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El efecto cobra

Donald Trump odia los tiburones. “Ojalá se mueran todos”, le confesó a Stormy Daniels, una estrella del porno con la que por lo visto tuvo una aventura en 2006. Unos años después insistía en Twitter: “¡Los tiburones están los últimos en mi lista, con la excepción de los perdedores y los odiadores del mundo!”

“Sin embargo, muchos animales causan más muertes”, escribe en MarketWatch Maria LaMagna, e ilustra su comentario con un elocuente gráfico en el que se aprecia que las bestias más sanguinarias de los Estados Unidos son las avispas, las abejas y los abejorros. Acaban con 58 personas cada año. Los escualos apenas matan a una. Es más probable morir coceado por una vaca (20 víctimas) o despedazado por un perro (28). De hecho, observa en el mismo artículo un conservacionista, jugar al golf es más peligroso: entre sus verdes y suaves lomas se pierden bastantes más vidas por culpa de los rayos.

La hostilidad de Trump no es, con todo, una rareza. Millones de individuos comparten su antipatía por los tiburones. ¿Por qué?

Tendemos a considerar que nuestra mente es una sofisticada maquinaria, pero su diseño es fruto de una superposición de estructuras bastante chapucera. “El cerebro”, me explicaba hace años el catedrático de psicobiología Ignacio Morgado, “ha conservado las viejas funciones al lado de las nuevas”. La aparición de la conciencia no arrinconó las emociones, ni siquiera las puso a sus órdenes. Siguen siendo respuestas automáticas, algo necesario para garantizar su eficacia. El sistema nervioso simpático tiene grabadas las situaciones que en el pasado fueron relevantes y reacciona instantáneamente cuando las percibe, sin que nos dé tiempo a pensar qué ocurre. La corteza cerebral es demasiado lenta. Si hubiera que esperarla, la mitad de las veces no llegaría.

Se trata de un funcionamiento muy adaptado a la vida en la sabana, pero no tanto al entorno actual, donde las prioridades son diferentes. El ataque de un depredador es un acontecimiento infrecuente, pero lo seguimos marcando emocionalmente como si aún lo fuera. En general, cualquier suceso violento tiene más posibilidades de ser recordado. En vez de una biblioteca meticulosamente ordenada, nuestra memoria es el dormitorio de un adolescente, con carteles llamativos en las paredes y montones de ropa tirada por el suelo. Cuando tenemos que tomar una decisión y metemos la cabeza para recuperar información, la que está disponible no suele ser la más pertinente. Hay que apartar antes muchas imágenes de tiburones y atentados.

Este sesgo cognitivo “de disponibilidad” tiene importantes implicaciones, unas personales (manías, fobias) y otras de mayor alcance. Piensen en una burbuja financiera. ¿Cómo termina tanto listo con la cartera llena de acciones de Terra o de bitcoines? No se puede decir que carezcan de información. La prensa está llena de las advertencias que lanzan expertos como Warren Buffett, pero sus argumentos no pueden sobreponerse a sentimientos como la codicia, la envidia, la rivalidad… Muchos inversores solo tienen en mente la suficiencia con que su cuñado les dijo en la última reunión familiar: “Vaya pelotazo que he dado en la bolsa”.

La pluralidad de motivaciones hace que el gobierno de los asuntos humanos esté sujeto a toda suerte de contratiempos. El sociólogo Robert Merton ya observó en 1936 que numerosas iniciativas tenían a menudo consecuencias contrarias a las deseadas. Por ejemplo, cuando Londres quiso atajar las mordeduras de serpiente en la India, ofreció una recompensa a todo el que le trajera una piel de cobra, pero se encontró con que su población se multiplicaba porque muchos espabilados montaron granjas para criarlas.

Lo mismo les pasó a los franceses con las ratas en Indochina y podría repetirse ahora con los tiburones. Desde que Daniels desveló la aversión de Trump, las ONG que se dedican a la defensa del escualo han registrado una avalancha de dinero, “procedente en su mayoría de gente que nunca había donado”, asegura la cofundadora de Atlantic White Shark Conservancy.

Hay cierta justicia poética en toda esta historia. El odio de Trump a los tiburones era irracional, porque no suponen ninguna amenaza, pero se ha visto neutralizado por la reacción virulenta (y no menos irracional) de quienes se apuntan a la causa que sea con tal de hacer la puñeta al presidente.

Como dice mi madre, Dios escribe recto con renglones torcidos.

El hilo rojo invisible. Gema Sánchez.

Wang tiene 25 años, es un joven urbanita y moderno que está a la última en aplicaciones para el móvil y en música actual. Tiene un empleo estable, aunque con una remuneración algo baja para el gusto de su familia. Aun así, ha llegado muy lejos si se compara con su padre, un campesino que emigró a la ciudad, donde ahora regenta una pequeña tienda. Su madre le dice que todavía no es un buen partido, que debe conseguir un trabajo con mayor salario para poder tener una vivienda en propiedad, sólo así tendrá posibilidades de encontrar una novia y casarse. Como él, miles de jóvenes chinos sufren la presión familiar.

Cuando Wang nació, en China estaba en vigor la política del hijo único y las parejas en edad fértil preferían ser padres de un varón puesto que, según la tradición, a los ancianos les cuidan el hijo y la nuera. Ambas circunstancias produjeron un brusco descenso en el número de niñas, de forma que, a día de hoy, son millones los jóvenes que no encuentran pareja. Se calcula que en unos tres o cuatro años habrá millones de hombres, especialmente en el ámbito rural, que no encuentren esposa, con las dramáticas consecuencias que esto conllevará desde el punto de vista demográfico y sociológico.

A día de hoy, las chicas tienen muchas opciones para elegir marido, así que ponen el listón muy alto: un buen sueldo, una vivienda, un coche… símbolos de estatus e indicadores de la “valía” del candidato. Sin embargo, todo esto debe conciliarse con otra costumbre que dice que las bodas deben unir a “familias con puertas del mismo tamaño”, es decir, de una condición social parecida. Sobre esta base, se asientan muchos de los matrimonios concertados que todavía siguen celebrándose en China.

Con este panorama, a Wang y a otros muchos chinos de su generación, no les queda otro remedio que presentar su “currículo” para competir en la búsqueda de esposa. Los avances tecnológicos también han llegado al terreno de las relaciones amorosas, de forma que son miles los que buscan pareja para casarse a través de páginas de contactos. Una forma aséptica de postularse como novio ideal o, en el caso de las chicas, de poner condiciones y exigencias durísimas (desde la altura o la forma de la cara, hasta la manera de hablar o reírse, sin olvidar el tipo de trabajo, por supuesto). Los formularios que deben rellenar los aspirantes para ser clasificados en estas Web son extensísimos y sumamente detallados, tanto que algunos no saben bien cómo responder para obtener mejor nota. Vistos estos nuevos métodos, los cartelitos que los padres colocan en el famoso Parque del Pueblo de Shanghái, describiendo las innumerables bondades de sus hijos, resultan cuanto menos enternecedores.

Uno podría preguntarse, ¿entonces dónde queda el romanticismo que destilan todas esas películas tan de moda en China? Tal vez la respuesta sea que, en muchos casos, debe quedar para después, cuando los interesados y sus familias puedan respirar tranquilos, una vez que el matrimonio esté más o menos asegurado y pueda ser beneficioso para todos. Sin embargo, este pragmatismo no garantiza la felicidad en la pareja, no en vano la cifra de divorcios en China aumenta con los años. Todo esto parece que pone en entredicho aquel viejo proverbio chino que decía: “Un hilo rojo invisible conecta a aquellos destinados a encontrarse a pesar del tiempo, el lugar y las circunstancias. El hilo se puede apretar o enredarse, pero nunca se romperá”. Habría que añadir: si es que hay hilos rojos para todos.