Entradas

INTERREGNUM: ¿El año de India? Fernando Delage

La próxima primavera India se convertirá en el país más poblado del planeta; un hecho cargado de simbolismo, que coincide con su presidencia—este año—del G20. Superar demográficamente a China no implica, naturalmente, que India vaya a superar el PIB de la República Popular ni alcanzar sus capacidades militares. Una notable asimetría de poder continuará definiendo la relación entre ambos vecinos. Sin embargo, la previsible consolidación del ascenso indio—proceso en el que 2023 puede resultar decisivo—es pareja a un cambio de ciclo en China, donde la desaceleración económica, los efectos de la política de covid cero y el enfrentamiento con Occidente y otras naciones asiáticas pueden marcar el fin de una época.

India se encuentra en una encrucijada, a un mismo tiempo interna y externa. Desde que el Bharatiya Janata Party ganara las elecciones de 2014 bajo el liderazgo de Narendra Modi—primera vez que un partido conseguía una mayoría absoluta en 30 años (y resultado que fue revalidado en 2019)—, el país ha registrado una alta tasa de crecimiento y ha mostrado una mayor confianza en sí mismo, abandonando toda percepción de inferioridad y adquiriendo un nuevo perfil global. Internamente, la combinación de nacionalismo e hinduismo promovidos por Modi ha debilitado la democracia y el secularismo que definieron la república tras la independencia. El tratamiento desigual de los musulmanes, la interferencia en el poder judicial o la persecución de los medios de comunicación independientes constituyen una preocupante regresión política. Es un hecho que, sin embargo, no parece alterar la trayectoria ascendente de la nación.

Circunstancias imprevistas, como la pandemia y la guerra de Ucrania, han favorecido a India. Lo han hecho, en primer lugar, en el terreno económico. El imperativo para muchas multinacionales de reducir su dependencia de China y diversificar inversiones y cadenas de suministro, les ha conducido a India, cuyo mercado—por su enorme tamaño—se encuentra a salvo de posibles turbulencias económicas. El empuje de su crecimiento hará de India, según indican las estimaciones de distintos organismos, la tercera economía mundial—tras Estados Unidos y China—hacia 2030.

También el escenario geopolítico ofrece, en segundo lugar, una oportunidad para que India amplíe su margen de maniobra diplomático, principal objetivo de su política exterior. El gobierno de Modi ha asumido sin ningún tipo de complejos el acercamiento a Estados Unidos que reclaman sus objetivos de seguridad, coincidente a su vez con el interés de Washington (como de Tokio y Canberra, entre otros) por asociarse con India como instrumento de contraequilibrio de Pekín. Se trata de toda una revolución diplomática, dado el peso de la tradición nehruviana de no alineamiento. Pero ocurre que el mundo ha dejado de estar liderado por Occidente. La división global sobre las sanciones a imponer a Rusia por la invasión de Ucrania volvió a constatar esa realidad; una circunstancia que proporciona a India la ocasión para situarse como árbitro entre Asia y las democracias occidentales, así como entre el hemisferio norte y los países emergentes.

Delhi ni siquiera tiene que improvisar. Durante los últimos años ha venido demostrando su activismo hacia distintos espacios regionales (a través de su “Act East Policy” hacia Asia oriental, la “Connect Central Asia Policy” hacia las repúblicas centroasiáticas, o la aproximación a su vecindad—la denominada “Neighborhood First Policy”—, entre otros instrumentos), como lo ha hecho igualmente hacia los foros multilaterales: de los BRICS a la Organización de Cooperación de Shanghai, del G20 al Quad. Simultáneamente, el ministro de Relaciones Exteriores, Subrahmanyam Jaishankar, ha articulado un discurso que rompe moldes e impulsa en sus propios términos (no siempre comprendidos en Occidente), la gradual emergencia de esta nueva potencia central.

INTERREGNUM: Xi el conciliador. Fernando Delage

Hace sólo un mes, mientras el XX Congreso del Partido Comunista le otorgaba todo el poder al frente de la organización, Xi Jinping describía un entorno estratégico hostil y reclamaba a sus ciudadanos un “espíritu de lucha” para hacer frente a las “peligrosas tormentas” que se avecinan. Un lenguaje muy diferente fue el empleado por el presidente chino en sus sucesivos encuentros y discursos de la semana pasada. ¿Ha cambiado en pocos días su percepción del mundo, o se trata más bien de un ajuste retórico en función de su audiencia?

Lo cierto es que, en su segundo viaje al extranjero desde la pandemia—tras el que realizó a Samarkanda para asistir a la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai en septiembre—Xi no podía permitirse aparecer con una actitud beligerante ante sus colegas. Sería contradictorio ante todo con la imagen de potencia responsable y pacífica que Pekín quiere transmitir. Tanto en el G20 como en el foro de Cooperación Económica del Asia-Pacífico (APEC)—las dos cumbres a las que asistió—el presidente chino iba a encontrarse con los representantes de naciones emergentes cuya cooperación necesita para hacer realidad sus ambiciones estratégicas. Pero también en su reunión con Biden el 14 de noviembre, Xi adoptó una posición pragmática.

“China, dijo, no busca transformar el orden internacional existente” ni “sustituir a Estados Unidos”. Rechazó incluso la idea de que las relaciones entre ambos países respondan a un esquema de competición (fórmula empleada por la reciente Estrategia de Seguridad Nacional norteamericana). Xi encontró una misma cordialidad por parte del presidente norteamericano—se conocen desde hace años—y los dos líderes acordaron gestionar de manera “responsable” sus inevitables divergencias, así como “mantener abiertas las líneas de comunicación”, con el fin de evitar tanto una escalada innecesaria como un choque accidental. Ambos dirigentes insistieron por lo demás en la necesidad de una resolución pacífica de la guerra de Ucrania y advirtieron a Rusia contra el uso de armamento nuclear.

Un día más tarde, en su intervención ante el plenario del G20, Xi reiteró su habitual discurso sobre “una comunidad de destino compartido para la humanidad” y a favor de la cooperación global frente a los juegos de suma cero. Un mensaje pragmático y conciliador, que dirigió de manera más directa a sus vecinos en la cumbre de APEC, el sábado 18. Asia no debe convertirse en “un escenario de competición entre las grandes potencias”, subrayó el presidente chino, si se quiere asegurar tanto la recuperación del crecimiento económico como un entorno de estabilidad geopolítica. La cumbre en Bangkok le permitió verse asimismo con el primer ministro japonés, Fumio Kishida, en el primer encuentro mantenido entre los líderes de ambos países en tres años.

Es evidente que los elementos de rivalidad entre China y Estados Unidos—así como entre China y Japón (e India)—no van a desaparecer. La recuperación del contacto presencial entre los mandatarios les ha ofrecido, no obstante, la ocasión para hacer hincapié en sus intereses compartidos más que en sus diferencias, lo que hizo posible la adopción de una serie de declaraciones conjuntas a favor de la cooperación y la integración regional. El compromiso de reactivar los contactos regulares entre altos funcionarios contribuirá igualmente a mitigar en cierto grado las tensiones. Pero no puede perderse de vista que, en último término, los foros multilaterales son un instrumento esencial de la estrategia de ascenso global de la República Popular. Recuperar la dañada imagen de su país es un imperativo de Xi, de la misma manera que es a través de sus discursos en cumbres como éstas como va ganándose la complicidad del mundo no occidental, ofreciendo un modelo económico y político alternativo al de las democracias liberales.

Pleitesías al emperador chino. Nieves C. Pérez Rodríguez

Xi Jinping reaparece en el escenario internacional de las tinieblas del Covid y de la prolongada y rígida política de “Cero-Covid” impuesto por el Partido Comunista chino para evitar contagios. Se dejó ver en reuniones entre grupos sin mascarillas y dando la mano a los líderes internacionales, después de un largo aislamiento y, en el marco de dos semanas intensas de encuentros y cumbres, retomaba su lugar como segunda nación más poderosa con fuerza y dando lecciones al resto del mundo con afirmaciones como que “los líderes deben intentar mantener relaciones cordiales con otros”.

Aprovechó bien el momento para hacerse sentir y sostuvo unas veinte de reuniones bilaterales, a las que se suma la participación a los foros de las cumbres y aseguró que “Asia Pacífico no es el patio trasero de nadie y no debería convertirse en un área para la competencia de las grandes potencias” respondiendo directamente a Washington que ha venido promoviendo por años la necesidad imperiosa de mantener la libertad de los mares y el respeto a la legislación internacional en el Pacífico.

Xi ha reaparecido con una prepotencia que más que de presidente chino parece la superioridad de un emperador. El incidente entre su persona y el primer ministro canadiense quedó registrado por las cámaras y muestra bien la arrogancia de Xi. Después de haber mantenido un encuentro bilateral la información fue publicada por los medios occidentales, en la que Xi increpa a Trudeau en los pasillos de la cumbre sobre el hecho de que fuera filtrada a los medios indicando que “esa no fue la manera en la que se llevó la conversación”, y a lo que Trudeau contestó “En Canadá creemos en el diálogo libre, abierto y franco, eso es lo que seguiremos teniendo. Continuaremos buscando trabajar juntos de manera constructiva, pero habrá cosas en las que no estaremos de acuerdo”.

Este incidente es un buen ejemplo de cómo se conducen los gobernantes chinos a diferencias de los líderes de naciones democráticas, quienes tienen un compromiso con la prensa de transparencia de información y a su vez los periodistas la libertad de investigar y publicar sus hallazgos.

En el marco de APEC, Kamala Harris, la vicepresidenta de Biden, representó a los Estados Unidos y el primer día de la cumbre la interrumpió para llamar a un encuentro urgente de los aliados de Washington (Australia, Canadá, Japón, Nueva Zelanda y Corea del Sur) por el lanzamiento de mísiles por parte de e Kim Jong-un que, de acuerdo con los expertos, mostraron que cuentan con capacidad de llegar a impactar territorio estadounidense.

El gran ausente de estos importantes encuentros fue Vladimir Putin, quien pasó de ser un respetado líder a un repudiado criminal que invadió una nación soberana, que ha destruido la mayor parte de sus infraestructuras, que ha asesinado civiles sin pudor y que ha puesto en jaque a Europa, que parecía haber olvidado del peligro soviético. Rusia es parte del G20 y también de la APEC. Sin embargo, ambos grupos han condenado su comportamiento, incluido el presidente de Indonesia, Joko Widodo, quien dijo que hay que poner fin a la guerra, a pesar de que Indonesia no había condenado la invasión antes.

Los líderes de la APEC en consonancia con la declaración que hizo el G20 tan solo unos días previos, apoyaron las resoluciones de la ONU que rechaza la invasión rusa a Ucrania y exigen la retirada completa de su territorio, por lo que se sumaban a la declaración. Los líderes entienden el daño que está haciendo la guerra tanto a la estabilidad como a la economía internacional.

Otro episodio curioso de estos días fue el protagonizado por el primer ministro de Vietnam en una trasmisión de la Voz de América, medio de comunicación financiado por los Estados Unidos, en el que un micrófono quedó abierto se le oye hacer comentarios despectivos del mismísimo Biden y su equipo. Esta Administración se ha venido haciendo con una reputación de blanditos dejando a los líderes autócratas el dominio del protagonismo.

Y en efecto, esa actitud blanda de los estadounidenses y en muchos casos tolerante ha exacerbado comportamientos de líderes como Xi quién hoy se permite hacer comentarios, exigencias y reproches a otros líderes incluso frente a cámaras. Tal y como cerraba esta columna la semana pasada, la confrontación entre democracia y autocracia parece estar perdiendo vigencia, a pesar de su titánica importancia, pues Estados Unidos está tan ensimismado que ha venido repetidamente olvidando que los valores democráticos son frágiles y que su cultivo es la clave de la supervivencia del sistema de las libertades en el planeta.

 

INTERREGNUM: Otoño multilateral. Fernando Delage

Como cada año por estas fechas, se concentran en unos pocos días las cumbres anuales de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) con sus socios externos, la Cumbre de Asia Oriental, y la del foro de Cooperación Económica del Asia-Pacífico (APEC). Al ser este año Indonesia anfitrión de la reunión del G20, se suma un encuentro multilateral más en la región. No repiten los mismos participantes en todos los casos, pero buena parte de ellos se irán trasladando de Camboya—país anfitrión de los dos primeros encuentros—, a Bali—donde se celebra la cumbre del G20—, para terminar el próximo fin de semana en Tailandia, donde se reunirán los líderes de APEC. Tampoco la agenda es la misma, pero sí el contexto de fondo, marcado por el enfrentamiento entre Estados Unidos y China. Para la mayoría de los observadores lo más relevante de esta intensa semana es en consecuencia el encuentro de Joe Biden y Xi Jinping el lunes 14 en Indonesia.

En realidad, sólo en el G20 van a coincidir ambos mandatarios: Xi no estuvo en Camboya—le representó su primer ministro, Li Keqiang—, y Biden no estará en Bangkok: le sustituirá la vicepresidenta Kamala Harris. Pero las relaciones entre los dos países condicionan todos los encuentros. Para Biden, el principal objetivo de su viaje consiste precisamente en enviar una clara señal de su compromiso con las naciones del Indo-Pacífico (y, por tanto, de su intención de contrarrestar la creciente influencia china). En Phnom Penh, Biden declaró que la ASEAN es un pilar central de su política asiática, y anunció la puesta en marcha de una “asociación estratégica integral” con la organización. En el que fue su tercer encuentro bilateral con el grupo, el presidente norteamericano ofreció asimismo una partida de 850 millones de dólares en asistencia al sureste asiático, para promover—entre otros asuntos—la cooperación marítima, vehículos eléctricos y la conectividad digital.

La situación en Myanmar también formó parte de la discusión en Camboya, con el fin de reforzar de manera coordinada la presión sobre la junta militar, así como Corea del Norte, asunto sobre el que Biden mantuvo una reunión separada con el presidente surcoreano y el primer ministro de Japón. Los tres líderes, que ya mantuvieron un encuentro con ocasión de la cumbre de la OTAN en Madrid el pasado mes de junio, tratan de articular una posición común frente a la reciente oleada de lanzamiento de misiles por parte de Pyongyang, y la posibilidad de un séptimo ensayo nuclear. También trataba Biden de preparar con sus dos más importante aliados asiáticos la reunión bilateral con Xi.

Aunque Biden y Xi se conocieron cuando eran ambos vicepresidentes, no han coincidido presencialmente desde la llegada del primero a la Casa Blanca. Han hablado por teléfono cinco veces desde entonces, y llegaron a Bali poco después de obtener (Biden) unos resultados mejores de los esperados en las elecciones de medio mandato, y (Xi) un tercer mandato en el XX Congreso del Partido Comunista. Por las dos partes se aspiraba a explicar en persona sus respectivas prioridades—incluyendo Taiwán, Corea del Norte y Ucrania—, restaurando un contacto directo que pueda contribuir a mitigar la espiral de rivalidad.

Es innegable, no obstante, que—pese a su encuentro formal—tanto Washington como Pekín continuarán intentando orientar la dinámica regional a su favor, ya se trate del entorno de seguridad o de acuerdos económicos. En Tailandia, China podría dar algún paso hacia su adhesión al CPTPP—el antiguo TTP que Trump abandonó—, mientras que la alternativa que Biden promueve—el “Indo-Pacific Economic Framework”—puede resultar redundante con la propia función de APEC, foro que la corresponde presidir a Estados Unidos en 2023.

La interacción entre las dos grandes potencias y la división geopolítica resultante marca, como se ve, esta sucesión de encuentros multilaterales, que lleva a algunos a reconsiderar por lo demás el futuro de la ASEAN, justamente cuando celebra su 55 aniversario. Desde fuera de la región, habría también que preguntarse por la ausencia—salvo en el G20—del Viejo Continente, en la región que se ha convertido en el epicentro de la economía y la seguridad global.

INTERREGNUM: La bipolaridad que llega. Fernando Delage

La reunión del G20 en Japón ha servido para confirmar cómo la rivalidad entre Estados Unidos y China está creando un nuevo orden bipolar, a cuyas tensiones nadie puede escapar. Muchos de los países miembros del G20 comparten los temores de la administración norteamericana con respecto a las intenciones de la República Popular, pero les preocupa que la guerra comercial entre ambos pueda destruir el sistema económico global.

China no puede compararse a ningún rival anterior: si Estados Unidos y la Unión Soviética llegaron a tener unos intercambios comerciales de 2.000 millones de dólares al año, esa es la cifra del comercio diario entre Washington y Pekín. La administración Trump cree que la mejor manera de evitar que China acabe con su estatus de primacía pasa por romper la interdependencia ente las dos economías, pero la República Popular se encuentra en el centro de las cadenas globales de producción y distribución, de las que el mundo entero depende para su propia prosperidad.

Con todo, la competencia comercial y tecnológica es expresión en último término de un reajuste de los equilibrios geopolíticos. De ahí que cuando se señala que, al contrario que en el caso del conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la rivalidad con China es de naturaleza económica, se pierden de vista otras variables estratégicas también en juego, como la búsqueda por Pekín de socios que puedan formar parte de su mitad del tablero. Uno de especial relevancia entre ellos, teniendo ya China a Rusia a bordo, es India. Como se indicó en esta columna hace un par de semanas, el encuentro de Xi Jinping y Narendra Modi con ocasión de la reciente cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai puso de relieve los esfuerzos chinos por romper las suspicacias de Delhi acerca de la iniciativa de la Ruta de la Seda. Ambos líderes celebrarán una reunión informal en India en octubre, para volver a encontrarse en la cumbre de los BRICS en Brasil en noviembre.

Los movimientos de Pekín no pueden por lo demás interpretarse sin tener también en cuenta los de Moscú. Rusia, en efecto, también quiere asegurarse la activa participación de India en el proceso de integración euroasiático que impulsa junto a China, y aprovechar la oportunidad que representan los desplantes de Trump a Delhi. Pese a la visita a India la semana pasada del secretario de Estado, Mike Pompeo, y de la retórica sobre la asociación estratégica entre las dos mayores democracias del mundo, las sanciones comerciales que le ha impuesto la Casa Blanca—por la compra de armamento a Rusia, y de petróleo a Irán—no despejarán las dudas indias sobre la consistencia norteamericana. La asistencia de Modi como invitado de honor al foro económico de Vladivostok a principios de septiembre, ilustra asimismo el interés de Vladimir Putin por revitalizar el triángulo Pekín-Delhi-Moscú, una iniciativa diseñada hace veinte años por ese gran estratega que fue el exministro de Asuntos Exteriores y exprimer ministro ruso Yevgheni Primakov, con el fin de minimizar la influencia internacional de Estados Unidos.

En este juego de tronos euroasiático, resulta inevitable concluir con una pregunta recurrente: ¿Y Europa? (Foto: Marek Choloniewsky)

China, fines y medios. Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- El avance de China en las últimas décadas ha sido extraordinario. Su economía brotó de una incipiente semilla para convertirse en la segunda más importante del mundo. A pesar del desarrollo ya obtenido, Xi Jinping sigue apostando por continuar por el camino del desarrollo, tal y como indica su plan quinquenal XIII -2016-2020- en el que se contempla mejorar internet y las telecomunicaciones con el resto de los países a través de cables terrestres y submarinos, que se han denominado Ruta de la Seda digital, según Águeda Parra.

Así mismo hemos visto como están en activa búsqueda de protagonismo en las organizaciones internacionales. El gran momento de Xi Jinping fue en Davos, cuando hizo un discurso magistral en el 2017 remarcando la importancia de la globalización. Después vino la intervención que hizo sobre el cambio climático en el 2018 en la cumbre del G20, en la que señaló que es un importante desafío que concierne al futuro y el destino de la humanidad, y la necesidad de que los países se adhieran a esta causa, después de que Trump rompiera con el acuerdo de París.

Estos son sólo algunos de los ejemplos que dejan claro cómo China ha ido haciéndose con espacios que han sido abandonados por Washington, y a los que Beijing ha estado atento y ha podido ocupar sin mayor dificultad.

A finales de la semana pasada en Osaka en la cumbre del G20, Xi aprovechó el micrófono una vez más para enviar un mensaje a Europa y a Japón:  “China está lista para acelerar las negociaciones con la UE y el libre comercio con Tokio y Seúl”. Mientras que afirmaba que una nueva ley sobre el respeto a la propiedad intelectual entrará en vigor a principios del año que viene, intentando endulzar los oídos de Trump antes de sentarse con él, diciéndole a Washington que ha oído sus quejas y desacuerdo con el robo de propiedad intelectual que ha tenido lugar en China.

Hace tan sólo una semana Beijing se hacía con la posición más alta de la FAO (Organización para Agricultura y Alimentación de Naciones Unidas). Con nada más y nada menos que 108 votos a favor de un total de 190, y en la primera vuelta, ambas cosas atípicas, pues el número es remarcablemente elevado, así como el hecho de que se eligiera al director en una primera votación.

El llamativo número de votos es producto de la presión de Beijing hacia los países que les apoyaron. A través de una fuente que pidió no ser identificada, 4Asia pudo saber que China negoció sus apoyos a cambio de recompensar a quienes le votaron y para canjear el premio habían pedido fotos de la papeleta antes de que las mismas fueran depositadas.

Por lo que 4Asia pudo conocer, Beijing presionó a un numeroso grupo de países amenazándolos con restringir acceso a su mercado. A otros, africanos, los compró pagando billetes a Roma en clase preferente a familiares de los representantes ante la FAO. Así como otros apoyos habían sido previamente negociados como fue el caso de Brasil, que desde la anterior elección en la que China apoyó a Brasilia, se había acordado su apoyo para esta elección.

Al parecer las ofertas de premios de China fueran tantas que acabó filtrándose algo, por lo que la FAO pidió a los representantes de cada país dejar fuera del recinto sus teléfonos para el momento de la votación, pero como suele suceder, a los embajadores ante Naciones Unidas no se les hace un cacheo físico antes de entrar a la sala, sólo se les informa.

Los métodos usados en esta elección son una prueba de la manera de proceder de China para conseguir sus objetivos. Desde que Naciones Unidas fue creada las negociaciones y las vías diplomáticas han sido la vía de negociación. El tener reuniones con otras naciones y pedir sus apoyos es parte natural de este proceso. Pero lo que no es admisible es que los valores que proclama la Carta de Naciones de libertad sean cambiados por la coacción y la manipulación para conseguir el liderazgo en una de las Organizaciones mundiales más importantes, cuyo presupuesto para este año es de 2,6 mil millones de dólares.

El problema con estas prácticas es que se generalicen y se normalicen. Pues el grave riesgo que se corre es que ocurra como repetidamente ha sucedido en países que caen en manos de dictadores, donde unos grupos permanecen en silencio mientras atacan a otros porque no los están molestando a ellos. Pero en autoritarismo todos acabaran siendo víctimas, antes o después, de quienes despóticamente tienen el poder. Y finalmente los derechos y libertades mueren para la gran mayoría mientras la minoría que se convierte en una elite abusa impúdicamente de ellos.

INTERREGNUM: Ruta de la Seda 2.0. Fernando Delage

Se celebra esta semana en Pekín la segunda cumbre de la Ruta de la Seda (BRI en sus siglas en inglés). Dos años después del primer encuentro, cuatro después de la presentación del Plan de Acción de la iniciativa, y casi seis después de su anuncio por el presidente chino, el proyecto avanza en su desarrollo, desafiando a los escépticos. Las críticas sobre la falta de transparencia del programa, los riesgos medioambientales y laborales que está ocasionando, o la sostenibilidad de la deuda en que incurren los países participantes son probablemente acertadas, pero es innegable que China ha aprendido en este tiempo de sus errores.

En su intervención ante una cumbre que marcará una nueva etapa en la iniciativa, Xi Jinping intentará despejar los temores de quienes se oponen a la misma y anunciará posibles reajustes en una idea que si se caracteriza por algo es por su flexibilidad. La mejor manera de valorar BRI consiste por tanto en analizar cada proyecto concreto sobre la base de sus propios méritos. Algunos responden a claras motivaciones estratégicas y carecen de toda lógica económica; en otros prevalece en cambio la búsqueda de rentabilidad comercial e inversora a medio-largo plazo. Pero en todos ellos Pekín cuenta con el margen de maniobra que le proporciona su método de funcionamiento: pese a la retórica multilateral que le acompaña, BRI es en realidad una red de acuerdos bilaterales.

Lo que guía a los dirigentes chinos es el imperativo del crecimiento económico que asegure la estabilidad social y política interna. Tras 40 años de rápido desarrollo, su mantenimiento es un objetivo que requiere reorganizar Asia—mediante la integración del espacio euroasiático—e, incluso, la economía global. De ahí la preocupación de las grandes potencias por las implicaciones estratégicas de BRI, como ha vuelto a ponerse de relieve con ocasión de la segunda cumbre.

Estados Unidos, India, Japón y Australia han intentado dar forma a una estrategia “Indo-Pacífico” como modelo alternativo a la Ruta de la Seda y al acercamiento entre Moscú y Pekín, pero la divergencia de enfoques entre sus miembros complica su realización. Washington, que no enviará a ningún alto cargo a Pekín, ha impulsado nuevos instrumentos—como la BUILD Act y un nuevo fondo de financiación de infraestructuras dotado con 60.000 millones de dólares—cuya operatividad es aún discutible. Su aproximación unilateral no conduce por lo demás sino a profundizar en su aislamiento diplomático. India no asistió a la primera cumbre y tampoco lo hará a ésta, reiterando así su oposición a una iniciativa que en buena medida depende de ella. Por su tamaño y ubicación—India es el elemento fundamental que une los dos ejes de BRI, el continental y el marítimo—Pekín es consciente de que la hostilidad de Delhi puede hacer inviable el proyecto.

Sin sumarse tampoco a la Ruta de la Seda de manera oficial, pero permitiendo la participación de su sector privado, Japón es quizá quien ha articulado la estrategia más eficaz. En cuantos foros multilaterales participa—G7, G20, APEC o la Cumbre de Asia Oriental—Tokio está promoviendo el concepto de “infraestructuras de calidad”, con el fin de establecer unos principios comunes—transparencia, límites al volumen de deuda, impacto social y medioambiental, y coherencia con la estrategia de desarrollo de los países receptores, entre otros—que ponen en evidencia la debilidad de las prácticas chinas. Al mismo tiempo, Japón se está asociando con otros países, China incluida, para promover la financiación de infraestructuras en el mundo en desarrollo. Su no participación en BRI, no significa que Tokio no quiera dialogar con Pekín al respecto.

Sin abandonar su inquietud por el ascenso de China, los movimientos de Japón suponen un reconocimiento del sinsentido de pretender quitarle a un gigante como la República Popular su espacio, en unas circunstancias en que aumentan además las dudas sobre la posición de Estados Unidos en la región. A ningún país asiático beneficia un continente dividido en dos, ni en Eurasia ni en el Indo-Pacífico. Tampoco a ese tercero—la Unión Europea—cuyo futuro está también sujeto a la evolución del tablero económico y geopolítico asiático. (Foto: Kostas Mylonas)

INTERREGNUM: Cena en Buenos Aires. Fernando Delage

Los mercados y el mundo entero han recibido con alivio el acuerdo al que llegaron los presidentes Trump y Xi durante la cena mantenida por ambos al concluir la cumbre del G20 en Buenos Aires el pasado sábado. La amenaza norteamericana de elevar los aranceles a las importaciones de productos chinos del 10 por cien al 25 por cien a partir del próximo 1 de enero ha quedado en suspenso. China, inquieta por los efectos de tal medida sobre el empleo—y, por tanto, sobre la estabilidad social y política—ha prometido aumentar sus compras a Estados Unidos, aunque por un importe que no se ha dado a conocer. ¿Se ha evitado una guerra comercial que parecía inevitable?

En realidad, la administración Trump ha dado un plazo de 90 días a Pekín para evitar esas nuevas sanciones. Washington ha declarado que los dos países comenzarán negociaciones para resolver algunos de los principales problemas en su relación económica, como el robo de propiedad intelectual o las transferencias forzosas de tecnología. La falta de avances conducirá a una nueva escalada de las tarifas arancelarias.

Ambos líderes necesitan una tregua. Trump ha perdido—para el Partido Republicano—la mayoría en la Cámara de Representantes, mientras el fiscal especial sobre sus relaciones con Rusia, Robert Mueller, continúa avanzando en su investigación. En China tampoco faltan las—discretas—críticas a Xi, cuya política de excesivo triunfalismo ha conducido a un contraproducente enfrentamiento con la todavía primera economía mundial. Las dos economías necesitan por otra parte equilibrar su dinámica comercial, y China abrir en mayor grado sus mercados a la inversión extranjera.

Cabe prever que el déficit norteamericano con la República Popular se reduzca en cualquier caso. Esta lleva años fomentando el aumento del consumo interno, lo que parece estar dando resultados: la tasa de ahorro ha caído del 52 por cien de 2010 al 46 por cien en 2017, a la vez que se multiplican las cifras de créditos para las familias. A medida que la clase media china mantenga al alza su consumo, el turismo o la educación en el extranjero para sus hijos, el superávit con Estados Unidos disminuirá. China también corregirá su dependencia de las exportaciones a este último país a través de la Ruta de la Seda—que reorientará buena parte de sus ventas a los mercados de Asia, África y Oriente Próximo—y de su propia estrategia de internacionalización, que llevará a sus grandes firmas a producir desde otras naciones.

Es un error por parte norteamericana por tanto seguir enfocando su déficit con la República Popular como una cuestión bilateral. Trump sólo tendrá una política china eficaz cuando tenga un concepto coherente de la dinámica asiática en su conjunto. Y es este tablero más extenso el que explica que—pese a la tregua de Buenos Aires—la posibilidad de un choque entre los dos gigantes no ha desaparecido del escenario. En último término, los modelos de orden regional que uno y otro país quieren construir en Asia son simplemente incompatibles. (Foto: Haigang Li, flickr.com)