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La ceguera maltusiana. Miguel Ors Villarejo

por: 4ASIA
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Desde que Thomas Malthus argumentara en su Ensayo sobre el principio de la población (1798) que nunca erradicaríamos el hambre, porque la humanidad crecía más deprisa que los alimentos, la natalidad no ha gozado de buena fama. Todavía en 1968 el entomólogo Paul Ehrlich sacudía la opinión pública con La explosión demográfica, un bestseller en el que auguraba la inminente muerte por inanición de millones de personas si no se adoptaban medidas inmediatas y, en 1979, Pekín decretaba la política del hijo único en medio de la aprobación general: dado que el comunismo no lograba mejorar la renta, Mao reducía el per cápita y así le salía una ratio más presentable en las estadísticas.

Las tesis antinatalistas se veían reforzadas por las imágenes de aglomeraciones que nos llegaban de Asia. Al ver los trenes masificados de la India y las riadas de ciclistas chinos pensábamos: ¿cómo van a salir nunca de la miseria si no dejan de reproducirse como conejos? En nuestras cabezas, la realidad estaba compuesta, de una parte, por un planeta de recursos menguantes y, de otra, por una especie de necesidades crecientes. El resultado solo podía ser la explosión de la que hablaba Ehrlich.

Sin embargo, las investigaciones más recientes y, en particular, las del último Nobel Paul Romer ven las cosas de un modo diferente. La realidad no está formada por recursos y necesidades, sino por objetos e ideas. Los recursos surgen de combinar las ideas con los objetos y, aunque estos son limitados, las ideas no lo son y, por tanto, los recursos tampoco. Podemos quedarnos sin carbón (el objeto), pero no sin carburante (el recurso), porque sustituimos las máquinas de vapor por motores de explosión (la idea) que funcionan con gasolina.

Kenneth Boulding publicó en 1966 un ensayo en el que hablaba de “la nave espacial Tierra”, para enfatizar los límites del planeta en el que viajamos, pero estos son más elásticos de lo que su metáfora sugiere, como puso de manifiesto la apuesta que planteó Julian Simon a Ehrlich. “Si son ciertos sus negros augurios”, le vino a decir al autor de La explosión demográfica, “los precios de las materias primas no dejarán de subir. ¿Por qué no coge usted las cinco que quiera y vemos qué ha pasado con su cotización dentro de 10 años?” Dicho y hecho. Asesorado por John Paul Holdren (físico, profesor de Harvard y futuro consejero científico de Barack Obama), Ehrlich eligió el cobre, el cromo, el níquel, el estaño y el tungsteno y, en 1980, suscribió un contrato con Simon.

A lo largo de la siguiente década, la población siguió aumentando y las reservas de metales se mantuvieron estables. “Ehrlich se frotaba las manos”, cuenta en su blog David Ruyet. Pero llegó octubre de 1990 y “para espanto de uno y carcajadas del otro”, se comprobó que las cinco commodities se habían abaratado. El descubrimiento de nuevos yacimientos, la finalización del monopolio del níquel canadiense, las mejoras en la extracción del cromo, la aparición de sustitutivos como cerámicas y plásticos y, en suma, el ingenio del hombre habían conjurado el apocalipsis de Ehrlich.

Esto no significa que vaya a ser siempre así. De hecho, desde comienzos de siglo la tendencia de las materias primas se ha invertido. “No hay ninguna ley de la naturaleza”, observa Ruyet, “por la que los precios de los productos básicos deban bajar inexorablemente”. Pero en cuanto se encarecen más de la cuenta, la gente se busca la vida, lo que reduce la presión alcista. Como comentó en cierta ocasión Don Huberts, un directivo de Royal Dutch/Shell, “la edad de piedra no se acabó porque nos quedáramos sin piedras”. El desarrollo tecnológico nos ha permitido sortear las escaseces antes incluso de que se materializaran.

En esa capacidad para combinar objetos e ideas radica el origen de la riqueza de las naciones y, en principio, más gente debería significar más ideas. ¿Por qué se da la paradoja de que naciones densamente pobladas como China y la India sean más pobres? Se trata de “una anomalía”, dice Alex Tabarrok. “Ni China ni la India fueron pobres en el pasado y tampoco lo serán en el futuro”. Su atraso relativo ha sido consecuencia de su tardía adopción de las instituciones que hicieron posible el despegue de Occidente.

Pero una vez asimiladas las reglas del capitalismo, los investigadores Klaus Desmet, David Krisztian y Esteban Rossi-Hansberg creen que no tardarán en recuperar el liderazgo mundial. “Dos fuerzas impulsan este proceso”, escriben en un artículo ganador del Premio Robert Lucas. “Primero, la gente se muda a las áreas más productivas y, segundo, las concentraciones más densas se vuelven más productivas con el tiempo, porque resulta más rentable invertir allí [donde hay más clientes]”.

El único modo de que Europa y Estados Unidos eviten verse desbancados es liberalizar la inmigración, pero seguimos presos de viejos prejuicios maltusianos que consideran a cada recién llegado otro estómago que alimentar, en lugar de la mente que alumbrará las futuras soluciones.

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