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El experimento de ingeniería social que ni Mao se atrevió a soñar. Miguel Ors Villarejo

(Foto: Jean-François Altero, Flickr) En octubre de 1949, Aldous Huxley escribió una carta a George Orwell en la que le exponía sus dudas de que “la revolución definitiva” pudiera ser algo tan burdo como la distopía que describía en 1984. En su opinión, “la política de la-bota-en-la-cara” era insostenible. “En la siguiente generación”, teorizaba, “los gobernantes descubrirán que los condicionamientos […] son más eficaces […] que las porras y las cárceles” y que, enseñando a la gente a “amar su propia servidumbre”, puede conseguirse más que “pateándola y flagelándola”.

Cuánta razón. Salvo en algún desprestigiado régimen (Corea del Norte, Cuba), la tosca coerción de los soviets ya no se lleva. China renunció a ella hace décadas. “En los años posteriores a la revolución de 1949”, explica en Wired Mara Hvistendahl, “[Pekín] acomodó a cada ciudadano en una unidad local de trabajo, que se convirtió en el lugar de vigilancia y control. Había que espiar al vecino y hacer lo posible para evitar cualquier borrón en un expediente oficial. Era un sistema, sin embargo, que requería un esfuerzo masivo. Además, cuando las reformas [de Deng Xiaoping] obligaron a millones de personas a emigrar a la ciudad en los 80, la unidad local de trabajo saltó en pedazos”. Y aunque hubo varios intentos de recomponer el tipo de control orwelliano al que aspira todo buen revolucionario, el resultado fue siempre insatisfactorio.

Hasta que apareció el smartphone.

Al principio, el Partido Comunista Chino consideró el ciberespacio un territorio hostil, un ámbito en el que la gente podía expresarse a su antojo, reunirse, disentir. Su reacción fue la censura, pero ha ido descubriendo que, en lugar de reprimir el flujo de información, resulta más práctico embalsarlo, encauzarlo y usarlo para impulsar en la dirección deseada a los ciudadanos. Basta con que se descarguen Zhima Credit.

Detrás de esta aplicación está Alibaba, el mayor marketplace del planeta. (En un día, el 11 de noviembre, facturó 21.721 millones de euros, algo menos de lo que Inditex vende en un año). Zhima significa “sésamo” y, como la palabra que abría la cueva en la que los 40 ladrones guardaban sus tesoros, franquea el acceso al paraíso del consumo. La mecánica es sencilla: a partir de los pagos que el usuario efectúa con el móvil, la app elabora una clasificación crediticia. El modo en que se calcula no está claro, pero el algoritmo no tiene únicamente en cuenta si se está al corriente en el recibo de la luz o la hipoteca. También considera qué estudios se han cursado o con quién se junta uno, una información que los usuarios hemos ido volcando voluntariamente en las redes sociales. Según su director general, Zhima Credit no pretende simplemente agilizar la concesión de préstamos, sino “asegurarse de que las malas personas no tengan un sitio en nuestra sociedad y las buenas vayan a donde les plazca”.

Literalmente. Cada vez que la abres, la aplicación te dice cuál es tu puntuación y, si esta cae por debajo de un determinado nivel, te encuentras con que no puedes viajar a determinados lugares, ni comprar ciertos artículos, ni alojarte en los mejores hoteles, ni por supuesto obtener crédito en ningún banco. Hvistendahl cuenta que eso fue lo que le pasó a Liu Hu, un periodista que acabó en la Lista de Gente Deshonesta después de publicar un artículo supuestamente difamatorio.

Por supuesto, si uno paga sus facturas, rehúye las malas compañías y no difunde “rumores falsos”, la clasificación mejora. Y cuando eso sucede, el cerebro libera las correspondientes endorfinas y se experimenta una grata sensación, parecida a la que debía de obrar el soma en los personajes de Un Mundo Feliz.

El único modo de mantenerse fuera del alcance de Zhima es usar dinero físico, pero se trata de un hábito en vías de extinción, propio de salvajes. A base de correr hacia el futuro más deprisa que nadie, los chinos se han metido ellos solos en la vieja pesadilla totalitaria, sin necesidad de porras ni cárceles, como anticipó Huxley.

Cómo alquilar amigos y engañar a las personas. Por Miguel Ors Villarejo

La realidad es un asco. La esposa quiere el marido ideal, el hijo quiere el padre ideal y no siempre estamos a la altura. “Se trata de un papel muy exigente”, admite Ishii Yuichi. ¿Por qué no dejarlo en manos de un profesional? Es lo que propone la firma que dirige, Family Romance. Brinda la posibilidad de suplantar a cualquier pariente, amigo o profesional que, por una u otra razón, no esté (o no quiera estar) disponible. A Yuichi se le ocurrió después de hacerse pasar por el marido de una madre soltera a cuya hija no admitían en un colegio porque no tenía padre. “Sentí que debía desafiar la injusticia de la sociedad japonesa”, le cuenta al periodista Roc Morin en The Atlantic.

No logró engañar al director del centro, pero decidió montar un negocio. Ahora tiene un equipo de 800 actores capaces de encarnar cualquier personaje. Por ejemplo, en la cultura japonesa es habitual que los empleados presenten disculpas cuando cometen un error grave. Es una ceremonia humillante. “Tienes que hincarte de rodillas”, cuenta Yuichi, “apoyar las manos en el suelo. Las manos deben temblar. Así que mi cliente (el que ha metido la pata) está de pie a un lado, mirando, mientras yo estoy postrado, revolcándome por la moqueta, y el jefe me insulta rojo de ira”.

También intervienen en caso de infidelidad. “Imagine que una esposa engaña a su marido y este se entera”, plantea. “Cuando esto sucede, el marido exige a menudo conocer al otro. Naturalmente, esto no es fácil de arreglar, porque el otro suele salir corriendo, así que me llevan a mí”.

“¿Y qué pasa entonces?”, pregunta Morin.

“Tenemos un manual para todas las situaciones”. En esta en concreto el protocolo aconseja encarnar a un yakuza. Yuichi llega, inclina la cabeza y pide perdón humildemente. “Normalmente, el marido me regaña, pero como le han explicado que eres de la mafia, no suele insistir más”.

Algunos padres lo han contratado para que organice una boda a su hija lesbiana. Family Romance aporta el novio y la mitad de los invitados. Cuesta unos 4.000 dólares y es todo falso, “salvo los clientes de la familia” a los que se pretende impresionar.

“¿Cuántas veces se ha casado así?”

“Tres”.

Yuichi asegura que su negocio tiene un brillante futuro. “La demanda no deja de crecer. Mucha gente busca hoy ayuda para ganar popularidad en las redes. Hace poco, cinco de nosotros acompañamos a un cliente a Las Vegas para que pudiera hacerse fotos y colgarlas en Facebook”.

La pregunta que uno se hace es dónde está el límite. Porque mientras en Europa nos reímos de las agencias que suministran coartadas a los cónyuges infieles, en Japón ya están en la siguiente generación: la realidad 2.0. Yuichi hace de padre de una niña que sufría acoso. Las compañeras le preguntaban constantemente dónde estaba su papá y la madre le paga 200 dólares más los gastos para que asuma el papel cuatro horas a la semana. Empezó hace ocho años. La niña ha cumplido los 20, nadie le ha dicho que es un impostor y está encantada.

“¿Ella le quiere a usted?”, le pregunta Morin.

“Sí”, responde Yuichi. “Es fácil sentir su amor. Me habla de la relación con su madre, comparte sentimientos íntimos”.

“¿Y usted se limita a actuar o experimenta emociones sinceras?”

“Es mi trabajo. No soy padre las 24 horas, solo a tiempo parcial. Cuando estoy con ella, no siento que la quiera de verdad”.

Da un poco de miedo, pero Yuichi sabe envolverlo en una retórica que recuerda el dilema que Aldous Huxley planteó en 1932: ¿es legítimo recurrir a cualquier medio, incluida la mentira, para alcanzar la dicha? “La vida es injusta”, razona Yuichi, “por eso existe mi empresa”. La mujer que tiene pareja no necesita alquilarla, pero otras muchas están solas. Family Romance recompone estos desconchones y entrega un mundo “más ideal, más limpio”. Un mundo feliz. (Foto: Somethings hiding in here, Flickr)