INTERREGNUM: China-Ucrania: año tres. Fernando Delage

Cuando la guerra de Ucrania entra en su tercer año, se multiplican los comentarios que hacen hincapié en las dificultades de Kyiv (al escasear los recursos defensivos que necesita) y en la resistencia de Moscú (por su capacidad para eludir las sanciones impuestas desde el exterior). El pesimismo no sirve, sin embargo, para pronosticar el desenlace del conflicto. Para Ucrania, la continuidad del apoyo político y logístico de Occidente es esencial, es cierto. Pero tampoco afronta Putin un escenario favorable: la victoria que no ha conseguido en dos años, tampoco la logrará en el tercero. La evolución de la guerra obliga también, en cualquier caso, a examinar la posición mantenida por otros actores, entre los cuales pocos son tan relevantes como la República Popular China.

En la rueda de prensa convocada con motivo de la celebración de la reunión anual de la Asamblea Popular Nacional el 7 de marzo, el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, subrayó la fortaleza de las relaciones con Moscú. Según Wang, China apoya la convocatoria de una conferencia internacional de paz, pero no dio ninguna indicación de que su gobierno esté dispuesto a presionar a Rusia para detener el conflicto. Por el contrario, sólo tres días antes, el enviado especial de las autoridades chinas para Rusia y Ucrania, Li Hui, declaró a sus interlocutores europeos en Bruselas—a donde viajó tras visitar Moscú—que Rusia estaba ganando la guerra, y recomendó a la Unión Europea que entable conversaciones con el Kremlim antes de la derrota ucraniana. En realidad, la supuesta neutralidad de Pekín nunca ha resultado creíble; así lo demuestra el envío, no de armamento letal, pero sí de componentes electrónicos y repuestos, además de la concesión de créditos (estimados en más de 9.000 millones de dólares entre 2022 y 2023). Es evidente, con todo, que surgen nuevas aristas que complican la solidaridad china con Putin.

Aunque la agresión rusa contra Ucrania desacredita la defensa por la República Popular de los principios más básicos de la Carta de las Naciones Unidas, la guerra parece haberle proporcionado en principio algunas ventajas. Por una parte, además de distraer la atención de las democracias con respecto al frente asiático (Taiwán y mar de China Meridional), ha contribuido a fortalecer sus credenciales como líder de las naciones del Sur Global. China se ha presentado como potencia mediadora, mientras acusa a Estados Unidos de alimentar el conflicto mediante su apoyo militar a Ucrania. Al mismo tiempo, sopesa las oportunidades que puedan derivarse del cansancio occidental con la guerra, cuya mejor indicación es el bloqueo por parte del Congreso de Estados Unidos de las

peticiones de la administración Biden para Kyiv. Por lo demás, Rusia se ha vuelto más dependiente que nunca de China, una situación que se consolidará en el futuro.

Pekín ha podido adquirir recursos y materias primas a precios imbatibles, dadas las necesidades rusas de financiación allá donde pueda encontrarlas. Como resultado, los intercambios comerciales bilaterales han crecido de manera notable, para superar los 240.000 millones de dólares en 2023, un aumento del 26 por cien con respecto al año anterior. Las exportaciones chinas a Rusia se incrementaron en un 47 por cien (en un 67 por cien si la comparación se hace con 2021), desplazando a Moscú del décimo al sexto lugar entre los socios comerciales de Pekín.

La relación entre ambos actores no ha dejado de tener, sin embargo, sus puntos débiles. Aunque comparten un mismo adversario, Occidente, la desconfianza—así ha sido históricamente—forma parte de su interacción. Una muestra de la misma es el hecho de que Putin haya recurrido a Corea del Norte para obtener la munición que China no está dispuesta a proporcionarle. Ese acercamiento entre Moscú y Pyongyang erosiona, por un lado, la influencia de Pekín en la península: aun siendo el principal socio de Corea del Norte, la cooperación militar de esta última con Rusia proporciona a Kim Jong-un un mayor margen de autonomía con respecto a las preferencias chinas. Por otra parte, es una relación que complica las opciones diplomáticas globales de la República Popular, pues nada une más a los aliados occidentales que la preocupación por las intenciones rusas (y norcoreanas).

Las limitaciones del apoyo chino a Rusia se deben en parte a la importancia de las relaciones económicas con los países europeos para sus intereses. Pero si estos últimos concluyen que China y Rusia constituyen una amenaza conjunta, cabe esperar entonces que se sumen a Estados Unidos en su política de contención del gigante asiático; un coste que Pekín quizá prefiera evitar. Por todo ello, la idea de que la guerra de Ucrania es una oportunidad estratégica para China quizá resulte desmedida. La República Popular, piensan no pocos de sus expertos, debe prevenir que Occidente extienda su inquietud por Rusia hacia China. Los beneficios inmediatos no compensan los efectos, a más largo plazo, de un conflicto que puede situarla en el lado erróneo de la historia.

INTERREGNUM: Rusia pierde fuelle en Asia. Fernando Delage

Aunque Rusia aspira a la consolidación de un bloque no occidental contra el liderazgo norteamericano del orden internacional, uno de los pilares de su estrategia—la diversificación de su influencia en Asia—ha resultado en un claro fracaso. El impacto de la guerra de Ucrania se ha traducido en unas sanciones comerciales y financieras sin precedente, en un notable aislamiento político internacional, y en una huida de capital y talento, que han dañado extraordinariamente una economía, la rusa, cuyas limitaciones ya complicaban la posibilidad de tener un papel de peso en el continente. La ruptura con Japón y Corea del Sur, su apoyo a Corea del Norte y, sobre todo, su creciente subordinación a China, son otros elementos de esa derrota diplomática, visible de manera destacada en la relación con India, uno de sus socios tradicionales.

Aunque el Kremlin critica la consolidación del Diálogo Cuadrilateral de Seguridad (QUAD), el foro informal que agrupa a las principales democracias del Indo-Pacífico (India incluida) frente a las potencias autoritarias revisionistas, por razones históricas y geopolíticas no puede enfrentarse a Delhi, ni tampoco inmiscuirse en la política india de Pekín. Es evidente, sin embargo, que las tensiones entre India y China son la razón fundamental de que Delhi se aleje cada vez más de Moscú para acercarse a Washington como socio más fiable. Sin sacrificar su autonomía, la presión estratégica china le conduce a coordinar su posición con la de los países de Occidente, especialmente con aquellos que más pueden contribuir a su defensa, desarrollo tecnológico y crecimiento económico.

Rusia, en efecto, ya no puede defender de manera eficaz los intereses indios con respecto a la República Popular, como tampoco puede hacerlo en Asia central, otro espacio que justificaba para Delhi los vínculos con Moscú. Es también hacia Pekín donde miran las repúblicas centroasiáticas, con las consiguientes consecuencias para el deterioro de la credibilidad rusa así como para las ambiciones  indias. Sin India, Rusia no podrá por su parte equilibrar a los dos gigantes asiáticos como esperaba para construir una estructura de seguridad regional alternativa a la red de alianzas de Estados Unidos. Su dependencia de China hace de Moscú un socio que ya no puede responder a las necesidades de Delhi.

Rusia no parece reconocer las implicaciones que su enfrentamiento con Occidente, con la guerra de Ucrania como primera causa, están teniendo para su proyección en Asia. Su “pivot” hacia este continente lo es en realidad hacia China, lo que a su vez le creará nuevos dilemas: mientras la política exterior rusa está cada vez más sujeta a Pekín, éste no dudará en subordinar los intereses de Moscú a los suyos cada vez que lo considere necesario. La coincidencia en el objetivo global de erosionar el orden internacional liberal choca con sus respectivas prioridades regionales: Rusia quiere una Asia multipolar; China, un orden sinocéntrico. Las preferencias chinas reducirán, si es que no pondrán fin, a las esperanzas del Kremlin de desempeñar una función significativa. Aislada de Occidente y sin un papel mayor en Asia, ¿dónde quedará el estatus de Rusia como gran potencia?

INTERREGNUM: China y el motín de Prigozhin. Fernando Delage

Aunque neutralizada, la rebelión contra el presidente Vladimir Putin por parte del líder del grupo de mercenarios Wagner, Yevgeny Prigozhin, vaticina un incierto futuro para Rusia. También alimentará las dudas de Pekín sobre la supervivencia de un régimen con el que contaba para construir un orden internacional postoccidental. Una Rusia inestable complicará el entorno de seguridad chino y reducirá las posibilidades de que el Kremlin apoye a la República Popular en el caso de un conflicto con Estados Unidos si intentara hacerse con Taiwán por la fuerza.

China se mantuvo en silencio hasta que concluyó la crisis, momento en el que  calificó el incidente como “un asunto interno de Rusia”. Tras volar a Pekín ese mismo día, el viceministro ruso de Asuntos Exteriores, Andrei Rudenko, recibió de sus anfitriones un mensaje de confianza en las relaciones bilaterales. Los medios chinos han ocultado por su parte cualquier atisbo de preocupación oficial sobre el impacto de los hechos. Resulta innegable, no obstante, que los problemas de Putin también suponen nuevos problemas para el presidente chino, Xi Jinping.

El dilema más urgente que afronta Xi es cómo continuar apoyando a Putin mientras se prepara para la eventualidad de que deje de estar en el poder. El acercamiento  de Pekín a Moscú responde a unas premisas ideológicas compartidas, pero también a unos imperativos estratégicos propios que pueden verse debilitados tras la rebelión de Prighozin. La dependencia energética china y su vulnerabilidad marítima hacen de Rusia un suministrador de gas y petróleo a salvo de las acciones de terceros (por ejemplo, de las sanciones que pudieran imponer las democracias occidentales a la República Popular como respuesta a una acción unilateral de Pekín). Es una ventaja que puede verse en riesgo en un contexto de inestabilidad política en el Kremlin. Como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, Moscú tiene por otra parte la capacidad de bloquear toda resolución contra China; una posibilidad también sujeta, en principio, a la permanencia de Putin en el poder.

La evolución de los acontecimientos, marcada por una dinámica bélica que desde la misma invasión ha puesto en evidencia las erróneas expectativas del presidente ruso, y por la rebelión interna de un grupo que él mismo apadrinó, revela a ojos de los dirigentes chinos un creciente descontento social, un agravamiento de la rivalidad entre las elites rusas, y una notable incompetencia estrátegica. Sobre esas bases, la pretensión de Xi de que él y Putin podrían reconfigurar el orden internacional, según le dijo a las puertas del Kremlin hace sólo tres meses, parece cada vez más alejada de la realidad. El debilitamiento del socio imprescindible en su enfrentamiento con Occidente obliga a Pekín a asumir una posición mucho más prudente. La opción pragmática consistiría en intentar reducir las tensiones con Washington y la Unión Europea, pero las convicciones ideológicas de Xi y los tiempos que se ha marcado para avanzar en sus objetivos, pueden conducir en realidad a una desconfianza aún mayor en las democracias liberales.

La vinculación con Moscú no va a desaparecer. Cualquier otro dictador ruso seguirá necesitando a Pekín. Eso sí, ni podrá tener el tipo de relación que Xi ha mantenido con Putin—al que llamó su “mejor y más íntimo amigo”—, ni estará dispuesto a depender en tan alto grado de la República Popular como precio para continuar la guerra en Ucrania. Y China, que ya tiene suficientes problemas en su periferia marítima, tendrá que volver a prestar atención a un espacio que había desaparecido como preocupación de seguridad tras su normalización y desmilitarización a finales de los años noventa—los 4.200 kilómetros de frontera continental con Rusia—, por no hablar del control del arsenal nuclear ruso.

INTERREGNUM: Blinken en Pekín, Modi en Washington. Fernando Delage

Llamar dictador a Xi Jinping como hizo el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, sólo un día después de que el secretario de Estado, Antony Blinken, se reuniera con el presidente chino, no parece la mejor manera de encauzar las relaciones bilaterales. Quizá Biden sólo tenía in mente a los votantes y legisladores republicanos, y no esperaba mayores consecuencias de sus palabras: sabe—como le transmitiría Blinken—que también Pekín necesita un cierto grado de estabilidad en las relaciones con Washington. La reciente visita del primer ministro indio, Narendra Modi, a Estados Unidos ha sido la indicación más reciente de los límites a la capacidad de maniobra de la República Popular.

El ministro de Asuntos Exteriores, Qin Gang, el jefe de la diplomacia china, Wang Yi, y el presidente Xi atendieron sucesivamente a Blinken. Pese al reparto de tareas y de tiempo (un importante número de horas los dos primeros y apenas 30 minutos Xi), los líderes chinos mostraron su disposición a restaurar la normalidad en los contactos. Una voluntad que podría parecer contradictoria, sin embargo, con el repetido mensaje de que ha sido Estados Unidos el culpable del deterioro en las relaciones al rechazar una “actitud racional y pragmática” hacia China. Las dos partes acordaron “continuar las discusiones acerca de los principios que deben guiar la relación”, si bien Pekín rechazó la posibilidad de un diálogo entre las fuerzas armadas de ambos países.

Si no hubo resultados sustanciales de la visita de Blinken, quedó claro al menos el interés compartido en prevenir un conflicto. Los dos gobiernos son conscientes de la naturaleza estructural de sus divergencias, por lo que se trata de minimizar riesgos y evitar choques accidentales. Si Xi asiste en noviembre a la cumbre de APEC en San Francisco, habrá una oportunidad para seguir avanzando en esta dirección, aunque la proximidad de las elecciones presidenciales de 2024 no propiciarán una posición menos polarizada por parte norteamericana hacia China.

La reanudación de los contactos diplomáticos al más alto nivel no implica por lo demás un cambio de estrategia. Justo antes del viaje de Blinken a Pekín, el asesor de seguridad nacional, Jake Sullivan, visitó Japón e India con el fin de coordinar posiciones con respecto al “desafío chino”, mientras que la visita de Estado de Modi a Washington confirma la consolidación de una asociación estratégica que inquieta a la República Popular y será una de las variables clave en la reconfiguración del orden asiático y global.

Aunque hace ya dos décadas que comenzó el acercamiento entre Estados Unidos e India, en los últimos años ha adquirido un impulso sin precedente. Si cuatro sucesivos presidentes norteamericanos han visto el valor de India como socio económico y estratégico, dos gobiernos de distintos partidos en Delhi han concluido igualmente que Washington es un factor imprescindible para su prosperidad y seguridad. Las dos mayores democracias del planeta deberían ser socios “naturales”, pero en realidad es la coincidencia de sus intereses más que sus valores lo que orienta su aproximación. La administración Biden prefiere, de hecho, ignorar el deterioro de la democracia india bajo Modi ante las ventajas que puede ofrecerle en su estrategia hacia China.

Frente al imperativo de corregir la dependencia de las cadenas de valor chinas, India puede convertirse no en un sustituto pero sí en una de las principales alternativas, por lo que Washington le ofrecerá capital y tecnología, además de coordinar sus políticas industriales (de manera destacada en la producción de semiconductores). Especial atención se prestará al terreno militar, lo que permitirá a India minimizar a su vez su dependencia del armamento ruso. Mientras Estados Unidos avanza en su política de diversificación con respecto a China y de aislamiento de Rusia, India podrá desarrollar su sector tecnológico y competir globalmente con la República Popular, además de jugar sus propias cartas ante el eje Pekín-Moscú.

Afrontar el desafío geopolítico chino y garantizar la estabilidad del Indo-Pacífico es, en efecto, la segunda motivación por la que Delhi y Washington se complementan. Sin tener que convertirse en su aliado (posibilidad que sería contraria a su cultura estratégica), India verá reforzada su autonomía mientras continúa construyendo su ascenso como gran potencia económica (tendrá el tercer mayor PIB del planeta antes de que termine está década) y diplomática (compitiendo con Pekín por el liderazgo de los países del Sur Global).

INTERREGNUM: Dos estrategias de seguridad. Fernando Delage

La semana pasada Alemania hizo pública la primera estrategia de seguridad nacional de su historia. Fue un compromiso asumido por el gobierno de coalición al tomar posesión a finales de 2021, pero adquirió un enfoque distinto del previsto originalmente tras la invasión rusa de Ucrania. La agresión de Moscú hizo evidente la vulnerabilidad europea y condujo, sólo unos días después del 24 de febrero, al anuncio por el canciller Olaf Scholz de un giro histórico en la política de defensa alemana. Ha habido que esperar más de un año desde entonces, sin embargo, para dar forma a una estrategia de seguridad que contara con el consenso de los socios de gobierno. Un consenso que sigue aún sin existir con respecto al documento estratégico sobre China que debía haberse adoptado al mismo tiempo.

Según el texto aprobado, Rusia es, “por el futuro previsible, la mayor amenaza a la paz y seguridad del área euroatlántica”. También advierte que algunos países “tratan de reconfigurar el orden internacional” mediante instrumentos de desinformación, ciberataques y coerción económica; una descripción que incluye a China. El documento subraya que, para Berlín, la República Popular es “un socio, competidor y rival sistémico” (los mismos términos que ya empleó la estrategia china de la UE de 2019, pendiente a su vez de una próxima actualización), pero indica igualmente que los elementos de rivalidad y competición se han agravado durante los últimos años. Aun así, la importancia de China como mercado para las exportaciones alemanas y fuente de materias primas explica la búsqueda de un lenguaje y de una posición de equilibrio que evite la hostilidad de Pekín. Es una incógnita, no obstante, qué orientación asumirá la estrategia hacia China—además de su fecha de publicación—, dadas las discrepancias entre los socialdemócratas y los Verdes, partido responsable del ministerio de Asuntos Exteriores.

También Corea del Sur acaba de anunciar una nueva estrategia de seguridad nacional, la primera del gobierno conservador de Yoon Suk-yeol. Al igual que la anterior (redactada por el gabinete de Moon Jae-in en 2018), se identifica a Corea del Norte como el principal desafío de seguridad. Pero la política de acercamiento a Pyongyang, defendida entonces como medio para normalizar las relaciones entre las dos Coreas, se ve sustituida en el nuevo texto por el reforzamiento de la alianza con Estados Unidos. Se trata, además, de un documento mucho más ambicioso, y no sólo por su extensión (150 páginas en su versión en inglés).

Rompiendo la tradición de estrategias anteriores—la primera de Corea del Sur data de 2004—no se comienza por la situación en la península, cuestión que pasa a la segunda sección, sino por una evaluación del estado de la seguridad global, enumerando entre otros riesgos la rivalidad Estados Unidos-China, las disrupciones de las cadenas de valor y las amenazas no tradicionales. Para afrontar tanto los desafíos globales como los regionales, Seúl dará prioridad, como se indicó, a la alianza con Washington, aunque también ampliará sus relaciones de defensa con otros socios, se implicará en mayor medida para asegurar el orden internacional, y desarrollará sus capacidades militares. Son básicamente las mismas orientaciones que ya se habían recogido en documentos anteriores, como la Estrategia hacia el Indo-Pacífico aprobada en diciembre de 2022 y el último Libro Blanco de Defensa, también del pasado año.

Dada la estructura de su industria y sector exportador, la estrategia surcoreana presta especial atención por otra parte a la seguridad económica y tecnológica. Finalmente, se destaca la identidad internacional del país con una diplomacia basada en valores como la libertad, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Es innegable, no obstante, que tendrá que compatibilizar esos principios con las exigencias pragmáticas de sus intereses en las relaciones con Pyongyang, Pekín y Moscú. El gobierno de Yoon señala en cualquier caso su ambiciosa intención de adoptar un enfoque global sobre el papel de Corea del Sur; una perspectiva que, además de maximizar su papel en Asia oriental, le acercará a las democracias europeas.

 

INTERREGNUM: Europa choca con la muralla china. Fernando Delage

Lo que tres líderes europeos no habían conseguido hasta la fecha tampoco lo iban a obtener Macron y von der Leyen en su visita a Pekín de la semana pasada. Ni Olaf Scholz, ni Charles Michel ni Pedro Sánchez convencieron al presidente chino para presionar a Rusia a favor de la paz en Ucrania. Tampoco fue un resultado logrado por el presidente de Francia ni por la presidenta de la Comisión. Ha sido Xi Jinping, en cambio, quien sí ha avanzado en sus objetivos; en particular, en hacer evidente la división entre los gobiernos europeos y, por tanto, la debilidad estructural de la política china de la UE.

El contraste entre el tratamiento ofrecido a Macron en su visita de Estado (con un despliegue sin precedente en los medios chinos y una inusitada atención personal de Xi) y el dispensado a von der Leyen no ha podido ser más elocuente. Lejos de la supuesta unidad que pretendían transmitir en su viaje parcialmente conjunto, las autoridades chinas han marginado a quien definen como una subordinada de Washington (la presidenta de la Comisión), y cultivado de manera excepcional a quien cree disponer de una autonomía con respecto a Estados Unidos en su relación con la República Popular (el presidente francés).

Un portavoz del Elíseo indicó a la conclusión del viaje que Macron había cumplido con sus objetivos. En realidad, ni Xi hizo la menor concesión sobre Ucrania (ni siquiera se comprometió a hablar con Zelenski), ni Rusia apareció nombrada una sola vez en el comunicado de 51 puntos firmado por ambos presidentes. Si el funcionario se refería a los resultados económicos, sí es evidente entonces que se ha llegado a importantes acuerdos, incluyendo la venta de 120 aviones de Airbus.

El viaje de Macron coincide en numerosos aspectos por tanto con el realizado por el canciller alemán, Olaf Sholz, en noviembre pasado. Pese a las presiones de la administración Biden para constituir un frente común con los aliados en relación a China, los europeos no comparten la inclinación norteamericana a romper la interdependencia económica con Pekín. En el lenguaje más reciente de la Comisión Europea, se trata de defender una política no de “decoupling”, sino de mitigación de los riesgos de la dependencia de China (“de-risking”). Pero ni siquiera esto último resulta apreciable en los movimientos de Berlín o París pese a las lecciones ya aprendidas de la dependencia energética de Rusia mantenida durante décadas. Tanto Sholz como ahora Macron—los líderes de los dos Estados miembros que realmente importan en la relación con China—han demostrado la prioridad de sus intereses económicos nacionales sobre los intereses estratégicos europeos.

El presidente francés ha ido incluso más lejos, porque también aspira a un papel político protagonista pese al escaso realismo de sus pretensiones. Xi le ha dado a Macron la plataforma que éste buscaba. Los analistas chinos ya hablan del eje Francia-Alemania, no Alemania-Francia, en un gesto de reconocimiento al que también se refería un editorial del oficialista Global Times el pasado jueves: “Está claro para todos que ser un vasallo estratégico de Washington es un callejón sin salida. Hacer de la relación China-Francia un puente para la cooperación China-Europa es beneficioso para ambas partes y para el mundo”.

Los gobiernos europeos tratan de interpretar las intenciones chinas en el actual contexto de rivalidad entre Estados Unidos y la República Popular. El apoyo de Xi a Putin ha lanzado una señal muy clara, que la Comisión Europea ha entendido pero algunos líderes nacionales se empeñan en desoír. Macron, como antes Sholz, parece haber renunciado a la construcción de una posición común europea que Pekín sí se habría visto obligada a atender. Los vecinos de China habrán tomado nota del éxito de Xi en su estrategia de división del Viejo Continente, y sacado sus conclusiones sobre las pretensiones europeas de adquirir un papel independiente en Asia. También la Casa Blanca sabrá lo que cabe esperar de este incesante cortejo de visitantes europeos en China. Quedarse en tierra de nadie es una opción, aunque quizá no la más aconsejable en estos tiempos turbulentos.

THE ASIAN DOOR: Dos visitas, dos visiones geopolíticas. Águeda Parra

La agenda de política exterior de Estados Unidos y China se intensifica en una clara referencia a un mundo de bloques donde las acciones de diplomacia juegan un papel cada vez más decisivo en la rivalidad que mantienen ambas potencias. En este tablero de estrategia geopolítica, Estados Unidos y China han sido los escenarios hacia donde se han trasladado las conversaciones en torno a las dos cuestiones que más están tensionando la geopolítica global, Taiwán y la guerra de Ucrania, coincidiendo en el tiempo ambas visitas.

La coincidencia no tiene por qué ser casual, pero sí que es cierto que el tiempo apremia, y en cada caso en distinto sentido. Mientras, por una parte, apenas queda un año para las elecciones presidenciales de Taiwán en 2024 en las que podría cambiar la presidencia del gobierno hacia el partido nacionalista Kuomintang, al alza en las últimas elecciones locales de noviembre y más proclive a la unificación con el continente, por otra parte, el año transcurrido desde que se iniciaría la guerra en Ucrania urge a Occidente a buscar una solución pacífica, incorporándose recientemente China como actor global en su nuevo rol de mediador en el conflicto frente a Rusia.

La presidenta de Taiwán Tsai Ing-wen ha realizado un viaje por Centroamérica para estrechar sus lazos diplomáticos con Guatemala y Belice, buscando reforzar un apoyo decreciente tras el reciente cambio de reconocimiento de Honduras por China, dejando a Taiwán con apenas 13 países que siguen manteniendo relaciones diplomáticas con la isla. Mientras fortalecer este tipo de lazos directos con los países que todavía mantienen el reconocimiento de Taiwán sigue siendo una cuestión prioritaria, la reunión con el presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos Kevin McCarthy ha sido el punto más estratégico de su agenda.

Cambiar el escenario de la visita de Taiwán a California ha permitido que la escalada de tensión entre Estados Unidos y China no pase a un nivel mayor de intensidad, evitando reproducir la atención mediática y geopolítica que supuso la visita de la entonces presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi a la isla en agosto del año pasado, además de generar una reacción militar sobre Taiwán menos intensa por parte de Pekín. El trasfondo, sin embargo, no varía. El reconocimiento de que los lazos entre ambas partes “nunca han sido tan fuertes” muestra el apoyo bipartidista de Estados Unidos hacia Taiwán que, a su vez, se traduce en la necesidad de acelerar la venta de armas a la isla asegurándose de que “lleguen en el momento oportuno”.

Mientras la reunión entre Tsai y McCarthy es la primera que se realiza en suelo estadounidense desde que Estados Unidos iniciara relaciones diplomáticas con China en 1979, el encuentro de Macron con Xi ha permitido a los dos países restablecer sus relaciones diplomáticas de forma presencial desde la última visita del presidente francés en 2019. Sin interferir en la visita de estado de Macron y la reunión con la presidente de la Comisión Europea Úrsula Von der Leyen, en la que China ha mostrado a su amplia audiencia la fortaleza de sus relaciones con Europa, la reacción sobre Taiwán no se ha hecho esperar, pasando a activar las maniobras militares por mar y aire apenas el presidente francés abandonó suelo chino.

La frase del presidente Reagan de “la paz a través de la fuerza” comentada por la presidenta Tsai, ensalzando que “somos más fuertes cuando trabajamos juntos”, en referencia a un impulso en las relaciones de defensa, comerciales, económicas y tecnológicas entre Estados Unidos y Taiwán, da muestra de cómo la mayor cohesión entre ambas partes se traduce, asimismo, en una confrontación más seria en las relaciones entre Estados Unidos y China.

El encuentro de Tsai y McCarthy posiblemente no generará un paso importante para cambiar el status quo de Taiwán, aunque sí ha otorgado a la isla mayor visibilidad internacional. En cuanto a la visita a Pekín, las cuestiones económicas y comerciales han protagonizado un encuentro en el que China ha dejado claro que los avances sobre Ucrania se producirán cuando las “condiciones y los tiempos sean los adecuados”, mostrando Pekín auténtico pragmatismo chino y fortaleza internacional sin dejarse influir por las peticiones que los mandatarios europeos vienen realizando al gigante asiático en sus visitas al país. Muy posiblemente, actuar frente a China como bloque geopolítico imprescindible en la resolución de temas que impactan en la gobernanza mundial pasaría por encontrar el espacio de diálogo y negociación con el gigante asiático donde no confluyan a la vez temas económicos y comerciales de país con los de la geopolítica global.

 

 

INTERREGNUM: Contra Occidente. Fernando Delage

La reciente visita del presidente chino a Moscú ha despejado toda duda sobre la solidez de las relaciones con Rusia. La supuesta misión mediadora de Xi Jinping ha hecho evidente la falta de neutralidad china, por no hablar del cinismo de su diplomacia. Apoyar a quien ha sido acusado de haber cometido crímenes de guerra por el Tribunal Penal Internacional, y proponer negociaciones con Ucrania sin exigir la retirada rusa de los territorios ocupados resta toda credibilidad a un gobierno que dice exigir el respeto a la Carta de las Naciones Unidas como base de su plan de paz. Pero nada de eso preocupa a Xi. Su viaje a Rusia ha sido el último de sus movimientos orientados a erosionar el liderazgo occidental del orden internacional, y no se le puede negar el éxito de sus propósitos.

Bajo una falsa apariencia de neutralidad, Pekín continúa construyendo su reputación como actor responsable y comprometido con la estabilidad mundial. En un mensaje dirigido básicamente a las naciones emergentes, se trata de un nuevo paso en su estrategia de ascenso global después de haber logrado la restauración de relaciones diplomáticas entre Irán y Arabia Saudí. China avanza gradualmente de este modo en la formación de una coalición contra Estados Unidos, país al que hace responsable de los desequilibrios de la economía internacional, así como de no pocos de los conflictos abiertos en distintas regiones del planeta.

Sus movimientos se han producido en un doble frente. El primero, de carácter conceptual, fue el anuncio hecho el 15 de marzo de la “Iniciativa de Civilización Global”; un nuevo alegato como líder de una alternativa al “universalismo” de los valores liberales, y que se suma a las iniciativas de desarrollo y de seguridad global anunciadas hace unos meses. Pese a lo genérico de su lenguaje, los tres documentos recogen las bases de un orden mundial orientado hacia las preferencias chinas.

El segundo tiene que ver con Rusia, pilar central de esa coalición. Pekín respeta los intereses de Moscú pues se trata de un socio indispensable no sólo para transformar la estructura del sistema internacional, sino sobre todo para hacer frente a la percepción china de un inevitable deterioro de las relaciones con Estados Unidos. En un artículo publicado por los medios rusos en víspera de su llegada, Xi escribió que China y Rusia se ven obligados a fortalecer su asociación frente a la “hegemonía, dominación y acoso” norteamericano. Y reiterando su conocida idea de que “el mundo es testigo de cambios no vistos en un siglo”, “somos nosotros quienes estamos empujando ese cambio” le dijo a Putin en su despedida, a lo que éste respondió con su asentimiento.

Con todo, transmitir el mensaje de que nada debilitará el eje autoritario constituido con Moscú no ha sido el único objetivo perseguido por Xi. Su visita ha servido igualmente para poner de relieve la extraordinaria dependencia rusa de China un año después de la invasión de Ucrania. Si los intercambios bilaterales crecieron un 34,3 por cien en 2022 (hasta los 190.000 millones de dólares), las importaciones chinas de recursos energéticos rusos—que suman el 40 por cien de los ingresos nacionales—aumentaron de 52.800 millones de dólares a 81.300 millones. Rusia se ha convertido en el segundo suministrador de petróleo de la República Popular, y en el primero de gas. Al mismo tiempo, Pekín ha impuesto de manera creciente el yuan como divisa de referencia en las operaciones con Moscú. China es un socio irreemplazable para un Putin sujeto a las sanciones occidentales, pese a consolidarse la asimetría en la relación: la economía china es hoy diez veces mayor que la rusa.

Esa disparidad de poder le da a Xi una considerable libertad de maniobra. No dio el visto bueno esperado por el Kremlin al gasoducto “Power of Siberia 2”, y su advertencia contraria el uso de armamento nuclear marca una línea roja que Putin no podrá cruzar. Tampoco habrá gustado al presidente ruso que, nada más volver a Pekín, Xi haya invitado a las cinco repúblicas centroasiáticas a celebrar una cumbre China-Asia central en mayo. Gestos de poder, unos y otros, que revelan cómo la guerra de Ucrania y el aislamiento de Rusia están precipitando el liderazgo chino de Eurasia; un resultado que sólo puede ser causa de inquietud para los europeos.

INTERREGUM: Eurasia: el regreso de los imperios. Fernando Delage

El conflicto de Ucrania es probablemente la primera guerra imperial del siglo XXI. Para Putin, el problema de fondo no es que Ucrania quiera incorporarse a las estructuras euroatlánticas sino su existencia misma. Porque considera que Ucrania es Rusia, Moscú tendría por tanto el derecho a no respetar su soberanía e integridad territorial.

Aunque los imperios supuestamente desaparecieron con el proceso de descolonización posterior a la segunda guerra mundial, Rusia es el ejemplo más claro de un actor cuyo comportamiento está marcado por su pasado imperial. Pero no es el único. Como ella, otras tres potencias euroasiáticas—Irán, Turquía y China—definen su identidad sobre la base de ese legado histórico. Aunque sin ir estas últimas tan lejos como Moscú (que no ha dudado en recurrir a la fuerza para hacer realidad sus ambiciones), los cuatro países se ven a sí mismos como centro de distintos órdenes regionales. Los cuatro desafían en consecuencia el sistema de reglas e instituciones establecidas por Occidente tras 1945.

Su incompleta transformación de imperios en Estados-naciones, y las consecuencias de este hecho para la dinámica internacional, constituyen el objeto de un fascinante libro de Jeffrey Mankoff, investigador del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) de Washington. En Empires of Eurasia: How Imperial Legacies Shape International Security (Yale University Press, 2022), Mankoff examina en los cuatro casos su formación y evolución histórica, los desafíos de asimilación en su periferia, y las implicaciones geopolíticas de su impulso revisionista.

El panorama descrito por el autor es el de la irrupción de una nueva era en Eurasia. Coincidiendo con la desaparición de las barreras que mantuvieron fragmentado este espacio geográfico, el factor imperial adquiere un nuevo protagonismo dada la inclinación de Rusia, Turquía, Irán y China a intervenir en los asuntos de sus vecinos mediante el uso de instrumentos militares, políticos y económicos. Sus respectivos líderes hacen hincapié en su continuidad con un pasado idealizado, en el que buscan inspiración, un modelo político autoritario y un estatus internacional como grandes potencias.

Pero más que el compromiso con una determinada ideología, lo que comparten es la idea de que son algo más que Estados “ordinarios”; una convicción que se ha hecho más visible desde el fin de la Guerra Fría. Los cuatro se han sentido al margen de un orden internacional basado en la igualdad soberana y la integridad territorial de los Estados, y que ha hecho hincapié en los principios democráticos como clave de legitimidad política. Rechazando la supuesta universalidad de los valores occidentales, sus líderes sostienen su legitimidad por el contrario en su pasado imperial. La gradual integración de Eurasia mediante nuevas infraestructuras y redes económicas les ha ofrecido una nueva oportunidad para proyectar su poder e influencia a favor de sus intereses y valores.

Es un espacio en el que, de hecho, compiten entre sí. Desde una perspectiva global, sin embargo, se oponen de manera conjunta al liderazgo político, institucional y normativo de Occidente. El desafío que plantean consiste de este modo en su apoyo a un concepto alternativo de orden mundial, basado no en el Derecho internacional y sus pilares westfalianos, sino en el poder derivado de una determinada cosmovisión histórica, cultural o religiosa. La tensión entre su reclamación de un estatus especial y el orden liberal es pues una de las principales líneas de división en esta nueva era, era de competición entre las grandes potencias, así como una de las características de la actual geopolítica euroasiática.

El alcance de lo que está en juego explica por qué Ucrania dista de ser un mero conflicto local. Mankoff no concluye su libro de manera optimista. La mentalidad imperial está tan enraizada en estos países que, en su opinión, incluso bajo un liderazgo democrático seguirían desafiando las reglas que rechazan la concepción imperial como modelo de organización política.

INTERREGNUM: China en Asia central. Fernando Delage

La guerra de Ucrania y las sanciones impuestas a Rusia han incrementado la importancia económica y geopolítica de Asia central para las potencias vecinas. Así quedó de manifiesto en el tercer foro C+C5 (integrado por China y las cinco repúblicas centroasiáticas), celebrado en Kazajstán el pasado mes de junio. Los participantes acordaron un plan de acción de diez puntos que aspira, entre otros objetivos, a avanzar en la interconectividad regional (impulsando en particular la conexión ferroviaria China-Kirguistán-Uzbekistán), reducir el uso del dólar, y fortalecer la cooperación en la lucha antiterrorista y con respecto a Afganistán. En lo que supone un reconocimiento de la mayor relevancia de la región para los intereses chinos, el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, anunció que, a partir de su próxima reunión, el foro se eleva a nivel de jefes de Estado.

Como América Latina, África y Oriente Próximo, Asia central forma parte de ese mundo emergente al que la República Popular parece recurrir como un colchón con el que amortiguar la presión estratégica que representa Estados Unidos, y como instrumento para la construcción del orden multipolar que desea. Si realmente existe un plan estratégico tan claro por parte china, es algo discutido, sin embargo, entre los observadores.

Dos autorizados expertos niegan que ese sea el caso en Asia central. Según escriben Raffaello Pantucci y Alexandros Petersen en un reciente libro (Sinostan: China’s inadvertent empire, Oxford University Press, 2022), son básicamente los intereses derivados de sus imperativos internos los que determinan el papel de la República Popular en la zona. Los recursos naturales que necesita para su economía y sus preocupaciones de seguridad, muy especialmente en relación con Xinjiang, constituyen las dos grandes prioridades que guían la interacción entre China y las naciones centroasiáticas. Esas necesidades han conducido a una creciente presencia china, pero sin que Pekín—señalan—haya valorado todas sus consecuencias. Su visión sobre el futuro de Asia central estaría todavía por definir.

Basado en el trabajo realizado durante años por los autores en esta parte del mundo (Petersen murió en un atentado en Afganistán en 2014), el libro tiene la virtud de no limitarse a la reflexión académica. Más allá del análisis convencional de intercambios comerciales, inversiones y maniobras geopolíticas, son las historias y entrevistas personales sobre el terreno las que ofrecen una mejor comprensión de los movimientos de las grandes potencias en el corazón de Eurasia. Es un libro útil asimismo para entender la relación de Pekín con Rusia. Pese a su actual convergencia frente a Occidente, Moscú ve con escasas simpatías el rápido aumento del peso económico de China en su vecindad, así como su pérdida de control en la Organización de Cooperación de Shanghai. Una Rusia debilitada—y unos Estados Unidos ausentes de la región—benefician a priori a la República Popular, aunque también tiene que gestionar un escenario más complejo.

La invasión de Ucrania ha introducido, en efecto, nuevas variables. La República Popular debe ahora navegar entre su apoyo a Putin y su acercamiento a unos países que quieren distanciarse de Moscú. La caída de la economía rusa está hundiendo las estimaciones de crecimiento en Asia central, mientras que las consecuencias políticas de la guerra hacen de China un socio más atractivo. Los hechos empujan por su parte a Pekín a reajustar su conceptualización de la región en el marco de su rivalidad geopolítica con las democracias occidentales. Esta es probablemente una de las principales señales lanzada por la cumbre del C+C5, cuyo comunicado final también incluyó la promoción de la Iniciativa de Seguridad Global de Xi Jinping, la propuesta anunciada por el presidente chino en abril como estructura alternativa a las alianzas de Estados Unidos.