Los lugareños del pueblo manchego desde el que escribo estas líneas no sonríen a menudo. Es algo chocante. En mi familia somos muy liberales con las sonrisas. Las regalamos con cualquier pretexto: cuando nos cruzamos con alguien, cuando nos ceden el paso, cuando nos dan las vueltas de la compra. Aquí, en cambio, reservan esas expansiones para ocasiones especiales. Es más, si una joven no exhibe en todo momento una expresión adusta, es probable que la acaben mirando mal. “¿Te has fijado? Será desvergonzada…”
Los estadounidenses lo pasarían fatal aquí. Un estudio publicado el año pasado revela que sus políticos y empresarios sonríen mucho más que los de otros países, lo que no solo da lugar a divertidos malentendidos. Poco después de abrir en Alemania, Wal-Mart tuvo que pedir a sus dependientes que no fueran tan simpáticos como en Arkansas, porque muchos clientes lo interpretaban como un intento de flirteo.
Y los alemanes no son los más estirados. El estudio escrutaba las gesticulaciones de líderes de varias nacionalidades y resulta que los que menos sonríen son los chinos. ¿Por qué? No hace tanto, Mao los mataba de hambre y hoy se han convertido en la primera potencia económica. ¿No es un motivo para estar contentos?
El último Informe Mundial de la Felicidad dedica un capítulo a analizar cómo ha evolucionado el ánimo de los chinos en el último cuarto de siglo y concluye que, a pesar del tremendo crecimiento experimentado, no han recuperado los niveles de satisfacción de principios de los 90. Su tesis es que la introducción de las reformas obligó a despedir a dos terceras partes de los empleados públicos, al tiempo que desmantelaba la precaria red de seguridad social. El resultado fue un estado general de ansiedad del que solo ahora empiezan a reponerse.
Pero las malas rachas de la economía no son un buen predictor de felicidad. De lo contrario, no se entendería cómo los latinoamericanos, en general, y los hondureños, en particular, son los ciudadanos más positivos del planeta.
Del mismo modo, tampoco hay que inferir de la apariencia alegre de un sujeto que sea dichoso. Los estadounidenses y los alemanes están prácticamente empatados en el ranking de la felicidad (6.993 y 6.951 puntos, respectivamente) y no pueden ser más distintos a la hora de manifestar sus emociones.
Olga Khazan cree que el factor determinante es la diversidad cultural. “En las naciones con mucha inmigración [como Estados Unidos] se sonríe más porque es un modo de estrechar vínculos. […] Nuestros antepasados suecos querían hacerse amigos de sus vecinos italianos”, pero “no sabían decir buongiorno”, así que forzaban un gesto de cordialidad.
Los chinos son, por contra, una nación más homogénea, igual que los lugareños del pueblo desde el que escribo. No es que les caiga mal. Es un tema cultural. No se lo tenga en cuenta.