Contra la indignación. Miguel Ors Villarejo

La Gran Recesión elevó la indignación a la categoría de valor político. Stéphane Hessel vendió millón y medio de ejemplares de un panfleto en el que invitaba a los jóvenes a tener su propio “motivo de indignación. Es algo precioso”.

El problema de la indignación es que es un sentimiento muy personal. A la mayoría de los europeos no nos importa que las mujeres vayan con la melena al aire, pero para muchos musulmanes es una obscenidad. Y dentro del mismo Occidente hay quien cree que el aborto es un crimen abominable y quien lo considera un derecho. ¿Cómo distinguimos la indignación buena de la mala?

Podríamos plantearnos no incomodar a nadie, pero entonces apenas podríamos movernos, como esos monjes jainistas que barren la senda por la que caminan para no pisar ningún insecto. En Canadá, la obsesión por no molestar llevó recientemente a una editorial a retirar de su catálogo un poemario en el que se describía el asesinato de una estudiante algonquina porque no había seguido “el protocolo indígena” y carecía del consentimiento de los familiares. La autora realizó en Facebook una estremecedora autocrítica en la que atribuía su imperdonable desliz, a pesar de ser ella misma de ascendencia algonquina, al “colonialismo y la onda expansiva del trauma intergeneracional”.

“¿En qué mundo”, se pregunta el periodista Jonathan Kay, “deben los poetas solicitar permiso para crear versos sobre otros? ¿Tuvo Homero que enseñar la escena de la muerte de Patroclo a Menecio y Esténele?”

Lo políticamente correcto se ha convertido en una amenaza para la libertad de expresión y aún tendría un pase si aplicara un único rasero, pero mientras resulta inconcebible menospreciar el protocolo indígena, los cristianos deben presenciar impertérritos cómo Javier Krahe cocina un crucifijo. Tampoco hay que excitarse cuando Dani Mateo se suena la nariz con la bandera española. Ahora bien, como le reprocha Carlos Herrera, ¿a que no lo hace con la del ISIS?

En realidad, reflexiona Juan Meseguer, “pronto se vio que no todos los indignados eran bienvenidos: se aplaudió a Ocupa Wall Street por plantar cara a los banqueros de la Gran Manzana, pero no gustó que el Tea Party protestara contra los impuestos de Obama”.

Sobre esta asimetría difícilmente puede levantarse “una sociedad de la que podamos sentirnos orgullosos”, como pretende Hessel. Debo decir que comparto su prevención por la serenidad. Alterarse es a veces un signo de salud mental. El neurólogo Antonio Damasio relata en El error de Descartes el extraño comportamiento de un paciente al que se había extirpado un tumor en el lóbulo frontal. Su cociente intelectual seguía en el rango superior y había incluso mejorado su autocontrol, pero no podía conservar un empleo ni una pareja. ¿Por qué? Con el tejido cerebral extirpado había perdido su capacidad emocional y, sin el auxilio de la ira, el miedo o la tristeza, todo se le antojaba chato y sin relieve. Vivía sumido en la indiferencia y la apatía.

Queremos un mundo de ciudadanos que vibren y se entusiasmen, se enfaden y lloren, pero conscientes también del lugar subsidiario que corresponde a esas pasiones. Como escribe José Luis Sampedro en el prólogo, ¡Indignaos! es “un grito, un toque de clarín que interrumpe el tráfico callejero y obliga a levantar la cabeza a los reunidos en la plaza”. Una vez cumplido su objetivo, debe, sin embargo, ceder el paso a un debate sereno y sin exclusiones. Ningún principio ha impulsado tanto la civilización como la tolerancia. Proscribir lo que nos fastidia es una pésima estrategia. Ideas que en su día nos escandalizaron (el movimiento de la Tierra, la circulación sanguínea, la teoría de la evolución) son hoy pilares de nuestro conocimiento. (Foto: Diego García, Flickr.com)

¿Qué revelan los hechos de Charlottesville sobre Estados Unidos? Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- La concentración de los blancos supremacistas hace unos días en Charlottesville, es un hecho desconcertante y aterrador, que demuestra la complejidad de la historia de esta nación. Estos grupos neonazis, afiliados al Ku Kux Klán, y blancos nacionalistas han existido siempre, contando con un mayor o menor impacto social según el momento histórico. Estos colectivos se agrupan entre sí con el fin de conseguir más fuerza, más atención y un mayor impacto mediático. Actualmente hacen uso de “Social Media” para que su mensaje tenga mayor repercusión, al más puro estilo del ISIS. De hecho, el éxito de su concentración en Charlottesville se debió fundamentalmente a Facebook y la escrupulosa agenda que organizaron y que los asistentes venidos de muchos otros estados del país, siguieron a rajatabla. Ahora bien, la sorpresa que ha despertado en la comunidad internacional e, incluso, la cobertura mediática domestica incansable, que desde el día de los nefastos sucesos ha dejado a un lado casi cualquier otra noticia por significante que fuera, para dedicarles horas infinitas a las torpezas de Trump y su falta de tacto político, han levantado una polémica racial que ahora centra el discurso en la imperiosa necesidad de eliminar las estatuas en torno a las cuales se han organizado las ultimas concentraciones de estos grupos.

El debate es complejo. Por un lado están quienes a día de hoy son mayoría y que opinan que estos monumentos de la época de la Confederación son parte de la historia y que no deben ser tocados: y, por otro, la otra parte del país que siente que hay que eliminar cualquier elemento que pueda ser utilizado para exacerbar esos sentimientos raciales. 4Asia visitó Charlottesville unos días después de los sucesos y conversamos durante horas con diversas personas oriundas de allí o que llevan residiendo en la localidad más de 15 años. Y el elemento común que encontramos fue tristeza y contradicción. Todos, a pesar de sus profundas diferencias ideológicas, coinciden en que se ha alterado la esencia del lugar, que dichas estatuas han estado siempre allí y que nunca fueron centro de polémica, pues fueron puestas porque representan la lucha de los estados del sur.

La esclavitud ha sido otra de las grandes invitadas al debate. Hay quienes sostienen que estos monumentos representan una especie de traición a las leyes que derogaron la esclavitud y unificaron los territorios en un solo país. Como suele suceder en estas situaciones, la ambigüedad es usada por ambos bandos para justificar sus razones. Y más aún después de la desgraciada muerte de una persona, y el numeroso grupo de heridos que buscaba expresar su rechazo a los supremacistas.

Pero todas estas críticas se diluyen cuando se consulta la Constitución estadounidense, en la que la libertad es el derecho fundamental que rige el orden social del país. Por lo que concentraciones del tipo que sean pueden llevarse a cabo, basadas en este principio. Así como de insólito es en este momento que siga habiendo milicias por citar otro ejemplo, contemplado en la enmienda II: “Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas.” Así lo vimos en el Rally de Charlottesville, las milicias de los supremacistas, hombres en trajes de camuflajes portando armas largas, sin ningún pudor. Un como un neonazi tiene el derecho de llamar a asambleas, concentrarse y organizar eventos como existe el derecho a foemar milicias.

La libertad en Estados Unidos tiene un precio y algunas veces ese precio es alto. El tener libertad de expresión, de clero o de ideología, lleva consigo el riesgo de que sea permisible casi todo. El cambio que experimentó Estados Unidos durante la administración Obama puede ser visto positivamente por Europa y otras e incluso un porcentaje de nacionales muy considerable. Sin embargo, esos cambios despertaron sentimientos de rechazo en diversos grupos conservadores, unos más ultras que otros. Pero algo que pudimos comprobar en nuestras conversaciones con los ciudadanos de Charlottesville es que hay mucha gente que prefiere vivir bajo valores más tradiciones, y que a pesar de los milenios se sienten más identificados con la inclusión y la diversidad y hay quienes sienten que lo que se suele llamar avance y progresismo en realidad constituye un retroceso en el orden moral y social de la nación.

Para poder entender esto a fondo se debe reflexionar sobre cómo vive un estadounidense medio. Sus preocupaciones se centran en trabajar y sacar adelante a su familia. Con pocas aspiraciones sociales, porque no es valor arraigado de este pueblo, se puede vivir una vida en la que, de lunes a viernes o sábado según los casos, se trabaja, y el domingo se va a la iglesia. Así transcurre la vida de la mayor parte de los ciudadanos, donde además muchos de ellos no tienen ningún interés por viajar fuera de sus fronteras. Estados Unidos es más que las ciudades iconos de la costa este y oeste. Y parte de ese conglomerado social que puso en la presidencia a Donald Trump, es el que hoy se opone a que esas estatuas sean quitadas, o quienes añoran que se retome un poco del conservadurismo al que estaban acostumbrados.

Paradójicamente Trump es un presidente republicano, que nunca fue conservador, pero que obtuvo la silla presidencial por un cúmulo de circunstancias que lo favorecieron. Hoy la lucha sigue más encarnizada que nunca dentro de las filas de su propio partido por parte de quienes temen que él pueda quebrantar ese orden establecido y dar cabida a grupos extremistas, como estos supremacistas. Mientras que la oposición intenta retomar espacios con críticas incansables a cada falta de Trump. Por extraño que parezca, esta sociedad se está debatiendo entre estas dos opuestas ideologías tan diferentes. En lo que sí coinciden ambas es en estar convencidas de ser la correcta, por lo que la lucha se mantendrá, muy a pesar de las torpezas e ignorancias de Trump.