La conversación telefónica entre Donald Trump y la presidenta de Taiwan, Tsai Ing-wen , ha levantado una polvareda, no tanto por poner patas arriba la relación entre China y Estados Unidos, afirmación que cabría calificar de exagerada, sino porque, realizada de manera aparentemente apresurada, antes de la investidura, antes de designar un nuevo secretario de Estado y poco después de haber anunciando un cambio en la política económica de EEUU hacia el Pacífico, encendió las alarmas de la escena internacional por lo que podría tener de ejemplo de lo que sería la política exterior norteamericana en la era Trump.
Para analizar lo ocurrido hay que hacer dos precisiones. La primera, que Trump, con sus opiniones escandalosas durante la campaña electoral, ha contribuido a justificar cierta imagen de Estados Unidos, esquemática y caricaturesca, abonada por medios de comunicación europeos y de algunos demócratas estadounidenses y la izquierda europea. La segunda, que China no le dio importancia en las primeras horas hasta que descubrió que el escándalo creado en los ambientes citados anteriormente le ofrecían una oportunidad de marcar territorio frente a la emergente Administración Trump. Y a continuación hay que añadir que el propio Trump ha afirmado que no cuestiona el actual estatus en el que Estados Unidos reconoce al régimen de Pekín y no al de Taipei, que no obstante se mantiene el compromiso de contribuir a la defensa de la isla y que le asiste el derecho a hablar con cualquier dirigente político del mundo. Es decir, que no se ha alejado ni un ápice de la política tradicional defendida por el Partido Republicano desde que estableció su nueva política respecto a China.
En este escenario hay que situar el incidente. Trump ha llegado como elefante en cacharreria y, aunque tome decisiones y defina políticas que progresivamente van encajando en la postura de la derecha republicana que no son nuevas, va a estar preso de su imagen y de la engrasada maquinaria de propaganda ideológica de sus adversarios. Pero, a la vez, eso no debe hacer perder la perspectiva de que el presidente electo ejerce de bocazas y de impulsivo en una situación en que cualquier desliz puede conducir a situaciones ingobernables.
Por otra parte, está el asunto Taiwan. Aquel régimen es el heredero histórico y político del gobierno chino que fue derrotado por la revolución de Mao Tse Tung y que instaló en la isla en los primeros años un sistema corrupto y con un importante déficit democrático que ha evolucionado hacia una sociedad de valores occidentales. Estados Unidos, y Europa en menor medida, han estado durante décadas cerca de Taiwan hasta que el realismo político y el económico han obligado a equilibrar las relaciones con la China continental. Y, en el marco actual de una China que ha gozado de una liquidez que le ha permitido comprar deuda occidental y realizar inversiones en todo el mundo, aunque hay que estar atento a los síntomas de desequilibrio que pueden darnos una sorpresa en cualquier momento, Taiwan no puede ser ni reconocida ni abandonada. Por razones humanitarias, culturales, históricas,políticas y estratégicas. Así las cosas, Taiwan es una china en el zapato norteamericano y lo será mucho tiempo sea quien sea el residente en la Casa Blanca.