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INTERREGNUM: Marcos 2.0. Fernando Delage

Si la regresión de la democracia es un fenómeno global desde hace unos 15 años, especialmente preocupante resulta su retroceso en el sureste asiático. Con una población mayor que la de la Unión Europea y equivalente a la de América Latina, su crecimiento económico sostenido durante décadas no ha conducido a la liberalización política que cabía esperar. Más bien al contrario: la región es un ejemplo de resistencia autoritaria, incluso donde se celebran regularmente elecciones. Si experiencias de transiciones democráticas han sido revertidas en Tailandia y Myanmar, ambas en manos de sus fuerzas armadas, otras se encuentran en grave peligro, como Indonesia y, muy especialmente, Filipinas.

Fue en este último país donde se produjo la primera transición, en 1986. Las manifestaciones populares y la presión de Estados Unidos condujeron a la renuncia del dictador Ferdinand Marcos después de 21 años en el poder, ocho de ellos bajo ley marcial. Da una idea del estado de la vida política nacional que, tres décadas y media más tarde, sea su hijo Ferdinand Jr., quien previsiblemente se convertirá en el nuevo presidente tras las elecciones de esta semana. “Bongbong” Marcos sucede así a Rodrigo Duterte (la presidencia se limita a un único mandato de seis años), acompañado—otro dato revelador—por la hija de este último, Sara Duterte, como vicepresidenta, y con el apoyo de otras dinastías políticas vinculadas a otros dos presidentes anteriores: Joseph Estrada y Gloria Macapagal Arroyo. Se trata de una alianza que permitirá a estas familias controlar tanto el gobierno como la legislatura, y quizá acabar con lo que queda de democracia en el archipiélago.

Estas eran por tanto las elecciones más importantes desde la transición. Aunque han concurrido numerosos candidatos, sólo dos tenían posibilidades de victoria: Ferdinand Marcos Jr., y la vicepresidenta saliente, Leni Robredo, del Partido Liberal. Los sondeos mostraban desde hace semanas, no obstante, una clara diferencia a favor del primero. Pese a la gravedad de los problemas nacionales—el impacto económico de la pandemia, la corrupción o la desigualdad social—, las elecciones se han centrado en gran medida en la personalidad de los candidatos. Como congresista, senador y gobernador provincial, Marcos Jr. suma muchos años de experiencia política, pero su apoyo popular se debe a la promesa de restaurar la “era dorada” de su padre, acompañada por el recurso a la desinformación en las redes sociales, una práctica en la que Duterte ha sido un consumado maestro. Aunque Robredo ha hecho hincapié repetidamente en que la democracia filipina está en peligro, su mensaje no ha logrado imponerse sobre las tácticas electorales y las redes clientelares de Marcos y sus aliados.

Si la guerra extrajudicial de Duterte contra las drogas supuso el abandono por el gobierno de los principios constitucionales más básicos—sin perder por ello una extraordinaria popularidad—, su acercamiento a China modificó asimismo la continuidad de la política exterior de este aliado fundamental de Estados Unidos. Marcos Jr. ha mantenido esa misma relación de proximidad a Pekín—mayor socio comercial, segundo inversor exterior y segunda fuente de turistas extranjeros para el país—, aunque una opinión pública contraria a unos vínculos demasiados estrechos condicionarán su margen de maniobra. No es descartable en consecuencia que se recuperen los lazos con Washington, siempre defendidos por las fuerzas armadas y los diplomáticos filipinos pese a los daños causados por el presidente anterior. El problema para la administración Biden será, como ya ocurre con otras naciones del sureste asiático, cómo sumar socios a una política de contraequilibrio de la República Popular sin tener que mirar para otro lado frente a esta trágica derrota del pluralismo.

INTERREGNUM: Sureste asiático: ¿transición o retroceso? Fernando Delage

El sureste asiático, cuyas diez economías—desde 2015 integradas en la Comunidad de la ASEAN—se encuentran entre las de más alto crecimiento del mundo, representa un espacio decisivo en las redes de producción de la economía global, además de contar con algunas de la vías marítimas de comunicación más relevantes del planeta. El salto dado desde la descolonización en la década de los cincuenta es innegable. También lo es, sin embargo, la insuficiente modernización política de sus sociedades. ¿Por qué algunos de los países más ricos, como Malasia, están rodeados de corrupción? ¿Por qué Tailandia, Filipinas o Birmania no resuelven sus insurgencias locales? ¿Por qué ha habido una marcha atrás de la democracia en la zona?

Michael Vatikiotis, un veterano observador de la región, intenta responder a éstas y otras preguntas en su nuevo libro “Blood and Silk: Power and Conflict in Modern Southeast Asia” (Weidenfeld and Nicolson, 2017). Tres grandes factores explican, según Vatikiotis, los problemas de este conjunto de países. El primero de ellos es la desigualdad: pese a varias décadas de crecimiento sostenido, son las elites locales las que han acumulado riqueza y poder, sin preocuparse por el bienestar general de unas sociedades que, como consecuencia, no perciben los beneficios de la democratización.

Una segunda variable es la irrupción de los discursos identitarios. Sobre bases bien religiosas, bien étnicas, la tolerancia que facilitó la estabilidad del sureste asiático durante décadas está dando paso a nuevas políticas de exclusión. La degradación del pluralismo ha abierto el espacio a los extremismos y facilita la irrupción de conflictos internos, en un proceso ya alimentado por el deterioro de las condiciones socioeconómicas y los abusos de las autoridades. En vez de afrontar este desafío de manera directa y recuperar la tradición local de inclusión, los gobiernos se han dejado llevar por la inercia conservadora que, según creen, les asegura su permanencia en el poder. Líderes elegidos por los votantes pero de perfil autoritario, prefieren manipular etnia y religión —o argumentos de seguridad, como Duterte en Flipinas— con fines políticos en vez de defender los derechos y libertades constitucionales.

Un tercer factor está relacionado con la influencia de las potencias externas. Con un cuarenta por cien de población musulmana (aunque Indonesia representa por sí sola el grueso del total), el sureste asiático no escapa a la competencia entre Arabia Saudí e Irán por el control del islam, como refleja la financiación de escuelas y grupos religiosos, origen de un entorno favorable a la expansión del radicalismo. La creciente proyección económica y diplomática de China en la región está convirtiendo al sureste asiático, por otra parte, en terreno de rivalidad entre las grandes potencias, creando nuevas tensiones geopolíticas.

El futuro inmediato de la región aparece rodeado pues de incertidumbres. La falta de respuesta de los gobiernos a las quejas ciudadanas agrava el escepticismo de las clases medias sobre la democracia, vista como un medio más que como un fin en sí mismo. Pero la persecución de la oposición y el recorte de libertades empujará a grupos sociales a organizarse frente a las autoridades, o a redefinirse sobre bases distintas de la ciudadanía nacional, con la consiguiente amenaza de inestabilidad. El riesgo de sectarismo étnico y religioso en Indonesia y en Birmania, la desintegración del pacto social en Malasia entre malayos, chinos e indios, la permanencia de un gobierno militar en Tailandia, o la debilidad institucional de la democracia filipina reflejan una inacabada transición política interna, contradictoria con la relevancia económica que ha adquirido el sureste asiático en el mundo del siglo XXI.