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Otro éxito de la ingeniería social. Miguel Ors Villarejo

La población china alcanzará en 2029 los 1.440 millones, para entrar a partir de entonces en un declive “imparable”, según la Academia de Ciencias Sociales. Hacia 2065, esta era de contracción habrá devuelto el censo a los niveles de los 90.

No se trata de un fenómeno aislado. Dentro de 20 años, apenas África registrará aumentos demográficos. De España a Noruega, de Chile a Canadá, de Australia a Japón las mujeres dan cada vez menos a luz. Son los gajes del progreso. En las economías primitivas, donde hay que acometer infinidad de pequeñas tareas, los hijos son bienvenidos porque aportan manos con que ejecutarlas. Además, las malas condiciones sanitarias ocasionan una elevada mortalidad infantil y hacen falta muchos partos para sacar adelante un adulto. Disponer de una larga prole tiene mucho sentido.

Este sistema de incentivos se invierte en las sociedades modernas. Por un lado, los adelantos médicos permiten que sobreviva la mayoría de los nacidos. Por otro, el trabajo se sofistica y requiere una formación previa: si en una granja del XVIII estabas listo para ordeñar vacas y echar grano a las gallinas prácticamente desde el momento en que podías andar, ahora no puedes incorporarte al mercado laboral sin pasar antes por el colegio, el instituto y la universidad. Este proceso es lento y costoso, y por eso las parejas optan por un número corto de hijos (tan corto a menudo como uno).

La transición demográfica, que es como se conoce en sociología este fenómeno, es generalmente consecuencia del progreso material, pero en China ha sido fruto de una decisión deliberada: la política del hijo único impulsada en 1980, cuando la progresía mundial concluyó que el modo más rápido de mejorar la renta per cápita no era aumentar la renta, sino reducir la cápita. El resultado es que “el país se hará viejo antes de volverse rico”, escriben Charlie Campbell y Hainan Island en Time.

Esto es un problema. Los mayores ganan poco y, por tanto, consumen menos, lo que ralentiza el crecimiento. Pero, además, esos ingresos no los generan ellos, sino que son transferencias que perciben del resto de la sociedad. Occidente ha desarrollado un gigantesco sistema de previsión, lleno de goteras, es verdad, pero más o menos funcional. En China no han tenido tiempo. Apenas hay pensiones públicas, de modo que la presión recae sobre la descendencia. Cada ciudadano activo debe echarse sobre los hombros a dos padres y cuatro abuelos. Mantener en equilibrio esta pirámide invertida exige mucha productividad y, aunque el Gobierno ha lanzado una campaña para “tener hijos para el país”, las familias están haciendo todo lo contrario: concentrar los recursos en uno solo, con la esperanza de que se convierta en su Seguridad Social particular. Time cuenta la historia de San Tianyi, una niña de tres años que va a clase de ocho a cinco entre semana y los sábados y domingos es sometida a “una vertiginosa dieta de actividades extraescolares: natación, pintura, música, inglés”. Sus padres, un cocinero y una camarera que viven en un piso de dos dormitorios, calculan que llevan gastados 22.000 dólares en la criatura (¡y tiene tres años!). “Confío en que nos cuide cuando envejezcamos”, dice la madre.

El perfil de mujer que empieza a emerger de esta estresante coyuntura no es halagüeño. Una profesora de medicina cuenta que sus colegas y alumnas chinas le dicen a menudo refiriéndose a sus pretendientes masculinos: “Me encanta, pero es demasiado pobre y no creo que pueda casarme con él”.

Es lo que les faltaba a los solteros locales. La combinación de la política del hijo único y una preferencia cultural por el varón hizo que durante décadas se practicara el aborto selectivo y ahora hay un déficit de mujeres que se estima en unos 24 millones. “Imagine”, dice Time, “que toda la población masculina de Nueva York y Texas viviera sola, deprimida y sexualmente insatisfecha”.

Una China angustiada por la vejez, con la infancia consumida en una frenética competencia, cada vez más clasista y con millones de mozos suspirando. El panorama tiene poco que ver con la Arcadia comunista que los ingenieros sociales imaginaron en 1980. (Foto: Matthias Buehler)

Japón, tradición y armonía. Nieves C. Pérez Rodriguez

Tokio.- El increíble archipiélago llamado Japón está repleto de tradiciones, como pocos lugares en el planeta. Tradiciones ancestrales que han configurado una rica cultura en donde se dedica largo tiempo a actividades ordinarias, la elaboración minuciosa de objetos, alimentos, o incluso la prestancia de sus ciudadanos, sin aparentes excesos, pero inmaculadamente cuidado.

En Japón nada es casual o circunstancial. Todo lleva una especie de protocolo previamente concebido, como el ritual del té, que se remonta a la llegada del budismo desde China en el siglo IX. Pero al que los japoneses le incorporaron sus delicadas artes y lo hicieron aún más ceremonioso, agregándole unos diminutos pastelitos exquisitamente elaborados y decorados que se sirven junto al té para balancear el amargor de la bebida. Siempre en busca de la armonía.

El ritual de la elaboración de las comidas. Los alimentos son servidos en porciones minúsculas, cortados artísticamente y colocados por separados en pequeños platitos. Por lo que se come una gran variedad de proteínas y vegetales acompañados de arroz. Se intenta aprovechar todo de los alimentos, en el caso del pescado, la piel y las espinas son molidas para poder ser consumidas, optimizando al máximo los productos, mientras se extraen todas las vitaminas y beneficios de éstos.

Así mismo sucede con el espacio. En una nación de 127 millones de habitantes y tan sólo 374.744 km2 de extensión territorial, compuestas además por islas, la optimización del espacio es crítica y los japoneses son maestros en la practicidad y aprovechamiento milimétrico sin perder la estética y el buen gusto.

La tercera economía más grande del mundo ha invertido enormes cantidades en su transporte público, que conecta el país de un extremo al otro, a través de una gran variedad de vías férreas. Japón tuvo su primera locomotora de vapor en 1872, y a partir de entonces no ha hecho más que sumar trenes a su colección.  En la década de los sesenta incorporó los trenes de alta velocidad que, a día de hoy, pasan con frecuencia de tres minutos. Son los trenes más seguros del mundo, pues no tienen registros de accidentes en su historia. Y porsi fuera poco, el margen de retraso, si lo hubiera, sería de unos 8 segundos. Lo que es otro ejemplo de la exactitud y absoluta precisión en la que se maneja la sociedad.

La limpieza y el orden son probablemente los valores más arraigados en la población. Un gran culto por la pulcritud invade las calles de las metrópolis, estaciones gigantes de trenes por las que transitan millones de viajeros diarios, con suelos blancos. Ausencia de cestos de basura en las calles. Lavabos públicos en cada esquina inmaculadamente limpios, casi surrealista. Junto con un comportamiento social profundamente civilizados, restaurantes llenos de gente en los que nadie levanta el tono de voz, para no molestar al vecino. Cubículos en las calles para los fumadores, que limitan el espacio del humo a una habitación para no incomodar al transeúnte no fumador.

La sociedad japonesa parte del respeto y la consideración al próximo, siendo estos principios los que rigen las normas de comportamiento social. Así como mostrar agradecimiento es otro valor profundamente afincado en los ciudadanos, para expresarlo acompañan las palabras con una reverencia en señal de respeto y apego a esas tradiciones que comenzamos explicando al principio del texto.

El Wabi-sabi (侘・寂) es un término filosófico que describe el concepto de la belleza de la imperfección. Los japoneses aprecian la complejidad de la vida real a través de la imperfección. Y tienen muy internalizado la estética minimalista conjugada con la naturaleza, tal y como es. Yo me permito agregar además que, aceptan la belleza de la imperfección, mientras que trabajan con riguroso cuidado para aportar perfección a esa imperfección, siempre en busca del equilibrio y la armonía.

Empezar la casa por el tejado de la felicidad. Miguel Ors Villarejo

“La felicidad nacional bruta es más importante que el producto nacional bruto”, proclamó en 1972 el rey de Bután. Tim Harford lo recordaba hace un año en su columna del Financial Times y comentaba con no poca ironía que, si él gobernara un país con el nivel de vida de Bután, también preferiría hablar de felicidad.

“Pero”, añadía a renglón seguido, “no le falta razón”. La capacidad de consumo es un modo muy rudimentario de medir el bienestar. En Occidente, la renta per cápita se ha triplicado desde 1960 y no somos el triple de dichosos. En algunos ámbitos incluso hemos retrocedido: hay más depresiones en Europa y las muertes por alcoholismo han crecido en el Reino Unido, Estados Unidos y varias antiguas repúblicas soviéticas. “Nos encontramos ante una profunda paradoja”, escribe el economista Richard Layard: “una sociedad que busca y proporciona mayores ingresos, pero cuya felicidad en el mejor de los casos apenas ha aumentado”.

¿Qué está pasando?

En primer lugar, los humanos estamos diseñados para adaptarnos a un entorno cambiante. Eso nos ayuda a encajar las desgracias, pero nos obliga asimismo a recurrir a dosis crecientes de estímulos positivos para mantener constante el nivel de satisfacción. La alegría que ocasiona una subida de sueldo dura lo que tardamos en ajustar nuestro presupuesto. Como le explica la reina Roja a Alicia en A través del espejo, “aquí hace falta correr a toda velocidad si quieres permanecer en el mismo sitio”.

En segundo lugar, los ingresos no sirven únicamente para comprar artículos. Son un indicador de estatus, algo que a los humanos nos encanta. Nos da literalmente la vida. Layard afirma que “las personas que ocupan los puestos superiores [del escalafón] viven cuatro años y medio más” que sus subordinados.

Este afán de ser más que el prójimo plantea un dilema imposible. La provisión de bienes materiales puede ampliarse, pero la cantidad de estatus disponible es fija. Hay un primero, hay un segundo, hay un tercero y ya está. Si uno triunfa, otro pierde. Por mucho que suba el salario de una persona, si el de sus grupos de referencia (vecinos, amigos, parientes) lo hace más, se sentirá peor, aunque sea objetivamente más rico. La renta de los alemanes orientales se disparó tras la reunificación, pero su autoestima se hundió porque pasaron de ser los alumnos aventajados del comunismo a engrosar el pelotón de los torpes del capitalismo.

La lucha por el estatus consume mucha energía sin que la sociedad experimente una ganancia neta de felicidad. Layard pone el ejemplo del espectador de un partido que se levanta de su asiento. Obliga al que está detrás a incorporarse y, al final, el estadio entero acaba en pie. Nadie ha mejorado su perspectiva y todos están más incómodos. De igual manera, la obsesión por ingresar un euro más que nuestro cuñado nos ha llevado a jornadas laborales agotadoras, que nos roban tiempo de otras actividades gratificantes, como estar con los hijos, salir con los colegas o ir al cine.

Layard cree que el malestar se agudizará mientras los Gobiernos continúen obsesionados con la generación de riqueza. Hace falta “una nueva economía que colabore con la nueva psicología” para diseñar las políticas de bienestar. De entrada, habría que desterrar la carrera del ratón. Trabajar tanto como se trabaja en el mundo anglosajón es muy ineficiente. El gozo del ganador se ve neutralizado por el disgusto del perdedor. Es una “externalidad negativa” que degrada la calidad de vida general y debería tratarse como una emisión nociva: gravando al que contamina. Es lo que hacen con sus fiscalidades progresivas los países escandinavos. “Todos tienen en común una gran igualdad”, observa Layard, y muchos estudios corroboran que sus ciudadanos son los más dichosos. El último Informe Mundial de la Felicidad (IMF) lo lideran Finlandia, Dinamarca, Noruega e Islandia, y tiene sentido. La concentración de recursos en muy pocas manos resulta sospechosa la mayoría de las veces y desalentadora siempre.

Ahora bien, los islandeses son los socios de la OCDE que más antidepresivos consumen, y los daneses no les van a la zaga (séptimos). Mi hijo Miguel también ha realizado unas regresiones. Ha cogido las puntuaciones del IMF, las ha cruzado con dos coeficientes de Gini: el del Banco Mundial y el de Gallup, y se ha encontrado con que, en el primer caso, la relación es positiva (a mayor igualdad, mayor felicidad), pero en el segundo es negativa (a mayor igualdad, menor felicidad). En función del Gini que se elija, sale un resultado o su contrario. ¿A qué se debe esta variación de signo? ¿Y por qué consumen tantos antidepresivos los islandeses y los daneses? ¿No están encantados con sus fuentes termales y sus fiscalidades progresivas?

La explicación de estas contradicciones es que la felicidad es una magnitud difícil de aprehender. Se determina mediante cuestionario y no siempre somos sinceros. Alejandro Cencerrado, un investigador del Instituto de Investigación de la Felicidad de Dinamarca, cuenta que cuando en alguna conferencia pregunta si alguien se considera desgraciado, nadie alza la mano. ¿Por qué? En una dictadura, las decisiones las toman otros y no nos importa reconocer que nuestra vida es un asco. Pero en una democracia somos dueños de nuestro destino y a veces necesitamos justificarnos ante nosotros mismos. “Yo podría ser ese”, pensamos cuando nos cruzarnos en el lobby del hotel con el triunfador de traje impecable, “pero no quiero. Prefiero ser feliz”.

La felicidad es el último refugio. Por eso nadie alza la mano en las conferencias de Cencerrado y por eso es improbable que nadie puntúe su satisfacción con un dos en una escala de cero a 10. Estaría reconociendo su fracaso. “Ponga un siete”, le dice al encuestador.

Por mucho que Layard insista en que los métodos para evaluar la felicidad han progresado enormemente, su estimación sigue siendo problemática y sería un disparate diseñar a partir de ella políticas de ningún tipo. Con todas sus limitaciones y diga lo que diga el rey de Bután, el producto nacional bruto parece un terreno más firme para construir una sociedad. (Foto: Héctor García)

Contra la indignación. Miguel Ors Villarejo

La Gran Recesión elevó la indignación a la categoría de valor político. Stéphane Hessel vendió millón y medio de ejemplares de un panfleto en el que invitaba a los jóvenes a tener su propio “motivo de indignación. Es algo precioso”.

El problema de la indignación es que es un sentimiento muy personal. A la mayoría de los europeos no nos importa que las mujeres vayan con la melena al aire, pero para muchos musulmanes es una obscenidad. Y dentro del mismo Occidente hay quien cree que el aborto es un crimen abominable y quien lo considera un derecho. ¿Cómo distinguimos la indignación buena de la mala?

Podríamos plantearnos no incomodar a nadie, pero entonces apenas podríamos movernos, como esos monjes jainistas que barren la senda por la que caminan para no pisar ningún insecto. En Canadá, la obsesión por no molestar llevó recientemente a una editorial a retirar de su catálogo un poemario en el que se describía el asesinato de una estudiante algonquina porque no había seguido “el protocolo indígena” y carecía del consentimiento de los familiares. La autora realizó en Facebook una estremecedora autocrítica en la que atribuía su imperdonable desliz, a pesar de ser ella misma de ascendencia algonquina, al “colonialismo y la onda expansiva del trauma intergeneracional”.

“¿En qué mundo”, se pregunta el periodista Jonathan Kay, “deben los poetas solicitar permiso para crear versos sobre otros? ¿Tuvo Homero que enseñar la escena de la muerte de Patroclo a Menecio y Esténele?”

Lo políticamente correcto se ha convertido en una amenaza para la libertad de expresión y aún tendría un pase si aplicara un único rasero, pero mientras resulta inconcebible menospreciar el protocolo indígena, los cristianos deben presenciar impertérritos cómo Javier Krahe cocina un crucifijo. Tampoco hay que excitarse cuando Dani Mateo se suena la nariz con la bandera española. Ahora bien, como le reprocha Carlos Herrera, ¿a que no lo hace con la del ISIS?

En realidad, reflexiona Juan Meseguer, “pronto se vio que no todos los indignados eran bienvenidos: se aplaudió a Ocupa Wall Street por plantar cara a los banqueros de la Gran Manzana, pero no gustó que el Tea Party protestara contra los impuestos de Obama”.

Sobre esta asimetría difícilmente puede levantarse “una sociedad de la que podamos sentirnos orgullosos”, como pretende Hessel. Debo decir que comparto su prevención por la serenidad. Alterarse es a veces un signo de salud mental. El neurólogo Antonio Damasio relata en El error de Descartes el extraño comportamiento de un paciente al que se había extirpado un tumor en el lóbulo frontal. Su cociente intelectual seguía en el rango superior y había incluso mejorado su autocontrol, pero no podía conservar un empleo ni una pareja. ¿Por qué? Con el tejido cerebral extirpado había perdido su capacidad emocional y, sin el auxilio de la ira, el miedo o la tristeza, todo se le antojaba chato y sin relieve. Vivía sumido en la indiferencia y la apatía.

Queremos un mundo de ciudadanos que vibren y se entusiasmen, se enfaden y lloren, pero conscientes también del lugar subsidiario que corresponde a esas pasiones. Como escribe José Luis Sampedro en el prólogo, ¡Indignaos! es “un grito, un toque de clarín que interrumpe el tráfico callejero y obliga a levantar la cabeza a los reunidos en la plaza”. Una vez cumplido su objetivo, debe, sin embargo, ceder el paso a un debate sereno y sin exclusiones. Ningún principio ha impulsado tanto la civilización como la tolerancia. Proscribir lo que nos fastidia es una pésima estrategia. Ideas que en su día nos escandalizaron (el movimiento de la Tierra, la circulación sanguínea, la teoría de la evolución) son hoy pilares de nuestro conocimiento. (Foto: Diego García, Flickr.com)

Qué hacemos con la inmigración (3). Administrando el capital social. Miguel Ors Villarejo

En los años 90 el politólogo Robert Putnam denunció en el artículo “Bowling Alone” (“Solo en la bolera”) que los americanos habían ido reduciendo su participación en redes civiles (partidos, juntas vecinales, sindicatos, asociaciones de padres, incluso clubes de bolos) y que ello había socavado la confianza mutua (el “capital social”) y ponía en peligro la democracia.

Basaba su conjetura en dos décadas de estudio de la política italiana. Putnam había descubierto que no había grandes diferencias institucionales entre el norte y el sur, entre Milán y Sicilia. “Aunque todos esos Gobiernos regionales eran idénticos sobre el papel, sus niveles de eficiencia variaban drásticamente”, escribía. “La calidad […] venía determinada por las tradiciones de compromiso cívico (o su ausencia). La participación electoral, la lectura de prensa, la afiliación a coros y clubes de fútbol eran las señas de identidad de las comunidades ricas. De hecho […] lejos de ser un epifenómeno de la modernización socioeconómica, eran su condición previa”.

Posteriormente, en “E Pluribus Unum” Putnam alertó de que había detectado un fenómeno similar en las comunidades multiétnicas de Estados Unidos. La falta de trato directo, decía, impedía el desarrollo de capital social y comprometía, por tanto, su viabilidad. Es lo que ahora sostiene Paul Collier. Y lo que llevó el Imperio romano al colapso, según Niall Ferguson.

La socióloga Berta Álvarez-Miranda ha intentado evaluar hasta qué grado se ha reproducido este problema en las ciudades españolas que experimentaron una entrada explosiva de extranjeros. Sus conclusiones confirman que efectivamente “la diversidad étnica, a corto plazo, refuerza los procesos ya en marcha de pérdida de sociabilidad […] y contribuye a la desconfianza en los desconocidos”. En una investigación que dirigió entre 2000 y 2004, lo denunciaban tanto la población autóctona como la extranjera.

“Yo creo que la convivencia en general es nula”, se lamentaba un nativo. “Antes el barrio era un pueblo. Ahora vas del trabajo a casa y de casa al trabajo. No hablo ni con los vecinos ni con nadie, no hay relación”.

“Hay mucha prisa”, coincidía otro, “lo sé por la tienda. Antes la gente se paraba a hablar aunque no compraran, pero ahora va todo muy deprisa. Y no te digo ya si vas al Carrefour, ahí somos como robots”.

Un ecuatoriano era todavía más tajante: “Aquí nosotros no tenemos vida social, está aparcada hasta cuando regresemos a nuestro país”.

“Estas pinceladas de evidencia cualitativa”, escribe Álvarez-Miranda, “parecen dar la razón a la tesis de Putnam de que en las zonas étnicamente diversas […] los residentes […] pueden tender a aislarse”.

Ahora bien, ¿pone en peligro la convivencia esta ausencia de trato personal? En realidad, en las economías avanzadas el capital social emana sobre todo del correcto funcionamiento de las instituciones y del respeto de la legalidad. La gente participa en los juegos de cooperación no solo porque se fíe del vecino, sino porque su violación se castiga, y los primeros en reclamar que así suceda son los extranjeros, porque lo que vienen persiguiendo es ese orden. Álvarez-Miranda cuenta que, cuando le preguntas a un marroquí por qué emigra a Europa, la primera respuesta es “para buscarme la vida” y la segunda, “por los derechos”. Dos jóvenes que intentaron (sin éxito) cruzar el estrecho, la primera vez a nado y la segunda colgados de los bajos de un camión, justificaban los apuros padecidos alegando que “ahí tienen leyes”. Y añadían: “Te juro que si nuestro país reconociera nuestros derechos no nos iríamos jamás”.

A pesar de tensiones puntuales, la inmensa mayoría de la población (autóctona y foránea) no tiene ningún interés en que la cohabitación fracase y es improbable que asistamos a un nuevo derrumbe del Imperio de Occidente, como vaticina Ferguson. La diversidad tampoco ha socavado los pilares de la civilización, como afirma Collier. “Las encuestas no recogen una caída en los niveles de confianza en los países escandinavos, que son los que más inmigración han recibido”, confirma Juan Carlos Rodríguez.

Sin embargo, la radicalización de algunos musulmanes refleja una inquietante disfunción. El sociólogo Héctor Cebolla insiste en que “Europa nunca fue una Arcadia ideal”, “que ya generaba injusticias antes” y que simplemente “estamos reproduciendo los errores de siempre en personas con un trasfondo diferente”. Pero ni los terroristas de las Torres Gemelas ni los de Londres eran víctimas especiales de la exclusión. “No hay una vinculación obvia entre el estatus socioeconómico y ese tipo de violencia”, señala Juan Carlos Rodríguez.

¿Cuál es entonces la clave? ¿La religión? (Foto: Giulietta Riva, Flickr)

Por qué los chinos se nos van a comer con puerros. Miguel Ors Villarejo

Hace poco se coló una serpiente en una residencia de estudiantes de ingeniería industrial de Chongqing. La noticia no menciona de qué especie se trataba ni si era o no venenosa, pero el animalito superaba el metro de largo. No me puedo ni imaginar mi reacción si, durante mi efímera estancia en la Maison de l’Asie du Sud-Est de París, se hubiera metido una inofensiva culebra en la habitación que compartía con mis amigos Jesús y Fernando. Es verdad que habría sido difícil advertir su presencia. Éramos lo que Peter O’Rourke llama “auténticos solteros”, o sea, “un grupo selecto, sin obligaciones personales ni ataduras sociales ni dos calcetines iguales”. Como O’Rourke, creíamos firmemente que una casa se limpiaba “como regla general una vez por novia”, de modo que nos movíamos sobre un grueso sedimento de camisetas arrugadas, restos de comida, cholas desparejadas, folletos turísticos y perchas de alambre. Debajo de aquel caos no es descartable que hubiera animales vivos (o muertos), pero la mayor parte del tiempo estábamos demasiado ocupados discutiendo y bebiendo para prestar atención.

Ahora bien, si hubiéramos reparado en que algo sospechoso se arrastraba por el suelo, dudo que ninguno se hubiera quedado lo suficiente como para averiguar si era un reptil, un mamífero o un marsupial. Los españoles tenemos otras virtudes, pero no nos caracterizamos por una intensa curiosidad científica, como pone de manifiesto nuestro escueto palmarés de premios Nobel.

Los chinos son diferentes. Cuando Ipsos les preguntó el año pasado si se sentían muy presionados para triunfar en la vida, casi siete de cada 10 reconocieron que sí. A esa misma cuestión respondieron afirmativamente apenas cuatro de cada 10 españoles y tres de cada 10 italianos. La principal causa de muerte entre los jóvenes europeos son los accidentes de tráfico, generalmente como consecuencia de una noche de juerga. En China es el suicidio, generalmente como consecuencia de la alta exigencia académica. Tras analizar 79 casos de escolares que se habían quitado la vida, un informe concluyó hace unos años que el desencadenante de casi todos los episodios (el 92%) había sido el estrés asociado con los estudios. “En Mongolia Interior”, escribe el Wall Street Journal, “un alumno se tiró por la ventana tras enterarse de que sus notas habían empeorado; otro chico de 13 años de la provincia de Nankín se colgó porque no pudo acabar las tareas, y una niña de Sichuan se cortó las venas e ingirió veneno después de que le comunicaran el resultado de las pruebas de acceso a la universidad”.

El ambiente en las residencias chinas de estudiantes tiene, por todo ello, poco que ver con el de nuestra habitación de la Maison de l’Asie du Sud-Est, pero, claro, la serpiente de Chongqing no podía saberlo. Los cachorros de ingeniero se abalanzaron sobre ella, la despellejaron, la trocearon y la cocinaron en un wok con puerros, dátiles rojos, ginseng y peladura de naranja. (Foto: Jo Heirman, Flickr)

De Hebei al cielo. Juan José Heras.

Las autoridades chinas parecen tener la capacidad de fusionar cosas que para la mentalidad occidental son incompatibles, como por ejemplo una economía de mercado intervenida por el gobierno, o un Estado de Derecho supeditado al Partido Comunista. Pero también los ciudadanos de a pie nos sorprenden con sus propias combinaciones imposibles como contratar “strippers” para amenizar los funerales de sus seres queridos. Con ello, además, consiguen aumentar el número de asistentes al evento, lo cual en la china tradicional es considerado como un signo de prestigio social.

Sin embargo, esta “costumbre” que surgió entre los “gangsters” de Taiwán en 1800 y se popularizó a partir de 1980 en la china rural, no es del agrado del gobierno de Pekín, que ha tratado de erradicarla ya en dos ocasiones —2006 y 2015—. Durante la última de ellas, la agencia de noticias XINHUA se hizo eco de dos casos ejemplarizantes en las provincias de Hebei y Jiangsu, donde los organizadores de estos funerales “agridulces” fueron castigados con multas y pequeñas condenas de prisión.

Aunque el tema ya no está de moda en los medios de comunicación occidentales, y la censura en china reduce los documentos gráficos a la mínima expresión, parece ser que este tipo de ritos vanguardistas se siguen produciendo en el país. Uno de los últimos casos documentados proviene de Taiwán, donde el verano de 2017 más de 50 bailarinas, subidas en todoterrenos y acompañadas por una banda de música, ayudaron al político local de 76 años Tug Hsiang a pasar al más allá.

No se entiende muy bien el empeño de los políticos de un país comunista y ateo en prohibir esta fusión entre duelo y baile para burlar a la muerte. Quizás están celosos de que la idea no sea suya, o no les guste que provenga del denostado entorno rural, pero lo cierto es que está muy en la línea de iniciativas gubernamentales en ámbitos “más serios” como los descritos al principio de este ártículo.

El hilo rojo invisible. Gema Sánchez.

Wang tiene 25 años, es un joven urbanita y moderno que está a la última en aplicaciones para el móvil y en música actual. Tiene un empleo estable, aunque con una remuneración algo baja para el gusto de su familia. Aun así, ha llegado muy lejos si se compara con su padre, un campesino que emigró a la ciudad, donde ahora regenta una pequeña tienda. Su madre le dice que todavía no es un buen partido, que debe conseguir un trabajo con mayor salario para poder tener una vivienda en propiedad, sólo así tendrá posibilidades de encontrar una novia y casarse. Como él, miles de jóvenes chinos sufren la presión familiar.

Cuando Wang nació, en China estaba en vigor la política del hijo único y las parejas en edad fértil preferían ser padres de un varón puesto que, según la tradición, a los ancianos les cuidan el hijo y la nuera. Ambas circunstancias produjeron un brusco descenso en el número de niñas, de forma que, a día de hoy, son millones los jóvenes que no encuentran pareja. Se calcula que en unos tres o cuatro años habrá millones de hombres, especialmente en el ámbito rural, que no encuentren esposa, con las dramáticas consecuencias que esto conllevará desde el punto de vista demográfico y sociológico.

A día de hoy, las chicas tienen muchas opciones para elegir marido, así que ponen el listón muy alto: un buen sueldo, una vivienda, un coche… símbolos de estatus e indicadores de la “valía” del candidato. Sin embargo, todo esto debe conciliarse con otra costumbre que dice que las bodas deben unir a “familias con puertas del mismo tamaño”, es decir, de una condición social parecida. Sobre esta base, se asientan muchos de los matrimonios concertados que todavía siguen celebrándose en China.

Con este panorama, a Wang y a otros muchos chinos de su generación, no les queda otro remedio que presentar su “currículo” para competir en la búsqueda de esposa. Los avances tecnológicos también han llegado al terreno de las relaciones amorosas, de forma que son miles los que buscan pareja para casarse a través de páginas de contactos. Una forma aséptica de postularse como novio ideal o, en el caso de las chicas, de poner condiciones y exigencias durísimas (desde la altura o la forma de la cara, hasta la manera de hablar o reírse, sin olvidar el tipo de trabajo, por supuesto). Los formularios que deben rellenar los aspirantes para ser clasificados en estas Web son extensísimos y sumamente detallados, tanto que algunos no saben bien cómo responder para obtener mejor nota. Vistos estos nuevos métodos, los cartelitos que los padres colocan en el famoso Parque del Pueblo de Shanghái, describiendo las innumerables bondades de sus hijos, resultan cuanto menos enternecedores.

Uno podría preguntarse, ¿entonces dónde queda el romanticismo que destilan todas esas películas tan de moda en China? Tal vez la respuesta sea que, en muchos casos, debe quedar para después, cuando los interesados y sus familias puedan respirar tranquilos, una vez que el matrimonio esté más o menos asegurado y pueda ser beneficioso para todos. Sin embargo, este pragmatismo no garantiza la felicidad en la pareja, no en vano la cifra de divorcios en China aumenta con los años. Todo esto parece que pone en entredicho aquel viejo proverbio chino que decía: “Un hilo rojo invisible conecta a aquellos destinados a encontrarse a pesar del tiempo, el lugar y las circunstancias. El hilo se puede apretar o enredarse, pero nunca se romperá”. Habría que añadir: si es que hay hilos rojos para todos.

RESEÑA. CHINA: LA EDAD DE LA AMBICIÓN. Gema Sánchez

En muchas ocasiones, los ensayos de autores occidentales sobre la China contemporánea se ciñen a parcelas del conocimiento muy acotadas, para abordar diferentes aspectos de la realidad de este complejo país. Muchos examinan la economía del gigante asiático y plantean escenarios favorables y adversos, para intentar prever los efectos globales que tendría cada evolución. Otros suelen fijarse en cuestiones políticas y se esfuerzan por desentrañar los resortes ocultos que mueven la compleja maquinaria del Partido Comunista Chino. También abundan los textos escritos desde un prisma sociológico, reflejando cómo son y cómo viven los chinos de hoy en día, sus motivaciones, sus inquietudes y sus aspiraciones. Escribir sobre China sigue estando de moda y sigue habiendo un enorme interés por conocer con más profundidad sus distintas perspectivas.

Quizás uno de los libros más interesantes publicados este año en lengua castellana sea el del periodista estadounidense Evan Osnos. A lo largo de 500 páginas, con un estilo claro y directo, ofrece uno de los retratos más completos de la nueva China y de su asombrosa transformación en apenas unas décadas. Osnos vivió allí durante ocho años y, desde su perspectiva como corresponsal del Chicago Tribune y del New Yorker, nos acerca a las múltiples realidades, a menudo contradictorias, que conviven en la República Popular China.

El libro se divide en tres grandes bloques bajo los epígrafes: riqueza (transformación económica), verdad (rebelión contra la propaganda y la censura) y fe (búsqueda de una nueva ética). A pesar del laconismo de los títulos, su desarrollo no tiene nada de escueto. De la mano de Osnos, el lector va recorriendo a un ritmo a veces trepidante diferentes pasajes históricos, enriquecidos con entrevistas de toda índole, desde magnates de nuevo cuño a disidentes que ocultan su identidad por temor a represalias, pasando por una bien elegida representación de la sociedad china.

Destacan también las detalladas descripciones de lugares y de personas, que permiten ver la profunda brecha entre el pasado y el presente, entre la tradición y la modernidad, entre el mundo urbano y el rural, e incluso entre la verdad oficial y la cruda realidad. Una suma de pequeñas historias y de grandes acontecimientos. Como si de un cuadro impresionista se tratara, Osnos retrata lo que ve en una suerte de miscelánea trazada a base de pinceladas sueltas.

“Cuarenta años atrás los chinos tenían casi vedado el acceso a la riqueza, la verdad o la fe, tres cosas que la política y la pobreza les impedían alcanzar. Una generación después, habían podido acceder… y ahora quieren más.” Tras la lectura, sobrevuela la incertidumbre: ¿podrá el Partido Comunista adaptarse a los nuevos tiempos y a los que vendrán después, con generaciones aún más exigentes y ambiciosas? El tiempo lo dirá, de momento nos quedamos con una visión caleidoscópica y muy rica sobre la civilización moderna del antiguo Reino del Medio.

China: la edad de la ambición

Evan Osnos

Editorial El hombre del Tr3s, Malpaso.

Barcelona 2017

China recupera su tolerancia tradicional, o sea, limitada

“La religión china tenía poca teología, casi ninguna jerarquía y escasos centros fijos de culto”, escribe el premio Pulitzer Ian Johnson en Las almas de China. De las tres confesiones tradicionales, el confucianismo era sobre todo un camino de sabiduría. “Respeta a dioses y espíritus”, aconsejan las Analectas, “pero mantenlos a distancia”. Según el Maestro, lo prioritario es ganarse la confianza del gobernante para resolver los asuntos de este mundo.

Por su parte, los taoístas eran versos libres que practicaban sus ritos sin meterse con nadie, y solo el budismo materializó el fervor en impresionantes construcciones y una considerable influencia política, que la dinastía Tang (618-907) atajó radicalmente.

Ninguna de estas doctrinas ejercía un proselitismo agresivo. Se limitaban a ofrecer (a cambio de una módica contribución) sus servicios para ocasiones especiales, como los funerales. Esta civilizada convivencia resulta completamente ajena a las costumbres occidentales. Aquí las distintas sectas han competido con ferocidad por la hegemonía, no dudando las unas en quedarse tuertas para dejar ciegas a las otras. La experiencia jesuita en China es una edificante parábola de cómo llevar este celo hasta la autodestrucción. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, las misiones de Ignacio de Loyola florecieron y el emperador Kang Xi (1661-1722) incluso publicó un edicto que autorizaba la difusión del cristianismo. “Por desgracia”, cuenta Roderick MacFarquhar en The New York Review of Books, “los jesuitas se enredaron en una larga controversia con los dominicos y los franciscanos, que les reprochaban su pecaminosa permisividad con los confucianos”. Al final, la buena disposición del emperador no sirvió para nada, porque el papa declaró incompatibles con la fe los ritos chinos y abortó toda posibilidad de que el cristianismo normalizara su presencia en el país, igual que había hecho el budismo.

El comunismo adoptó inicialmente una actitud de respeto hacia las cinco grandes confesiones: budismo, taoísmo, confucianismo, protestantismo y catolicismo. Les otorgó el estatuto de asociación y las incluyó en el Frente Unido, junto con sus otros compañeros de viaje. Pero, a su debido momento, Mao prescindiría de sus aliados religiosos como había prescindido de los laicos y, durante la Revolución Cultural, cerró todos los templos y sometió a público escarnio a sus representantes.

La caída del maoísmo ha permitido que la actividad espiritual se restablezca. Aproximadamente un tercio de los 1.300 millones de chinos reconoce abrigar algún tipo de creencia. El propio Xi Jinping nunca ha ocultado sus inclinaciones budistas, uno de cuyos templos ayudó a reconstruir en los inicios de su carrera política. Es consciente de que el bienestar material no basta para cohesionar una sociedad y que esa ligazón ya no la proporciona el ideario marxista. “Esta es la razón por la que […] busca tonificar el orgullo por la cultura y la historia chinas”, escribe MacFarquhar.

Bajo esta aparente aceptación de la diversidad, todas las organizaciones siguen, sin embargo, sometidas a un estricto control. Los budistas tibetanos y los musulmanes uigures sufren las peores restricciones por sus veleidades separatistas, pero tampoco se mira con simpatía a los católicos. El esfuerzo de Francisco por volver a entrar en China ha encallado ante las diferencias sobre el derecho de presentación, la prerrogativa para designar obispos que detenta Pekín y que el Vaticano desea recuperar. Por el contrario, el protestantismo, que carece de una cabeza visible que dispute parcelas de soberanía al Partido, crece exponencialmente.

Los occidentales, que no dejamos de ser unos recién llegados (en términos históricos) a la libertad de culto, observamos esta tímida apertura con condescendencia, pero tiene razón Johnson cuando afirma que, “por incompleta e inadecuada que nos resulte, deberíamos tomarla como lo que es: un milagro”.