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¿Ha cambiado el Capitalismo a China? Nieves C. Pérez Rodríguez

La semana pasada el senador republicano Marco Rubio, por el Estado de Florida, hacía una intervención en el Senado cargado de un realismo político y un pragmatismo que parece estar avivándose en las filas de su partido. Tomando como referencia la realidad económica y la dependencia que ha puesto al descubierto la pandemia y la sospecha cada vez mayor sobre el riesgo que representa China tanto para el mundo como la seguridad nacional estadounidense, el senador desmonta la doctrina de la hermanad y la influencia que Washington ha venido manejando sus relaciones internacionales.

El senador califica de obsoleto el consenso bipartidista sobre que “la globalización económica traería riqueza, libertad y paz para todos”. Explica cómo Estados Unidos construyó su política exterior basada en ese principio y, cincuenta años después, los hechos prueban lo contrario.

El argumento de abrir y permitir que China entrara en la OMC fue que “el capitalismo transformaría a China”. Veintitrés años más tarde nos damos cuenta de que “China cambió el capitalismo”, afirma Rubio.

Muchas industrias estadounidenses se trasladaron a China perdiéndose por tanto fuentes de empleo, mientras China recibía esos empleos. Beijing permitió la entrada de las empresas foráneas, pero no bajo las reglas capitalistas sino bajo sus reglas, “forzaron a las empresas americanas a asociarse con pequeñas empresas chinas y de esa forma consiguieron hacerse con muchos de los secretos empresariales. Mientras la clase media trabajadora de América declinaba, la china crecía” sostiene Rubio.

El senador expone que fue gracias a eso que China se enriqueció y esa riqueza no produjo una adaptación de valores a democráticos; por el contrario, el Partido Comunista China ha usado el crecimiento y el desarrollo para afianzarse en el poder y mantener control total del gigante asiático. Aunque también se han dado a la tarea de ir por el mundo exportando su modelo autoritario que promocionan como mejor porque no requiere que un parlamento apruebe lo que se va a hacer, sino que el partido concentra en sí la decisión que sea necesaria tomar, tal y como lo hace el PC chino.

Rubio plantea otro problema que describe cómo la adicción que hay en los Estados Unidos a los productos baratos exportados de China y la dependencia de la cadena de suministro en cada rubro desde alimentos, medicinas hasta los componentes tecnológicos.

Nuestra rivalidad actual es mucho peor que la tuvimos con la Unión Soviética, afirma el senador republicano, porque los soviéticos no eran un competidor industrial o tecnológico. Fueron un competidor militar y geopolítico. En cambio China tiene influencia sobre nuestra economía, en nuestra sociedad y además tienen un montón de gente que les hace lobby en Washington que son los que más se han beneficiado de hacer negocios con China y que se han enriquecido tanto que no les importa si en unos años ya no podrán hacer negocios con ellos.

Por tanto, declara en su alocución, que la globalización como sistema ha sido un desastre, puesto que no trajo prosperidad ni paz global. Esta era tiene que acabarse, declara contundente, necesitamos cambiar nuestra manera de pensar y tenemos que pensar que no estamos en el año 1999 o en el 2000, el mundo de hoy es otro, por lo que debemos mirar al futuro y avanzar en una nueva reorganización de fundamentos e ideas detrás de nuestras políticas económicas y exterior.

Rubio afirma que Washington debe priorizar acuerdos comerciales que sean positivos para los Estados Unidos. Propone por tanto un elemento novedoso y curioso que consiste en premiar a los aliados en dichos acuerdos para que indirectamente se pueda fortalecer a quienes comparten los mismos valores que América. Fortaleciendo a los aliados nos aseguramos de que sus valores se mantengan en el tiempo.

Y frente al temor real de que las libertades están en riesgo establecer acuerdos con quienes son afines no solo es estratégico sino quizás una posible solución a proteger el legado democrático en el planeta!

Y ese debate doctrinario no solo es oportuno en el momento actual sino que podría definir el rumbo de las elecciones presidenciales en el 2024 en Estados Unidos y el futuro político de la nación.

 

El balón de Eolo. Miguel Ors Villarejo

Las sinergias entre defensa e innovación son la primera razón aducida por todos los expertos para explicar cómo ha llegado Israel a ser una potencia tecnológica. La necesidad aguza el ingenio. Como me dijo una autoridad municipal de Tel Aviv cuando visité hace unos años la ciudad: “Si no espabilamos, nos echan al mar”.

Pero se equivoca quien crea que basta con multiplicar la partida de I+D militar para que empiecen a proliferar las startups. “La tecnología y la ciencia por sí solas no garantizan el éxito”, decía Benjamin Netanyahu en un discurso que pronunció en la Bolsa de Londres en noviembre de 2017. “Si fuera así […] la Unión Soviética habría sido uno de los países más prósperos del planeta, porque disponía de científicos excepcionales en matemáticas, en física, en materiales, en cualquier campo imaginable”.

No basta con tener una gran comunidad científica para generar prosperidad. Piensen en los romanos. Conocían la máquina de vapor. En el siglo I de la era cristiana, el matemático Herón de Alejandría diseñó un artilugio que bautizó con el nombre de eolípila, que etimológicamente significa “balón de Eolo”, el dios del viento.

El mecanismo consistía en una esfera montada sobre un eje, para que pudiera dar vueltas como un mapamundi. Debajo se ponía un depósito de agua, que al calentarse y entrar en ebullición, expulsaba el vapor por unos tubos acodados situados en cada polo de la eolípila, imprimiéndole un movimiento giratorio.Es el mismo principio que impulsa las turbinas de las centrales eléctricas, pero para los romanos era una simple curiosidad, un juguete. ¿Por qué nunca lo aplicaron al transporte? Porque los romanos tenían esclavos y la mecanización del trabajo no les reportaba ninguna ventaja.

Lo mismo sucedía en la URSS. Ningún régimen ha destinado una proporción mayor del PIB a investigación y desarrollo y, sin embargo, su economía era un prodigio de ineficiencia. ¿Por qué? Porque no había propiedad privada ni libertad de empresa. La URSS figuraba en todas las estadísticas como el primer productor de tractores y de patatas, pero los tractores se oxidaban en las explanadas de las fábricas y las patatas se pudrían en el campo porque no había empresarios que dijeran: “Vamos a coger los tractores para cosechar las patatas y forrarnos”.

Para que la innovación se traduzca en riqueza hace falta un marco institucional adecuado. Allí donde se da, el ingenio germina imparable. “Si hubieran cogido a uno cualquiera de los científicos [soviéticos] y lo hubieran trasladado […] a Palo Alto”, señalaba Netanyahu en la Bolsa de Londres, “habría generado riqueza en dos semanas. Una riqueza ingente”.

Eso es lo que hizo Israel. Bueno, más o menos. No los trasladó a Palo Alto, sino a Tel Aviv. Y no lo hizo de forma deliberada, sino como consecuencia de una de esas carambolas que se dan a veces en la historia. Netanyahu va hoy por el mundo alardeando de economía liberal, pero en los años 90 Israel seguía preso de los peores prejuicios anticapitalistas. David Ben Gurion, uno de los padres fundadores de Israel, admiraba la Revolución rusa y organizó la agricultura en granjas colectivas (los kibutzim) que renegaban de la propiedad privada. Tampoco tuvo inconveniente en embarcar al Gobierno en todo tipo de aventuras empresariales, como la industria aeronáutica.

Este dirigismo funcionó bastante bien al principio. Dar tractores a los colonos o emplear a los parados en fábricas estatales impulsa la riqueza nacional, porque los hace más productivos. Esa movilización de recursos fue la razón por la que la URSS crecía a principios de los 50 a un ritmo frenético, hasta el punto de que muchos intelectuales se convencieron de que la planificación central era superior al mercado. La demostración definitiva fue la puesta en órbita en 1957 del primer satélite artificial. Kruschev vio en el Sputnik una prueba tan obvia de la superioridad de su sistema, que renunció a la beligerancia estalinista contra Occidente e inauguró una era de “coexistencia pacífica”, convencido de que el marxismo no necesitaba dar ni un tiro para ganar la Guerra Fría. El capitalismo caería como una fruta madura, arrastrado por su propia ineficiencia.

Era un espejismo, claro. Como Robert Solow expondría en un artículo publicado aquel mismo año de 1957, la movilización de recursos es una modalidad de desarrollo insostenible. Llega un momento en que ya no quedan colonos a los que dar tractores ni parados que emplear y, si quieres seguir creciendo, debes producir más con los mismos factores, es decir, debes aumentar tu productividad, lo que solo se logra incorporando tecnología. Y la tecnología se incorpora cuando se dan los incentivos para ello. Como me contaba una vez el experto en teoría de juegos Robert Myerson, durante la Guerra Fría “todos y cada uno de los avances militares se originaron en Estados Unidos. Tanto Washington como Moscú recibían cada día a legiones de expertos que les prometían armas maravillosas, y no había modo de saber si eran o no unos farsantes. Pero los estadounidenses tenían una razón de peso para ser sinceros: eran empresarios que se jugaban su dinero”.

Lo mismo sucedía en el ámbito civil. El gerente de una fábrica soviética sabía que su vida no iba a cambiar sustancialmente hiciera lo que hiciera. Piensen en Mijaíl Kaláshnikov. Se calcula que del fusil de asalto que lleva su nombre se han vendido unos 100 millones de unidades, pero Kaláshnikov no gano mucho dinero. Todo lo que le dieron (y una vez disuelta la URSS) fue la medalla de Héroe de la Federación Rusa.

Si hubiera vivido en cualquier país occidental, habría podido comprarse un equipo de fútbol. El capitalismo es muy generoso con los aciertos. Esa es la principal razón por la que la gente innova: porque te haces rico. La segunda razón es porque el mercado es implacable con los errores o, simplemente, con los que se quedan rezagados. No te puedes dormir en los laureles.

Esta competencia implacable es la que explica por qué el capitalismo resulta tan eficiente en la asignación de recursos y, como muy bien vio Friedrich Hayek, “es ingenuo pretender que pueda haber plena competencia cuando los responsables de las decisiones no pagan por sus errores”. Stalin intentó suplir la irresponsabilidad económica de los gerentes soviéticos con severas penas por “sabotaje”, pero acabó devorado por su propia espiral del terror.

Por qué Alibaba se llama Alibaba. Miguel Ors Villarejo

Hubo un tiempo en que los negocios carecían de apellido y heredaban el de sus progenitores: Ford, Morgan, Thyssen, Rothschild. Vino luego la época de los acrónimos: IBM, BMW, SEAT, Campsa, Banesto, Mapfre. La propia Telefónica se llamó originalmente CTNE. Las siglas se asociaban entonces con la tecnología punta y la vanguardia más rabiosa, como el HAL de Una odisea en el espacio o el sistema operativo DOS. El colmo de la modernidad era, de todos modos, combinar letras y números, como hacen George Lucas con el androide C3PO en La guerra de las galaxias o Texas Instruments con su ordenador TI-99/4. ¿Se imagina la cara que le pondrían ahora en el departamento de marketing si les dijera que el nombre del producto que quiere comercializar es TI-99/4?

El objeto de estos códigos alfabéticos o alfanuméricos era comprimir en el menor espacio posible el máximo de información. En teoría, a partir de las iniciales uno podía reconstruir el área de actividad de la compañía: International Business Machines, Bayerische Motoren Werke, Banco Español de Crédito. Esto era imposible de deducir de un apellido y por eso muchos pioneros del capitalismo añadían a menudo a su marca un determinante: Ford Motor, Banca Rotshchild. Esta fue también la norma cuando a finales de los 80 remitió la fiebre de las siglas y las empresas comenzaron a emplear términos de frutas o de ríos. Steve Jobs debió añadir Computer a Apple y Jeff Bezos el inevitable “.com” a Amazon.

Ya no más. Cuantas menos pistas se den al público, mejor. Dunkin Donuts ha anunciado que a partir de enero se rebautizará Dunkin a secas. “Es más sencillo, más corto y más actual”, sostiene la compañía. Sigue los pasos de Starbucks, que ha retirado de su logo el término Coffee, y por supuesto de Apple y Amazon, que no especifican nada desde hace años: ni Computer ni puntocom.

El Financial Times ha aplaudido la decisión de Dunkin, porque considera que un nombre demasiado concreto “constriñe” tu libertad de movimientos, y tiene razón. La globalización ha difuminado la separación entre sectores. “Amazon”, dice el presidente de la CNMC, José María Marín Quemada, “vende muchas cosas: alimentos, almacenamiento en la nube, series… Pero Telefónica también. Hace tiempo que no se limita a suministrar llamadas de fijo o móvil. La mitad de su facturación procede de otras actuaciones y de los contenidos audiovisuales. Y otras telecos comercializan energía”.

La filosofía ya no es: tengo este producto y voy a ver cómo se lo vendo a mis clientes. Hay compañías que ni siquiera tienen lo que venden, como Uber o Airbnb. La filosofía es: tengo estos clientes y voy a ver qué producto les vendo.

En esta batalla de todos contra todos, la precisión se ha vuelto un incordio. Las publicidades tradicionales estaban llenas de detalles técnicos. “Telefunken 40, con sintonía calibrada en kilociclos y válvulas de grilla blindada y metalizada por fuera”, se lee en el anuncio de una radio de los años 30. Eso ya no vale. Ahora hay que comunicar emociones. La cerveza no quita la sed: da alegría. El coche no te transporta: evoca tu compromiso con el planeta. La colonia no perfuma: te convierte en un depredador.

Una marca eficaz debe integrarse en esta estrategia de encanto y ambigüedad. El nombre inicial que Bezos barajó para su proyecto fue Cadabra, por las connotaciones mágicas que entrañaba el comercio online, pero por teléfono la gente entendía a menudo cadáver y, mientras repasaba una mañana la enciclopedia, tropezó con la palabra Amazon. El río más caudaloso, la librería más grande. Era una analogía perfecta.

Jack Ma dio una justificación similar cuando la CCN le preguntó cómo se le había ocurrido lo de Alibaba: el personaje de Las 1.001 noches, explicó, trae rápidamente a la mente una cueva llena de tesoros. Difícilmente se podía ser menos específico.

Hay un elemento adicional que Jobs mencionaba cuando le planteaban esta cuestión. “La gente me sugería cosas como Matrix Electronics y así”, contaba, pero a él le gustaban mucho las manzanas y, además, “Apple aparecería en la guía telefónica por delante de Atari, que era donde yo solía trabajar”. Como Amazon. Como Alibaba. Como Alphabet. Todas empiezan con la primera letra del abecedario, lo que las coloca automáticamente a la cabeza en muchas listas. (Foto: Ryan Van Stralen, Flickr.com)

…y al tercer siglo resucitó. Miguel Ors

Eran las siete de la mañana y hacía un frío respetable. El encargado de Highgate, bostezando sin parar y frotándose las manos para entrar en calor, se dirigió hacia el este del cementerio. No tardó en divisar junto a uno de los paseos principales la silueta del busto con la famosa frase: “Proletarios del mundo entero, uníos”. Pronto se cumpliría el segundo centenario del nacimiento del filósofo y el aumento de peregrinaciones había obligado a redoblar las labores de limpieza y mantenimiento. Incluso desde la distancia a la que se encontraba se podía apreciar una inusual cantidad de ramos de flores.

Pero no era la única anomalía. A medida que se acercaba no podía dar crédito a sus ojos. ¡Habían forzado el sepulcro!

Su hipótesis inicial fue un acto de vandalismo, pero no había rastro alguno de violencia. Al contrario. La tapa del féretro estaba cuidadosamente colocada a un lado, como si alguien la hubiera levantado con esmero.

El encargado se hincó de rodillas, dudó unos instantes. Después se incorporó y echó a correr como un poseso, a la vez que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!

* * * * *

Cuando al profesor Cowen le anunciaron que en la sala de visitas de la facultad lo esperaba un hombre corpulento, barbudo, con una espesa melena y “de una suciedad intolerable”, no tuvo ninguna duda de quién era. Estaba de un humor excelente. “Francamente”, dijo, “el proletariado ha prosperado bastante. No hay analfabetismo ni hambre, la seguridad es inmejorable, los supermercados y los grandes almacenes están llenos de artículos… ¿Cuándo tuvo lugar la revolución socialista en Inglaterra?”

“Nunca”, le sacó de su error Cowen. “Inglaterra ha sido siempre una democracia liberal”.

La expresión del barbudo se congeló. Rebulló en su silla, un movimiento que Cowen no supo si atribuir a la incomodidad intelectual o a uno de los forúnculos que en los últimos años le habían surgido al filósofo por todo el cuerpo (incluidos los glúteos) y habían convertido en un suplicio la redacción de su obra final. “Voy a dar a la burguesía motivos para acordarse de mis forúnculos”, escribió amenazador en una de sus cartas.

“El primer país donde sus ideas triunfaron”, prosiguió Cohen, “fue Rusia”.

El barbudo sonrió.

“Lo sabía”, dijo. “Ya en su momento comenté que en ningún otro lado he tenido un éxito más encantador. ¿Y qué tal les ha ido?”

“Bueno”, se excusó Cohen, “abandonaron el comunismo hace tres décadas”.

“¿No queda nada de mi legado?”, tronó el barbudo volcando agresivamente su humanidad sobre Cowen. Era otro rasgo en el que todos los biógrafos coincidían: los estallidos de ira.

“Cuba, Vietnam, Laos, Corea del Norte, China”, enumeró rápidamente Cowen mientras se encogía en su asiento.

“Todos grandes potencias, espero”.

“No exactamente”, dijo Cowen cubriéndose la cabeza con los brazos a la espera de un golpe. “¡Bueno”, rectificó, “China sí, China sí!”

El barbudo pareció serenarse. Se estiró la levita, recuperó la compostura.

“Y en cierto modo, la evolución de China avala sus tesis”, prosiguió Cowen.

El barbudo sonrió. “Adelante”, dijo, “le escucho”.

“Usted siempre sostuvo que las sociedades pasaban por diferentes fases y que el capitalismo debía triunfar para que la sociedad sin clases pudiera instaurarse. Mao creyó, sin embargo, que podía enmendarle la plana. Decidió saltar directamente del feudalismo agrario al comunismo y el atajo no funcionó. Cuando en 1978 murió, China era una de las sociedades más miserables del planeta. Pero sus herederos recuperaron el enfoque ortodoxo e introdujeron una serie de reformas que han convertido el país en una potencia manufacturera. Ahora queda por ver si el régimen se decanta por la democracia liberal o por la dictadura del proletariado. En mi opinión, no está nada claro. China aún no ha refutado a Marx”.

Cowen había soltado la parrafada de un tirón, sin apenas respirar, con la cabeza gacha, encogida entre los hombros. Permaneció unos segundos inmóvil y luego levantó lentamente la mirada. Su interlocutor se mesaba la barba con la vista perdida en una esquina de la habitación.

* * * * * *

Al encargado de Highgate le costó convencer a su supervisor, que solo se avino a acompañarlo después de un rato largo argumentando y jurando (sobre todo jurando).

Al llegar al sepulcro todo estaba, sin embargo, en orden. Un pequeño grupo de hombres de cierta edad formaban un respetuoso semicírculo en torno el busto y, cuando el encargado les increpó por haber devuelto la lápida a su sitio, lo miraron como si fuera un lunático.

Dentro de la tumba, el barbudo acababa de coger la postura para pasar otro siglo y medio más. Una expresión serena iluminaba su rostro. “Todavía no está dicha la última palabra”, fue su último pensamiento.

Y desgraciadamente tenía razón. (Foto: Maya Collins, Flickr)

Bill Gates es mucho más rico que yo. ¿Y qué?

Según el historiador Yuval Noah Harari, lo que acabó con los neandertales fue la falta de imaginación. No sabían inventar esos relatos políticos (la república de Platón, la isla de Utopía, la sociedad comunista, el imperio hacia Dios) que movilizan a millones de sapiens en una única y avasalladora marcha. “En una pelea cuerpo a cuerpo”, dice en De animales a dioses, “los neandertales probablemente [nos] hubieran vencido”, pero “en un conflicto de cientos de sujetos […] no tuvieron la menor posibilidad”, porque sin el don de “componer ficción” eran “incapaces de cooperar en grandes cantidades”.

La fabulación nos ha conferido un poder inmenso como especie, pero como individuos nos hace vulnerables a narradores hábiles como Wolfgang Streeck (1946, Lengerich). Este sociólogo alemán era un desconocido profesor de la Universidad de Colonia hasta que, a raíz de la recesión, empezó a colaborar con la New Left Review (Revista de la Nueva Izquierda). Ahora sus artículos se han recogido en un best seller con el agorero título de How Will Capitalism End (Cómo desaparecerá el capitalismo).

Su tesis es sencilla. El sistema, que “lleva en trayectoria de crisis desde los 70”, alcanzó en 2008 su Fase IV o terminal. Cuando esta se agote, empezará “un interregno” en el que “sujetos despojados de toda seguridad colectiva y abandonados a sus medios” se limitarán a “colaboraciones puntuales guiadas por el miedo, la codicia y un elemental interés en la propia supervivencia”. O sea, el apocalipsis zombi (o el estado hobbesiano de naturaleza, como se decía antes). Abuelo, ¿cómo hemos consentido esto?

Todo ha sido culpa del capital, claro, que en un momento dado decidió rebelarse contra el keynesianismo. En la Arcadia alegre y confiada de la posguerra la economía crecía vigorosamente, pero también la influencia de los trabajadores era considerable y accedían a una importante porción de la renta. Las élites estaban hartas y, astutamente, desactivaron la democracia mediante la globalización, que traslada el centro de decisión a organizaciones opacas como el FMI o la troika comunitaria, cuyos criterios falsamente técnicos se imponen luego al pueblo soberano. “Ahora los Estados están situados dentro de los mercados”, dice Streeck, “en vez de los mercados dentro de los Estados”.

El resultado de esta contrarrevolución neoliberal ha sido el estancamiento, el endeudamiento y la desigualdad, tres plagas estrechamente vinculadas. La ausencia de crecimiento impide atajar la deuda acumulada y, como esta ha adquirido “magnitudes sin precedentes”, bloquea cualquier intento de restaurar la actividad y el empleo. El paro devasta Occidente y únicamente se ha logrado atajar troceando como una longaniza el trabajo disponible en rebanadas cada vez más finas.

El relato de Streeck posee una sólida consistencia interna, organiza el caos en buenos y malos y encaja en la impresión ampliamente compartida de que está todo fatal: los refugiados se ahogan intentando ganar las costas europeas, los aviones sirios gasean a civiles indefensos, los terroristas suicidas revientan iglesias, cerca de 800 millones de personas sobreviven con menos de dos dólares diarios…

Su único defecto es que no resiste el contraste con la evidencia. Por desolador que sea el panorama que nos traslada el telediario del mediodía, la humanidad nunca había estado mejor. El progreso ha sido especialmente notable en las últimas cuatro décadas, justo el tiempo que llevamos “en trayectoria de crisis”. En 1975 un 13% de los niños no llegaba a cumplir los cinco años; hoy muere un 4%. Desde 1980, el porcentaje de la población que vive con menos de 1,9 dólares al día ha caído del 44% al 10% y el analfabetismo, del 44% al 15%.

En cuanto a las plagas de Streeck, hablar de estancamiento es miope, cuando no deshonesto. A mediados de los 70, el PIB mundial ascendía a 5,8 billones de dólares y hoy supera los 74 billones. Como revelan las estadísticas del Centro para el Desarrollo y el Crecimiento de Groningen, cada año generamos dos billones de dólares de riqueza adicional, que es la misma cantidad que la humanidad había logrado acumular en 1900, después de casi cinco milenios de historia.

Tampoco la deuda se encuentra en niveles “sin precedentes”. Fueron superiores tras la Segunda Guerra Mundial y es, en cualquier caso, un disparate atribuir el paro a la ausencia de estímulos. Estos pueden contrarrestar una caída cíclica del empleo, pero su creación sostenida no depende de la iniciativa pública, sino de la privada. Allí donde se deja que los mercados funcionen, hay pleno empleo.

¿Y no es este de peor calidad? En Estados Unidos es habitual oír que los salarios llevan décadas sin subir y que los jóvenes vivirán peor que sus padres, pero “cuando pasas tiempo trabajando con alumnos de instituto te das cuenta de que en los barrios más modestos la mayoría tiene móvil, televisión de pago e internet de banda ancha”, observa Bruce Sacerdote en “Fifty Years of Growth in American Consumption, Income, and Wages” (Cincuenta años de crecimiento del consumo, los ingresos y los salarios en Estados Unidos). Esta constatación impresionista se confirma cuando se acude a las encuestas de presupuestos familiares. Sacerdote calcula que el aumento del gasto en los hogares cuya renta es inferior a la mediana fue del 164% entre 1960 y 2015.

¿Cómo es posible semejante incremento con unos ingresos congelados? Porque, en realidad, nunca estuvieron congelados. Cuando se deflactan correctamente las series salariales, arrojan un alza anual del 0,5% desde 1975. Sacerdote reconoce que el dato es inferior al 1,18% registrado en la década precedente, pero “sustancialmente mejor que cero”.

Finalmente, la desigualdad ha empeorado en algunos países, pero no porque la oligarquía rapiñe rentas ajenas. Esto podía suceder en el estático universo precapitalista, pero en las dinámicas economías de la Fase IV el PIB aumenta constantemente y los ricos pueden volverse más ricos sin que ello exija que los pobres se hagan más pobres. En el mismo artículo en que Tyler Cowen, un catedrático de la Universidad George Mason, se muestra abiertamente crítico con los obscenos bonos que se reparten en Wall Street, considera indiscutible que todos los estadounidenses han experimentado en el último siglo mejoras sustanciales. “Bill Gates es mucho más rico, pero […] yo disfruto como él de penicilina, viajes aéreos, comida barata, internet y prácticamente cualquier avance técnico. […] En materia de sanidad jugamos en la misma liga. No poseo un avión privado ni paso vacaciones en complejos de lujo. Les confesaré también que mi casa es más pequeña que la suya y no puedo reunirme con las élites del planeta cuando me apetece. Pero, en términos históricos, lo que Gates y yo tenemos en común es mucho más relevante que lo que nos separa”.