Los primeros días de Biden. Nieves C. Pérez Rodríguez

Recién se instalaba el presidente Biden en la Casa Blanca la semana pasada y Beijing aprovechaba la ocasión para enviar un mensaje a la nueva Administración durante el fin de semana. De acuerdo con el ministro de Defensa de Taiwán “trece aviones chinos traspasaban la zona de identificación de defensa el sábado y otros quince lo hacían el domingo pasado”. A lo que el Departamento de Estado rápidamente respondió con una fuerte declaración en la que decían:

“Observamos con preocupación el comportamiento de China de intimidar a sus vecinos como Taiwán. Instamos a Beijing a que se cese su presión militar, diplomática y económica contra Taiwán y que por el contrario entable un diálogo significativo con los representantes elegidos democráticamente en la Isla”. Asimismo el comunicado afirmaba que “el compromiso de Estados Unidos con Taiwán es tan sólido como una roca y contribuye al mantenimiento de la paz y la estabilidad en todo el estrecho taiwanés y en la región”.

Posteriormente, el martes de esta semana un avión de guerra chino y otro estadounidense volaron con una cercanía muy próxima sobre el mar del sur de China dejando por sentado que el pulso que hubo entre el presidente Trump y China va a continuar con el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Al mismo tiempo, las autoridades marítimas chinas anunciaban ejercicios militares en las aguas de la península de Leizhou desde el miércoles hasta el sábado sin dar más detalles de qué tipo de ejercicios se estarán llevando a cabo.

China sostiene que el mar del sur de china es suyo casi en su totalidad, basándose en unos mapas chinos de 1953 en donde aparecen las líneas de los nueve guiones en donde se auto conceden dichas aguas a las que Vietnam, Brunéi, Taiwán y Malasia también aspiran y argumentan que esas aguas son de su propiedad y lo han sido históricamente. La disputa se ha intensificado en los últimos años en la medida en que China ha ido tomando mayor fuerza regional y más protagonismo internacional. A ello Estados Unidos ha venido respondiendo con él envío de barcos de patrullaje con el propósito de garantizar la libre circulación marítima de los mares.

Y, en efecto, el sábado pasado también entraba a esas aguas el portaaviones Theodore Roosevelt por el canal Bashi entre Filipinas y Taiwán como parte la campaña estadounidense de promoción de libertad de los mares. Lo que una vez más es otra prueba de que habrá continuidad en la política exterior estadounidense a pesar del cambio de la Administración.

“No hay duda de que China plantea el desafío más importante para Estados Unidos” fueron las palabras del ya confirmado nuevo secretario de Estado de la Administración Biden, Antony Blinken, mientras se mostraba confiado en que había una sólida base para construir una política bipartidista para enfrentar a Beijing, durante su audiencia de interpelación en el Congreso.

La nueva Administración invitó a la encargada especial de Taiwán en los Estados Unidos Hsiao Bi-khim, o, en otras palabras, la embajadora de facto de Taiwán, a la toma de posesión de Biden como invitada especial en una ceremonia que contó con un número pequeño de invitados debido a la pandemia. Otro guiño que expresa el apoyo hacia Taiwán.

Tal y como pronosticamos en esta columna hace unas semanas, la nueva Administración hará un acercamiento con sus aliados tradicionales. Aprovechando la celebración del día nacional de Australia, el Departamento de Estado felicitaba a la nación y recordaba en el comunicado que se están preparando para conmemorar el 70 aniversario de la firma del tratado de seguridad de Australia, Nueva Zelandia y los Estados Unidos -ANZUS, por sus siglas en inglés- a finales de este año. Y aprovechaban la ocasión para decir que observaban con orgullo cómo esta alianza entre democracias afines ha ayudado a garantizar la paz y la prosperidad y estabilidad en toda la región. Mientras, ratificaban su compromiso con los valores compartidos lo que sienta las bases para la continuación de la construcción de una región del Indo Pacífico más abierta, segura y próspera.

Entre las primeras llamadas que ha recibido Biden justamente se encuentran el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, y el británico Boris Johnson. Por su parte, el asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, sostuvo una llamada con su homólogo de surcoreano Suh Hoon, en la que se discutió el compromiso y la importancia que tiene para la nueva Administración estrechar la alianza con Seúl en diversos temas como los desafíos regionales y mundiales. También conversó con su homólogo israelí, Ben Shabbat, en el que expresó el compromiso inquebrantable del presidente Biden con la seguridad de Israel mientras le extendía una invitación para iniciar un diálogo estratégico para continuar discusiones sobre la región.

La nueva portavoz de la Casa Blanca afirmaba a principios de esta semana que, en la relación con China, la Administración Biden adoptará un enfoque multilateral para interactuar con Beijing, y eso incluye hacer una evaluación de los aranceles actualmente vigentes. “Para ello vamos a coordinar con nuestros aliados y socios comerciales y también haremos un trabajo de coordinación en el congreso con ambos partidos”.

El nuevo presidente de los Estados Unidos ha comenzado su legislatura con muchas órdenes ejecutivas para intentar paliar los efectos de la pandemia a nivel doméstico; sin embargo, de cara al exterior, en los poquitísimos días que lleva en la silla presidencial, no ha dado sino señales de fuerza retomando espacios internacionales como la OMS o volviendo al acuerdo de Paris sobre cambio climático, mientras ha mandado un mensaje a los aliados de apoyo y a China de que tenga cautela, que no porque haya cambiado el partido de gobierno ha cambiado la línea dura hacía las irregularidades y malas prácticas chinas.

China evalúa a la nueva Administración Biden

A pesar del bajo nivel de comentarios oficiales de Pekín sobre el nuevo presidente de Estados Unidos, China está testando la capacidad de respuesta y la reacción política de Estados Unidos en el terreno militar en varios frentes, pero siempre frente a aliados de Occidente.

A la provocación de hace unos días con la entrada de una docena de aviones de combate en el espacio aéreo de Taiwán se ha seguido la repetición de incidentes en la frontera chino-india en la que existe una disputa de límites territoriales.

El pasado mes de junio ya se produjo un violento choque en el valle de Galwan, en el Himalaya occidental, en el que murieron al menos 20 soldados indios y 76 resultaron heridos.  Estas tensiones impulsaron en octubre pasado la firma de un acuerdo de intercambio de datos por satélite entre Estados Unidos y la India, que permitirá a Nueva Delhi obtener una mayor precisión para el manejo de sus misiles o drones. Este acuerdo profundiza el estrechamiento de lazos entre EEUU e Indía, país que en el pasado fue un sólido aliado de Rusia en la región y con lz que mantiene buenas relaciones. Pero el impulso de la alianza militar entre Estados Unidos y la India frente a China no se limita a las fronteras terrestres, sino que ambos países tratan de contrarrestar también la influencia de Pekín en el Índico, en naciones como Sri Lanka o Maldivas.

Todo esto está conformando un nuevo mapa estratégico y de relaciones de poder en la región en la que China lleva desarrollado desde hace décadas un despliegue de influencia política, fuerzas militares y lazos económicos de este a oeste. Y en ese nuevo panorama, en el que está ausente la Unión Europea como actor importante, Estados Unidos parece dispuesto a mantener una posición de fuerza, contando más con los aliados regionales que durante el mandato de Donald Trump, y otorgando más protagonismo a dos potencias regionales que se revelan como claves: India y Australia. Y eso a Pekín le causa nerviosismo.

INTERREGNUM: China: de Trump a Biden. Fernando Delage

Con la llegada de un nuevo presidente de Estados Unidos, no se harán esperar los ajustes en la relación con China. Durante la campaña electoral, Biden evitó entrar en detalle en la cuestión: básicamente se limitó a indicar que la República Popular es un competidor más que una amenaza, y que representa un desafío que Estados Unidos puede afrontar y ganar. Las profundas diferencias entre los votantes del Partido Demócrata sobre cómo responder al problema de China pueden explicar la indefinición de Biden como candidato. Instalado en la Casa Blanca, ya no puede permitirse ese distanciamiento.

Los primeros indicios de lo que piensa su equipo han empezado a conocerse. En su comparecencia en el Senado la semana pasada para su confirmación como próximo secretario de Estado, Antony Blinken dijo coincidir con las premisas de la política china de la administración Trump, pero no con sus métodos. Esto significa, en otras palabras, que resulta necesaria una estrategia industrial y tecnológica que permita reforzar la competitividad norteamericana; una política económica más sofisticada que no dependa tan sólo de tarifas y sanciones; y la reconstrucción de alianzas para contar con una coalición más amplia que condicione los movimientos chinos. Pero ¿qué ocurre si esas premisas no son del todo correctas, y el cambio de métodos encuentra sus propios obstáculos?

En el terreno económico, el nivel de interdependencia entre los dos actores y la virtual imposibilidad de un “decoupling” imponen a Biden la necesidad de un acercamiento a Pekín. Pese a las medidas de Trump, el déficit comercial de Estados Unidos con China al terminar su administración era el mismo que en 2016 (345.000 millones de dólares), bajo el mandato de Obama. Y quienes más se han visto perjudicados han sido los trabajadores (300.000 empleos menos) y exportadores norteamericanos (que han visto caer en picado sus ventas al mercado chino). Mientras Estados Unidos lidia con las consecuencias de la pandemia, la economía china está creciendo a un ritmo superior que antes del contagio. Y las sanciones de Trump han acelerado por lo demás los esfuerzos chinos dirigidos a corregir su dependencia de Estados Unidos y dar un salto cualitativo en el liderazgo de nuevas tecnologías, a la vez que ha cerrado acuerdos comerciales de gran alcance con sus vecinos asiáticos (el RCEP) y con la Unión Europea (el CAI).

La principal dificultad de Biden es la divergencia en las opciones de cada uno de los dos gigantes. Mientras China aparece como defensora del libre comercio, y continúa avanzando en la consolidación de una posición central en la economía global, Biden tiene un reducido margen de maniobra para evitar un mayor aislamiento de Estados Unidos. La hostilidad del Congreso y de la opinión pública norteamericana hacia estas cuestiones—como hacia la globalización en general—, condiciona prioridades estratégicas como el regreso al TPP. El dilema se agrava porque no es sólo un problema en las relaciones bilaterales: afecta asimismo a los vínculos de Washington con sus aliados. Tanto en Asia como en el Viejo Continente, Pekín es visto como un socio indispensable a largo plazo. Un estudio del European Council on Foreign Relations que se acaba de publicar revela que, para la mayor parte de los europeos (el 79 por cien, en el caso de los españoles), la economía china será más importante que la norteamericana en diez años. El compromiso de Biden de trabajar con los aliados puede verse obstaculizado, por tanto, al no existir siempre una coincidencia de intereses.

Algo similar ocurre en la esfera de defensa. La rápida modernización militar china ha reducido la superioridad de Estados Unidos en el Pacífico occidental, y aumentado el desequilibrio entre las capacidades chinas y las de sus vecinos. El escenario fiscal norteamericano, en un contexto en el que hay que atender prioridades internas—de las infraestructuras a la sanidad, de la educación a la desigualdad—será prácticamente imposible un aumento de los gastos de defensa. Pero tampoco un objetivo de liderazgo militar respondería al actual terreno de juego, de naturaleza fundamentalmente geoeconómica. Ni puede dar Washington por descontado que sus socios vayan a alinearse abiertamente contra Pekín. La consecuencia de esta dinámica es un gradual deterioro de la credibilidad de las alianzas de Estados Unidos, y una percepción de inevitabilidad de la centralidad china.

Son dilemas todos ellos bien conocidos por Kurt Campbell, quien fue responsable de la política del “pivot” de Obama como secretario adjunto para Asia en el departamento de Estado, y acaba de ser nombrado para un cargo de nueva creación, el de coordinador para el Indo-Pacífico, en la Casa Blanca. No le va a faltar trabajo, pues la transición de una a otra administración no puede suponer un mero cálculo de más o menos “decoupling” de China. Se trata de reconceptualizar de manera integral la relación con Pekín; un desafío en nada comparable a otros retos anteriores experimentados por Estados Unidos desde su irrupción como gran potencia a finales del siglo XIX.

Biden y Asia. Nieves C. Pérez Rodríguez

La nueva Administración Biden hereda un complejo escenario internacional y unas enrarecidas relaciones bilaterales con muchos países. La fòrmula de la Administración saliente fue indiscutiblemente atípica y en algunos casos incluso turbulenta para las relaciones y el liderazgo de los Estados Unidos en el mundo. China astutamente ha sabido aprovechar el abandono de Washington y ha ido ganando influencia y liderazgo en plataformas como la Organización Mundial de la Salud, Naciones Unidas, el Acuerdo de París sobre el  cambio climático y diversos acuerdos económicos en el Pacífico.

Los análisis apuntan a que la política exterior de la nueva administración no hará cambios radicales. Por el contrario, Joe Biden es un líder moderado con una larga experiencia política incluso en el Congreso de los Estados Unidos, por lo que entiende como se gestionan y se pasan leyes. Su carrera política despegó en plena guerra fría y como vicepresidente de Obama aprovechó la oportunidad de viajar internacionalmente por lo que cuenta también con experiencia en este plano.

Biden recibe un país dividido e inestable. A nivel doméstico tendrá que invertir mucho esfuerzo en mediar por la estabilidad de la nación y la reconstrucción de la economía estadounidense muy golpeada después de la pandemia. En el plano internacional deberá intentar recuperar la autoridad y la posición de Estados Unidos como primera potencia del mundo.

Durante las primeras semanas de enero el nuevo presidente hacía público mucho de sus nombramientos que, de ser ratificados por el Congreso, ocuparán posiciones claves como el Departamento de Estado, Defensa, Justicia y Comercio entre otros. Una de las nominaciones más esperadas en cualquier administración es la de Secretario de Estado. El nombre de Antony Blinken ha sido recibido positivamente por casi todos los sectores, por ser un personaje querido y respetado en Washington por ambos partidos. Blinken es un diplomático de carrera que trabajó para Biden en sus años en el Senado y también en su época como vicepresidente de Obama.

El día antes de la toma de posesión de Biden tenía lugar la audiencia en el Congreso de Blinken, en la cual los legisladores aprovechan la oportunidad para hacer preguntas y determinar cuáles son sus posiciones en temas fundamentales como Medio Oriente, Israel, Corea del Norte, China y como deberían ser las relaciones de los Estados Unidos con sus aliados.

Las respuestas del Blinken vienen a confirmar los análisis previos, los planes de la Administración Biden en cuanto a su política exterior son de continuación con la de Trump, es decir no habrá rompimiento aunque es muy probable que el tono se baje considerablemente y se vuelva a la diplomacia más tradicional.

Blinken es un europeísta, educado parte de su niñez en Francia. Ha manifestado su fuerte convicción en una Europa Unida y lo importante de que Estados Unidos mantenga su presencia en la OTAN.

En la audiencia de ayer dijo “no hay duda de que China plantea el desafío más importante para Estados Unidos” y agregó que creía que había “una sólida base para construir una política bipartidista para enfrentar a Beijing”.

Cuando se le preguntó si estaba de acuerdo con las palabras de Pompeo un día antes del fin de la Administración Trump sobre que China está cometiendo un genocidio contra los uigures, Blinken dijo que esa es su opinión también, y agregó “creo que forzar a hombres, mujeres y niños a campos de concentración y educarlos allí para que se adhieran a la ideología del Partido Comunista chino son indicativos de un esfuerzo por cometer genocidio”.  Incluso fue más allá y dijo que se debería hacer una revisión de los productos que se importan para prevenir estos no sean producidos en dichos campos.

Así mismo aseguró que Biden mantiene su compromiso hacia Taiwán como una isla autónoma. Y además sugería la importancia de que Taiwán tenga un rol más predominante en instituciones internacionales.

En la audiencia también afirmó que “bajo el liderazgo de Xi Jinping China había abandonado décadas de esconder la mano y esperar el momento para dar a conocer sus intereses más allá de las fronteras chinas”.

El liderazgo estadounidense en Asia ha ido mermando en los últimos años. En enero del 2017 una de las primeras órdenes ejecutivas que firmaba Trump fue la retirada de TPP, acuerdo que había sido promovido por Obama como una ambiciosa alianza de ambos lados del Pacífico y que dejaba a China afuera mientras promovía una alternativa justa de intercambios, pues tenía como objeto bajar tarifas, proteger el medio ambiente, facilitar y estimular el crecimiento de los miembros y el respeto de los derechos laborales de los ciudadanos de los países firmantes. Pero frente a la salida de Washington, Beijing aprovechó para promover la RCEP (La Asociación Económica Integral Regional, por sus siglas en inglés), alternativa que lidera China y que tiene bajo su paraguas y que acoge 2.100 millones de consumidores que representan a su vez el 30% del PIB mundial.

Es muy posible que la Administración Biden intente revivir el TPP y con ello neutralizaría la influencia de China en el Pacífico. Que se regrese a la situación inicial con Corea del Norte. Que se restablezca y acerquen los puentes con los aliados en Asia como Japón y Corea del Sur y con ello los países del sureste asiático vuelvan a mirar a Washington cuando necesiten apoyo y no hacia Beijing.

Sin duda, la Administración Biden tiene una oportunidad histórica para retomar espacios sin necesidad de hacer cambios radicales, ni hacer demasiado ruido. Si este momento no es concienzudamente aprovechado los Estados Unidos habrán perdido la batalla a China en el Pacífico y posiblemente en parte importe del planeta.

China-EEUU: la distancia económica se acorta

El que va a ejercer como secretario de Estado con el presidente Biden, Anthony Blinken, ha marcado ya el terreno al afirmar formalmente que el presidente Trump acertó en el diagnóstico  sobre la amenaza que supone China y subrayó que el desafío que supone la potencia asiática debe ser enfrentado “desde la fortaleza y no desde la debilidad”.

En este escenario entra el hecho de que China está aprovechando mejor la pandemia en el terreno económico y reduciendo las distancias entre su economía y la de EEUU. Un informe publicado por el Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés) sostiene que el impacto de la pandemia ha intensificado la rivalidad entre ambos países y sugiere que China conseguirá acercarse al primer puesto como la principal economía del planeta en los próximos cinco años. Ya varios expertos habían concluido que la economía de China superaría a la de EEUU en 2030 y ahora se afirma que  puede haberse acortado los plazos hasta 2028, tomando como referencia las proyecciones del Fondo Monetario Internacional.

 Este continuismo de fondo, aunque probablemente vaya a cambiar en las formas, en la política hacia China va a repercutir en la Unión Europea, que tendrá que seguir avanzando por el camino de marcar distancias con China apenas apuntado, aunque los intereses de los negocios con el mercado chino pesarán en Bruselas más que lo que pesan en Washington.

Pero como ha señalado en varios ocasiones el experto Fareed Zakaria, en política exterior los planteamientos de la Unión Europea son ideas, dada la ausencia de instrumentos eficaces para ponerlas en marcha, ya sea imponiéndolas o negociándolas con presión.

INTERREGNUM: Bruselas y Pekín reciben a Biden. Fernando Delage

Después de siete largos años de negociación, 2020 concluyó con la firma del acuerdo de inversiones entre la Unión Europea y China (CAI en sus siglas en inglés); un pacto que confirma la voluntad de ambos actores de profundizar en su relación mejorando el acceso a sus respectivas economías. La industria europea podrá operar con mayor facilidad en el mercado chino, al tiempo que podrá contribuir a los esfuerzos de la República Popular dirigidos a reestructurar su modelo de crecimiento a través de la digitalización y la sostenibilidad medioambiental. Se trata, no obstante, de un acuerdo controvertido por la ausencia de mecanismos de verificación y la exclusión de algunos sectores, así como por sus implicaciones geopolíticas.

El acuerdo supone un primer obstáculo a la nueva etapa que se espera poner en marcha en las relaciones transatlánticas a partir de la toma de posesión del nuevo presidente de Estados Unidos. No ha sido sólo la administración Trump la que ha criticado a Bruselas: distintos miembros del equipo de Biden, en efecto, se han quejado asimismo de la falta de coordinación de ambos socios con respecto a China (aunque tampoco Washington consultó con los europeos su política hacia Pekín). No puede sino concluirse que, en lo que afecta a la relación con la República Popular, los intereses europeos no son siempre coincidentes con los norteamericanos, al tiempo que Pekín ha logrado una nueva victoria diplomática.

Cuando los negociadores europeos y chinos comenzaron la discusión sobre el acuerdo de inversiones—una vez que se descartó la posibilidad del acuerdo de libre comercio preferido por Pekín—, este último consideró el pacto con Bruselas como un instrumento de contrapeso del Acuerdo Trans-Pacífico (TPP) que impulsó la administración Obama para evitar una mayor dependencia de las naciones asiáticas de la economía china. El abandono del TPP por Trump nada más llegar a la Casa Blanca no redujo sin embargo la relevancia de la Unión Europea para la República Popular: por el contrario, la guerra comercial y tecnológica con Washington no ha hecho sino reforzar su interés. Que el gobierno chino decidiera acelerar las negociaciones desde el pasado verano, y admitir unas concesiones que anteriormente había rechazado (aunque en realidad formaban parte de sus obligaciones tras adherirse a la OMC), da una idea de sus prioridades diplomáticas. Una relación más estrecha con la UE servirá para prevenir la formación por Estados Unidos de un bloque con sus aliados contra las prácticas comerciales chinas. Desde esta perspectiva debe recordarse, por otra parte, que Pekín acaba de firmar la Asociación Económica Regional Integral (RCEP) con 14 países asiáticos, y retomado la negociación de un acuerdo trilateral de libre comercio con Japón y Corea del Sur.

Pero si es evidente la motivación china a favor de una suma de instrumentos que consolidan su posición en la economía global—y minimizan la influencia de Estados Unidos—, más confusa resulta la decisión europea de cerrar la firma del acuerdo pese a la presión norteamericana y contra el escepticismo de distintos Estados miembros, Francia entre ellos. En último término se impuso la determinación de Angela Merkel de concluir el pacto antes de que terminase la presidencia alemana de la Unión. Aunque Merkel habría logrado el visto bueno de Macron tras obtenerse ciertas ventajas para Airbus y dejar en manos de París la firma del tratado final durante la presidencia francesa en el primer semestre de 2022 (el acuerdo está aún sujeto a su ratificación parlamentaria), parece obvio que la política china de la UE responde a la percepción de las cosas mantenida por Berlín; es decir, a una posición en la que predominan los intereses económicos sobre los geopolíticos (aun a costa de la incomprensión y frustración de Washington).

El debate queda abierto para los próximos meses. Con todo, no debe perderse de vista que el acuerdo con Pekín representa un nuevo escalón en la construcción de una estrategia asiática por parte de la UE. El CAI se suma a los acuerdos de libre comercio ya concluidos con Japón, Corea del Sur, Singapur y Vietnam, o bajo negociación (con Indonesia y Tailandia); y a la declaración—el mes pasado—de la ASEAN como socio estratégico de la Unión. Bruselas (en realidad Berlín-París) ha lanzado el mensaje de que su proyección hacia Asia no puede ser rehén de la rivalidad Estados Unidos-China. Sus socios en la región, que comparten ese mismo objetivo, han encontrado una buena alternativa en el Viejo Continente. India es quizá la principal excepción: justamente cuando comenzaba a valorar en mayor grado el potencial de una mayor aproximación a la UE, ha recibido con notable incredulidad la noticia del pacto europeo con Pekín.

THE ASIAN DOOR: Asia se reivindica como polo estratégico. Águeda Parra


Unos años antes de que se acabara la última década comenzó a extenderse una nueva narrativa sobre Asia. La fortaleza de sus economías hacía vislumbrar un movimiento por el que se trasladaría cada vez con mayor inercia el epicentro del desarrollo económico de Occidente a Oriente, modelando el futuro de Asia como el impulsor del desarrollo global y haciendo del siglo XXI el siglo de Asia. Apenas acaba de empezar la nueva década y el escenario que se plantea deja todas las opciones abiertas.

La consolidación de las economías asiáticas como actores relevantes en las cadenas de valor globales y en los flujos de innovación ha generado un crecimiento de la región que excede su propio entorno hasta convertirlo en un polo estratégico en el desarrollo económico mundial. Los retos del futuro de Asia están estrechamente ligados con el hecho de convertirse en elementos dinamizadores del crecimiento mundial, con amplio protagonismo en la generación de equilibrios geopolíticos donde la geopolítica de la tecnología tendrá un valor diferencial.

Asia como polo estratégico supondría una vuelta a los orígenes, ya que no sería la primera vez que la región lleva las riendas de la economía mundial. El historiador Angus Maddison, especialista en historia macroeconómica cuantitativa, llegó a estimar que Asia representó durante 18 de los últimos 20 siglos más de la mitad de la producción económica mundial. Concentrando más del 60% de la población mundial, que ha generado rápidos ritmos de urbanización, la región ha consolidado una creciente clase media cualificada que demanda un entorno tecnológicamente avanzado. El resultado de este crecimiento ha generado que la región haya protagonizado el paso del estatus de ingresos bajos a medios en una misma generación, y más de 3.000 millones de personas en Asia podrían disfrutar de estándares de vida similares a los de Europa en 2050, según el Banco Asiático de Desarrollo. Aviso a navegantes.

Las diferentes particularidades de las economías asiáticas generan perspectivas de crecimiento desiguales, que se verán acrecentadas con la evolución de la crisis sanitaria. China, como motor de crecimiento económico y de desarrollo tecnológico de la región, lidera los crecimientos previstos para el presente año, al que se suman otras economías como Corea del Sur, Japón, Taiwán y Vietnam cuyas positivas estimaciones de crecimiento hacen pronosticar a los expertos el buen rendimiento de la región.

La reciente firma de la Asociación Económica Integral Regional (conocida en inglés como RCEP, Regional Comprehensive Economic Partnership) ha otorgado a la región la categoría de bloque comercial cohesionado en magnitud simular a los flujos que se generan en Europa y Norteamérica. Un escenario que resulta atractivo para atraer un volumen de inversión mayor que en otras regiones y que favorece las previsiones que ya existían antes de la aparición de la pandemia de que Asia generará más del 50% del PIB mundial y cerca del 40% del consumo global en 2040, según McKinsey.

La revolución tecnológica corre a favor de la región. Japón fue el primero en posicionarse como potencia industrial, a la que siguieron los cuatro dragones asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur), protagonistas del crecimiento económico y la industrialización de la región a principios de siglo, sumándose China como máximo exponente del creciente protagonismo de la región en materia comercial y económica, pero también geopolítica y tecnológica.

La red 5G es ubicua en Corea del Sur desde hace más de un año y se acelera su despliegue en China, que lidera la revolución tecnológica con la apuesta de entornos blockchain aplicados a las FinTech, el livestreaming como dinamizador del e-commerce, la inteligencia artificial y el machine learning aplicado a la robótica, y la apuesta por la revolución verde en la creación de una nueva generación de coches eléctricos que pretenden situar al gigante asiático como hub de la producción y la distribución en Asia como uno de sus mercados preferentes. Transcurrida ya una quinta parte del siglo, el dinamismo de Asia marcará su propio futuro.

¿El fin de la pobreza en China? Ángel Enríquez de Salamanca Ortiz

El pasado mes de noviembre China anunció, de manera oficial, que había conseguido erradicar la pobreza extrema en todo su territorio, una meta inimaginable hace unas décadas. Tras la guerra civil, Mao Zedong se encontró con un país completamente agrícola, con racionamientos y con una tasa de alfabetización de apenas el 20%. El Gran Salto Adelante y La Revolución Cultural no hicieron más que mermar la economía y la población de China.

En 1978 llegó Deng Xiaoping, se encontró con una China que nada tenía que ver con hegemónica China de los siglos pasados. Su PIB era casi 10 veces inferior al de su vecino Japón, el PIB per cápita era 56 veces inferior, y estaba a años luz de la Unión Europea. La agricultura estaba colectivizada, la producción de grano, arroz o algodón controladas, más del 70% de las empresas eran estatales y la gran mayoría de su población estaba en condiciones de pobreza y era analfabeta.

La china hegemónica que una vez fue potencia mundial durante siglos no podía permitirse una situación así, China debía recuperar el liderazgo mundial perdido en la primera mitad del S-XIX, por lo que su dirigente, Deng Xiaoping, propuso reformar la economía planificada de Mao y transformarla en una economía socialista de mercado. La liberalización económica, la descolectivización de la agricultura eliminando las comunas agrícolas, la creación de Zonas Económicas Especiales, la inversión privada o las exportaciones fueron el motor de la economía. Estas reformas han llevado al gigante asiático a crecer a ritmos del 10% durante las últimas décadas y, a formar parte de la Organización Mundial de Comercio (OMC) el 11 diciembre de 2001.   

El PIB chino se ha multiplicado exponencialmente desde los 149.000 millones de dólares en el año 1978 hasta los casi 13 Billones en el año 2018; su PIB per cápita ha pasado de 150 dólares en 1978 a casi 10.000 USD en 2018 y su peso en la economía mundial ha pasado del 2% en 1990 a casi el 20% a día de hoy;  y además, el PCCh ha logrado sacar de la pobreza a casi 800 millones de personas. Unas reformas que han dado un desarrollo sin igual, pero que provocaron inflación y desigualdad, lo que llevó la Masacre de Tiananmén en el año 1989.

China ha conseguido erradicar la pobreza extrema, es decir, todos sus habitantes tienen unos ingresos que están por encima del umbral establecido por la ONU: 1,90 usd/día. Obviamente, un dato muy positivo y esperanzador para el mundo entero, pero en China aún existe la pobreza y la desigualdad. A pesar de ser la segunda economía del planeta, la calidad de vida está a la altura de países mucho menos desarrollados como Mexico, Bulgaria o incluso el Líbano, y muy lejos de países como Luxemburgo, Suiza o Noruega.

El índice de Desarrollo Humano (IDH) mide el desarrollo económico del país, la salud, la educación y los ingresos. China se encuentra en el puesto 85 de 189 países, lejos de países como Noruega (1º), Irlanda (2º) o su región Autónoma, Hong-Kong (4º).

A pesar de haber erradicado la pobreza extrema, la desigualdad medida por índice de GINI se encuentra en 0,46 puntos, una reducción de tres centésimas en la última década, es decir, el 10% de los más ricos en China posee el 30% de la riqueza del país y el 1% de los más ricos del país poseen el 14% de toda la riqueza nacional.

Si consideramos el siguiente nivel establecido por UNPD con el umbral de pobreza en 3,2 usd/día, en el año 2019 habría un 5,2% de la población en este umbral, es decir, casi 750 millones de personas viven en China con menos de 3,2 dólares al día. Si vamos más allá y establecemos el valor en 5,5 usd/día casi el 30% de la población es pobre en China.

Es cierto que esta liberalización económica promovida por las reformas de Deng han dado a China el impulso que necesitaba para ocupar su lugar en el mundo, no solo económico, sino también tecnológico y comercial con el 5G o la Ruta de la Seda, pero a pesar de estos avances, el desarrollo social acorde a su desarrollo económico es una tarea pendiente para el Partido Comunista. Hasta ahora, más de 700 millones de chinos han salido de la pobreza extrema y su clase media se espera que supere los 500 millones de personas en esta década.

China ha conseguido, 10 años antes de lo establecido, cumplir con uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) elaborado por las Naciones Unidas, pero aún tiene pendientes los restantes 16 objetivos para el año 2030: Hambre cero, Educación de calidad, reducción de desigualdades etc.

Los esfuerzos de China han dado sus frutos y han conseguido eliminar la pobreza extrema en su territorio, pero la pobreza, el hambre o desigualdad aún existe en las regiones más pobres del país. Queda pendiente saber si las las inversiones en energía limpia, saneamiento de aguas, reducción de contaminación o la mejora de calidad de sus ciudadanos llegaran a tiempo para cumplir la Agenda 2030 establecida por la Organización de las Naciones Unidas.

Ángel Enríquez de Salamanca Ortiz es Doctor en Economía por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Relaciones Internacionales en la Universidad San Pablo CEU de Madrid

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@angelenriquezs

INTERREGNUM: China y Australia a la greña: Fernando Delage

Hasta tiempos recientes, Australia era un ejemplo de cómo una democracia liberal podía mantener una relación fructífera y estable con China pese a la diferencia de valores políticos. La República Popular compra cerca del 40 por cien de las exportaciones de Australia, también uno de los destinos más populares para los inversores, estudiantes y turistas chinos. La ausencia de conflictos históricos y de intereses incompatibles facilitaron el desarrollo de la relación bilateral, elevada durante la visita del presidente Xi Jinping en noviembre de 2014 al estatus de “asociación estratégica integral”.

Durante los últimos meses, por el contrario, Canberra ha pagado el precio de enfrentarse a Pekín. Este úlltimo endureció su actitud después de que, en abril, el gobierno australiano fuera el primero en solicitar una investigación internacional sobre el origen del COVID-19 y la gestión inicial del contagio. Desde entonces China ha impuesto restricciones a las exportaciones de más de una docena de productos australianos, por valor de miles de millones de dólares. La última crisis diplomática se desató la semana pasada, cuando el portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores chinos exigió en un tweet la condena del asesinato de civiles afganos por soldados australianos durante la guerra en el país centroasiático, sobre la base de un falso video. 

Algunos observadores creen que Pekín ha decidido presionar a Canberra a modo de advertencia, una vez que el nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha anunciado que Washington coordinará con sus aliados la política a seguir hacia la República Popular. Para otros, se trata de una manera de desviar la atención de otras acciones chinas, como la violación de derechos humanos en Xinjiang o la suspensión de la autonomía de Hong Kong. En cualquier caso, no faltan razones más concretas: Australia fue el primer país en prohibir la participación de Huawei y ZTE en sus redes de telecomunicaciones de quinta generación; ha aprobado leyes que persiguen la injerencia en su vida política (en respuesta a diversos episodios de intromisión de China); y no ha cesado en sus críticas a la política china con respecto a Taiwán o al mar de China Meridional. Flaco favor ha hecho a Canberra que esas medidas y críticas fueran valoradas por el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, como ejemplo de lo que debe hacerse frente a Pekín.

Han sido hechos con consecuencias. El mes pasado, en un inusual mensaje diplomático, un miembro de la embajada china en Australia detalló una lista de 14 quejas, sobre aquellos asuntos—incluidos los mencionados anteriormente—que han “envenenado” las relaciones entre ambas naciones. Pekín espera que Australia adopte “acciones concretas” si quiere reparar el daño causado y volver a una situación de normalidad, aunque el primer ministro Scott Morrison ya ha advertido que no cederá en los valores e intereses nacionales del país.

La escalada de tensión es interpretada como un mensaje por parte de China a quienes quieran seguir el camino de Australia. Pero quizá el problema no estriba tanto en las acciones de su gobierno sino en haber optado por una innecesaria provocación pública de Pekín. Lo que se hace pensando en que resulte políticamente “rentable” de cara a la opinión pública nacional, puede ser fuente de conflictos en el terreno diplomático; una lección que conocen bien la mayor parte de las naciones asiáticas cuyas economías dependen de su interdependencia con la República Popular.

Beijing aprovecha la crisis estadounidense. Nieves C. Pérez Rodríguez

El pavoroso asalto al Congreso de los Estados Unidos de manos de estadounidenses aupados por el mismísimo -todavía- presidente Trump ha marcado un antes y un después en la historia de este país. Pero también ha abochornado la imagen de los Estados Unidos frente al mundo. La nación que ha exportado sus valores democráticos a cada esquina del planeta, que ha sido observador y certificador de miles de elecciones extranjeras y el que ha financiado la mayoría de las organizaciones internacionales ha sufrido un gran golpe en el corazón de Washington D.C., en el edificio que ha simbolizado desde 1800 los valores de democracia y libertad.

Los hechos revelan la profunda división que vive esta sociedad y el peligro de un discurso incendiario en la boca de un líder. Trump ha venido alimentando un discurso divisionista, no ha denunciado abiertamente a grupos radicales como los blancos supremacistas o los QAnon, éstos últimos se basan en una teoría que dice que Trump está librando una guerra secreta contra pedófilos de las élites del gobierno, de las empresas y los medios de comunicación estadounidenses.

Paralelamente, la infundada teoría que ha mantenido Trump y muchos líderes republicanos de que las elecciones presidenciales del 2020 fueron fraudulentas. A pesar de que cada una de las cortes de justicia a las que la campaña de Trump pidió abrir una investigación determinaron afirman no haber encontrado pruebas de fraude. Todo eso y el extraordinario número de votos que obtuvo -más de 74 millones de votantes lo apoyaron- fueron el caldo de cultivo de esa insurrección de la semana pasada. Que, además, fue aderezada por el discurso que esa misma mañana Trump dio a los manifestantes.

Como era de esperar la agencia oficial de noticias china Xinhua reportaba el suceso a minutos de haber tenido lugar y el fin de semana publicaba un extenso editorial que titulaba la doble moral de los estándares estadounidenses, en el que describían lo sucedido y como fue condenado por la prensa y algunos políticos. Sin embargo, comparaban la respuesta con “la desestabilización social de Hong Kong en 2019 cuando estos mismo elogiaban las atrocidades cometidas por los manifestantes vestidos de negro en Hong Kong, que pisotearon gravemente el estado de derecho y incurrieron en actos de terrorismo por naturaleza. Algunos estadounidenses incluso describieron las escenas como una hermosa vista y glorificaron a los manifestantes como héroes de la democracia”.

Afirman en la publicación de Xinhua que esas reacciones revelan “el prejuicio e hipocresía estadounidense sobre el tema de la democracia y su doble moral. Sus actos hacen ver al mundo más claramente que los llamados “valores democráticos” que promueven son, en esencia, una forma de mantener sus intereses creados a través de sus narrativas”.

La narrativa china revela una de las grandes crisis que ha venido atravesando Estados Unidos en los últimos años, la pérdida de influencia en el mundo cuya consecuencia automática es dejar un vacío de poder que eficientemente ha venido ocupando Beijing. Mientras, el Partido Comunista chino envía un mensaje a su población distorsionado la debilidad estadounidense y su sistema. Paralelamente China afina su estrategia de ataque a Occidente y sus valores que, además, vienen a fortalecer su narrativa doméstica.

La nueva Administración Biden tiene un complejo camino por delante. A nivel interno le tocará maniobrar con suprema delicadeza para intentar reparar las tremendas grietas sociales y restaurar el baluarte institucional del país y a nivel internacional el panorama no es mucho más alentador, pues Beijing ha venido sacando sus garras en los últimos años. La la pandemia los ha fortalecido aún más en una defensa frontal de sus intereses y su agenda al precio que sea.

El legado de la Administración Trump a raíz de los sucesos del pasado 6 de enero ha quedado manchado para siempre. Muchas de las políticas exteriores positivas puestas en práctica quedarán aminoradas en importancia por la gravedad de lo ocurrido.