneficios. Se ha sabido, por otra parte, que durante los últimos meses se ha producido una oleada de destituciones en las fuerzas de seguridad, en la fiscalía y en los tribunales, de funcionarios acusados de deslealtad a la organización.

De ahí la especial relevancia del principal encuentro previo al XX Congreso: el Pleno del Comité Central que se celebrará en noviembre. Las ambiciones de Xi exigen que esta sesión plenaria transmita un mensaje de clara unidad. En esta etapa no sólo no puede haber disensiones internas, sino que tiene que hacerse ver que todo está bajo control y que el Partido está cumpliendo sus promesas, pese a los sobresaltos provocados por la pandemia.

Xi también aspira a reforzar su legitimidad mediante el documento que aprobará el Comité Central sobre los logros del Partido a lo largo de los 100 años transcurridos desde su fundación en 1921. Dando continuidad a los textos adoptados por Mao en 1945 y por Deng en 1981 con similar objetivo, el del próximo Pleno destacará el “pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas en la nueva era”. Si todo transcurre conforme a lo previsto, el Partido que desde los años ochenta había intentado evitar el regreso a un régimen personalista como el de Mao, encumbrará a Xi en una posición no muy diferente.

Centenario del Partido Comunista Chino

El Partido Comunista Chino se creó en la clandestinidad en Shanghái en 1921 de la mano de trece fundadores entre los que se encontraba Mao Zedong, aunque en poco tiempo se multiplicaron por 50 de acuerdo a Xi Jinping en el discurso que dio en la conmemoración del centenario del partido el pasado 1 de julio.

En sus orígenes fueron perseguidos, por lo que huyeron a zonas rurales para poder crecer e incorporar a sus filas a los pobladores y campesinos sin el seguimiento de las autoridades. En sus primeros años, para la afiliación era indispensable ser profundamente creyente de la teoría marxista, pero eso ha cambiado más recientemente por lo que se permite el acceso a estudiantes destacados, profesionales competentes o aquel que pueda aportar algo al partido y/o al Estado.

Su estructura sigue siendo piramidal como en sus orígenes. En la cúspide de la pirámide se encuentran los 7 miembros más exclusivos del club, los políticos que toman todas las decisiones sobre el destino de la nación, este órgano es el comité permanente. Lo encabeza Xi Jinping quien es el secretario general del Comité Central del PC chino, jefe de las fuerzas armadas y además es el actual presidente de la República Popular China desde 2013 y en su afán de continuar con el legado de Mao ha conseguido que su ideología sobre “el socialismo con características chinas o el socialismo para una nueva era” como también lo ha definido en algún discurso, sea la columna del vertebral que dirige al país desde 2013.

El segundo nivel en la pirámide lo constituye el politburó del comité central, aquí hay 25 miembros. Seguido por el Comité Central que concentra unos 350 miembros que son elegidos por la base de la pirámide, los delegados del congreso del partido que son unos 2.200 delegados en total. Estos números varían de acuerdo al momento.

A día de hoy el PC chino cuenta con 91 millones de miembros, lo que se traduce en que 1 de cada 15 ciudadanos chinos es miembro activo del partido. Aunque parezca escandalosa la cifra, responde a la necesidad que tiene el partido de mantener control y lealtad de la población en la militancia política e ideológica desde que se hicieron con el poder en 1949. Desde entonces se han convertido en una fusión de partido y Estado que controla todos los aspectos de la vida de sus ciudadanos.

Por esa misma necesidad de presunción el centenario del PC chino tenía que ser celebrado a lo grande, sin escatimar en pompa y atractivo. A nivel doméstico el partido tenía que exhibir todo lo que han conseguido a lo largo de estos años, demostrar que son una nación próspera desde que está en manos del PC chino y que sus promesas iniciales han ido cumpliéndose, esa es parte de la propaganda que imperiosamente tienen que alimentar para mantener a la población moderadamente contenta.

A nivel internacional este era el momento de mostrar la gran nación que han llegado a ser. El lugar de la celebración también tiene un gran simbolismo, la plaza de Tiananmen, la perfección de las líneas de las imágenes, la alineación de las 100 banderas rojas que representaban cada año de vida del partido, la imponente alfombra roja que atravesaba la plaza, los 70 mil invitados milimétricamente ubicados y, por supuesto, la salida de las altas autoridades chinas, en cuyo centro del grupo se encontraba Xi Jinping saliendo por el mismo sitio por el que salió Mao cuando proclamó la república en 1949.

Llegó también el momento de exhibir los helicópteros de última generación que sobrevolaron la plaza con pancartas de celebración y luego en formación en el cielo dejaron leer el gran número que se estaba celebrando el número 100. Y los aviones de caza formaron a su vez el 7 del mes de julio y el 1 del día de la conmemoración.

El gran discurso de Xi, vestido con un traje tipo Mao pero de corte más sofisticado que dejó ver que el es un líder de nueva generación, que él es el nuevo Mao de la China que hoy es la segunda economía del mundo, pero que sigue oprimiendo y controlando a sus etnias minoritarias por profesar una fe diferente a la comunista.

El discurso enfatizó que “la gran lucha que se habían fijado para el primer centenario fue conseguida, una sociedad modestamente acomodada en el extenso territorio chino y con la pobreza absoluta e históricamente resuelta”. Como era de esperar, se rindió homenaje a sus seis predecesores haciendo especial énfasis en Mao como los grandes héroes de la historia, sin pararse a considerar que durante su era tuvo lugar la mayor hambruna que ha conocido la humanidad y que se calcula que mató entre 15 a 55 millones de chinos.

Así mismo afirmó Xi que se debe continuar trabajando en el liderazgo integral del Partido con sólida conciencia de los intereses fundamentales del Estado. Además, dijo “debemos adherirnos al marxismo-leninismo, el pensamiento de Mao Zedong, la teoría de Deng Xiaoping. Integrar persistentemente los fundamentos del marxismo con la realidad concreta de China”.

En cuento a Taiwán dijo que la materialización de la reunificación completa de la patria constituye una tarea histórica inalterable del PC chino y un anhelo compartido por todos los hijos de la nación china. “hay que persistir en el principio de una sola China y en impulsar la reunificación pacífica de la patria”.

Mandó un mensaje al mundo: “China será defendida por una muralla de acero de 1.400 millones de personas”. En cuanto al poderío militar dijo que un país fuerte debe tener fuerzas militares fuertes que garanticen la seguridad nacional”. Mientras insistía en que la necesidad de seguir creciendo es imperiosa.

Ciertamente China ha salido de un hueco profundo en un tiempo récord y eso hay que reconocerlo. Pero también hay que reconocer el precio que ha pagado su población para poder conseguirlo. Es posible sí, pero sacrificando la libertad social, imponiendo formas de vida, erradicando las prácticas religiosas porque las consideran el opio del pueblo, acabando con culturas y usos que choquen con el comunista, imponiendo políticas como la de un solo hijo a las familias y más recientemente usando la tecnología de última generación para vigilar y controlar el comportamiento ciudadano, a través de millones de cámaras y de dispositivos digitales. De esa forma China podrá tener 50 años más de comunismo sin oposición social…