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Terremotos y geopolítica

Las terribles consecuencias de los temblores de tierra que han asolado el Mediterráneo oriental van más allá de los miles de muertos que han causado y que ponen de relieve la importancia de tener buenas infraestructuras, edificaciones de calidad y servicios públicos eficientes.

Los terremotos, además. Van a impactar en la política interna de Turquía y las relaciones con sus vecinos y aflorar la debilidad de la situación en Siria, con zonas donde la guerra se mantiene, zonas sin control estatal ni nadie que haga llegar ayudas con lo que la contribución internacional corre grave riesgo de pillaje.

Pero, además, los seísmos han introducido una variante económica que puede tener un efecto profundo en el escenario internacional, dese Ucrania a China. Y es que la catástrofe ha destruido casi en su totalidad los oleoductos que suministran petróleo y gas desde Asia Central a Europa. Por esa vía ha venido llegando energía a Europa, en sustitución de los recursos rusos (aunque también gas y petróleo ruso de contrabando) y obteniendo así aquellas repúblicas ex soviéticas, sobre todo Azerbaijan, ingresos occidentales imprescindibles para su desarrollo y culminar el proceso de desligamiento de los lazos económicos con Rusia, que en estos momentos no está en una buena situación ni para ayudar ni para invertir. Y ahí juega un papel importante China, que venía financiando infraestructuras en su estrategia de reconstruir una Ruta de la Seda terrestre hacia Europa.

Todo este escenario ha quedado del revés y va a afectar profundamente una región tradicionalmente inestable, política, económica y militarmente, y al juego de la influencia de las grandes potencia en una región tan estratégica como Asia Central. La naturaleza y sus reajustes internos ha introducido un elemento nuevo que va a tener que ser incluido en los planes a corto, medio y largo plazo de los que intentan adivinar y planificar el futuro.

India crece como mediador para Kiev

Conforme la invasión rusa de Ucrania se convierte en una guerra de posiciones  en la que comienza a dibujarse un escenario en el que nadie saldrá vencedor y esta situación va a mantenerse durante meses, Moscú y Kiev se hacen a la idea de que se impone algún tipo de alto el fuego durante el que se negocien cesiones en las expectativas de ambos bandos.

Y en ese marco, por ahora hipotético, crece en Ucrania la confianza en que India puede jugar un papel importante. Ucrania sabe que va a ser muy difícil hacer retroceder a las tropas rusas a sus posiciones de antes de febrero y, aunque se queja de algunas presiones occidentales para que asuman algunas pérdidas territoriales, comienza a considerar en serio esta posibilidad mientras su propaganda lo niega y sus tropas intentan en condiciones difíciles llegar a esta negociación con la mayor contención posible del invasor.

India es un país con viejas relaciones con Rusia, aunque sus disputas territoriales con China y Pakistán la están empujando desde hace años a un acercamiento a Estados Unidos y a Australia. India tiene una capacidad industrial y militar no desdeñable y, además, no tiene las ambiciones estratégicas de China que le resta credibilidad como mediador, aunque a Pekín le interese un acuerdo.

Ya hay contactos exploratorios entre Ucrania e India y entre India y Rusia con el conflicto ucraniano sobre la mesa, lo que une este proceso a los esfuerzos del otro gran mediador, Turquía, al que su pertenencia a la OTAN, sus relaciones tanto con Rusia como con Ucrania y su situación geoestratégica en el Mar Negro y en el Mediterráneo oriental otorgan muchos puntos para mediar, aunque hasta ahora sus esfuerzos han sido limitados

China sigue consolidando posiciones en Oriente Próximo

En su larga, y minuciosa, marcha para hacer realidad la nueva Ruta de la Seda hasta las puertas de Europa y fortalecer los intereses y los nuevos espacios de influencia, China no deja ningún resquicio en el que pueda tener presencia. Y uno de estos espacios es Turquía, en el extremo occidental de la ruta, en una posición estratégica activa en los conflictos regionales y que, además, acoge a miles de exiliados uigures, la minoría islámica de China, perseguida y humillada, como hemos denunciado desde este espacio. Los uigures, cuya lengua, etnia, cultura y religión tiene estrecho lazos con Turquía los pueblos de Asia Central, han visto a Turquía como referente en la última década.

Pero ahí están los intereses chinos y los turcos. Un tratado de extradición entre China y Turquía, firmado años atrás, fue ratificado en diciembre pasado por Pekín, lo que preocupa ahora a los uigures en Estambul. China viene insistiendo ante las autoridades de Ankara en que sus medidas  internas son contra el terrorismo islamista y reclama la entrega de líderes de la posición uigur exiliados en Turquía. Si el Parlamento turco también lo rubrica, Ankara podría extraditar o repatriar a activistas uigures reclamados por China.

 Hasta ahora, el discurso oficial del gobierno islamista turco que preside Recep Tayyip Erdogan ha sido de “solidaridad con los hermanos uigures”, pero el tono ha cambiado. Turquía, distanciada de Estados Unidos y la Unión Europea, con una relación complicada con Rusia con la que discrepa respecto a Siria y Libia (en ambos países hay tropas turcas), enredada en la crisis de Yemen donde quiere apadrinar una solución aliada con los suníes más ligados a Qatar que a Arabia Saudí y con problemas económicos, ve con alivio la posibilidad de inversiones chinas y apoyo de esta potencia. Esa es la rendija por la que China está filtrando influencia en una estrategia de largo alcance e infinita paciencia.

Pekín no descuida nada. Mantiene relaciones con Irán, país del que necesita petróleo, quiere gestionar puertos en Israel, en el que quiere hacer importantes inversiones, tiene ya una base en Somalia y riega de dinero la zona sin descuidar Arabia Saudí, que no pasa su mejor momento en sus relaciones en Estados Unidos. En este mapa complicado, endemoniado y explosivo, el pragmatismo chino para inmune a todo lo que no sean resultados favorables a los intereses chinos a medio y largo plazo al margen de quienes gobiernen y con qué instrumentos o instituciones.

El test turco

La decisión de EEUU de retirar las tropas desplegadas en Siria, en un sector del norte de Siria a lo largo de la frontera de Turquía, abandonando a tropas de la coalición sirio-kurda aliada de Washington revela en toda su crudeza el laberinto de Oriente Medio y sus contradicciones. Turquía quiere ocupar esa zona y desarmar a las milicias kurdas que podrían amenazar su territorio y EEUU ha pactado con Ankara dejarle vía libre a cambio de concesiones militares.

La situación no es simple. Entre las unidades kurdas hay contradicciones y ha habido enfrentamientos militares, ya que algunas provienen del viejo PKK, la organización comunista kurda dirigida en el pasado por Okhalan y en tiempos aliada de Rusia. El PKK es responsable de atentados terroristas en Turquía y representa un riesgo, no sólo para este país sino para la zona y para las instituciones kurdas asentadas en Irak y en Siria. Principalmente contra estos grupos está pensada la operación ya preparado por Turquía y que Ankara anuncia como inminente. Estados Unidos ha filtrado que se ha asegurado con las autoridades turcas la limitación de la intervención militar a las milicias relacionadas con el PKK.

Turquía es un país de la OTAN y su unidad nacional y su supervivencia como aliado son consideradas estratégicas por Occidente desde hace décadas. Su control de las salidas y las costas del Mar Negro y de las cabeceras hidráulicas del Tigris y el Éufrates lo explican.

Pero, a la vez, Turquía ha girado y establecido acuerdos con Rusia para colaborar en Siria. Entre esos acuerdos está la instalación en territorio turco de sofisticados sistemas rusos que, para actuar, necesitarán coordinación técnica con Turquía que, por ser miembro de la OTAN, posee los códigos de identificación amigo-enemigo de los cazas occidentales, un tesoro para los rusos.

No se conoce el acuerdo turco-estadounidense para dejar manos libres a Turquía en el norte de Siria, pero seguro que el asunto de los misiles rusos habrá estado sobre la mesa y probablemente EEUU habrá obtenido alguna garantía. Pero habrá que verlo. El test turco es el de todo Oriente Medio.

Armas a Arabia Saudí, el cinismo en primer plano

El crimen de Estado cometido por Arabia Saudí en una de sus representaciones diplomáticas en Turquía, además de revelar la peor cara y la capacidad cruel del régimen wahabita, ha puesto a Europa ante su propio espejo en el que se refleja el peor de los cinismos y el asomo de los gestos populistas en política exterior.
Aunque el crimen ha puesto de actualidad la realidad de Ryad, no es nada nuevo para Occidente aunque, es justo y a la vez difícil reconocerlo, mientras la arbitrariedad se hace explícita hay gestos de apertura que no pueden ser descartados con simpleza en un régimen que viene de tradiciones medievales y dónde cambios insignificantes que son habituales hace siglos en Occidente significan allí una revolución en las costumbres.
Pero, lamentablemente, el crimen saudí no es ni poco habitual, ni una sorpresa en Oriente Medio. Solo es más publicitado éste por razones políticas, ideológicas y oportunistas, además de por la barbaridad que ha supuesto. Recuérdense los condenados por homosexualidad colgados de grúas en plazas públicas de Teherán o las imágenes de opositores a Hamás o supuestos colaboradores de Israel arrastrados por motocicletas por las vías de Gaza ante el alborozo de los militantes de la organización terrorista.
Lo sorprendente es cómo la brutalidad saudí está convirtiéndose en el estrado en el que predican quienes quieren apretar las tuercas al régimen en sus intentos de rearme y eso en un momento de máximo enfrentamiento (militar en el escenario yemení) con Irán. Y eso explica que los que más gritan en España son los dirigentes de una formación política que podría estar siendo financiada por Irán, según algunos datos significativos.
Pero es el terreno de los gobiernos en el que el asunto chirría más. Países europeos como Alemania, Francia y España, que avalaron el dudoso acuerdo con Irán para contener sus proyectos de armamento nuclear, se lanzaron a hacer negocios, legítimos, con Teherán y ante las dudas sobre aquel acuerdo cierran filas con la teocracia iraní. Ninguno de estos países se ha replanteado sus negocios en este terreno o la aportación de apoyo financiero a la Gaza en las que gobierna Hamás.
Esta es la política real, aunque se esconda tras una hipócrita defensa de los derechos humanos, y habrá que explicar que, a veces, los intereses nacionales mandan y constituyen la defensa más pragmática de esos derechos humanos junto a la defensa de las libertades.

Crimen y caos

El crimen del consulado de Estambul no sólo está suponiendo el revés más importante para la monarquía saudí en décadas, sino que puede acarrear un reajuste geoestratégico en la región con efectos negativos.

En primer lugar, que haya tenido lugar en Turquía y que este país se haya convertido, tal vez a su pesar, en el fiscal del caso plantea un problema y probablemente facilitará una salida no excesivamente traumática para Ryad. Turquía y Arabia Saudí son cautelosamente aliados. Les une su adscripción al sunismo islámico y su rechazo a una solución en Siria que pase por la supervivencia del régimen de Al Assad. Les separa la alianza de Ankara con Moscú que, a la vez, es un firme aliado del régimen sirio y de Irán, enemigo total, y bélico en Yemen, de los saudíes.

A la vez, la presión sobre los saudíes ha hecho reforzar sus lazos al eje sunní integrado básicamente por Bahrein, Jordania, Egipto y Arabia (Marruecos en segundo plano) que viven tratando de romper el crecimiento de la influencia y la presencia de Irán en toda la región. Debe añadirse que, aunque desde una discreción cada vez menor, nunca antes se había vivido un acercamiento como el actual entre Israel y el régimen saudí, amenazados ambos por Teherán.

Y, de fondo la presión de los medios de comunicación y la izquierda mundial que tratan de presentar a Arabia saudí como el gran Satán junto a su aliado EEUU. La satrapía saudí es hace tiempo el pretexto para encubrir los crímenes iraníes o justificar cierto terrorismo y es significativa la influencia de este clima de opinión en los gobiernos occidentales bienpensantes instalados en lo políticamente correcto en lo público y en la hipocresía y el realismo político en privado y en la práctica.

Los apuros de la lira turca o la crisis asiática revisitada. Miguel Ors Villarejo

Ninguna crisis es igual que las anteriores, aunque todas tienen un aire de familia. Lo primero permite que nos riamos de lo tontos que eran los holandeses del siglo XVII, que pagaban cifras disparatadas por bulbos de tulipán, mientras nosotros compramos sellos a Fórum Filatélico o preferentes a Caja Madrid. Lo segundo hace que nunca falte alguien que, en medio de la euforia, comente rascándose la cabeza: “¿A qué me suena esto?”

Lo ideal es que ese alguien fuera el presidente o el ministro de Hacienda, pero generalmente es el líder de la oposición, que se pasa la vida anunciando desastres que rara vez se consuman, como los testigos de Jehová, y al que nadie hace nunca mucho caso. Todo el mundo sabe que forma parte del juego democrático decir que las mismas cosas que iban de cine cuando tú mandabas se vuelven un asco en cuanto te descabalgan del poder, y viceversa.

Estos incentivos explican por qué los políticos son tan poco fiables a la hora de realizar pronósticos. ¿Y los economistas? ¿No disponen de modelos, sondeos e índices que anticipan los cambios de ciclo? Sin duda, pero se expresan en términos estadísticos y a los humanos los números no nos dicen demasiado. Si preguntamos a un experto: “¿Viene otra recesión?” y nos dice que “las probabilidades son del 35%”, nos quedamos fríos. Ahora, si nos cuenta que la precarización de amplias capas de la sociedad afectará tarde o temprano a la demanda, nos inquietamos. Nos cuesta asimilar datos, pero los relatos nos llegan al corazón. Entendemos la realidad gracias a historias, llámense mito, religión, ideología o teoría científica. El problema es que, una vez instaladas en nuestra cabeza, se hacen con el control del puente levadizo y ya no dejan pasar más hechos que los que las ratifican. “La gente”, decía el psicólogo Amos Tversky, “se esfuerza mucho para obtener información que ya tiene o para evitar conocimientos nuevos”.

Y no es el único inconveniente. “Un reproche habitual a la economía es que su respuesta a cualquier cuestión es: ‘Depende”, escriben los investigadores Atish Ghosh y Uma Ramakrishnan, del Fondo Monetario Internacional, en un artículo sobre déficits exteriores. Estos pueden revelar una debilidad productiva… o no. “Para los países que carecen de capitales y presentan más oportunidades de inversión de las que pueden aprovechar, un desequilibrio en la cuenta corriente es natural”. Durante sus décadas de despegue, los tigres asiáticos registraron balanzas negativas ejercicio tras ejercicio, pero los recursos que tomaban prestados fuera los invertían productivamente y se devolvían sin dificultad.

Llega un momento, sin embargo, en que la persistencia de déficits exteriores se torna peligrosa. ¿Cuándo? No se sabe. Hay invariablemente una gota que colma el vaso y una brizna de paja que quiebra el espinazo del camello, pero ningún experto te dirá: “La número 784.362”. Esa imprecisión induce a muchos gobernantes a pensar que ellos son diferentes y podrán sortear el abismo. Pero un día el dinero se da a la fuga, la moneda se desploma, las deudas contraídas en divisas fuertes se tornan impagables, la banca quiebra, el crédito se volatiliza y la actividad se sume en una profunda depresión.

Es lo que está ocurriendo en Turquía. “Desde que Recep Tayyip Erdogan asumió el control del Gobierno, [el país] ha registrado enormes y crecientes déficits por cuenta corriente”, se lee en la Wikipedia. El artículo describe cómo el presidente desoyó todos los avisos que se le hicieron. El paralelo con la tormenta que en 1997 se desató contra el baht tailandés era notorio, pero Erdogan se negó a corregir el rumbo porque los ajustes que le recomendaban habrían ido contra la patria, la religión o ambas.

“Es una crisis clásica”, dice Paul Krugman, “de las que hemos visto ya muchas”. Y seguiremos viendo… (Foto: Charles Roffey, Flickr.com)

El regreso de la Edad Media. Miguel Ors.

A finales del siglo XV, China concentraba el 25% de la riqueza del planeta y entre todo Occidente no llegábamos ni al 10%. España, Austria y las repúblicas italianas resistían a duras penas el empuje del Turco, que en 1529 se plantaría en las puertas de Viena.

Pero tras las expediciones de Zheng He, la dinastía Ming había ido perdiendo el apetito de aventuras. Sus emperadores, escriben Daron Acemoglu y James Robinson, “se oponían al cambio, buscaban la estabilidad y, esencialmente, temían la destrucción creativa”, el proceso que promueve la innovación al permitir que las empresas más dinámicas desplacen a las menos eficientes. En 1436 hasta se declaró ilegal la botadura de buques de más de dos palos. Por su parte, el sultán Bayezid II prohibiría en 1485 las imprentas.

Todas estas medidas se adoptaron, naturalmente, en el nombre del bien común. Los gobernantes otomanos querían evitar que nadie introdujera ideas indeseables en las cabezas de sus súbditos y los chinos habían visto cómo “los comerciantes se enriquecían y envalentonaban” y querían desterrar la codicia de las relaciones internacionales, que debían regirse por el superior criterio moral de los intelectuales de la corte.

Simultáneamente, en Occidente tenía lugar una explosión científica al amparo de las ideas ilustradas sobre el derecho inalienable de la persona a forjar su propio destino. El triunfo del individualismo liberal, difundido por las revoluciones estadounidense y francesa y las campañas napoleónicas, sirvió de fermento ideológico al capitalismo que, en los siguientes dos siglos, impulsaría la prosperidad como nunca antes se había visto en la historia. En 1980, el G7 acumulaba dos tercios del PIB planetario, mientras que China apenas llegaba al 2% y Turquía se había hundido en la irrelevancia.

Esta divergencia solo ha empezado a corregirse recientemente, en parte debido a la propagación de la tecnología. Cuando un país moderniza su aparato productivo, crece inicialmente mucho más deprisa que las economías punteras y va comiéndoles terreno. Por eso la cuota del G7 en la riqueza mundial ha caído a niveles de 1990.

Pero, a diferencia de culturas como la española, encantada desde siempre de que inventen otros, China ha dejado de importar ideas para incubarlas. “Su mercado de pagos digitales es el mayor del planeta”, advierte The Economist. “Sus equipamientos se exportan a todos los rincones. Dispone del ordenador más rápido. Está construyendo el mayor centro de investigación en computación cuántica”.

Detrás de este esfuerzo se halla, por supuesto, el Estado, pero la disposición a innovar es compartida por toda la sociedad. “[China e India] están llenas de mileniales, de emprendedores que tienen 15 años y están deseosos de experimentar”, dice Alex Liu, presidente de A.T. Kearney. Por el contrario, Europa es “un continente de clases medias envejecidas, conservadoras tanto a la hora de producir artículos como de consumirlos”.

Mientras los chinos se defienden de Uber, Facebook, Amazon o Airbnb creando sus propios gigantes del transporte, las redes sociales, el comercio o la hostelería, en España pretendemos pararles los pies con prohibiciones, como los sultanes otomanos o la dinastía Ming. Y mientras Corea del Sur, Singapur y Japón abrazan con entusiasmo la robótica, aquí nos dejamos aterrorizar por las mismas patrañas que contaban los luditas en la Inglaterra previctoriana.

En 1583 el clérigo William Lee fabricó una máquina de tejer medias y solicitó ilusionado una audiencia con Isabel I. La reina se avino a recibirlo, pero su reacción fue devastadora. “Apuntáis alto, maestro Lee”, le dijo. “Considerad qué podría hacer esta invención a mis pobres súbditos. Sin duda, supondría su ruina, al privarles de empleo y convertirlos en mendigos”.

Hoy sabemos que aquella decisión retrasó probablemente un siglo la Revolución industrial. Resulta por ello sorprendente que sigamos aceptando los mismos argumentos supuestamente éticos que los mandarines de todas las épocas han utilizado para reprimir la capacidad de iniciativa individual y confinarnos en la oscuridad medieval.

El nuevo libro de las maravillas. Miguel Ors

La Ruta de la Seda es lo que en marketing se conoce como una supermarca. Es una idea clara (casi todo el mundo sabe a qué se refiere) y notoria (¿quién no ha oído hablar de ella?), que abriga una poderosa carga emocional: su mención evoca el lejano y misterioso Oriente, la sofisticación, la aventura… Finalmente, asociamos su existencia con una era de paz y prosperidad.

Sin embargo, como sucede a menudo, la realidad subyacente no está a la altura de su reputación. “Pocos asuntos históricos han suscitado tanta literatura a partir de tan escasa sustancia”, escribe el veterano corresponsal del Financial Times Philip Bowring en la New York Review of Books. Y cita la descripción que hace de ella la académica de Yale Valerie Hansen en La Ruta de la Seda: Una nueva historia: “una serie de senderos cambiantes y sin marcar, en medio de una vasta extensión de desiertos y montañas”.

“El viaje entre China y Samarcanda, el principal enclave de Asia central”, sigue Bowring, “era lento y azaroso, y el tráfico de productos modesto”. De hecho, el traslado por mar resultaba mucho más barato (siete veces, según los romanos) y estaba menos expuesto a las inconveniencias de las guerras o al capricho de las autoridades aduaneras.

En el último siglo y medio, el desarrollo de los motores de vapor y de explosión y la construcción de una extensa red ferroviaria en las repúblicas asiáticas de la URSS mejoraron la competitividad del transporte terrestre, pero para cualquier movimiento “desde el interior de China a Turquía o Irán, y no digamos ya a Europa, el tren es una alternativa pobre en comparación con el bajo coste del barco y la rapidez del avión”.

¿Por qué lanza Pekín una nueva Ruta de la Seda, compuesta por seis corredores que costarán una barbaridad? En la región faltan indudablemente infraestructuras y su construcción generará actividad. Es la magia de los multiplicadores keynesianos: si el sector público empieza a hacer caminos, canales y puertos, el privado deberá facilitarle cemento, palas y hormigoneras, lo que tirará de la inversión y el empleo. Pero esta lógica funciona cuando existe capacidad ociosa, como durante una crisis. En los Estados Unidos de los años 30 tenía mucho sentido abrir zanjas para cerrarlas luego, porque el país estaba lleno de empresarios paralizados por la incertidumbre.

Pero ese no es el problema de China. Si el Estado se mete a licitar grandes obras no creará oportunidades para sus ingenieros y sus albañiles. Estos simplemente dejarán de levantar torres de apartamentos para hacer autopistas o estaciones o lo que sea. Lo único que aumentará será la deuda soberana.

Así y todo, es posible que merezca la pena hipotecarse a cambio de impulsar la productividad de la economía, pero prever el retorno de las infraestructuras dista mucho de ser una ciencia exacta. En un artículo de 2005, Bent Flyvbjerg, Mette K. Skamris Holm y Søren L. Buhl analizaron 210 proyectos de 14 países y se encontraron con importantes desvíos respecto de la demanda prevista, que en el caso de dos ferrocarriles alemanes alcanzaban el 150%. Y eran alemanes…

Estos precedentes deberían invitar a la cautela, pero lo que mueve la política no es la estadística, sino la ambición. En una conferencia pronunciada en mayo, Xi Jinping jaleó las gestas de Zheng He, el almirante del siglo XV cuya flota propagó la influencia de la dinastía Ming por las costas de Indonesia, India, Somalia y Kenia. “Una vez más”, apunta Bowring, “Pekín se posiciona a sí mismo como el gobernante benévolo, al que rinden tributo sus vecinos menores a cambio de protección y amistad”.

Muchos chinos de buena voluntad quizás compren este ingenuo relato, pero la historia revela que los vecinos, por menores que sean, no reciben amistosamente a las potencias en expansión, aunque lo hagan bajo la misteriosa y sofisticada advocación de la Ruta de la Seda.

El desafío kurdo. Julio Trujillo

Kurdistán, un país real y un Estado inexistente, entra en el protagonismo de la región centro asiática con su referéndum de autodeterminación y agita a todos los gobiernos de la región. Irak (es allí donde el referéndum ha tenido lugar) rechaza la consulta y sus resultados; Turquía, con una importante población kurda en conflicto nacionalista contra el Gobierno y dónde el viejo Partido Comunista Kurdo y su grupo armado PKK están presentes, no sólo en Turquía sino también en Irak y Siria, ha movilizado a su ejército y amenaza con ocupar el Kurdistán iraquí; Irán, con población kurda niega cualquier validez al referéndum, y Siria, en guerra civil, se mantiene a distancia y no acepta los resultados, mirando de reojo a su propia población de origen kurdo. Sólo Israel, por razones que van más allá del mero tacticismo, defiende una eventual independencia de Kurdistán.

Este complejo conflicto tiene su origen remoto en 1150, cuando el sultán Sandjar, el último de los grandes monarcas selyúcidas (sirios de cultura griega), creó la provincia del Kurdistán.

Pero fue tras la derrota del Imperio Otomano tras la I Guerra Mundial cuando se agravó el problema y apareció el conflicto moderno. Tras una declaración inicial de la Sociedad de Naciones concediendo la independencia a los kurdos, Gran Bretaña y Francia redefinieron el mapa de Oriente Medio, se lo repartieron, anularon la efímera independencia kurda y partieron el Kurdistán histórico en cuatro territorios adjudicados a Irán, Irak, Turquía y Siria.

Pero la descomposición de Irak ha llevado al territorio kurdo de este país a una autonomía amplia, con Administración y ejército propio y ahora han organizado la consulta de independencia que, de dar lugar a un Estado propio, alteraría los equilibrios y podría suscitar alianzas ahora impensables.

Excepto Israel, ningún país ha proporcionado apoyo público al plebiscito. Los más contundentes en su oposición han sido el Gobierno central iraquí, Irán y Turquía, inquietos por el efecto en sus comunidades kurdas y en las aspiraciones independentistas del mayor pueblo sin Estado.

Para ambos, el plebiscito es un asunto de “seguridad nacional”. Tanto Ankara como Teherán podrían responder tratando de aislar políticamente al Gobierno kurdo pero resulta improbable que recurran a la violencia.

El apoyo de Israel va más allá de desear una mayor inestabilidad entre sus enemigos potenciales y logran ampliar sus muy escasos amigos en la zona. Cuando al comandante de una unidad peshmerga (el ejército kurdo) se le preguntó por qué país sienten los kurdos más cercanía, refiriéndose a Israel dijo: “Creemos que Israel es nuestro amigo más cercano en la lucha. Tenemos una historia común”.

Durante décadas, los nacionalistas árabes, islamistas y el régimen iraní constantemente les han comparado con los israelíes. Ali Akbar Velayati, ex canciller iraní, ha afirmado que EEUU “conspira para establecer un segundo Israel en la región” en la forma de un Kurdistán libre. Israel mantiene estrechas relaciones de solidaridad y colaboración en todos los campos con los kurdos desde hace años.

En la práctica, grupos kurdos como el Partido Democrático de Irán Kurdistán (PDKI), que se oponen al régimen iraní, colaboran con otros grupos minoritarios oprimidos tales como azeríes y baluchis. En el Kurdistán iraquí se ven iglesias y templos cristianos yazidies, y la convivencia de diferentes grupos étnicos y religiosos es incuestionable.

Así las cosas, el desafío kurdo puede suponer una patada en el tablero de ajedrez político y habrá que recoger las piezas y volver a colocarlas. Y ahí se abrirán todas las cuestiones actuales y las pendientes. Una situación que, vista así, da vértigo.