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China: Promoción cultural o manipulación. Nieves C. Pérez Rodríguez

El Partido Comunista Chino creó el Instituto Confucio en 2004 como un proyecto piloto que comenzó en Uzbekistán a mediados de ese año, de la mano de Liu Yandong, ex vicepresidente chino y miembro del politburó durante su tiempo a cargo del Departamento chino del Frente Unido del Trabajo. Un veterano del Partido Comunista Chino que en pocos meses conseguía abrir el primer centro oficial en Seúl y que después de ello empezó a proliferar por todas por todos los continentes.

Los institutos desde sus comienzos fueron promocionados como centros de intercambio cultural, como lo son la Alianza francesa o los institutos Cervantes que promueven la historia, el arte o la lengua. En efecto, la oficina internacional del idioma y el Ministerio de Educación chinos están detrás de dichos centros desde su creación.

Hoy existen más de 500 institutos a lo largo y ancho del planeta y cuentan con un presupuesto anual de unos 10 mil millones de dólares aproximadamente. Parte del gran éxito de estos centros es que se han establecido dentro de campus universitarios a través de un modelo curioso y que en muchos casos es demasiado atractivo para ser rechazado.

De acuerdo con Rachelle Peterson, quien desarrolló un minucioso estudio en 2017 con grupo de centros Confucio en Nueva York y New Jersey determinó que los representantes chinos inicialmente negociaban contratos con las universidades anfitrionas por un periodo de cinco años, en los cuales les pagaban sustanciosas sumas de dinero a cambio del espacio. Aunque los contratos se mantienen secretos, se cree que las condiciones pueden variar en cada caso.  La atractiva cantidad ofrecida por Beijing facilitaba la operación en una primera etapa. A lo largo del tiempo surgían dificultades cuando los institutos interferían en las conferencias o discusiones de la casa de estudio, si los temas a debatir incluían Tibet, Taiwán o Tiananmen.

Sin embargo, con el paso del tiempo, esos institutos han sido centro de mucha polémica. En el caso específico de los Estados Unidos las sospechas y el escrutinio llevó en 2019 al director del F.B.I., Christopher Wray, a testificar ante el Congreso para aclarar dudas sobre los mismos. “Los institutos Confucio ofrecen una plataforma para difundir la propaganda del gobierno chino, fomentar la censura y restringir libertades académicas”, fueron algunas de las afirmaciones de Wray.

Los institutos han sido utilizados por el Partido Comunista Chino como una estrategia global de expansión y presencia. A través de los mismos se ha conseguido insertar cientos de docentes chinos en tierras extranjeras bajo la justificación de poder impartir mandarín. Pero también han penetrado los más prestigiosos centros de educación e investigación del mundo desde donde han podido substraer información valiosa para el partido chino.

“El instituto Confucio es una marca atractiva para extender nuestra cultura al exterior. Han hecho una contribución importante para mejorar nuestro “poder blando” (soft power). La marca Confucio tiene un atractivo natural. Con la excusa de enseñar chino, todo parece razonable y lógico”. Fueron las palabras de Li Changchun en un discurso pronunciado en el 2011, que en ese momento era miembro del Comité permanente del Politburó, máximo órgano del PC chino.

En los años recientes, sobre todo durante la Administración Trump y su postura en contra de los abusos chinos, se denunciaron más abiertamente irregularidades perpetradas por Beijing. Sobre la base del robo de propiedad intelectual, de tecnología y de datos se tomaron medidas más drásticas. Además de denuncias hechas por ciudadanos chinos en territorio estadounidense, como han sido el caso de estudiantes que estuvieron en Estados Unidos como parte de un programa de intercambio y que se resistieron a ponerse bajo la autoridad del Partido Comunista y les tocó pagar con cárcel a su regreso a China.

También han sido investigadas denuncias de actividades irregulares de grupos de estudiantes chinos en campus universitarios estadounidenses vinculados con consulados chinos tratando de reclutar talento chino y otros esfuerzos de influencia sospechosos, tal y como afirma Jamie Horsley en un artículo publicado por el Brookings Institute.

La desconfianza de las instituciones estadounidenses ha llegado al punto que se ha investigado e incluso aprobado leyes para poner freno a las arbitrariedades antes mencionadas. Tal es el caso de la ley de la autorización de la defensa de 2019 (NDEE por sus siglas en inglés) que prohíbe al Pentágono a financiar programas de mandarín en Universidades anfitrionas.

El Departamento de Estado, por su parte, clasificó en agosto del 2020 a los Institutos Confucio como centros de misión exterior controlados y financiado por el gobierno chino. Y en marzo del presente año el Congreso aprobaba por unanimidad otra ley que busca restringir a las universidades que albergan los institutos de recibir fondos federales a menos que el acuerdo suscrito entre ambas entidades sea claro y proteja la libertad académica y otorgue a la universidad plena autoridad administrativa sobre el instituto.

“Los Institutos Confucio están bajo el control del PC chino. Son centro de propaganda que amenaza la libertad académica y la libertad de expresión sin vergüenza. En las universidades de los Estados Unidos, el gobierno chino está librando una guerra de influencia a través de estos Instituciones”. Fueron las palabras del Senador John Kennedy a razón de la aprobación la ley (Confucio Act to protect free speech at U.S. colleges).

Sólo en territorio estadounidense llegó a haber 110 institutos

Confucio de los que actualmente quedan 51 y 44 de ellos dentro de campus universitarios. Además, hay que sumar unas 500 aulas de clases en funcionamiento que se encuentran en distintos lugares a lo largo de la nación.

La Administración Biden continuará la postura de la anterior Administración y sin duda el número de institutos Confucio continuará reduciéndose, sobre todo en los campus universitarios debido a las restricciones que impone la ley recién aprobada.

La lucha no es sólo comercial. La lucha es de respeto a los valores propios. La lucha es en contra de los crímenes como el robo de tecnología o el uso inadecuado de una institución que debería tener como único fin el difundir la milenaria y rica cultura china en vez de ser usado como propaganda al servicio del Partido Comunista chino.

 

En la ruta del fideo. Nieves C. Pérez Rodríguez

Inspirada en intentar descubrir si fue Marco Polo el que llevo la pasta a Italia desde China, o si más bien fue al revés, y los fideos se originaron en otro punto a lo largo de la Ruta de la Seda y viajaron hasta ambos polos. Con estas incertidumbres, Jen Lin-Liu se embarcó en una aventura desde la capital china para intentar dar respuesta a esta interrogante y ponerle autor o, al menos, lugar de origen a ese alimento milenario que a tantas generaciones ha alimentado y que, de acuerdo a cada cultura, se consume en sopa, o en plato hondo cubierto por salsa de ostras y soya, o salsa de tomate.

Lin es una escritora estadounidense de origen chino que creció en una familia de clase media cuyos padres, ambos científicos, no dedican mucho tiempo a la cocina o al disfrute de platos complejamente elaborados, más bien lo opuesto. Describe en su libro “la ruta del fideo” (por su nombre en inglés: “on the noodle road”) que quizá esa falta de sabores de la niñez, o la diversidad cultural de California, rodeada de estadounidenses, con padres chinos y educada en la Universidad de Columbia, le generó un limbo identitario lo que la empujó a irse a China a intentar descubrir más sobre su verdadero origen.

Estando en China mientras escribía artículos sobre cultura, viajes y gastronomía para destacados medios occidentales como el New York Time, el Wall Street Journal, Savour, Newsweek, entre otros, asistió a una escuela de cocina y consiguió convertirse en chef. Y posteriormente abrió “The Black Sesame Kitchen” en Beijing, una escuela de artes culinarias que ha conseguido posicionarse como un gran centro de referencia en el área.

Lin comienza a escribir el libro durante su primer año de matrimonio, y expone abiertamente las dudas que le generan el compromiso que acaba de asumir junto con sus intensos deseos de seguir viajando, su pasión por la gastronomía y sobre todo su nuevo reto, descubrir el origen de los fideos, y para ello se embarca en un largo viaje de seis meses, que tiene como objetivo visitar  ciudades en los países que cubren la antigua ruta de la Seda desde China terminando en Italia. El método de transporte que escogió fue siempre el más largo y complicado, el que usaría un local, para que el trayecto fuera también parte de la autóctona experiencia.

Desde el Este hasta el Oeste, esta autora viajó por Asia central y encontró que los fideos son una parte muy importante en la cultura, muy presentes en China, Irán, Turquía y por supuesto en Italia. Sin embargo, afirma que según avanzaba hacia el Oeste, el arroz tomaba más protagonismo en la cocina. Aunque reconoce haber encontrado muestras de que los fideos tuvieron mucha importancia en la cultura persa de hace unos siglos atrás.

Los fideos o la pasta son elaborados a base de agua, harina, y en algunos casos huevos. Lo mismo que sucede con la lasaña, los tortelines, los raviolis o los dumplins. Los dumplins son la versión asiática de los raviolis, hechos de una masa muy fina, rellenos en su mayoría de algún tipo carne, aunque también los hay vegetarianos, y luego son cerrados en forma de empanadillas, se comen o bien hervidos, al vapor, o salteados.

Explica que hubo una migración de fideos y dumplins en la ruta de la seda. La historia de que Marco Polo llevó la pasta a Italia la da por incierta. Pero si cree que la facilidad de transportar tanto dumplins como fideos para los viajeros de otra época fue un mecanismo natural de exportación y supervivencia. A lo largo de su viaje descubre cómo en Asia central los tamaños de estos esenciales de la cocina están presentes en diferentes formas y dimensiones. Pero el elemento común en todos son los ingredientes y las proporciones de estos, que siempre son los mismos en todos los países, la misma cantidad de harina que de agua y por cada 100 gramos de harina 1 huevo. Así como los es el uso del rodillo pequeño para extender la masa, que es bastante más fino y corto que el que conocemos en España.

Según la autora se adentra en Asia Central descubre muchas diferencias culturales con China, incluso antes de salir de territorio chino,  en la región autónoma de Xinjiang, le sorprendió la gastronomía de los uigures, quienes también usan fideos, pero el cordero y las especies turcas son el centro de la misma. Destaca la importancia de las oportunidades que tuvo de entrar en las cocinas privadas de las familias, el haber podido cocinar con las mujeres, sobre todo en las culturas más cerradas y conservadores, en aquellas en las que las mujeres se quitaban el velo en la intimidad de la cocina y se abrían para compartir métodos milenarios, siendo precisamente eso lo que le permitió acceso a otro aspecto más íntimo y únicos de la gastronomía y de las diversas culturas.

Después de recorrer más de 11.000 km, Lin no consigue la respuesta a la incertidumbre que la motivó a hacer el viaje, pues no pudo determinar donde se creó el primer fideo, pero sus largas horas en las cocinas de tantas ciudades con mujeres tan diversas le permitieron probar muchos platillos fascinantes, ingredientes exóticos y aquietar muchas dudas personales sobre su propia relación con su marido, quien le acompañó en algunos tramos del viaje temiendo por su propia seguridad.

Acción de Gracias, una nación. Nieves C. Pérez Rodríguez

El gran día que agrupa a personas, sin importar sus creencias religiosas y/o políticas en los Estados Unidos; el festejo que moviliza más ciudadanos a lo largo y ancho del país, para dar gracias. Este año en concreto las cifras hablan de unos 54.3 millones de viajeros para unirse a la celebración con sus familias, o en su defecto con amigos para agradecer por todo aquello que forma parte del ser humano. ¿Pero de donde y por qué se dedica un día de Acción de Gracias?

El origen de Acción de Gracias en Estados Unidos se remonta a la llegado de colonos ingleses a Plymouth -Massachusetts-, donde desembarcó el Mayflower a finales del 1620 cargado con 102 pasajeros. Pero que debido a las diferentes condiciones de su lugar de origen, más de la mitad perecieron durante el primer año debido al duro invierno, el desconocimiento del lugar y cómo cultivar la tierra. Cuenta la historia que un indio nativo visitó al asentamiento inglés y al darse cuenta de las condiciones decidió enviarles a Squanto, un miembro de la tribu pawtuxet que les enseñó a sobrevivir en ésta región, y a quien se le atribuye el establecimiento de una alianza de paz que duró más de cincuenta años entre nativos e ingleses.

Una vez que los colonos consiguieron una primera cosecha gracias a la ayuda de Squanto, el gobernador inglés decidió invitar a un grupo de indios aliados a celebrar el éxito en noviembre de 1621. Hecho que inspira que la institucionalizón de la celebración tenga lugar el cuarto jueves de noviembre. Sin embargo, no se convirtió en una fiesta nacional hasta mucho más tarde en la historia.

Sarah Jopeha Hale fue una prominente escritora del siglo XIX, a la que se conoce por la publicación de novelas en las que defendió la libertad de los esclavos, así como también por la promoción del uso de árboles decorados para la navidad, e incluso el vestido blanco para la novia que va al altar.  Fue editora de la revista más importante para mujeres antes de la guerra civil, desde donde defendió el derecho de la educación femenina, pero pegada siempre una línea conservadora, muy distante de la feminista. Hale se convirtió en un referente para la clase media del momento, sobre todo para las mujeres.

Hale dedicó muchos de sus editoriales a pedir la institucionalización de la celebración de Acción de Gracias. En sus artículos explicaba que ya se celebraba en algunos lugares de manera informal y sin tener un día determinado. Además, propuso el protocolo que debía seguirse en vestir la mesa y el menú de la celebración del gran día, que incluía un pavo relleno, una tradición de su lugar de origen -New England- junto con pastel de calabaza que tan bien representa el otoño de la costa este de los Estados Unidos.

Sarah Jopeha Hale en una carta le pidió al presidente Abraham Lincoln la declaración de un día de acción de gracias, misiva que Lincoln respondió con la institucionalización del día nacional en 1863: “invito a mis conciudadanos en todas partes de los Estados Unidos, y aquellos que están en el mar o viajando a tierras extranjeras a conmemorar el día de Acción de Gracias”.

Algunos historiadores sostienen que la razón que llevó a Lincoln a incorporar está fiesta en el calendario de la nación en ese año, en medio de la guerra civil estadounidense, fue enviar un mensaje pacificador y de unión a los ciudadanos.

El mensaje central de esta tradición es “el agradecimiento”. Estar agradecido por la vida, la familia, el trabajo, la salud; en general, las cosas del día a día. En una sociedad como la estadounidense, donde el gran grueso de la población es inmigrante, o al menos pertenecen a algún otro grupo o región del mundo, Acción de Gracias es un día que neutraliza cualquiera de esas diferencias en una identidad única. Una curiosa tradición que tiene un efecto contagioso entre los visitantes y los recién llegados al país, sin importar el tiempo que lleve alguien en Estados Unidos, se incorporan a esta celebración como parte de su nueva vida.

Como ocurre casi siempre, cada grupo acaba haciendo su propia versión de los manjares que se sirven. Por ejemplo, los centroamericanos sustituyen el pavo por un pollo grande relleno, además de incorporar algunos de los panecillos característicos de su región. Los asiáticos incorporan algún platillo con arroz y sabores más del Pacífico. Pero incluso dentro de los mismos estadounidense pueden encontrarse variantes en los alimentos y cómo se preparan.

Un buen ejemplo es que los Estados del sur, en vez de asar el pavo lo fríen en los jardines traseros de las casas en unas cazuelas gigantes cuya capacidad permiten la inmersión de semejante ave cuyo peso promedio oscila 14 kilos.

La comida puede variar ligeramente, pero lo realmente interesante es que una nación entera, con más de 300 millones de habitantes, se paraliza y toma el tiempo de juntarse para celebrar las cosas positivas de la vida. Y, a pesar de que el país se encuentra en un momento de particular división política, Acción de Gracias consigue neutralizar esas diferencias con el propósito de festejar el agradecimiento en compañía. Algo que puede resultar curioso y hasta difícil de comprender en otras cultura.

Qué hacemos con la inmigración (3). Administrando el capital social. Miguel Ors Villarejo

En los años 90 el politólogo Robert Putnam denunció en el artículo “Bowling Alone” (“Solo en la bolera”) que los americanos habían ido reduciendo su participación en redes civiles (partidos, juntas vecinales, sindicatos, asociaciones de padres, incluso clubes de bolos) y que ello había socavado la confianza mutua (el “capital social”) y ponía en peligro la democracia.

Basaba su conjetura en dos décadas de estudio de la política italiana. Putnam había descubierto que no había grandes diferencias institucionales entre el norte y el sur, entre Milán y Sicilia. “Aunque todos esos Gobiernos regionales eran idénticos sobre el papel, sus niveles de eficiencia variaban drásticamente”, escribía. “La calidad […] venía determinada por las tradiciones de compromiso cívico (o su ausencia). La participación electoral, la lectura de prensa, la afiliación a coros y clubes de fútbol eran las señas de identidad de las comunidades ricas. De hecho […] lejos de ser un epifenómeno de la modernización socioeconómica, eran su condición previa”.

Posteriormente, en “E Pluribus Unum” Putnam alertó de que había detectado un fenómeno similar en las comunidades multiétnicas de Estados Unidos. La falta de trato directo, decía, impedía el desarrollo de capital social y comprometía, por tanto, su viabilidad. Es lo que ahora sostiene Paul Collier. Y lo que llevó el Imperio romano al colapso, según Niall Ferguson.

La socióloga Berta Álvarez-Miranda ha intentado evaluar hasta qué grado se ha reproducido este problema en las ciudades españolas que experimentaron una entrada explosiva de extranjeros. Sus conclusiones confirman que efectivamente “la diversidad étnica, a corto plazo, refuerza los procesos ya en marcha de pérdida de sociabilidad […] y contribuye a la desconfianza en los desconocidos”. En una investigación que dirigió entre 2000 y 2004, lo denunciaban tanto la población autóctona como la extranjera.

“Yo creo que la convivencia en general es nula”, se lamentaba un nativo. “Antes el barrio era un pueblo. Ahora vas del trabajo a casa y de casa al trabajo. No hablo ni con los vecinos ni con nadie, no hay relación”.

“Hay mucha prisa”, coincidía otro, “lo sé por la tienda. Antes la gente se paraba a hablar aunque no compraran, pero ahora va todo muy deprisa. Y no te digo ya si vas al Carrefour, ahí somos como robots”.

Un ecuatoriano era todavía más tajante: “Aquí nosotros no tenemos vida social, está aparcada hasta cuando regresemos a nuestro país”.

“Estas pinceladas de evidencia cualitativa”, escribe Álvarez-Miranda, “parecen dar la razón a la tesis de Putnam de que en las zonas étnicamente diversas […] los residentes […] pueden tender a aislarse”.

Ahora bien, ¿pone en peligro la convivencia esta ausencia de trato personal? En realidad, en las economías avanzadas el capital social emana sobre todo del correcto funcionamiento de las instituciones y del respeto de la legalidad. La gente participa en los juegos de cooperación no solo porque se fíe del vecino, sino porque su violación se castiga, y los primeros en reclamar que así suceda son los extranjeros, porque lo que vienen persiguiendo es ese orden. Álvarez-Miranda cuenta que, cuando le preguntas a un marroquí por qué emigra a Europa, la primera respuesta es “para buscarme la vida” y la segunda, “por los derechos”. Dos jóvenes que intentaron (sin éxito) cruzar el estrecho, la primera vez a nado y la segunda colgados de los bajos de un camión, justificaban los apuros padecidos alegando que “ahí tienen leyes”. Y añadían: “Te juro que si nuestro país reconociera nuestros derechos no nos iríamos jamás”.

A pesar de tensiones puntuales, la inmensa mayoría de la población (autóctona y foránea) no tiene ningún interés en que la cohabitación fracase y es improbable que asistamos a un nuevo derrumbe del Imperio de Occidente, como vaticina Ferguson. La diversidad tampoco ha socavado los pilares de la civilización, como afirma Collier. “Las encuestas no recogen una caída en los niveles de confianza en los países escandinavos, que son los que más inmigración han recibido”, confirma Juan Carlos Rodríguez.

Sin embargo, la radicalización de algunos musulmanes refleja una inquietante disfunción. El sociólogo Héctor Cebolla insiste en que “Europa nunca fue una Arcadia ideal”, “que ya generaba injusticias antes” y que simplemente “estamos reproduciendo los errores de siempre en personas con un trasfondo diferente”. Pero ni los terroristas de las Torres Gemelas ni los de Londres eran víctimas especiales de la exclusión. “No hay una vinculación obvia entre el estatus socioeconómico y ese tipo de violencia”, señala Juan Carlos Rodríguez.

¿Cuál es entonces la clave? ¿La religión? (Foto: Giulietta Riva, Flickr)

En qué se parecen Trump y la prostituta de ‘Lo que el viento se llevó’. Miguel Ors Villarejo

El verano pasado, una profesora de Hangzhou le planteó a Hollis Robbins si le apetecía colaborar en un ensayo en el que se comparaba a la Scarlett O’Hara de Lo que el viento se llevó con la protagonista de Sueño en el pabellón rojo, un clásico de la literatura china del siglo XVIII. “La idea”, explica Robbins, “era escoger un personaje americano fuerte […] y otro chino durante un periodo […] de convulsión […] y observar sus estrategias de supervivencia”.

“Seguro”, repuso Robbins, aunque no estaba nada segura. No había terminado de leer Sueño en el pabellón rojo, pero conocía bien la obra de Margaret Mitchell y sentía curiosidad por ver qué opinaban de ella unos académicos libres de los prejuicios que dominan las universidades estadounidenses.

El resultado del experimento es curioso, no tanto por lo que los chinos dicen de la novela, como por lo que la novela dice de los chinos (y de rebote, de los americanos). Sucede a menudo que los comentarios de texto iluminan menos el texto comentado que al comentarista del texto. Ian MacEwan relataba hace poco al Telegraph que a su hijo le encargaron en clase un ensayo sobre su libro Amor perdurable. “Reconozco que le di un tutorial de qué debía tener en cuenta”, recuerda. “No leí el trabajo, pero su profesor no estuvo en absoluto de acuerdo. Creo que le puso una C+ [equivalente a un seis]”.

¿Y qué dicen los chinos de Lo que el viento se llevó? Li, la colega de Robbins, sostiene que Scarlett es una heroína valiente, que se adapta a la triunfante revolución industrial “y levanta una nueva vida sobre las viejas ruinas”. Ha entendido el “potencial que encierra el comercio con el Norte, aprovecha la oportunidad de hacer negocio con los yanquis y se enriquece”.

No es una lectura disparatada. Li no es la primera en advertir que la implacable frialdad con que Scarlett gestiona su aserradero encaja en el arquetipo del “impetuoso y rapaz CEO americano”. Lo que a Robbins le extraña es que Li no tenga más palabras de reproche para el tono nostálgico con que se retrata la sociedad sureña anterior a la Guerra de Secesión, Ku Klux Klan incluido. En Estados Unidos siempre se ha considerado deplorable, pero a Li le parece que tampoco es para tanto porque, al final, la historia acaba poniendo a cada uno en su sitio. ¿Quién sale adelante? Scarlett, que no pierde el tiempo en lamentaciones y mira al futuro.

Todo su entorno, por el contrario, se hunde lentamente, arrastrado por el empeño en revivir los buenos viejos tiempos. Recuperar la grandeza pasada se convierte en la única prioridad y a ella se supedita todo lo demás. Mitchell simboliza esta subversión de valores en la pleitesía que la aristocrática Melanie rinde a una próspera prostituta, con la que jamás se le hubiera ocurrido relacionarse en tiempos de paz, pero que ha donado 50 dólares de oro a la causa de la Confederación y, tras su derrota, está sufragando la erección de estatuas. Melanie “ha decidido que la política importa más que la moral”, dice Robbins, y por eso no duda en montarse al carruaje de aquella mujer “vulgar y chabacana”.

“Se me ocurre”, observa Robbins, “que mientras los expertos se rascan la cabeza tratando de desentrañar por qué tantos votantes de buen corazón de la Iglesia Evangélica han apoyado a un hombre con una ejecutoria tan descarada y sórdida como la del actual presidente, nuestra propia ficción nos cuenta todo lo que necesitamos saber”.

Al centrarse en el racismo de Lo que el viento se llevó, se ignora su enseñanza más provechosa: que los viejos tiempos no van a volver y que hay que dejarse de erigir estatuas y de reescribir el pasado y, como Scarlett, dedicarse a escribir lo único que está en blanco: el futuro.

Eso es al menos lo que opina la profesora de Hangzhou.