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INTERREGNUM: El corredor India-Europa. Fernando Delage  

Una de las muchas incertidumbres abiertas por la guerra entre Israel y Hamás se refiere al futuro del corredor económico entre India y Europa a través de Oriente Próximo. Anunciado en la cumbre del G20 celebrada en Delhi el pasado mes de septiembre, esta iniciativa concebida como alternativa a la nueva Ruta de la Seda china contempla una red marítima y ferroviaria que enlazaría India con Emiratos, Arabia Saudí y Jordania, y a estos últimos con el puerto israelí de Haifa, desde donde llegaría a El Pireo en Grecia. Este ambicioso plan de interconectividad, cuyos participantes representan la mitad del PIB global y el 40 por cien de la población del planeta, quedará aplazado sine die por el conflicto en curso. Esas dificultades no eliminan, sin embargo, la dinámica geopolítica que lo inspiró.

Para India, el corredor forma parte de la reorientación de su estrategia hacia Oriente Próximo. Sus beneficios serían múltiples si se tiene en cuenta el tamaño de la diáspora india en la subregión, su dependencia de los recursos energéticos del Golfo, y el potencial inversor de las monarquías árabes. El proyecto le permitiría, además, superar el obstáculo que siempre ha representado Pakistán a la determinación de Delhi de contar con enlaces directos con Oriente Próximo y Europa, a la vez que—además de extender su influencia económica—podría contrarrestar la creciente presencia china en esta parte del mundo.

La iniciativa debía contribuir asimismo a facilitar la normalización de relaciones entre Arabia Saudí e Israel; de ahí el apoyo con que ha contado tanto por parte norteamericana como israelí. Para la administración Biden, la integración de Israel en el plan era una de las piezas para su reconocimiento diplomático por Riad (y para el aislamiento de Irán), mientras que un mayor acercamiento de India a la región también fortalecería la política de contención de Estados Unidos hacia China.  El primer ministro Benjamin Netanyahu calificó por su parte la propuesta como “el mayor proyecto de cooperación” en la historia de su país, y uno de los pilares del esquema de un “nuevo Oriente Próximo” que presentó ante la Asamblea General de la ONU en septiembre.

A los países árabes, el corredor beneficiaría sus intereses nacionales—al permitir la diversificación de sus economías—e internacionales, tanto al promover su proyección exterior y consolidarse como nuevo hub de interconexión, como al ofrecer la oportunidad de multiplicar sus opciones y equilibrar las relaciones con Estados Unidos y con China. Los europeos, por último, podrían ampliar su “Global Gateway” a Oriente Próximo—espacio en el que carecen de logros concretos hasta la fecha—, y reforzar su conectividad con el océano Índico, así como, a través de India, con el Indo-Pacífico. Contarían así con mayores posibilidades para competir con la Ruta de la Seda de Pekín, al tiempo que el crecimiento económico de India repercutiría a favor de su intención de reducir la dependencia de las cadenas de valor chinas.

Esas ventajas coexistían, no obstante, con escollos considerables. Unos tienen que ver con los plazos y los recursos financieros exigidos por un proyecto de tales dimensiones. Los puertos ya existen, pero no las líneas ferroviarias y de carreteras que habría que construir a través de los desiertos de Arabia Saudí y de Emiratos. Otras limitaciones derivan de la ausencia de Turquía (lo que fue denunciado por su presidente, Recep Tayyip Erdogan, en la cumbre del G20), y de Irán (lo que se traducirá quizá en la profundización de sus relaciones con Pekín).

La guerra y sus impredecibles consecuencias se han sobrepuesto desde el 7 de octubre a dichos obstáculos. El plan de acción del corredor que debían discutir las partes a principios de noviembre queda aparcado y, con él, la pretensión de transformar por esta vía la ecuación de poder en Eurasia. Para contener a China y promover el ascenso de India, Occidente necesitará algo más que una red de infraestructuras: toda estrategia que desatienda la causa última de los problemas políticos de Oriente Próximo tendrá un corto recorrido.

INTERREGNUM: Bloques euroasiáticos. Fernando Delage

La asistencia de representantes de seis países —Pakistán, China, Rusia, Qatar, Turquía e Irán— a la formación del gobierno talibán en Kabul es quizá la más clara ilustración de los cambios que se están produciendo en la dinámica geopolítica euroasiática, así como de sus implicaciones globales. Si el fin de la presencia occidental en Afganistán tiene especial trascendencia es por producirse en un contexto de redistribución de poder, marcado por el aumento de la influencia china y por la creciente coordinación entre Pekín y Moscú de sus acciones en este espacio continental.

Una de las primeras respuestas de China y Rusia a la inminente caída del gobierno de Ashraf Ghani —anunciaron la decisión el 12 de agosto— fue la de dar a Irán el estatus de miembro de pleno derecho en la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), institución en la que era observador desde 2005. Las reservas de las repúblicas centroasiáticas, que ya se opusieron a su adhesión en 2006 y 2015, no han bastado para impedir esta vez su incorporación: la cumbre que la organización celebra en Dushanbe esta semana —a la que acudirá el presidente iraní, Ebrahim Raisi, en su primer viaje al exterior— pondrá formalmente en marcha el proceso de adhesión.

Tras firmar sucesivos acuerdos bilterales con China y Rusia, las autoridades iraníes parecen haber optado por reforzar su orientación estratégica eurosiática, en la que también hay que incluir su interés por India. Mediante su participación activa en las instituciones económicas y de seguridad de la región, Teherán confía en mitigar la presión de las sanciones occidentales, contar con nuevos incentivos para el desarrollo de su economía, y ampliar el alcance de un bloque cuya principal seña de identidad es precisamente su oposición a Occidente.

Aunque internamente se discuten los beneficios de formar parte de una organización que incluye —tras la incorporación de India y Pakistán en 2017— a cuatro potencias nucleares con agendas y objetivos de seguridad diferentes de los de Teherán (cuyo escenario estratégico prioritario es Oriente Próximo), sus motivaciones de prestigio diplomático proporcionan en cualquier caso nuevas ventajas a Moscú y Pekín. Irán, en efecto, entra a formar parte de la arquitectura que estas dos potencias quieren construir en Eurasia, apoyándose en su interés común por contener a los grupos islamistas radicales y debilitar a Occidente. Los estrategas que, en Washington, piensan cómo erosionar la relación entre Pekín y Moscú —como hizo Nixon en 1972— lo tienen por tanto muy difícil.

Afganistán ha puesto de nuevo de manifiesto que el orden surgido tras la implosión de la Unión Soviética hace tres décadas ha llegado a su fin. Mientras la OTAN ha sufrido un notable fracaso, chinos y rusos—en compañía de Irán y Pakistán, entre otros— reconfiguran un espacio ignorado durante mucho tiempo por Occidente. Estados Unidos ha decidido concentrar sus cartas en la rivalidad (básicamente marítima) con China, pero ¿y los europeos? Mientras Pekín y Moscú acercan sus respectivos proyectos geopolíticos —la Ruta de la Seda, y la Unión Económica Euroasiática, respectivamente— con el fin de proteger sus esferas de influencia en un orden multipolar, los europeos no pueden limitarse a seguir a los norteamericanos. Bruselas anuncia esta semana su estrategia hacia el Indo-Pacífico, pero necesita igualmente una aproximación geopolítica hacia Eurasia que vaya más allá de las redes de infraestructuras y de los principios normativos. La competición entre las grandes potencias marítimas y continentales será uno de los elementos determinantes del sistema internacional en transición.

 

 

 

INTERREGNUM: Eurasia marítima. Fernando Delage

En la era de la geoeconomía, el poder marítimo ha adquirido una nueva relevancia, como demuestran los movimientos de las grandes potencias asiáticas. Poco más de un siglo después de que el almirante Alfred Mahan, uno de los padres fundadores de la geopolítica, escribiera El problema de Asia (1900), tanto China como India siguen sus lecciones y dedican una especial atención a la dimensión naval de su ascenso. No se trata tan sólo de contar con la armada que requieren sus ambiciones de proyección de poder: su comercio e inversiones, la logística y cadenas de distribución de sus empresas, el imperativo del acceso a recursos naturales y la protección de las líneas de comunicación, son elementos indispensables de su seguridad marítima.

Ese esfuerzo de ambas, como de Rusia, es el objeto de un libro de reciente publicación del profesor de la Universidad Nacional de Defensa de Estados Unidos, Geoffrey F. Gresh (To Rule Eurasia’s Waves: The New Great Power Competition at Sea, Yale University Press, 2020). Cada una de estas potencias, escribe Gresh, aspira a lograr un mayor estatus internacional y a expandir su influencia más allá de su periferia marítima. Es una competición que desafía el orden liderado por Estados Unidos desde la segunda postguerra mundial, y que marca el comienzo de la era de las potencias marítimas euroasiáticas.

De manera detallada, el libro examina el aumento de capacidades navales de cada una de estas potencias, así como sus movimientos en sus respectivos mares locales (del Báltico al mar de China Meridional, del Mediterráneo al Índico). Gresh identifica por otra parte las características esenciales de las aguas que rodean Eurasia, incluidos los cuellos de botella estratégicos y las líneas de navegación. Sus fuentes confirman la determinación de estos gobiernos de adquirir un mayor protagonismo global mediante el juego económico que despliegan en el terreno marítimo. El autor identifica el particular el océano Ártico como la próxima frontera de esa competición global. Como consecuencia del deshielo del Ártico, Eurasia ha dejado de ser rehén de la geografía y, aquí, es Rusia quien tiene ventaja.

No obstante, desde una perspectiva más amplia, es China quien parece haber desarrollado la estrategia mejor adaptada a la nueva rivalidad. Mediante la iniciativa de la Ruta de la Seda, Pekín ha utilizado su poder económico y financiero para invertir en puertos e infraestructuras marítimas, desde el Mediterráneo hasta Asia oriental. Rusia—además del Ártico, concentrada en el mar Negro y en el Báltico—es para la República Popular un socio más que un competidor, lo que representa un nuevo bloque que debe afrontar Estados Unidos como ya hizo en la década de los cincuenta y sesenta del siglo pasado. En cuanto a India, su tardío reconocimiento de la presencia china en el océano Índico le ha obligado a reforzar su estrategia naval y a acercarse tanto a Estados Unidos como a Japón.

La preocupación del autor es que esta competición marítima en torno a Eurasia conduzca a posibles choques accidentales. Frente a la “retirada” relativa de Estados Unidos, Rusia y China se encuentran cada vez mejor situadas para unificar y controlar las líneas marítimas estratégicas que rodean Eurasia. Para evitarlo, recomienda a la administración norteamericana competir con las inversiones chinas en el exterior, desplegar mayores recursos navales en el Indo-Pacífico, prestar mayor atención a la apertura del Ártico y, sobre todo, no desatender a sus aliados, especialmente a Japón, India y Australia. Buena parte de sus sugerencias han sido seguidas tanto por la administración Obama como por la de Trump. Pero en el enfoque de este último se han echado en falta tanto las prioridades económicas como el acercamiento a socios y aliados. Si algo ha enseñado la historia de Eurasia ha sido la imposibilidad de su control por una única potencia. Puede que Rusia y China no mantengan eternamente su actual proximidad, ni resulta plausible que Estados Unidos ceda a medio plazo su estatus de principal actor naval. Pero, por primera vez en la historia del continente, las fuerzas continentales y marítimas coinciden en una misma dinámica de transformación, como resultado de que una misma nación—China—intenta centralizar ese doble orden, continental y marítimo. Washington ya está respondiendo a esta nueva realidad; la Unión Europea aún debe incorporar a sus planes estratégicos la dimensión marítima. (Foto: Flickr, Rojs Rozentâls)

INTERREGNUM: No es sólo Irán. Fernando Delage

En 2016, Donald Trump se presentó como candidato a la presidencia de Estados Unidos prometiendo que sacaría al país de las guerras de Oriente Próximo. Instalado en la Casa Blanca, no tardó en abandonar el acuerdo nuclear con Irán, e imponer a este último duras sanciones económicas. Trump intentó reducir la presencia norteamericana en la región haciendo de Israel y de Arabia Saudí—coincidentes ambos en su hostilidad hacia Teherán—los instrumentos centrales de defensa de sus intereses. Lo inviable de dicha política acaba de ponerse de manifiesto: con el asesinato del general Qassem Suleimani en Bagdad la semana pasada, Washington abre un nuevo escenario de conflicto, cuyas implicaciones no se limitan sin embargo a esta parte del mundo.

Los analistas especulan sobre las posibles represalias del régimen iraní. Pero quizá tenga mayor interés examinar el margen de maniobra con que cuenta Estados Unidos para responder, a su vez, a las reacciones de Teherán. Irán actuará de manera gradual, asimétrica y con un claro objetivo a largo plazo: la completa expulsión de Washington de Siria e Irak. La influencia adquirida por Teherán en la zona—una de las consecuencias de la invasión norteamericana de Irak en 2003—permite a sus autoridades dictar el ritmo, alcance y localización de toda escalada de manera precisa. Irán puede navegar los vericuetos de Oriente Próximo con una considerable libertad de acción, mientras que Estados Unidos parece haber perdido la que tuvo durante décadas. Pues no se trata de capacidades militares—terreno en el que nadie puede competir con Washington—sino de un juego que se desarrolla en un tablero más amplio, y en el que participan otras grandes potencias.

Mientras Trump ha abierto el camino que puede conducir a una nueva guerra en Oriente Próximo, Kim Jong-un puede reanudar sus ensayos nucleares y continuar ampliando su arsenal. China y Rusia, por su parte, observan con satisfacción este intento de demostración por Washington de su poder como lo que es en realidad: una prueba de desorientación estratégica que continúa minando su posición geopolítica. Motivado por la prioridad de su reelección, Trump intenta crear las circunstancias que le sirvan de apoyo en el caso de una confrontación directa con Irán. Pero 2019 terminó con la realización en el golfo de Omán, del 27 al 31 de diciembre, de los primeros ejercicios navales conjuntos en la historia de Irán, Rusia y China; una iniciativa que lanza a Washington el claro mensaje de que Teherán no está solo y cuenta con poderosos socios. Irán se afirma como potencia regional, Rusia confirma su regreso como actor relevante en Oriente Próximo, y China revela las capacidades navales que sustentan la ampliación de sus intereses geoeconómicos.

La advertencia de que una guerra con Irán implicaría a China y Rusia—haciendo de la muerte de Suleimani un nuevo Sarajevo—puede resultar un tanto exagerada. Pero no lo es el hecho de que, sumando a su enfrentamiento con Pekín y Moscú, un choque con Teherán, Washington está propiciando la formación de la Eurasia menos conveniente para sus intereses. En el contexto de vulnerabilidad política propio de un año electoral, una “alianza” China-Rusia-Irán no sólo puede hacer inviable una política norteamericana de embargo de recursos energéticos, sino acelerar la construcción de un espacio euroasiático integrado en el que Estados Unidos puede quedarse fuera de juego.

Interregnum: El supercontinente euroasiático. Fernando Delage

Gobiernos y expertos del mundo entero continúan inquietos—y fascinados a un mismo tiempo—por la iniciativa de la Ruta de la Seda china (BRI); un plan con el potencial de acabar con el eje euroatlántico como pilar central de la economía global, y con el liderazgo marítimo de Estados Unidos en Asia oriental. Pero las estrategias de este alcance suelen tener antecedentes: más que responder a un proyecto previamente elaborado, son la suma de una serie de variables que, en un momento determinado, dan coherencia a objetivos dispares. Y aunque es cierto que este proyecto aspira a situar a China en el centro de una Eurasia integrada, la República Popular no es la única causa.

La creciente interdependencia de la mayor masa continental del planeta era, en efecto, un proceso ya en marcha antes de que, en septiembre de 2013, Xi Jinping pronunciara en Kazajstán su ya famoso discurso sobre la revitalización de la Ruta de la Seda. Si las reformas económicas chinas supusieron un primer giro en la transformación de la dinámica euroasiática, la implosión de la Unión Soviética y la ampliación en dirección oriental de la Unión Europea contribuyeron igualmente a superar las barreras políticas que habían obstaculizado las interconexiones en un espacio carente de obstáculos geográficos. La crisis financiera global y el cambio en la relación de Rusia con Occidente tras el conflicto de Ucrania aceleraron ese proceso, que BRI no hace sino maximizar en beneficio de China, por su situación geográfica y por sus imperativos de crecimiento y de seguridad.

Aun así, los elementos geoeconómicos y geopolíticos no sirven para explicar en su totalidad este fenómeno de la reconexión euroasiática. Como analiza en profundidad Kent Calder, profesor de la Johns Hopkins University en Washington, en un libro de reciente publicación (Supercontinent: The logic of Eurasian integration, Stanford University Press, 2019), hay otros tres relevantes factores que también explican este resultado. El primero de ellos es la energía: la cercanía entre grandes productores (Rusia, Asia central y Golfo Pérsico) y grandes consumidores asiáticos (China, India, Corea y Japón) ha desatado una red de relaciones sin precedente. El segundo es la revolución logística: la aplicación de la tecnología digital al transporte y distribución en la era del comercio electrónico ha simplificado de manera extraordinaria los procedimientos, y reducido de manera exponencial los costes, acelerando igualmente las interconexiones. La existencia de nuevas fuentes de capital—a través de instrumentos creados para superar el déficit de infraestructuras, como los bancos multilaterales creados por China—hacen de las finanzas el tercer factor creador de esta Eurasia en formación.

La dinámica de los mercados, y las estrategias de las empresas multinacionales—de China y Europa en especial, cada vez más cerca al moverse en cada una de ellas el centro de gravedad de las cadenas de producción y distribución: en la República Popular hacia sus provincias occidentales, y en Alemania hacia Europa del Este—se solapan así con las prioridades de crecimiento de los gobiernos. Es una dinámica que, a su vez, amplifica los intereses y ambiciones políticas de las potencias emergentes, alterando así el tablero global.

Éste es el gran desafío histórico que afronta Occidente. Estados Unidos, que no está físicamente en Eurasia, rechazó bajo la administración Trump la mejor arma de la que disponía para influir en esta reconfiguración de los equilibrios euroasiáticos: el Trans-Pacific Partnership, o TPP. Intenta ahora inútilmente—porque provocará lo contrario—frenar la autosuficiencia comercial y tecnológica china. El refuerzo de sus capacidades militares en el Pacífico Occidental y en el océano Índico tampoco servirá para contrarrestar su pérdida de liderazgo, pues no es en ese terreno donde se juega la redistribución de poder en curso. Europa, gigante industrial junto a China en Eurasia, se sitúa para aprovecharse de las oportunidades económicas, pero no parece preocupada por su marginalidad estratégica. (Foto: Akshay Upadhayay)

El ascenso de China: entre la geografía y el discurso. Isabel Gacho Carmona

La geopolítica clásica trata de explicar los fenómenos políticos basándose casi exclusivamente en los accidentes geográficos. Muchos autores actuales siguen esta línea y, aunque suelen intentar desnatar su determinismo geográfico hablando de determinismo probabilístico, lo cierto es que el peso que le otorgan a la geografía es desmedido.

A comienzos del siglo pasado el geógrafo ingles Mackinder revolucionaba la geopolítica siendo el primero en ofrecer una visión universal e integrada. En su tesis más famosa establecía Eurasia como el centro del mundo o Isla Mundial y en el corazón de esta estaría el Heartland, un área a caballo entre Europa oriental y Asia central que significaría la llave del poder mundial. De esta manera, si Eurasia representa el centro geoestratégico del mundo, China cuenta con una situación geográfica privilegiada para alzarse como gran potencia: “Si los chinos (…) llegaran a vencer al Imperio ruso y conquistar sus territorios, podrían representar un peligro amarillo para la libertad del mundo, simplemente porque añadirían un frente oceánico a los recursos del gran continente, ventajas de las que no han podido gozar todavía los rusos”.

Esta manera simplista de entender la potencia del poder chino sigue muy presente entre realistas y neorrealistas. Sin ir más lejos, Kaplan, uno de los analistas geopolíticos más influyentes del momento, analiza el ascenso chino examinando la realidad actual a través de la tesis del geógrafo inglés: “Dejemos a un lado el inherente sentimiento racista de la época, así como el ataque de histeria con que se recibe el auge de cualquier potencia que no sea occidental y concentrémonos en cambio en el análisis de Mackinder”. China no es exclusivamente un poder continental, ya que no solo se extiende hasta el núcleo estratégico centroasiático, donde abundan los hidrocarburos, sino hasta las rutas marítimas del Pacífico, donde goza de 14.500 kilómetros de costa con numerosos puertos naturales de aguas templadas. La geografía la situaría en una posición privilegiada respecto a Rusia, por supuesto, pero también frente a otras potencias como Brasil, que “ofrece menos ventajas. Se encuentra aislada en Sudamérica apartada de las masas continentales”.

La situación geográfica privilegiada de China no es nueva, entonces ¿Cómo explicamos, por ejemplo, el siglo de las humillaciones? Solo la geografía no basta. Frente al determinismo de la geopolítica clásica, hay otra manera de analizar las dinámicas de poder mundiales. A finales de los 80 surgió una nueva corriente: la geopolítica crítica. Esta otra manera de entender la geopolítica pone el acento en la concepción que las élites y las poblaciones tienen de la realidad. Para esta corriente de corte constructivista, los discursos, las ideas, la manera de proyectar los mapas… son de vital importancia para comprender el contexto y las pugnas por el poder. Para entender el ascenso de China desde este prisma, Agnew, uno de los creadores de la geopolítica crítica, trata de ofrecer un contrapunto a clásicos como Mackinder o Kaplan analizando los discursos en torno a China creados en oriente y occidente. Se trata de analizar cómo las premisas geopolíticas calan y dan forma al entendimiento del mundo.

De esta manera, la visión de Mackinder y Kaplan no sería más que una manera de verlo. Estarían enmarcadas en un discurso occidental con una concepción estatista y lineal de la historia basada en la lucha por la supremacía, según el cual China estaría reemergiendo, sería otra gran potencia en una sucesión de ellas. Este discurso explica la ansiedad y el miedo que causa entre los analistas occidentales el ascenso de China, desde el peligro amarillo de Mackinder hasta metáforas actuales como el despertar del dragón chino.

Sin embargo, una historia completamente diferente puede ser contada. La geografía es la misma para todos, pero la importancia que le damos y el discurso que creamos a partir de ella puede llegar a ser más importante. Precisamente el aislamiento físico del pueblo chino (el Himalaya al sur, el desierto del Gobi al norte, el Pacífico al este y las montañas Tian Shan y el desierto Taklamakán al oeste) favoreció la creación de una sensación de unicidad y un discurso propio acerca de su propia realidad y la del mundo.

Aunque el siglo de las humillaciones, con el cambio en el imaginario que supuso pasar de ser el centro del mundo a un jugador secundario, y el ascenso del comunismo de Mao, con su antitradicionalismo, fueron puntos de inflexión en su discurso milenario, se puede decir que existe una cosmología sinocéntrica que ha dado forma a la visión que tienen los chinos sobre sí mismos y sobre el mundo. China, como centro de la civilización rodeada de una periferia de bárbaros, eso sí basada en preservar la armonía y codificada por el confucianismo. Estas ideas han vuelto a un primer plano: fueron rescatadas en la época de Deng con los cinco pilares de coexistencia pacífica de Zhou Enlai.

No existe una sola concepción del papel de China como potencia emergente y la geografía en sí misma no es la respuesta, sino la base sobre la que se asientan los discursos. La situación actual es que China se tiene que adaptar a un mundo que no ha diseñado y que la ve como una amenaza. Un mundo que, además, es muy diferente de otras épocas de sucesión de potencias hegemónicas y en el que las visiones occidental y sinocéntrica ni siquiera son las únicas. La geografía reparte las cartas, pero no es tanto lo que tengas en la mano sino como te proyectas y como te perciben. La geopolítica se parece más al mus que a las siete y media. (Foto: Julio Sabina)

INTERREGNUM: La gira de MBS. Fernando Delage

Al definir el espacio geográfico ocupado por Eurasia, europeos y americanos suelen dejar normalmente fuera a India y a Oriente Próximo. La primera por el obstáculo físico que representa el Himalaya para la interacción con sus vecinos continentales, y la consecuente proyección exterior desde sus costas marítimas a lo largo de la Historia. El segundo, por una dinámica subregional basada en una serie de factores—de la cultura al islam, de las bases no industriales de la economía a la moderna creación de la mayor parte de sus Estados—que han proporcionado reducidas oportunidades de relación con los países de Asia central y oriental.

La geografía puede ser inmutable. Pero las ideas, los avances tecnológicos y los imperativos estratégicos pueden transformar el significado de los condicionantes geográficos. Una variable que lleva años acercando a los países asiáticos con los de Oriente Próximo es, por ejemplo, la energía: los primeros son los mayores importadores de gas y petróleo; los segundos, los mayores productores. Y ambos comparten la misma masa continental, como bien refleja la denominación utilizada por chinos e indios para referirse a lo que los occidentales llamamos Oriente Próximo (o Medio): Asia suroccidental.

Ni el presidente chino ni el primer ministro indio, en efecto, excluyen esta parte del mundo de sus respectivas visiones estratégicas de Eurasia. Lo mismo ocurre desde la otra dirección, como bien pone de relieve la gira asiática que acaba de emprender el heredero de la corona saudí, Mohamed bin Salman, más conocido como MBS. Acompañado por una delegación de más de 1.000 personas, el viaje incluía cinco naciones: Pakistán, China, Malasia, Indonesia e India. Horas antes de su salida se anunció la cancelación de la visita a Indonesia y Malasia, pospuesta a una fecha posterior. Aunque el viaje incluye una motivación personal—MBS busca restaurar su imagen tras el asesinato del periodista Jamal Khashoggi el pasado mes de octubre—, es evidente que Arabia Saudí se reorienta hacia el centro del dinamismo económico y geopolítico mundial.

El primer ministro de Pakistán, Imran Khan, no se sumó al boicot de otros países a MSB tras el asesinato de Khashoggi, y logró de Riad un préstamo de 6.000 millones de dólares para hacer frente a una creciente deuda nacional.  Las relaciones no son fáciles, sin embargo: el Parlamento paquistaní rechazó la petición por parte de MSB de un contingente militar para la guerra de Yemen. Con todo, y aunque el atentado terrorista de la semana pasada en Cachemira ha obligado a reducir la duración de su estancia en Islamabad, se espera la firma de inversiones por valor de 15.000 millones de dólares, incluyendo varios proyectos en el puerto de Gwadar, en el océano Índico, una gigantesca infraestructura que construyen y gestionan empresas chinas.

La República Popular es, por supuesto, uno de los mayores compradores de petróleo saudí. También una de las principales fuentes de inversión en el país, y principal alternativa a unas naciones occidentales cada vez más críticas con Riad. Las relaciones en el terreno de la seguridad son también importantes y debe recordarse que MBS, además de heredero al trono, es ministro de Defensa. China—se sospecha que de manera conjunta con Pakistán—participa en la construcción de una fábrica de misiles de alcance medio.

La visita a India se produce, por otra parte, en plena campaña del primer ministro Modi para su reelección. Arabia Saudí es el cuarto socio comercial de India, con unos intercambios que superaron los 28.000 millones de dólares el pasado año, y unas inversiones en aumento en sectores como las tecnologías de la información, infraestructuras y energía. Casi la mitad de los siete millones de indios residentes en el Golfo viven en Arabia Saudí, un número que se estima aumentará con creces en el marco de los planes de reforma de la economía (“Vision 2030”). La dimensión de seguridad tampoco es menor. MSB intentará establecer una relación de cooperación que acerque a Modi a Riad y le aleje de Teherán, en un contexto de creciente presión norteamericana sobre Irán, mientras que Delhi se esforzará porque Arabia Saudí utilice su influencia sobre Islamabad en contra del terrorismo transfronterizo contra India.

En último término, el viaje es un reflejo de la rápida consolidación de un eje económico y estratégico Oriente Próximo-Asia, revelador a su vez de la rápida pérdida de influencia de Estados Unidos en el mundo arabo-islámico, del vacío de seguridad que está dejando, y del simultáneo incremento de la presencia de China e India para asegurar su estabilidad. Otra nueva variable, por tanto, que deben tener en cuenta los europeos en un momento de necesaria reflexión sobre su papel en el mundo del futuro.

INTERREGNUM: Europa y Asia en 2019. Fernando Delage

El creciente poder económico de China, sus rápidos avances tecnológicos y la acelerada modernización de sus capacidades militares ponen a prueba el entorno en el que se ha desarrollado el proceso de integración europea hasta la fecha. La incertidumbre sobre las intenciones de la administración Trump y el paso de ésta a la ofensiva contra Pekín, agravan el dilema europeo.

Washington necesita a sus aliados para evitar que la República Popular recurra a ellos como solución indirecta para evitar los aranceles norteamericanos, y también para compartir información sobre los movimientos chinos en relación con la adquisición de nuevas tecnologías. Estados Unidos intenta, por ejemplo, que se vete a las grandes empresas de telecomunicaciones chinas en los próximos concursos públicos para el desarrollo de las redes 5G. Las preferencias de los gobiernos europeos—y sus percepciones de China—no son siempre coincidentes, sin embargo, con las norteamericanas.

Sin el eje transatlántico, indicó Henry Kissinger hace unos meses, Europa corre el riesgo de convertirse en un mero apéndice de Eurasia, sujeto a los objetivos de Pekín. Pero ¿pueden Bruselas y los gobiernos de los Estados miembros confiar en una Casa Blanca que da a entender que, después de China, la Unión Europea puede ser el próximo objeto de atención de su política de sanciones comerciales?

El debate está pues encima de la mesa. Lo que indican los hechos es que, sólo en los primeros seis meses de 2018, las inversiones chinas en la UE multiplicaron por nueve las dirigidas a Estados Unidos. El total anual alcanzó los 60.400 millones de dólares, un 82 por cien más que en 2017, lo que supuso casi el 56 por cien de la inversión extranjera directa china en su conjunto. Por otra parte, los intentos liderados por Alemania y Francia por reforzar la supervisión de las compras chinas en las industrias estratégicas del Viejo Continente no avanzan lo suficiente por la oposición de algunos gobiernos, con Italia a la cabeza. En este contexto, el mes pasado China anunció un nuevo Libro Blanco sobre la Unión Europea; el tercero tras los de 2003 y 2014. Al cumplirse el 15 aniversario del establecimiento de la Asociación Estratégica Integral entre ambos, el documento enumera las distintas áreas bilaterales de cooperación, retoma la idea de negociar un acuerdo de libre comercio—al que Bruselas se opone—y sugiere que deben cooperar juntos contra el “unilateralismo” (de Estados Unidos, se entiende).

Una de las más inteligentes respuestas europeas a la política proteccionista de Estados Unidos y a las ambiciones chinas reflejadas en la iniciativa de la Ruta de la Seda, ha sido la firma del doble acuerdo de asociación económica y estratégica con Japón, en vigor a partir de 2019. Bruselas ha ido con todo más allá, al aprobar el Consejo, también en diciembre, la estrategia de la Unión hacia India. Las dos grandes democracias asiáticas se suman así a los europeos en la defensa de un orden multilateral y basado en reglas, a la vez que acuerdan coordinar sus posiciones con respecto a los desafíos y problemas comunes de la agenda global.

El discurso multilateral no es suficiente, sin embargo, para gestionar los intereses a largo plazo del Viejo Continente ante la rápida transformación del equilibrio de poder internacional. Algunas piezas, como la asociación con Japón e India o la estrategia de interconexión Europa-Asia—ya mencionada anteriormente en esta columna—han tomado forma, pero se sigue echando en falta una mayor ambición estratégica. Esperemos que las elecciones al Parlamento Europeo y la renovación de la Comisión no interrumpan el necesario ajuste a un mundo en el que la Unión se juega su futuro.

INTERREGNUM: Cinco años de Ruta de la Seda. Fernando Delage

Se han cumplido estos días cinco años del anuncio por parte del presidente chino, Xi Jinping, de la Nueva Ruta de la Seda. Nadie pudo entonces imaginar que aquella propuesta, realizada en un discurso pronunciado en la capital de Kazajstán durante una gira por Asia central, iba a convertirse en la iniciativa más importante de su mandato, y en el elemento central de su política exterior. Que fuera incluso recogida en los estatutos del Partido Comunista, con ocasión del XIX Congreso en octubre del pasado año, da idea del espacio que ocupa en la agenda de los dirigentes chinos.

El proyecto nació sin una definición de sus límites geográficos y sin ninguna forma institucional. Carece asimismo de indicadores cuantificables que permitan medir su grado de realización. Si en un primer momento Xi se refirió a Asia central  y a la periferia marítima china como objeto del programa, posteriormente éste se ha ampliado a África, América Latina, el Pacífico Sur y hasta el Ártico. La ausencia de unas reglas comunes para todos los participantes significa que Pekín negocia de manera bilateral con cada uno de ellos. Es por tanto un proceso abierto y flexible, en el que catalizan las prioridades chinas con respecto a su economía—encontrar nuevos motores de crecimiento—y a su seguridad: reducir los riesgos de vulnerabilidad y minimizar la capacidad de Estados Unidos y de sus aliados de obstaculizar su ascenso como gran potencia.

Si hay que resumir los fines de la Ruta, quizá éstos dos sean los esenciales: es un medio, primero, para que China pueda convertirse en un igual de Estados Unidos en la definición de las reglas y las instituciones globales; y, segundo, para hacer de una Eurasia integrada el nuevo centro de la economía mundial, sustituyendo al eje euroatlántico. El alcance de las ambiciones chinas afecta de manera directa a los equilibrios geoeconómicos y geopolíticos de las últimas décadas, y la Ruta de la Seda se ha convertido en consecuencia en una de las causas fundamentales de los reajustes estratégicos de las principales potencias.

De sus profundas reservas hacia la iniciativa en un primer momento, Japón ha pasado a apoyar la participación de sus empresas privadas, aunque también ha construido alternativas, como la propuesta de financiación de Infraestructuras de Calidad en Asia, o el Área de Crecimiento Asia-África, formulada de manera conjunta con India. Esta última, el vecino de China en mayor grado opuesto a la Ruta de la Seda, tiene que compaginar el deseo de evitar sus implicaciones geopolíticas—una mayor proyección política de Pekín en el subcontinente—con la necesidades de atraer inversión extranjera y desarrollar las infraestructuras que resuelvan sus problemas de interconectividad. Rusia no puede por su parte mantenerse al margen de una iniciativa que incrementará, a su costa, la dependencia de China de las repúblicas centroasiáticas.

Estados Unidos ha tardado en reaccionar. La alternativa al proyecto chino es la “estrategia Indo-Pacífico”, a la que se aportan reducidos recursos financieros para hacer mayor hincapié en la formación de un bloque de contraequilibrio, el denominado “Cuarteto” constituido por Estados Unidos, India, Japón y Australia. Su cohesión plantea sin embargo numerosas dudas al no ser siempre coincidentes los intereses de sus gobiernos con respecto a Pekín.

La Ruta de la Seda supone asimismo un relevante desafío para Europa. La reconfiguración de Eurasia que se persigue puede condicionar en gran medida el papel internacional de la Unión Europea en el futuro, aunque al mismo tiempo le ofrece nuevas oportunidades económicas. Cinco años después del discurso de Xi, Bruselas ha dado por fin forma a una respuesta, según anunció la semana pasada la Alta Representante, Federica Mogherini. Funcionarios de la UE han estado trabajando durante meses en una estrategia de interconectividad en Eurasia que identifica los intereses europeos y sus objetivos fundamentales. Hay que esperar que, además de esa descripción, existan los medios e instrumentos para pasar a la acción. Pero para conocerlos habrá que esperar al Consejo Europeo que, en octubre, aprobará oficialmente el documento.

INTERREGNUM: XI en Vladivostok. Fernando Delage

La semana pasada, con ocasión de la primera asistencia de un presidente chino al Foro Económico de Vladivostok, Xi Jinping se reunió—por vigésimosexta vez—con su homólogo ruso, Vladimir Putin. El encuentro coincidió con la celebración de las maniobras Vostok, organizadas regularmente por las fuerzas armadas rusas en su región extremo oriental. La edición de 2018 ha sido la mayor hasta la fecha (con 300.000 soldados) y, por primera vez, ha participado China (con 3.200 tropas), el país que—en su origen—fue el objeto de estos ejercicios militares, diseñados como preparación para un hipotético conflicto con la República Popular. ¿Significa esta creciente cooperación militar ruso-china que ambos países podrían transformar su asociación estratégica en una nueva alianza?

Las circunstancias han acercado a dos potencias entre las que no ha existido una gran confianza a lo largo de la Historia. Moscú y Pekín quieren sustituir la primacía norteamericana por un mundo multipolar. Los dos Estados rechazan la democracia y los valores liberales, que perciben como una amenaza a sus sistemas políticos. Las limitadas capacidades rusas y el impacto de las sanciones impuestas por Occidente empujan a Moscú hacia Pekín como principal instrumento de defensa frente a las presiones de Washington. La guerra comercial de Trump reaviva asimismo el interés chino por crear un frente común con Rusia.

Las circunstancias internas de los dos países no pueden ser más diferentes, sin embargo, ya se trate del contexto demográfico o de las dimensiones y dinamismo de sus respectivas economías. Tampoco coinciden exactamente en sus preferencias con respecto al orden internacional. China aspira como mínimo a un estatus igual al de Estados Unidos, mientras que esa es una posibilidad de la que Rusia no puede estar más alejada. Pekín necesita una economía mundial abierta; Moscú busca aislarse—para protegerse—de la globalización. Las cifras hablan por sí solas: mientras el comercio entre Estados Unidos y China superó los 650.000 millones de dólares en 2016, entre Rusia y Estados Unidos apenas alcanzó los 27.000 millones de dólares (y entre Rusia y China, 84.000 millones de dólares). Pero los datos no pueden ocultar que la entente entre Moscú y Pekín supone una notable causa de inquietud para Washington.

Mantener de manera simultánea una relación de rivalidad con los dos principales actores del continente euroasiático es un escenario que cualquier asesor diplomático aconsejaría a Washington evitar. Irrumpe así la idea, sugerida según algunas fuentes por el propio Henry Kissinger, de que la enormidad del desafío que representa China para la posición internacional de Estados Unidos podría requerir el alineamiento de Estados Unidos con Rusia en una versión inversa del triángulo estratégico al que dieron forma Nixon y Kissinger en la segunda mitad de la Guerra Fría.

Sus posibilidades parecen escasas, no obstante. ¿Pondría Putin en peligro su relación con China para aliarse con Trump? Además del coste que esa política tendría para Moscú, no parecen existir los valores o los intereses compartidos con Washington que justificarían tal paso. Estados Unidos, por su parte, además de levantar las sanciones, tendría que ignorar numerosos asuntos—de Ucrania a los derechos humanos—y reconocerle a Rusia la esfera de influencia que ésta cree le corresponde. Pese a las tensiones bilaterales actuales, China es—por lo demás—, tanto por razones económicas y políticas como por la agenda global, mucho más importante para Estados Unidos que Rusia.

Las sorpresas, es cierto, pueden producirse, pero no parece muy realista pensar que triángulos estratégicos propios de la década de los setenta permiten responder a los imperativos geopolíticos de nuestro tiempo. El reto para la administración Trump—como para Europa—no consiste en formular una simple respuesta al actual acercamiento bilateral entre Rusia y China, sino en articular un concepto innovador frente a la transformación histórica que representa para el sistema internacional la Gran Eurasia que está tomando cuerpo, y que es mucho más que la mera suma de las interacciones entre Moscú y Pekín.