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INTERREGNUM: El regreso de los talibán. Fernando Delage

El simbolismo es demoledor. La recuperación del control de Afganistán por los talibán en vísperas del vigésimo aniversario del 11/S representa un fracaso mayúsculo para Occidente, y casi con toda seguridad pone fin a la era del intervencionismo liberal ya desacreditado desde Libia. Atender la tragedia humana en curso es la preocupación más urgente, mientras que el abandono de una población que había rehecho sus vidas después de décadas de guerra, plantea un severo juicio moral con respecto a la responsabilidad de quienes habían definido la defensa de los valores democráticos y la coordinación con los aliados como dos de los principios fundamentales de su política exterior.

Errores de inteligencia y la presión política interna norteamericana para acabar con esta “guerra sin fin” han precipitado los acontecimientos, pero sus causas no son en absoluto nuevas. Los problemas comenzaron cuando Estados Unidos invadió Afganistán sin una idea clara de sus objetivos ni un calendario de salida. De manera similar a episodios anteriores de su historia (Filipinas, Vietnam, Irak), fue siempre una ilusión creer que actores externos podían crear un Estado centralizado en Afganistán, al margen de las realidades geográficas y étnicas del país. Pretender transformar desde fuera una cultura en la que el islam es un elemento central de identidad, e imponer unas instituciones que por su propia corrupción estructural nunca fueron vistas como propias, han facilitado el camino de vuelta de los talibán, descontada de antemano por la administración norteamericana. El diálogo abierto por Trump con ellos en Qatar el pasado año contribuyó igualmente a este resultado.

Las autoridades occidentales se comprometen ahora a realizar un examen de los errores cometidos, como si no hubieran estado a la vista durante años (para una detallada recapitulación, véase el reciente libro de Carter Malkasian, The American War in Afghanistan). Con todo, mientras la mayor parte de las críticas y acusaciones se centran en lo que se ha hecho o dejado de hacer en Afganistán, el mayor fracaso desde 2001 consistió quizá en no crear una estructura diplomática con los vecinos más cercanos —Irán, China, Rusia, las repúblicas centroasiáticas y, sobre todo, Pakistán—, todos ellos igualmente amenazados por el terrorismo. Veinte años después, pese a la trágica situación sobre el terreno, de nuevo es necesaria una mirada más amplia para entender las implicaciones de lo ocurrido y las motivaciones que han guiado la actuación del presidente Biden.

El entorno regional y las prioridades geopolíticas norteamericanas han cambiado profundamente a lo largo de este tiempo. Los talibán van a encontrarse con el desafío de gobernar frente a una multitud de facciones y líderes tribales en sus propias filas, y ante extraordinarios condicionantes económicos (más de la mitad del presupuesto nacional procede de los donantes extranjeros, que pueden fácilmente bloquear tales recursos). Sin embargo, las relaciones que mantienen con Pakistán, China, Rusia e Irán les proporciona un contexto exterior favorable, al contrario de lo que ocurrió entre 1996 y 2001, cuando sólo contaban con el apoyo de Pakistán y Arabia Saudí. Son estos actores externos, no obstante, quienes se encuentran ante un arma de doble filo. La retirada norteamericana puede ser “vendida” por Pekín y Moscú —no digamos Islamabad— como ilustración del declive de Estados Unidos, pero pueden equivocarse. En primer lugar, porque pese a los aparentes beneficios —como, por ejemplo, que China pueda integrar al país en su corredor económico con Pakistán, uno de los ejes de la Nueva Ruta de la Seda— nadie confía realmente en los talibán ni en que se abra un periodo de estabilidad. En segundo lugar, porque los efectos estratégicos de estos hechos pueden ser más limitados de lo que parece pensarse en muchos medios.

Dos circunstancias explican este análisis. La primera porque, al contrario de lo que se afirma, no se abre ningún vacío que puedan cubrir otros. Durante los últimos veinte años, China, Rusia y las repúblicas centroasiáticas, con la incorporación más tardía de India, Pakistán e Irán, han dado cuerpo a instituciones como la Organización de Cooperación de Shanghai —a la que formalmente se incorpora Teherán en su próxima cumbre— o la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, creando un contexto regional muy diferente del de 2001. El interés compartido por la lucha contra el terrorismo traslada a ellos la responsabilidad que motivó en su primer momento la intervención de Estados Unidos y de la OTAN.

Por otra parte, liberarse de esa carga resulta indispensable cuando Washington necesita reordenar sus prioridades. La retirada de Estados Unidos no es una indicación del fin de la era americana, sino un paso para seguir intentando mantener un estatus que no depende de Afganistán ni de Oriente Próximo, sino de China, y es en el Indo-Pacífico donde debe por tanto concentrar sus capacidades militares y diplomáticas. Así lo apuntan igualmente el cese al apoyo a la intervención saudí en Yemen o la recuperación del diálogo nuclear con Irán, mientras se redobla la atención prestada a los aliados y socios asiáticos —quienes no se creen la propaganda rusa y china sobre la debilidad de los compromisos de seguridad norteamericanos—, así como a un QUAD cada vez más institucionalizado. Biden intenta pues hacer realidad el “pivot” hacia Asia propuesto en su día por Obama, asumiendo el concepto de “rivalidad entre las grandes potencias” de Trump como eje prioritario de la diplomacia norteamericana. La cuestión es hasta qué punto esos objetivos estratégicos pueden verse perjudicados por los fallos de ejecución de su retirada de Afganistán, por no hablar de la incertidumbre que se crea en otros aspectos, como el futuro de la OTAN o el pobre papel de Europa. Continuará.

 

Afganistán: competencia entre totalitarios y desconcierto occidental

La irrupción sangrienta del Daesh, sección afgana, en el Kabul de la retirada occidental ha introducido algunos elementos nuevos que incomodan a todos, incluido el movimiento talibán. Por razones distintas, China, Rusia, EEUU, la UE, Pakistán e Irán, asumen que el gobierno talibán puede ser un mal menor que las nuevas autoridades de Kabul pueden aprovechar para ganar tiempo, estabilidad y futuro. Al margen de que esta conclusión provisional sea correcta o no la comunidad internacional está cómoda con ella mientas reflexiona sobre qué ha pasado y, sobre todo, sobre cuáles deben ser los siguientes pasos.

 

En realidad el movimiento talibán y el Daesh coinciden en la necesidad de derrotar a los infieles occidentales e imponer la ley coránica, sólo que mientras los nuevos gobernantes en Kabul sostienen que ahora es el momento de consolidar ese Estado y preparar la etapa siguiente, el Daesh cree que no hay que dar tregua ni la más mínima cesión a los infieles y entienden que es el momento de agudizar su derrota extendiendo al máximo el terror, el mismo terror que los talibán han aplicado, aplican y aplicarán cuando les sea favorable. Salvando las distancias (histórica, sociológicas e ideológicas, religiosas en el  caso afgano) el debate entre extremistas instalados en el crimen recuerda la polémica, igualmente entre proyectos criminales, sobre la revolución entre Stalin y Trotsky. El primero quería consolidar la URSS en la etapa de “construcción del socialismo en un país” mientras el segundo defendía concebir la revolución como un proceso universal aprovechando las oportunidades.

 

Pero entre los talibán y el Daesh hay más cosas: choques étnicos, resentimientos personales, lucha por el control del opio y delimitar un reparto de poder territorial. Los talibán son mayoritariamente de la etnia pastún, mayoritaria en Afganistán y muy extendida en Pakistán. Eso explica que durante los últimos veinte años el estado mayor talibán haya estado en la ciudad pakistaní de Quetta, con conocimiento y protección del gobierno y, desde luego, de EEUU que no ha querido romper con Pakistán, gobierno con el que mantiene relaciones difíciles y tormentosas pero sostenidas. Pakistán siempre ha querido influir en territorio afgano, no solo por simpatías étnicas sino porque Pakistán desea esta profundidad estratégica para contrarrestar la influencia india en esta área de importancia estratégica en la contienda en curso entre los dos países. La influencia o el control del gobierno de Kabul permitiría a Pakistán proyectar más lejos su influencia en el Asia Central. Por último, dados los problemas demográficos dentro de Pakistán, la alianza con los talibanes, que favorecen un «Emirato islámico», permite a Islamabad contrarrestar y combatir las tendencias separatistas o nacionalistas entre su propia población pastún. Desde 2014, un movimiento popular por los derechos pastunes, conocido como Tahafuz, ha estado activo en esta área.

 

En Daesh, los pastún son excepciones. Están establecidos en el norte afgano y hacen referencias en sus siglas al Jorasán, un  territorio que míticamente se extiende desde Irán a Tayikistán con clanes árabes (minoritarios), persas, uzbekos, tayikos y turcomános. Aunque hay que subrayar que dos comandantes talibán pastunes, resentidos con sus jefes se han pasado con sus tropas al Daesh. No es un dato militarmente relevante pero sí simbólico.

 

Este escenario anuncia una inestabilidad preocupante en un momento en que Occidente parece no entender qué ha pasado ni cómo actuar ahora y dónde no faltan juicios arrogantes sobre los “errores” de EEUU sin precisar que la UE ni ha sabido ni ha querido hacer nadas que supusiera riesgos de vidas y negocios por lo que han estado sólidamente atados a los “errores”  de EEUU. Parece haber llegado la hora de un mayor protagonismo regional, con Rusia y China de patrones, en un escenario que describe y analiza en esta página nuestro colaborador Fernando Delage

Aceleración afgana

Los países empeñados en lograr un nuevo marco institucional en Afganistán, talibanes incluidos, que permita lograr un alto el fuego perdurable y con garantías, están acelerando sus contactos para anunciar resultados favorables, aunque no hay mucho optimismo a corto plazo.

Estados Unidos, Rusia, China y Pakistán se han reunido en Qatar, país que sigue estando en todas las salsas donde se esté cociendo acuerdos o compromisos de paz, intentando recuperar el terreno perdido tras el frustrado intento de cumbre del pasado 24 de abril en la que intentaban anunciar un gran acuerdo pero a la que los talibanes decidieron a última hora no acudir.

En Doha, Qatar, los reunidos pidieron a todas las partes involucradas en el conflicto en Afganistán que reduzcan el nivel de violencia en el país, e instaron a los talibanes a no proseguir con su ofensiva anual de primavera. Estados Unidos ha comenzado una retirada gradual de sus tropas en Afganistán, en medio de algunas críticas internas, perturbada por algunas acciones terroristas tanto de los talibanes como del Estado Islámico, a su vez enfrentados entre sí y, sin complejos, colaborando en algunas actividades.

“Hacemos hincapié en que, durante el período de retirada, el proceso de paz no debe interrumpirse, no se producirán peleas ni turbulencias en Afganistán y se debe garantizar la seguridad de las tropas internacionales”, manifestaron las naciones.

Al reconocer la “exigencia sincera del pueblo afgano de una paz justa y duradera y el fin de la guerra”, la ‘troika’ reiteró que no hay una solución militar en Afganistán y que un arreglo político negociado a través de un proceso dirigido por los afganos era el único camino a seguir. Es lo más cercano a un reconocimiento de fracaso e impotencia de una política errática respecto a Afganistán por parte de Estados Unidos, lo que habrá producido alguna sonrisa discreta a China (algo menos a Rusia, ya derrotada en aquel país) mientras firmaba el comunicado.

Tomando nota de la retirada propuesta de las tropas estadounidenses y de la OTAN a partir del 1 de mayo, y que concluirá el 11 de septiembre de 2021, los participantes del grupo indicaron que esperan que los talibanes “cumplan con los compromisos contraterroristas, incluida la prevención de que los grupos terroristas y las personas utilicen el suelo de Afganistán para amenazar la seguridad de cualquier otro país; no albergar a estos grupos y evitar que recluten, capaciten y recauden fondos”. Es una aspiración justa y un tanto utópica muy de estilo propagandista y abandonista de los conflictos de la era Obama. Da la sensación de que China es el único país que no pierde nada en este asunto, ocurra lo que ocurra en los próximos meses.

INTERREGNUM: Irán en la Ruta de la Seda. Fernando Delage

De manera inesperada para Pekín, el cambio de gobierno en Pakistán tras las elecciones de julio del pasado año condujo a una pérdida de interés por parte de Islamabad en el Corredor Económico con China. Pekín había puesto grandes esperanzas en este proyecto—uno de los más relevantes en la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda—, en el que se había mostrado dispuesto a invertir hasta 62.000 millones de dólares.  El Corredor debía proporcionar una red de interconexión entre la República Popular y el mar Arábigo, reduciendo la vulnerabilidad china con respecto a las líneas marítimas de navegación del sureste asiático. Las críticas del gabinete de Imran Khan han provocado que China haya interrumpido la financiación, por lo que la mayor parte de las obras del Corredor se encuentran en suspenso.

Pero Pekín no ha tardado en encontrar una alternativa. Con posterioridad a la visita realizada a China por el ministro iraní de Asuntos Exteriores, Mohamed Zarif, a finales del pasado verano, la República Popular habría acordado con Teherán la inversión de nada menos que 400.000 millones de dólares en un plazo de cinco años: 280.000 millones de dólares en el sector energético iraní, y otros 120.000 millones de dólares en infraestructuras de transportes. Pekín desplegaría asimismo un equipo de seguridad de hasta 5.000 hombres para la protección de sus inversiones.

Es cierto que Irán ofrece muchas de las mismas ventajas estratégicas que Pakistán. Es un país ribereño con el Golfo Pérsico, y controla parte de la costa del estrecho de Hormuz. No es fronterizo con China, pero ésta tendría acceso directo a través de Asia central y de Afganistán (lo que quizá explica las conversaciones mantenidas con los talibán en Pekín en septiembre). Las inversiones chinas en infraestructuras permitirían conectar de este modo China con el Golfo Pérsico a través de los puertos de Chabahar y Bandar Abbas, que harían las funciones del puerto de Gwadar en Pakistán. Teherán tiene por su parte un claro interés tanto en la mejora de sus redes de transportes como en una inversión de este porte para su industria petrolera y gasística en unas circunstancias de dificultades económicas. Las inversiones propuestas proporcionarían también a Irán un importante apoyo diplomático frente a los esfuerzos de la administración Trump dirigidos a su aislamiento internacional.

Hay que preguntarse, no obstante, por la viabilidad de un Corredor China-Irán. El proyecto con Pakistán fue promovido en su día como una iniciativa que transformaría para siempre Asia meridional. Aquellas expectativas se han visto frustradas en buena medida. No hay garantías de que algo parecido no vuelva a ocurrir en el caso de Irán. El montante financiero del que se habla es tan enorme como los posibles obstáculos a su desarrollo. La situación geopolítica iraní es incluso más volátil que la de Pakistán dado el riesgo de conflicto con Estados Unidos. La hostilidad entre Irán y Arabia Saudí, país con el que China se ve obligado a mantener una relación estable—más aún en el contexto de la salida a bolsa de Aramco, condiciona igualmente los movimientos de Pekín.

No debe sorprender que, al hacerse público el creciente interés chino por Irán, el gobierno paquistaní haya intentado dar marcha atrás en sus comentarios negativos a la Ruta de la Seda para recuperar la confianza de la República Popular. Pero otras variables se han movido de sitio desde entonces. El actual clima de enfrentamiento entre China y Estados Unidos en Asia es, por ejemplo, una razón añadida para que Pekín no coopere con Washington con respecto a Irán como querría la administración norteamericana. Irán se ha convertido por lo demás en un factor decisivo de los intereses chinos en la zona, al poner de relieve que Oriente Próximo y Asia meridional constituyen un espacio geopolítico interconectado, en el que Pekín ya no puede mantenerse al margen.

La nueva larga marcha de China

La diplomacia china y la del Vaticano tienen cosas en común: la discreción, la paciencia, la asunción de que lo que se negocia oficialmente no tiene necesariamente que ver con lo que realmente interesa y la existencia, siempre, de una estrategia de largo alcance compuesta de una infinidad de pasos cortos.

El pasado diciembre, los ministros de exteriores de China, Afganistán y Pakistán mantuvieron reuniones en Pekín presentadas bajo una etiqueta tan general como orientada a alcanzar consensos en cooperación económica, seguridad regional y conexión estable entre los tres países. Hay que recordar que, entre ellos, estos países tienen problemas de delimitación territorial en sus fronteras comunes, pero muchos menos que los que cada uno de ellos tienen con adversarios más estratégicamente importantes como India y, al fondo, el asentamiento de Estados Unidos en la zona. Además, China necesita solidificar sus relaciones con Pakistán, asegurar el corredor económico hasta los puertos del sus de este país y, a la vez, impulsar la máxima estabilidad posible en Afganistán, con el menor protagonismo de EEUU que pueda conseguir, para ampliar su influencia en la zona.

¿Y cuál es el arma principal de China para engrasar los avances? Pues, obviamente, inversiones y más inversiones. Básicamente en infraestructuras, lo que conviene a todos, pero estratégicamente sobre todo, a las empresas y al gobierno chino.

La larga mano de China atiende a varios frentes y dispone de varios instrumentos, además de mucho dinero. Por una parte intenta ser mediador en las conversaciones que Kabul mantiene con los talibán (sin olvidar que Pekín buscará aquietar a sus propios musulmanes del oeste), por otra facilitar su estrategia de ruta de la seda fortaleciendo y asegurando su presencia en Asia central y, en tercer lugar, además de su presencia en Pakistán, presentarse en toda la región como un socio de paz a las puertas de Oriente próximo que protagonizará sus siguientes pasos. Nada menos.

El giro afgano

El anuncio por parte del presidente Donald Trump de una rectificación de la política de EE.UU. respecto a Afganistán indica un cambio de rumbo que no deja de ser significativo. El presidente ha anunciado una vuelta a suelo afgano de tropas norteamericanas y el condicionamiento de la ayuda militar a Pakistán a una mayor presión sobre las fuerzas del movimiento talibán que están situadas a lo largo de la frontera con Afganistán. Trump parece haber dejado en el cajón su estrategia de abandono de las “guerras lejanas” que inspiró los primeros tiempos de su gestión y los discursos de sus primeros asesores por una visión más realista de los conflictos sobre el terreno.

Esta decisión se enmarca en una estrategia general de aumentar la presión sobre Irán, subir el precio de la negociación, imprescindible, con Rusia sobre una solución negociada al conflicto sirio y buscar soluciones de transición a la empantanada situación afgana.

En Afganistán han cambiado muchas cosas. Por una parte, los talibán mantienen sus posiciones básicas, las han consolidado y han comenzado a recuperar terreno. Estados Unidos, que había alentado y promovido contactos entre un sector supuestamente moderado de este movimiento con el gobierno de Kabul, ha comprendido que esas conversaciones, en medio de una estabilidad estructura del gobierno afgano y de la retirada norteamericana, era un incentivo para los talibán.

Pero, además, ha aparecido en el último año un elemento nuevo que altera el escenario: el Daesh. La aparición en Afganistán de grupos ligados al Estado Islámico, nacida no sólo de una decisión estratégica de este grupo sino también de la desconfianza de sectores talibanes acerca de las negociaciones, supone para este movimiento un desafío al monopolio del radicalismo que hasta ahora representaba, frente a la alianza de señores de la guerra con un cada vez más prudente apoyo occidental. Este elemento obliga a los talibán a luchar en este frente y, a la vez, a presentar a los suyos avances concretos. En este marco, es clave que Pakistán agite las bases terroristas en su propio territorio y aporte inteligencia y operaciones contra el Daesh. Ese es el pan de Trump que puede cambiar muchas cosas y, paradójicamente, acercarle un punto a Irán, preocupado por la nueva situación en su frontera oriental.