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INTERREGNUM: Sorpresa en Tailandia. Fernando Delage

Aunque se esperaba que las elecciones legislativas del pasado 14 de mayo concentraran un importante voto de protesta contra el gobierno de Prayut Chan-o-cha, el exgeneral responsable del golpe de Estado de 2014, los resultados fueron sencillamente demoledores para los militares. Los dos partidos apoyados por estos últimos lograron 76 escaños, mientras que los grupos reformistas sumaron 315 diputados. La sorpresa no quedó ahí: pese a la expectativa de que Pheu Thai (el partido vinculado al exprimer ministro Thaksin Shinawatra, y ganador de todas las elecciones de las dos últimas décadas) sería el más votado, se vio superado por Avanzar, partido fundado hace sólo tres años y liderado por Pita Limjaroenrat, un joven empresario de 42 años, formado en Harvard y el MIT.

No sólo se ha pronunciado la sociedad tailandesa a favor de las reformas, sino que parece haberse superado el enfrentamiento mantenido durante veinte años entre el establishment conservador y los seguidores del populista Thaksin; entre los popularmente conocidos como “camisas amarillas” y “camisas rojas”, respectivamente. Una tercera fuerza ha entrado en escena, y el extraordinario apoyo que ha conseguido se explica por su promesa de reducir el papel de los militares y de la monarquía en la política nacional, además de por sus propuestas de reforma del sistema educativo y otros programas sociales. Avanzar se comprometió a no formar coalición con ninguna fuerza ligada a los generales y a abolir el delito de lesa majestad, que prohíbe toda crítica a la corona.

Su éxito no significa, sin embargo, que pueda formar gobierno y hacer realidad su agenda política. Según la Constitución de 2017, redactada tras el último golpe, las fuerzas armadas nombran a la totalidad de los 250 miembros del Senado, cámara que, junto a los 500 diputados, participa en la elección del primer ministro. Al no contar con los 376 escaños necesarios para su investidura, Pita tiene un plazo de dos meses para ampliar sus socios. Ahora bien,  si traiciona su compromiso de no aliarse con fuerzas promilitares, no podrá reformar la monarquía ni tampoco sostener su credibilidad. Si, por otra parte, los militares bloquean la formación del gobierno reclamado en las urnas, se crearán las condiciones para una nueva espiral de enfrentamiento civil.

Los antecedentes no dan muchos motivos para el optimismo. Con una media de un golpe de Estado cada nueve años desde 1932, en Tailandia se han producido ciclos de restauración democrática, seguidos poco después por una nueva intervención de las fuerzas armadas. Es posible, no obstante, que estas elecciones hayan marcado un punto de inflexión al confirmar el hartazgo de los tailandeses con el orden establecido; un hecho que el ejército y los intereses próximos a la casa real no podrán ignorar.

La voluntad de cambio político no aparece sólo vinculada por lo demás a la estructura nacional de poder. Los militares se han mostrado incapaces de frenar el deterioro de la segunda economía del sureste asiático, que ha quedado al margen de los acuerdos de integración comercial. Han sido Vietnam y otros vecinos quienes han atraído la inversión extranjera. También han hecho perder al país su tradicional liderazgo diplomático regional, a la vez que han obstaculizado la presión exterior sobre la junta militar birmana, y debilitado la relación con su aliado norteamericano. La consecuencia ha sido una mayor dependencia de Pekín; otra circunstancia que cambiaría de restaurarse un régimen pluralista. La transición a una democracia estable sería, por último, un ejemplo para los Estados del sureste asiático, como ya lo fue la revolución popular de Filipinas que, en 1986, acabó con la dictadura de Ferdinand Marcos. Ese resultado no se repitió en otros casos (en Myanmar, por ejemplo, condujo a una mayor represión), pero es innegable que, en 2023, las demandas de cambio no son monopolio de los tailandeses.

INTERREGNUM: La coronación de Xi. Fernando Delage

Tal como estaba previsto, el XX Congreso del Partido Comunista Chino concluyó el pasado domingo encumbrando la figura de Xi Jinping. Comienza su tercer mandato como secretario general y presidente de la Comisión Central Militar (y—a partir de marzo próximo—como presidente de la República), tras haber dedicado una década entera a consolidar su poder hasta extremos que resultaban inimaginables cuando sucedió a Hu Jintao a finales de 2012. La aparente “purga” de este último ante las cámaras, y en presencia de los más de 2.000 delegados en el Congreso, da una idea del tipo de líder ante el que nos encontramos. Occidente debe prepararse para una China hostil, cuyo comportamiento estará guiado por una peligrosa combinación de ideología y nacionalismo.

Aunque el Congreso no nombró a Xi presidente del Partido como se especulaba—es un cargo que nadie ha desempeñado desde 1982—, sí ratificó su estatus como “núcleo central” de la organización, e incorporó su “pensamiento” a los estatutos, equiparando así su cuerpo doctrinal al de Mao (las ideas de los restantes líderes tienen la categoría inferior de “teoría”). La composición del nuevo Comité Central, y por tanto del Politburó y de su Comité Permanente es, no obstante, la mejor ilustración de la capacidad de maniobra de Xi. Como revelan tres hechos—la retirada política de quien ha sido primer ministro durante los últimos diez años, Li Keqiang; la salida asimismo del Comité Permanente de Wang Yang, pese a no haber llegado aún a la edad de jubilación; y el humillante trato dispensado a Hu Jintao en la clausura del Congreso—, Xi ha liquidado a las Juventudes Comunistas como facción rival. Se ha rodeado únicamente de cargos leales, entre los que—por razones de edad—tampoco parece encontrarse su potencial sucesor. Las circunstancias conducen por tanto a pensar que Xi obtendrá un cuarto mandato tras el XXI Congreso en 2027.

Las esperanzas de que, en su intervención, Xi planteara la necesidad de un giro en política económica y una diplomacia más pragmática se han visto por otro lado frustradas. Confirmando su obsesión por el control absoluto de la economía—como de la política y la sociedad—, el máximo dirigente chino hizo hincapié en el imperativo del intervencionismo público y de la “prosperidad común”, denunciando una vez más el “desviacionismo” del sector privado. La corrección de las desigualdades sociales es, con todo, tan prioritario como la urgencia de minimizar la dependencia de los mercados occidentales para adquirir una independencia tecnológica propia. Es esta última una batalla que China ganará, dijo Xi, en una nada velada reacción a las últimas medidas de la administración Biden que prohiben la exportación de semiconductores a la República Popular.

Los nubarrones en el entorno exterior fueron por ello extensamente identificados por Xi, sin ningún atisbo de cesión. Reiteró la posibilidad del uso de la fuerza contra Taiwán en caso necesario, y la continuidad de una política exterior en la que va a resultar inevitable la confrontación con Estados Unidos—al que en ningún momento nombró—, y el simultáneo refuerzo de la asociación con las naciones del mundo emergente.

“Seguridad” fue el término más empleado por Xi en la presentación de su informe ante el Congreso. Un concepto obsesivo, vinculado a la necesidad de control político e ideológico que permita situar a China como principal potencia mundial hacia 2049. Pero puede que Xi se equivoque. Haber roto todas las reglas impuestas en los años ochenta por Deng Xiaoping para evitar la irrupción de un nuevo Mao—limitación de mandato, liderazgo colectivo, etc.—le puede proporcionar un poder personal sin precedente, pero gobernará una China más aislada, enfrentada a Occidente y a la mayor parte de sus vecinos. Ese poder tampoco le servirá para resolver el rápido envejecimiento de la población, los desequilibrios medioambientales, o el fin de un alto crecimiento económico. Problemas todos ellos que, como alternativa, pueden conducir a Xi hacia un nacionalismo beligerante y, con él, hacer de China una grave amenaza para la estabilidad regional y global.

El G7 le planta cara a Beijing. Nieves C. Pérez Rodríguez

Los últimos días del mes de junio nos han dejado una fotografía distinta del mundo de la que teníamos hace tan sólo 6 meses atrás. Comenzando con la cumbre del G7 en Baviera y continuado con la Cumbre de la OTAN en Madrid. Las naciones poderosas que comparten valores democráticos comunes están mostrado músculo e intentando fortalecer el frente contra Putin pero también contra cualquier amenaza a los valores y las libertades que se establecieron después de la II guerra mundial.

La agenda del G7 tuvo como centro los temas más preocupantes del momento: la economía mundial (que se encuentra muy afectada por la pandemia), la seguridad alimentaria (que a razón de la guerra de Ucrania ha entrado en una situación de incierto e inseguro abastecimiento), la política exterior y de seguridad (y la necesidad de que se respete la soberanía de las naciones y los principios establecidos en la Carta de Naciones Unidas), el multilateralismo y la sostenibilidad así como la necesaria e inminente transformación digital del mundo.

Así mismo Alemania, Canadá, Francia, Italia, Japón, Reino Unido y los Estados Unidos discutieron un tema clave sobre cómo mantener sancionado el petróleo ruso pero que, sin que con ello se mantenga disparado y descontrolado el valor del petróleo en el mercado internacional, con el efecto negativo que eso tiene sobre la ya golpeada economía post pandemia.

Sin embargo, la respuesta más contundente del G7 es la propuesta para contrarrestar la iniciativa de la nueva ruta de la Seda presentada por Xi Jinping en el 2013 y cuyo objetivo es la movilización de 600 mil millones de dólares en fondos para el mundo en desarrollo en un movimiento visto como contraataque al plan “Belt and Road Iniciative” por su nombre en inglés.

La gran novedad aquí es que por primera vez se hace un reconocimiento desde los miembros de las economías más fuertes del planeta acerca del peligro que representa China como competidor. Y no porque Beijing no tenga el derecho a competir en el mercado internacional sino por el uso de las prácticas malignas del partido comunista chino que acaban teniendo un efecto devastador en economías dependientes, como es el caso de muchos países africanos, latinoamericanos e incluso asiáticos.

Fernando Delage afirmaba en un artículo publicado el 8 de junio de este año por 4Asia que China es el primer socio comercial del continente africano, su principal acreedor y el primer inversor en el desarrollo de sus infraestructuras, tanto físicas como digitales. Y continúa aportando data comercial entre ambas, de un comercio de apenas unos 10.000 millones de dólares en el año 2000 se multiplicaba a 254.000 millones de dólares al 2021.

La financiación de infraestructuras chinas a priori parece ser parte de una política al desarrollo al estilo de las que ha concedido occidente, pero en el caso chino los préstamos castigan a las economías receptoras con altísimos intereses, el desarrollo de los proyectos chinos no se tiene en cuenta el medio ambiente ni el beneficio para la nación receptora. Además, los créditos concedidos por Beijing llevan consigo unos objetivos políticos claros y una estrategia de proyección global para hacer frente a la influencia de occidente, que valga decir ha venido en declive.

Razón por la cual, Ursula Von Der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, dijo en la cumbre que el objetivo del G7 con “la propuesta era presentar un impulso de inversión positivo y poderoso al mundo para mostrar a los países que tienen una opción distinta”, básicamente distinta a China y sus conocidos “créditos trampa”.

La bipolaridad se ha restablecido y las opciones sobre la mesa están sustentadas básicamente en los valores que ofrece cada contrincante. Por un lado, está occidente intentando apoyar medianamente a Kiev que está sirviendo como escudo al resto de Europa, en mantener a flote los valores democráticos en la región y por tanto en el mundo. Mientras que por el otro lado está Moscú apostando por una guerra inútil que los puede arruinar y un Beijing que no ha hecho más que mostrar su esencia durante los años de pandemia, imponiendo formidables restricciones en cada fase y que, en efecto, parece que continuarán en los siguientes cinco años, tomando Hong Kong y con la mira puesta en Taiwán que, a pesar de las advertencias no hacen más que continuar violando su espacio aéreo y marítimo.

La OTAN, por su parte, también muestra avances en esa alineación en cada bando, con el levantamiento del veto de Turquía a Finlandia y Suecia para entrar en la organización que, a finales del 2021, fue tildada de agónica pero que hoy renace con más fuerza su razón y sentido.

El precio de vivir en libertad hay que pagarlo y de no hacerlo toca pagar el de vivir bajo regímenes autoritarios que oprimen, controlan y no dejan progresar a sus ciudadanos bajo el libre albedrio…

INTERREGNUM: Marcos 2.0. Fernando Delage

Si la regresión de la democracia es un fenómeno global desde hace unos 15 años, especialmente preocupante resulta su retroceso en el sureste asiático. Con una población mayor que la de la Unión Europea y equivalente a la de América Latina, su crecimiento económico sostenido durante décadas no ha conducido a la liberalización política que cabía esperar. Más bien al contrario: la región es un ejemplo de resistencia autoritaria, incluso donde se celebran regularmente elecciones. Si experiencias de transiciones democráticas han sido revertidas en Tailandia y Myanmar, ambas en manos de sus fuerzas armadas, otras se encuentran en grave peligro, como Indonesia y, muy especialmente, Filipinas.

Fue en este último país donde se produjo la primera transición, en 1986. Las manifestaciones populares y la presión de Estados Unidos condujeron a la renuncia del dictador Ferdinand Marcos después de 21 años en el poder, ocho de ellos bajo ley marcial. Da una idea del estado de la vida política nacional que, tres décadas y media más tarde, sea su hijo Ferdinand Jr., quien previsiblemente se convertirá en el nuevo presidente tras las elecciones de esta semana. “Bongbong” Marcos sucede así a Rodrigo Duterte (la presidencia se limita a un único mandato de seis años), acompañado—otro dato revelador—por la hija de este último, Sara Duterte, como vicepresidenta, y con el apoyo de otras dinastías políticas vinculadas a otros dos presidentes anteriores: Joseph Estrada y Gloria Macapagal Arroyo. Se trata de una alianza que permitirá a estas familias controlar tanto el gobierno como la legislatura, y quizá acabar con lo que queda de democracia en el archipiélago.

Estas eran por tanto las elecciones más importantes desde la transición. Aunque han concurrido numerosos candidatos, sólo dos tenían posibilidades de victoria: Ferdinand Marcos Jr., y la vicepresidenta saliente, Leni Robredo, del Partido Liberal. Los sondeos mostraban desde hace semanas, no obstante, una clara diferencia a favor del primero. Pese a la gravedad de los problemas nacionales—el impacto económico de la pandemia, la corrupción o la desigualdad social—, las elecciones se han centrado en gran medida en la personalidad de los candidatos. Como congresista, senador y gobernador provincial, Marcos Jr. suma muchos años de experiencia política, pero su apoyo popular se debe a la promesa de restaurar la “era dorada” de su padre, acompañada por el recurso a la desinformación en las redes sociales, una práctica en la que Duterte ha sido un consumado maestro. Aunque Robredo ha hecho hincapié repetidamente en que la democracia filipina está en peligro, su mensaje no ha logrado imponerse sobre las tácticas electorales y las redes clientelares de Marcos y sus aliados.

Si la guerra extrajudicial de Duterte contra las drogas supuso el abandono por el gobierno de los principios constitucionales más básicos—sin perder por ello una extraordinaria popularidad—, su acercamiento a China modificó asimismo la continuidad de la política exterior de este aliado fundamental de Estados Unidos. Marcos Jr. ha mantenido esa misma relación de proximidad a Pekín—mayor socio comercial, segundo inversor exterior y segunda fuente de turistas extranjeros para el país—, aunque una opinión pública contraria a unos vínculos demasiados estrechos condicionarán su margen de maniobra. No es descartable en consecuencia que se recuperen los lazos con Washington, siempre defendidos por las fuerzas armadas y los diplomáticos filipinos pese a los daños causados por el presidente anterior. El problema para la administración Biden será, como ya ocurre con otras naciones del sureste asiático, cómo sumar socios a una política de contraequilibrio de la República Popular sin tener que mirar para otro lado frente a esta trágica derrota del pluralismo.

INTERREGNUM: Democracia y estrategia china. Fernando Delage

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha caracterizado la rivalidad entre Estados Unidos y China como una batalla entre democracia y autoritarismo. Aunque se trata, sin duda, de uno de los elementos que definen la confrontación entre ambas potencias, la realidad es sin embargo mucho más compleja. No sólo se parece poco esta competición ideológica a la que enfrentó a Washington y Moscú durante la guerra fría, sino que elevar la retórica de hostilidad a este terreno obstaculiza las posibilidades de cooperación frente a los grandes problemas globales, como el cambio climático o las pandemias. Lo que es más grave, complica la propia estrategia china de la Casa Blanca. La razón es que la erosión de la democracia y el ascenso de China no son dos asuntos que vayan siempre por vías paralelas.

La ambición de Biden de promover el fortalecimiento de las democracias no sólo es admirable, sino necesaria. Pero el mayor desafío a los regímenes liberales no proviene de China (o de Rusia), sino que tiene un origen interno: las amenazas a la separación de poderes, las violaciones del Estado de Derecho, los populismos identitarios y el abandono de la deliberación racional, así como la polarización política que alimentan los medios digitales. El reto, como el propio Biden ha señalado, consiste en corregir las fuerzas autocráticas demostrando la eficacia de las democracias a la hora de hacer frente a los problemas que han causado la creciente desconfianza popular en instituciones y partidos políticos tradicionales.

La injerencia externa y las estrategias de desinformación de actores internacionales es un peligro contra el que las democracias deben actuar de manera conjunta. Esa cooperación debe consistir, no obstante, en dar forma a instrumentos e iniciativas concretas que mitiguen esos riesgos, más que en un discurso genérico de denuncia de un fenómeno, el autoritarismo, que quizá no sea la clave fundamental de lo que está en juego. En el caso de China, la competición es ante todo geopolítica, económica y tecnológica, y no desaparecería si la República Popular se convirtiera en una democracia. El aumento de su poder y el nacionalismo son, en este caso, factores más decisivos que la naturaleza de su régimen político.

Al contrario que la Unión Soviética, China no pretende ni derrotar a Estados Unidos ni exportar su ideología por el planeta. No hay, tampoco, un choque de sistemas incompatibles entre sí; por el contrario, se trata de una competición entre diferentes modelos económicos en un mismo sistema capitalista global. El autoritarismo chino requiere por supuesto la debida vigilancia con respecto a su proyección exterior, pero sería un error pensar que el apoyo de Pekín a Estados iliberales refleja la intención de construir una coalición contra el mundo democrático. No son valores políticos, sino intereses estratégicos los que llevan a China a acercarse a Rusia y a otros actores.

Variables del mismo tipo son las que explican que Biden haya invitado a unos países y no a otros a la cumbre de la semana pasada. Aun siendo la defensa del liberalismo un objetivo irrenunciable, ¿es realmente la democracia la que guía su estrategia asiática? Si la prioridad es la estrategia hacia China, no parece importar entonces contar con una India cada vez menos pluralista, con un sistema de partido único como Vietnam, o con determinadas juntas militares. Otros, como Indonesia, Singapur, Corea del Sur incluso, mantienen sus reservas sobre una iniciativa que puede provocar nuevas divisiones.

En último término, en lo que representa un debate de más largo alcance, China obliga a Occidente a realizar un ejercicio de introspección. Por primera vez en generaciones, las democracias se encuentran frente a rivales ideológicos, pero también capitalistas, que pueden demostrar eficacia de gestión, armonía social y visión estratégica a largo plazo. Para prevalecer sobre ellos, la democracia liberal debe renovarse. La cuestión es cómo hacerlo cuando en las sociedades occidentales prima la fragmentación y la defensa de las causas de las minorías sobre los intereses comunes y compartidos. Los países asiáticos en su conjunto—los democráticos y los que no—han sabido articular mejor la relación entre individuo y comunidad, una cuestión quizá más relevante que el tipo de sistema político para asegurar a largo plazo la estabilidad, la prosperidad, y también la libertad. Como escribe Jean-Marie Guéhenno en su último libro (Le premier XXIe siècle, Flammarion, 2021), para que haya una democracia primero tiene que haber una sociedad.

 

INTERREGNUM: Todos contra China. Fernando Delage

Seis meses después de su toma de posesión, el viaje a Europa del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, marca un momento decisivo en la construcción de su política exterior. Sus dos grandes ejes ya estaban definidos: el primero, responder al desafío que representan las potencias autoritarias para el futuro de la democracia en el mundo; el segundo, articular una estrategia multidimensional frente al ascenso de China. Las democracias, más allá de la defensa de los valores pluralistas, deben también demostrar que son eficaces a la hora de gestionar los problemas de sus sociedades. Con respecto a China, Washington debe encontrar un equilibrio entre confrontación y cooperación. Sentadas las bases de la “doctrina Biden”, el siguiente paso consiste en dar forma a una estructura diplomática que permita lograr tales objetivos, para lo que resulta indispensable la colaboración de sus socios.

Si Trump debilitó la cohesión de Occidente como comunidad política, Biden quiere demostrar su necesidad en el mundo del siglo XXI, adaptando las alianzas de Estados Unidos a los cambios que se han producido en el equilibrio global de poder. Biden empezó por Asia, convocando—en marzo—la primera reunión a nivel de jefes de Estado y de gobierno del Quad, y recibiendo posteriormente en Washington a los primeros ministros de Japón y de Corea del Sur. Mientras se avanza en la posible ampliación del grupo a un “Quad Plus”, la administración norteamericana ha avanzado simultáneamente en el frente interno. El pasado martes, el Senado aprobó la “U.S. Innovation and Competition Act”, que destinará más de 250.000 millones de dólares a la investigación en inteligencia artificial, computación cuántica y semiconductores, entre otras áreas, con el fin de mantener una ventaja competitiva sobre China. También la semana pasada, el Pentágono anunció el fin de los trabajos de la China Task Force que, en enero, recibió el encargo de proponer las líneas maestras de la estrategia a seguir hacia la República Popular, aunque sus conclusiones permanecen clasificadas.

La reuniones del G7 y de la OTAN y la cumbre Estados Unidos-Unión Europea tienen como objetivo avanzar en esa misma dirección. Al invitar a Cornualles a India, Australia, Corea del Sur y Suráfrica, el G7 ha lanzado un claro mensaje político por parte de un conjunto de democracias que representan a más de 2.200 millones de habitantes del planeta y más de la mitad del comercio global. Mientras los dirigentes chinos—al igual que Putin—alimentan un discurso sobre el declive de Occidente y la “obsolescencia” del liberalismo, los participantes en la cumbre acordaron la puesta en marcha de su propia alternativa a la Nueva Ruta de la Seda de Pekín. Y, por primera vez en un comunicado final del grupo, se hizo referencia a “la importancia de la paz y estabilidad en el estrecho de Taiwán”; se expresó la “grave preocupación por la situación en los mares de China Oriental y Meridional”; y se manifestó la “oposición a todo intento dirigido a cambiar unilateralmente el statu quo e incrementar las tensiones”. Se solicitó asimismo de China el respeto a los derechos humanos en Xinjiang, y a las normas que establecen la autonomía de Hong Kong.

China ha sido también tema central en la cumbre de la OTAN en Bruselas el 14 de junio, aún no concluida al redactarse estas líneas. Aunque la República Popular no apareció en ningún documento oficial de la organización hasta diciembre de 2019, su secretario general, el noruego Jens Stoltenberg, ya había anticipado que, en los trabajos para la elaboración de la próxima revisión estratégica (“NATO 2030”), no pocas de las propuestas están relacionadas con el gigante asiático, como la creación de un Consejo OTAN-Pacífico, el establecimiento de una relación formal con India, o una vinculación con el Quad. La dificultad estriba, no obstante, en que dichas iniciativas puedan contar con el consenso de todos los Estados miembros.

Algo similar ocurre en la Unión Europea. Aunque ésta propuso una nueva agenda transatlántica nada más ganar Biden las elecciones, y comparte con la Casa Blanca la urgencia de “la cuestión China”, las diferencias son innegables. Washington quiere contar con la UE en su estrategia hacia Pekín, pero Bruselas prefiere optar por un camino menos beligerante que no ponga en riesgo sus intereses económicos. En la cumbre del 15 de junio se espera lanzar un Consejo sobre Comercio y Tecnología que permitirá actuar de manera coordinada en asuntos como las exigencias de acceso al mercado chino o la promoción de estándares tecnológicos conjuntos. Es ésta una aproximación técnica y gradual que contribuirá a mitigar las divergencias políticas de fondo entre ambos socios.

Las discusiones de una intensa semana permiten pues concluir que se van consolidando los esfuerzos dirigidos a construir un enfoque compartido por el mundo democrático sobre China, y a reorientar el eje geográfico de sus preocupaciones estratégicas hacia el Indo-Pacífico. La evolución política de Occidente abre una nueva etapa al integrarse, bajo distintos formatos, en una misma coalición global con las democracias de Asia.

INTERREGNUM: Washington y sus aliados. Fernando Delage

Aunque el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha marcado claras diferencias con respecto a la administración anterior, China es una notable excepción: al igual que su antecesor, ha situado la competición con la República Popular en el centro de la política exterior norteamericana. Tras indicar nada más tomar posesión que no tenía intención de eliminar las sanciones comerciales impuestas por Trump, su secretario de Estado calificó la detención de la población uigur de Xinjiang como “genocidio”, y su consejero de seguridad nacional, Jake Sullivan, denunció el asalto a la autonomía a Hong Kong. En su intervención ante la Conferencia de Seguridad de Munich el mes pasado, Biden insistió en que Estados Unidos tenía que reaccionar frente a “los abusos y la coerción económica de China que erosionan los cimientos del sistema económico internacional”. Y añadió: “nos encontramos ante un debate fundamental sobre el futuro del mundo; entre quienes consideran que el autoritarismo es el mejor modelo y quienes comprenden que la democracia es esencial”.

Algunas de estas ideas aparecen incluidas en el documento que recoge las primeras orientaciones sobre la estrategia de seguridad nacional, y que dio a conocer la Casa Blanca el 3 de marzo. A la espera de la formulación estratégica más detallada que propondrá, en un plazo de cuatro meses, la comisión creada al efecto en el Pentágono, Washington define en el texto a China como “el único competidor capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para plantear un desafío sostenido a un sistema internacional estable y abierto”. No es una descripción muy distinta de la ofrecida por la Estrategia de Defensa Nacional firmada por Trump en enero de 2018.

Hay una gran diferencia, sin embargo. Biden cree que puede articular una política mucho más eficaz desde un enfoque multilateralista y apoyándose en sus socios y aliados. Para su equipo, el imperativo es obvio: Washington no podrá equilibrar el poder de China en el Indo-Pacífico, dar la batalla de las ideas frente a líderes autoritarios, ni definir los estándares globales de las nuevas tecnologías si no es mediante la formación de distintas coaliciones. El problema, no obstante, es que esos aliados pueden tener diferentes prioridades, que Pekín cultiva con habilidad.

Aunque la opinión sobre China se ha endurecido en muchos países, los aliados europeos de Estados Unidos rechazan una política de confrontación con Pekín. Cuando se cumplen justamente dos años de la adopción de las orientaciones estratégicas de la Comisión Europea que definieron a la República Popular simultáneamente como, “socio”, “competidor económico” y “rival sistémico”, Bruselas y los Estados miembros aún no han adaptado medidas concretas. La prioridad de las relaciones económicas—que Alemania en particular no oculta—explica el escepticismo sobre una rivalidad definida sobre la base de los valores políticos. La experiencia de los últimos cuatro años y la polarización política de Estados Unidos—reflejada en los 75 millones de votos conseguidos por Trump y el asedio al Capitolio—obligan por otra parte al Viejo Continente a continuar avanzando en el desarrollo de sus propias capacidades.

Biden quiere por otra parte reforzar el Diálogo Cuadrilateral de Seguridad (QUAD) como uno de los pilares fundamentales de su política hacia el Indo-Pacífico. El 18 de febrero ya se produjo una reunión del grupo, en la que éste denunció cualquier intento chino de alterar el statu quo de la región por la fuerza. Pero el gran juego estratégico en Asia es económico más que militar, como reveló el reciente acuerdo sobre la Asociación Económica Regional Integral (RCEP en sus siglas en inglés), que sitúa a China en el centro del mayor bloque comercial del planeta.

Sin perjuicio de aspirar a reducir las tensiones con Washington, para Pekín es vital reforzar las relaciones con sus Estados vecinos y apoyar una creciente independencia europea con el fin de prevenir la formación de una alianza anti-China por Estados Unidos. Toda estrategia de Biden puede encontrarse por tanto con una contraestrategia china ya en curso, basada en buena medida en el atractivo de su inmenso mercado y sus incentivos financieros.

China: el gran debate

¿Supone China una amenaza existencial o solamente un reto comercial (económico y tecnológico) para las formas de vida, el bienestar y la manera de gestionar de las sociedades occidentales y aquellas que apuestan por un modelo clásico de democracia? Ese es, en el fondo, el debate presente entre expertos, analistas, asesores y consejeros de los gobiernos.

Para una parte de la Administración de Estados Unidos la amenaza es existencial, ya que estiman que de ganar China, quieran o no y es dudoso que no quieran, se produciría un cambio en el que el intervencionismo estatal, el refuerzo de las concepciones colectivistas por encima de los individuos y el autoritarismo más o menos paternalista serían las columnas vertebrales. No hay que perder de vista que la pandemia, la incertidumbre que crea, la debilitación de referencias sociales y el crecimiento de las supersticiones están fortaleciendo la exigencia de decisiones autoritarias que eximan a los individuos de compromisos y responsabilidades personales. China representa un modelo autoritario y despótico con supuesto éxito económico en las últimas décadas y eso resulta atractivo para quienes, como en el fútbol, defienden que lo importante es el resultado.

En el otro lado están quienes piensan que China supone un reto económico-tecnológico manejable y con ellos la mayoría de los gobiernos y la opinión pública europea, instalada en el relativismo moral y político y, probablemente aterrada (y con culpa) del pasado criminal del continente ha convertido en dogma de que es preferible ceder algo a un enfrentamiento. En la base de este pensamiento hay factores psicológicos determinados por la historia, falta de principios claros y un autocomplacencia vecina de la soberbia. Da la sensación de que China está más cómoda en este segundo escenario porque gana tiempo, avanza posiciones y se instala en el discurso tramposo de que los agresivos son los otros.

La cuestión es importante porque de la respuesta que se plantee dependen qué recursos, qué instrumentos, qué alianzas  y qué compromisos se ponen en marcha. Y, a la vez, la respuesta es complicada porque en cualquiera de los casos un error puede llevar a una catástrofe sin precedentes

Taiwán progresa en democracia y Beijing avanza en autocracia. Nieves C. Pérez Rodríguez

Taiwán comenzaba 2020 reeligiendo a su presidenta Tsai Ing-wen con más de 8.1 millones de votos, lo que representan el 57% del electorado, contra 38,6% de su oponente. La dirigente ha consolidado los valores identitarios de los ciudadanos como “taiwaneses, ha enfatizado el carácter y los valores democráticos de Taiwán y ha despertado un sentir en los jóvenes, quienes no están dispuestos a sacrificar su modo de vida y su libertad por las pretensiones del Partido Comunista Chino.

A mediados de la semana pasada, Tsai tomaba posesión por segunda vez de la oficina presidencial de Taiwán en un ceremonial acto que contó con pocos asistentes debido a la pandemia, pero en cuya sustitución fueron enviados cartas oficiales, mensajes digitales y  videos publicados en las redes sociales. Un total de 47 dignatarios entre los cuales resaltan los aliados de la isla (Alemania, Italia, Francia, República Checa, Filipinas, Reino Unido, Corea del Sur, Singapur, Estados Unidos, entre otros).

En un discurso lleno de optimismo y en el que Tsai reconoció el avance conseguido, “en los últimos 70 años Taiwán se ha vuelto más resistente y unificado debido al gran número de desafíos que hemos afrontado. Hemos resistido la presión de la agresión y la anexión. Hemos pasado del autoritarismo a la democracia. Aunque alguna vez estuvimos aislados en el mundo, siempre hemos estado al lado de los valores de democracia y libertad, a pesar de las dificultades…”, mientras enfatizaba en la necesidad de poseer una capacidad asimétrica defensiva, “una fuerza de reserva y un sistema de movilización más fuerte, así como un sistema militar más avanzado y apropiado para la isla…” -estos últimos aspectos remarcados como claves por Washington en numerosas ocasiones-.

Tsai se define a sí misma como la defensora de los valores liberales de Taiwán. Y lo cierto es que no lo ha tenido fácil, pues China los ha ido cercando por todos los costados, sobre todo el diplomático, terreno en el que Beijing aprovecha de sus favores económicos a otras naciones para pedir el desconocimiento de Taipéi como ente internacional. Así como en el geopolítico con violaciones de su espacio marítimo o aéreo. 

En medio de la pandemia, Beijing no ha parado sus planes de controlar el Pacífico. Por el contrario, han continuado conduciendo ejercicios militares cerca de Taiwán. De acuerdo con Bonnie Glaser y Matthew Funaiole en un artículo publicado el 15 de mayo en  Foreing Policy, en lo que va de año, afirman, las Fuerzas Armadas y Navales del Ejército Popular de Liberación -chino- han ejecutado al menos diez ejercicios incluido incursiones en el espacio aéreo taiwanés.

Aunque estas provocaciones no son nuevas, pues desde finales del 2016 se tienen informes de buques chinos navegando alrededor de la isla, o en marzo del 2019 atravesaron deliberadamente el espacio aéreo con aviones de combate J-11, por primera vez en veinte años. Y en marzo pasado volvieron a observarse unos raros ejercicios nocturnos conducidos por aviones sobre aguas del suroeste de Taiwán.  

Todas estas acciones son congruentes con las líneas políticas de Xi Jinping. Quien desde que tomó posesión en 2012 ha insistido abiertamente en la reunificación de Taiwán con China continental. En efecto, en el primer discurso que dio a principios de enero, insistió en “nuestro país será reunificado. Ese es un paso crítico para la nueva era China”. Alineado íntegramente con la línea de Mao Zedong.

Mientras el mundo sigue consumido en intentar contener la pandemia a puertas adentro, haciendo un esfuerzo simultaneo por prevenir el mayor colapso económico de la historia, China aprovecha las circunstancias para hacerse un actor más dinámico. Con una agresiva diplomacia, como la de la ruta sanitaria de la seda, o una defensiva actitud de sus diplomáticos, o con amenazas a los países que les culpen del COVID-19. En esa misma tónica, en el informe anual publicado el viernes pasado por el primer ministro chino Li Keqiang, se endurecía la retórica hacia la isla, y se eliminaba el término reunificación pacífica, lo que ha despertado preocupación en los analistas, quienes aseguran que muestra un cambio de postura mucho más fuerte hacia la reunificación de Taiwán, tópico considerado de alta prioridad en la política doméstica en Beijing. 

¿Es mejor una dictadura para combatir una epidemia?

Al calor de la crisis creada por el coronavirus COVID-19 se ha instalado un debate perverso: ¿Está demostrando China mayor eficacia en el combate contra el coronavirus? Y, a continuación, ¿Está una dictadura, capaz de imponer medidas sin límites ni protestas, más preparada que un sistema de derechos y libertades para hacer frente a una emergencia?

Hay, como reflejo colectivo europeo y desde luego en España, una aspiración al caudillismo, un deseo de transmitir a los Estados la  responsabilidad de todos los problemas y la atribución a otros de las responsabilidades. Este reflejo, por cierto, es hábilmente utilizado por los enemigos del liberalismo que argumentan la prioridad de las causas colectivas, identificadas por ellos, frente a las individuales. Y esta crisis sanitaria ha aflorado este reflejo estimulado por la Organización Mundial de la Salud con algunos columnistas y medios de comunicación. Estos han embellecido la gestión de China y ocultado las zonas más oscuras de esta gestión.

Pero, veamos. China ocultó durante más de un mes los datos que tenía y envió a la cárcel a médicos denunciaron la situación, “por alarmismo” (algunos han muerto infectados por el coronavirus). Una vez reconocida la evidencia, China  mantuvo poca transparencia con los organismos sanitarios internacionales, con lo que fue más difícil medir la gravedad y compartir experiencias. Y una vez desbordado por los datos, el gobierno chino actuó con brutalidad en nombre de la eficacia: construcción de hospitales empleando militares y trabajadores en turnos de 18 horas, movilización de médicos con idéntico horario, retención de millones de ciudadanos y desplazamietos obligados de otros. Es decir, China ha actuado, tras sus propios errores con una brutalidad con pocos precedentes. Incluso en el caso de que haya resultados que pudieron obtenerse antes, defender esa gestión es miserable… y peligroso.

Especialmente grave es la apología de esas medidas por parte de la Organización Mundial de la Salud que llega avalada por el carácter experto de sus responsables. En realidad, la OMS tiene mucho de monstruo burocrático del que viven muchas personas, lo que distorsiona a veces sus informes que deben ser analizados con precaución, así como la procedencia integral de su financiación.

En todo caso, cualquier medida de emergencia general es más eficaz si está asentada en la admisión general, en la comprensión de la necesidad de tomarla más que en la coerción, aunque esta sea necesaria. Y China no ha sido precisamente un ejemplo.