Como era previsible, la toma de posesión de Donald Trump se convirtió en un huracán mediático contrario al inefable personaje y una ola de protestas más sonoras en los medios que en las calles, aunque han sido importantes. Dígase, de paso, que entre los manifestantes estaban entusiastas de Fidel Castro, comprensivos con Irán, justificadores de Hizbullah y otros personajes. En todo caso, el desbocado, directo y políticamente incorrecto Trump ha situado en el centro de la escena el simplismo argumental, la apelación a las emociones y las verdades a medias como hoja de ruta, y eso es lo preocupante.
Sin embargo, tal vez sería bueno afirmar que esto no puede ser una excusa para justificar la gestión de un Obama soberbio, con mucha más propaganda que realidad, titubeante ante los grandes problemas, de hermosas palabras pero pocas realidades. Ha sido esta retirada cauta de la escena internacional la que ha dejado el terreno libre al audaz Putin para devolver la política exterior rusa al primer plano y, lo que puede ser más grave para Europa, para explicarla como algo necesario para la estabilidad mundial, más incluso que para los intereses nacionales rusos encontrando no pocos simpatizantes a la moda de la vieja propaganda soviética que Putin conoce muy bien. Sobre esta base está marchando su estrategia de influir cada vez más en Europa contra los propios intereses de la Unión Europea, si entendemos por estos la defensa de la libertad económica, política y del imperio de la legalidad por encima de los gobiernos.