Entradas

¿Puede causar bitcóin otra Gran Recesión? (II) El gran crac del crédito. Miguel Ors

(Foto: Michael Galpert, Flickr) La economía mundial navegaba apaciblemente en junio de 2007. El dinero fluía, las familias gastaban, las bolsas subían. El Nobel Robert Lucas consideraba “resuelto a efectos prácticos” el problema de la depresión y el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, hablaba de que se había inaugurado la Gran Moderación, una nueva era en la que los ciclos serían mucho menos pronunciados.

En aquel panorama idílico, la quiebra de dos fondos de Bear Sterns, un banco de inversión estadounidense, supuso un inoportuno nubarrón. Por primera vez muchos escuchábamos la palabra subprime, pero los expertos nos aclararon que se trataba de un nicho hipotecario muy reducido y la alarma se disipó.

Entonces los contratiempos se multiplicaron. En Londres se liquidó otro fondo. Bancos suizos, alemanes e incluso chinos reconocieron fuertes pérdidas. Largas colas de depositantes reclamaban airadamente sus ahorros a las puertas de Northern Rock, algo inédito en Occidente desde los años 30.

Los mercados se pusieron nerviosos y, a mediados de agosto, la Fed tuvo que bajar los tipos. El asunto desbordaba ya los estrechos límites del universo subprime. Se supo que muchas entidades tenían comprometidos miles de millones en abstrusos productos denominados CDO, pero ni ellos mismos sabían cuantificar el alcance de la avería. Citigroup efectuó una estimación inicial de 6.000 millones de dólares, luego la elevó a 11.000 millones y, finalmente, admitió que no sabía cuánto había perdido.

¿Cómo no se había dado cuenta nadie de que nos dirigíamos al abismo?

En The Trillion Dollar Meltdown (en España, El gran crac del crédito), Charles R. Morris explica que, como es habitual, el camino a la recesión estaba empedrado de buenas intenciones. Los CDO surgieron a instancias de Freddie Mac y Fannie Mae, dos agencias creadas tras la Gran Depresión para facilitar el acceso a la vivienda de las familias humildes. Igual que hacen las cajas con las cédulas, se financiaban mediante bonos respaldados por las hipotecas que concedían, pero se trataba de unos productos que ni eran tan seguros como la deuda pública (los prestatarios eran poco fiables) ni rentaban como la bolsa, de modo que casi nadie prestaba excesivo interés por ellos.

En 1983 Freddie Mac encargó a First Boston que mejorara el atractivo de estos títulos y el banco diseñó un ingenioso método. Estructuró las emisiones en tres tramos. El primero, que suponía el 70%, tenía preferencia a la hora de cobrar. Dado que jamás se habían registrado morosidades del 30%, obtuvo sin dificultad la triple A. Con los otros dos se formaron sendos paquetes que, en caso de impago, se encargarían de absorber las pérdidas. En consonancia con su mayor riesgo, la rentabilidad era también superior.

Estos bonos estructurados o CDO (collateralized debt obligation u obligaciones de deuda con un colateral o garantía) se adecuaban mejor a las exigencias de Wall Street y los inversores se abalanzaron sobre ellos, especialmente después de que el colapso de las puntocom y el 11S convirtieran la vivienda en la única apuesta sólida. Para atender la explosión de la demanda, el negocio hipotecario se industrializó. En un extremo de la cadena el broker localizaba al prestatario y lo conducía, a cambio de una comisión, a la entidad. Allí se formalizaban las operaciones y, cuando había acumulada una cantidad suficiente, se empaquetaban, se loncheaban en tres tramos y se revendían. En el extremo final de la cadena, ávidos ahorradores aguardaban un activo al que las agencias de rating habían asignado la máxima calificación.

La división del trabajo abarató las hipotecas. Un estudio de los años 90 calculaba que los compradores de vivienda se estaban ahorrando 17.000 millones al año. Pero, en un esquema en el que uno capta al cliente y otro soporta las pérdidas, es fácil que los criterios de concesión se relajen, sobre todo después de que, hacia 2003, los candidatos solventes empezaran a escasear y hubiera que echar mano de los ninja, personas que no tenían ni ingresos ni empleo ni patrimonio (No Income, No Job or Assets). Los modelos matemáticos sostenían que el riesgo era pequeño. Si uno de aquellos miserables dejaba de pagar, razonaban, el quebranto sería modesto, porque su crédito se había repartido convenientemente entre decenas de clientes de la banca de inversión, es decir, entre millonarios que podían encajar perfectamente el golpe.

Sin embargo, cuando la morosidad repuntó, estos millonarios huyeron de todo lo que oliera a hipoteca. Les daba lo mismo que fuera prime o subprime. Igual que tres siglos antes había ocurrido con los tulipanes, de repente nadie quería CDO y los fondos que los habían atesorado durante décadas debieron anotarse severas pérdidas, que en seguida se trasladaron al resto del sistema financiero.

La apoteosis llegaría en setiembre de 2008, cuando la Fed dejó caer a Lehman Brothers. Ante la imposibilidad de saber quién tenía CDO y quién no en su balance, los bancos dejaron de prestar. El crédito se desplomó y, con él, miles de empresas de todo el planeta, sumiendo el capitalismo en la peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial.

La fatal arrogancia

Vivir es encontrarse náufrago entre las cosas, pero en Occidente aún abrigamos la esperanza de que un día arribaremos a una playa paradisíaca donde todos nuestros anhelos serán colmados. Este optimismo hunde sus raíces en Platón y alcanzó su cénit durante la Ilustración. Para el marqués de Condorcet, los problemas políticos no eran esencialmente distintos de los físicos o los matemáticos, en los que la respuesta correcta a cada cuestión es una y solo una. Como la mayoría de los philosophes, no veía motivos para que la humanidad no pudiera avanzar hacia la sociedad ideal guiada por expertos en la ciencia del hombre, igual que expertos en la ciencia de los astros como Newton nos habían introducido en la sala de máquinas del universo.

Condorcet saludó la caída de los Borbones como el alba de una era de “verdad, felicidad y virtud”, que consideraba ligadas por “una cadena irrompible”. Pero la única cadena irrompible que tuvo ocasión de conocer fue la que le echaron en la prisión de Bourg-la-Reine (entonces Bourg-Égalité), donde murió devorado por la revolución que tanto había contribuido a alumbrar.

El propio John Maynard Keynes aún especulaba en 1930 con la posibilidad de que “el problema económico” quedara definitivamente zanjado en un siglo. En plena Gran Depresión y ante el atónito auditorio de la madrileña Residencia de Estudiantes, defendió que los economistas eran meros técnicos, no celebridades, y expresó su deseo de que algún día recibieran el tratamiento de “gente modesta y competente, al mismo nivel que los dentistas”. Con la discreción y pericia con que estos nos colocaban una prótesis cuando perdíamos una muela, los economistas sustituirían las piezas que se le fueran cayendo a nuestro aparato productivo.

Las profecías de Keynes no sentaron bien en cierto sector de la prensa española, que esperaba por lo visto una disertación más erudita. El Debate apuntaba al día siguiente: “Nos permitimos dirigir a los organizadores de conferencias de extranjeros que adviertan a estos de que para charlas líricas ya tenemos en España muy adecuados oradores”. Era un comentario paleto e injusto, aunque no del todo improcedente, porque denunciaba esa arrogancia intelectual que tanto sorprende fuera de nuestra cultura. “Los chinos no creen en remedios permanentes”, explica Henry Kissinger. “Para Pekín, cualquier solución es el billete de entrada a un nuevo problema”. Puede haber avances, pero provisionales, en el corto plazo.

La historia de la economía está llena de ejemplos que confirman esta convicción. El dinero, por ejemplo, facilita la división del trabajo y la especialización, y ha hecho posibles nuestros actuales niveles de bienestar. Es inimaginable una sociedad moderna sin medios de pago fiduciarios. Sin embargo, su manejo inaugura una gama inédita de desafíos. Si la emisión es excesiva, se generan inflaciones de activos, como burbujas inmobiliarias o bursátiles; y si es insuficiente, puede ocasionar deflaciones todavía más destructivas. Fue lo que pasó en 1929, cuando la Reserva Federal reaccionó al pánico de Wall Street con una política brutalmente contractiva, en parte para mantener la paridad con el oro y, en parte, para purificar el sistema financiero mediante la “liquidación” de los bancos “débiles”. Era una medicina rigurosa y temeraria que se tradujo en el colapso de los precios, el crédito y la actividad que hoy conocemos como Gran Depresión.

Milton Friedman y Anna Schwartz documentaron el proceso en su monumental Historia monetaria de los Estados Unidos y, en noviembre de 2002, con motivo del 90 aniversario del primero, Ben Bernanke les rindió homenaje. “Quiero decirles a Milton y Anna: gracias”, proclamó. “Lo sentimos mucho, pero gracias a ustedes no se volverá a repetir”.

Se equivocó, como hoy sabemos. Seis años después, Lehman Brothers se hundía arrastrándonos a la Gran Recesión.

“La economía como disciplina académica nunca se completará”, observa Andreu Mas-Colell. “No lo llegaremos a saber todo porque el todo cambia con la propia evolución”.

La playa paradisíaca con la que soñamos en Occidente no existe. Deberíamos hacer caso a los chinos.