Hace muchos años me encargaron que cubriera la presentación de un suplemento del Economist sobre Hong Kong y, cuando le pregunté a su autor a qué atribuía el éxito de la excolonia británica, me contestó simplemente: “A la libertad”.
Aquello, más que una respuesta, me pareció una evasiva. El Muro de Berlín acababa de caer, todavía no habían estallado las crisis asiática y rusa y en Occidente vivíamos bajo el hechizo de las recetas liberales del Consenso de Washington. Estas habían sustituido el evangelio del atajo histórico hacia la industrialización, que a su vez había desbancado el enfoque neoclásico. La economía del desarrollo procedía más por modas que por acumulación y, a su compás, el tamaño del Estado se dilataba o contraía, igual que el largo de la falda, pero en cualquier caso siempre había un paradigma dominante, un manual de instrucciones, una lista de la compra.
No podemos evitarlo. A los humanos nos encantan los relatos totales, las teorías omnicomprensivas, los modelos. Yo mismo he pasado buena parte de mi existencia buscando las leyes que gobiernan el universo. En mi época de universitario (iba a poner de estudiante, pero estudiar, estudiaba poco) envidiaba la seguridad con que pontificaban mis compañeros marxistas. Franco había muerto, la Transición lo había puesto todo en cuestión y, mientras yo me debatía en un mar de dudas, ellos tenían opinión formada sobre todo: el capitalismo y el socialismo, el divorcio y el aborto, la propiedad privada y la familia. Los veía pedir la palabra en las asambleas y exponer con aplomo los pasos que debíamos dar y soñaba con alcanzar algún día aquella certeza.
Durante años la busqué. He conocido muchas grandes teorías y siempre pensaba que había encontrado la pasión definitiva. Al principio era fantástico, no tenía ojos para ninguna otra. Pero las grandes teorías te exigen que renuncies a más y más pedazos de la realidad y yo no soy capaz, llámenme egoísta si quieren. Soy demasiado promiscuo y cuando una duda me hace señas a mil kilómetros, lo dejo todo, me arrojo sobre ella, la desgarro. Así he ido saltando de brazo en brazo. Soy un liberal sin principios.
Lo que yo no sabía es que las mismas tesis que a finales de los 70 los marxistas españoles defendían tan enfáticamente en la teoría, los marxistas chinos las estaban descartando en la práctica. Como yo, salían cada noche a carnear y se dejaban seducir por cualquiera que les mostrara una curva atractiva de crecimiento. A los funcionarios locales no se les daban instrucciones concretas de lo que debían hacer, como en la época de Mao. Se les animaba a experimentar y, luego, cuando las iniciativas salían bien, se exportaban a otras regiones y cuando no, se cerraban.
Ese es el gran secreto de China. Desconfíen de quienes hablan del modelo chino. No existe. China es el antimodelo, la apoteosis del pragmatismo. Aprovecha lo que funciona y lo que no funciona lo tira, sea comunista, capitalista o mediopensionista. Su arquitecto no fue Deng Xiaoping. No hubo ningún arquitecto. Fue la obra de millones de personas a las que se dio la oportunidad de buscarse la vida, y no hay fuerza comparable al ingenio humano. Cuando le sueltas las trabas, cuando le das esa libertad a la que se refería el periodista del Economist, encuentra el modo de aprovechar los recursos disponibles para resolver todos los problemas, incluso aquellos que ni siquiera sabíamos que teníamos.
Y el progreso y la riqueza consisten en eso: en usar los recursos que nos rodean de forma cada vez más eficiente. Los hombres primitivos empleaban la arena de sílice para elaborar pigmentos con los que luego dibujaban rudimentarios bisontes en las paredes de sus cavernas. Nosotros hemos aprendido a usar ese mismo silicio para fabricar chips que nos han permitido llegar a la Luna.
Y los chinos, si los dejan, terminarán llegando a Marte. (Foto: Sharizan Manshor, flickr.com)