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Los Rohinyá: Una tribu sin Nación ni futuro

Ángel Enríquez de Salamanca Ortiz, Doctor en Economía por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Relaciones Internacionales en la Universidad San Pablo CEU de Madrid.

¿Quiénes son los Rohinyas y por qué los persiguen?

Los Rohingya son un grupo étnico islamista suní que, actualmente, forma parte de Myanmar (Birmania), de la región de Rakain, al oeste del país, en la frontera con Bangladesh.

Los Rohingyas son originarios de la región de Chittagong, en Bangladesh y que, según algunos autores(1), se vieron obligados a emigrar a la región de Rakain, en Myanmar, tras la conquista de Bangladesh por Gran Bretaña entre 1824 y 1826. Rakain fue un reino independiente hasta el siglo XVIII, cuando Birmania lo conquistó en 1784.

En la actualidad viven aproximadamente 1.200.000 Rohingyas en Myanmar que son perseguidos por los budistas arakaneses de este país. Pero este conflicto se desató después de la II Guerra Mundial, cuando Birmania se independizó de Gran Bretaña y los habitantes de la región de Arakán (la parte islamista) quisieron volver a su tierra, Bangladesh. El problema vino cuando estos arakaneses vieron que todas sus tierras habían sido cedidas a los bengalíes, por lo que, ya no eran bien recibidos en Bangladesh ni tampoco podían volver a Myanmar ya que, durante la guerra, grupos armados de islamistas atacaron pueblos budistas en la región de Arakán, algo que avivó el malestar entre budistas arakaneses y los islamistas.

Hay que tener en cuenta que después de la guerra en la región de Arakán el 56,75% era budista y el 41,60% musulmán (2), pero a pesar de este elevado porcentaje, la ley de ciudadanía de 1982 de Birmania niega la ciudadanía a la población Rohingya (3). Esta ley prohíbe a esta población, no solo la ciudadanía, sino también libertad de movimiento, educación o empleo, por ser considerados como bengalíes, además, el “movimiento nacionalista 969” promueve la expulsión de los islamistas de un país, Birmania, mayoritariamente budista. Las violaciones o abusos por ambas partes (islamistas y budistas) son constantes y el gobierno no es que no haya hecho nada para impedirlo, sino que ha apoyado a los budistas abriendo fuego contra los Rohingya como ocurrió en la ciudad de Sittwe en el año 2012 (4).

Las violaciones en grupo y los asesinatos en masa por supuesto “terrorismo” por parte del gobierno birmano ha obligado a miles de familias Rohingyas a huir al país vecino. Los Rohingyas son la minoría mas perseguida del mundo según la ONU (5). Un éxodo y un exterminio masivo, donde casi setecientas mil personas se han visto obligados a emigrar a Bangladesh, un ejemplo de limpieza étnica según la ONU (6).

Pocas veces en la historia se han vivido exterminios de semejante magnitud: El éxodo de Armenia en 1914, donde un millón y medio de personas perdieron la vida en manos del imperio Otomano, o el holocausto judío durante la II Guerra Mundial, donde casi 6 millón de judíos perdieron la vida en manos de los nazis. Pero no hace falta ir tan atrás
en el tiempo, el holocausto de Ruanda en 1994, cuando cientos de miles de tutsis perdieron la vida en manos del gobierno Hutu de Ruanda, crimenes contra la humanidad y que, en este caso, el de los Rohingyas, ha sido denunciado por la ONU y la organización Save the Children.

Un pueblo que emigra al campo de refugiados de Cox´s Bazar o el de Kutupalong en Bangladesh, unos campos que albergan a decenas de miles de personas y que el país, parece ser no está dispuesto a aceptar (8). La Unión Europea ha denunciado esta situación y ha dado fondos al “World Food Program” para suministrar alimentos o a la Organización Internacional para las migraciones que abrió una clínica en Leda, cerca del Rio Naf. Por otro lado, Myanmar limita la ayuda humanitaria.

El último actor es China, que tras la crisis del año pasado simplemente declaró que era un problema interno del país, pero que actualmente, y dada la situación, está dispuesta a ofrecer su apoyo a Birmania para que los Rohingya puedan volver al país. No importa la religión, no importa la nacionalidad, los Rohingyas son un pueblo, en su mayoría niños, que a día de hoy no tiene futuro. (Foto: Organ Vida Archive, flickr.com)

1.- (https://www.soas.ac.uk/sbbr/editions/file64388.pdf pag-397)

 

2.- (https://merhrom.wordpress.com/2009/03/04/towards-understanding-arakan-history-part-ii/)

 

3.- (https://www.hrw.org/es/news/2012/07/31/birmania-las-fuerzas-gubernamentales-atacan-losmusulmanes-rohingya)

 

4.- (Informe de Human Right Watch: https://www.hrw.org/es/news/2012/07/31/birmania-las-fuerzasgubernamentales-atacan-los-musulmanes-rohingya)

 

5.- (https://www.abc.es/internacional/abci-persigue-birmania-rohingyas-201709021241_noticia.html)

 

6.- (https://www.hispantv.com/noticias/asia-y-oceania/373784/rohingyas-myanmaer-bangladesh-masacre)

 

7.- (https://www.savethechildren.es/tienen-nombre-rohingya/que-esta-pasando-en-la-crisis-de losrohingya?gclid=CjwKCAjwu5veBRBBEiwAFTqDweNSmxVscIZtC5K92uoCxc0JTDu-1tXk_2DGhmxdTAxJAA7WAKZVXBoCfX4QAvD_BwE&gclsrc=aw.ds)

 

8.- (https://www.youtube.com/watch?v=mYj_lWxKykU&list=WL&index=13)

INTERREGNUM: Sureste asiático: ¿transición o retroceso? Fernando Delage

El sureste asiático, cuyas diez economías—desde 2015 integradas en la Comunidad de la ASEAN—se encuentran entre las de más alto crecimiento del mundo, representa un espacio decisivo en las redes de producción de la economía global, además de contar con algunas de la vías marítimas de comunicación más relevantes del planeta. El salto dado desde la descolonización en la década de los cincuenta es innegable. También lo es, sin embargo, la insuficiente modernización política de sus sociedades. ¿Por qué algunos de los países más ricos, como Malasia, están rodeados de corrupción? ¿Por qué Tailandia, Filipinas o Birmania no resuelven sus insurgencias locales? ¿Por qué ha habido una marcha atrás de la democracia en la zona?

Michael Vatikiotis, un veterano observador de la región, intenta responder a éstas y otras preguntas en su nuevo libro “Blood and Silk: Power and Conflict in Modern Southeast Asia” (Weidenfeld and Nicolson, 2017). Tres grandes factores explican, según Vatikiotis, los problemas de este conjunto de países. El primero de ellos es la desigualdad: pese a varias décadas de crecimiento sostenido, son las elites locales las que han acumulado riqueza y poder, sin preocuparse por el bienestar general de unas sociedades que, como consecuencia, no perciben los beneficios de la democratización.

Una segunda variable es la irrupción de los discursos identitarios. Sobre bases bien religiosas, bien étnicas, la tolerancia que facilitó la estabilidad del sureste asiático durante décadas está dando paso a nuevas políticas de exclusión. La degradación del pluralismo ha abierto el espacio a los extremismos y facilita la irrupción de conflictos internos, en un proceso ya alimentado por el deterioro de las condiciones socioeconómicas y los abusos de las autoridades. En vez de afrontar este desafío de manera directa y recuperar la tradición local de inclusión, los gobiernos se han dejado llevar por la inercia conservadora que, según creen, les asegura su permanencia en el poder. Líderes elegidos por los votantes pero de perfil autoritario, prefieren manipular etnia y religión —o argumentos de seguridad, como Duterte en Flipinas— con fines políticos en vez de defender los derechos y libertades constitucionales.

Un tercer factor está relacionado con la influencia de las potencias externas. Con un cuarenta por cien de población musulmana (aunque Indonesia representa por sí sola el grueso del total), el sureste asiático no escapa a la competencia entre Arabia Saudí e Irán por el control del islam, como refleja la financiación de escuelas y grupos religiosos, origen de un entorno favorable a la expansión del radicalismo. La creciente proyección económica y diplomática de China en la región está convirtiendo al sureste asiático, por otra parte, en terreno de rivalidad entre las grandes potencias, creando nuevas tensiones geopolíticas.

El futuro inmediato de la región aparece rodeado pues de incertidumbres. La falta de respuesta de los gobiernos a las quejas ciudadanas agrava el escepticismo de las clases medias sobre la democracia, vista como un medio más que como un fin en sí mismo. Pero la persecución de la oposición y el recorte de libertades empujará a grupos sociales a organizarse frente a las autoridades, o a redefinirse sobre bases distintas de la ciudadanía nacional, con la consiguiente amenaza de inestabilidad. El riesgo de sectarismo étnico y religioso en Indonesia y en Birmania, la desintegración del pacto social en Malasia entre malayos, chinos e indios, la permanencia de un gobierno militar en Tailandia, o la debilidad institucional de la democracia filipina reflejan una inacabada transición política interna, contradictoria con la relevancia económica que ha adquirido el sureste asiático en el mundo del siglo XXI.

China recupera su tolerancia tradicional, o sea, limitada

“La religión china tenía poca teología, casi ninguna jerarquía y escasos centros fijos de culto”, escribe el premio Pulitzer Ian Johnson en Las almas de China. De las tres confesiones tradicionales, el confucianismo era sobre todo un camino de sabiduría. “Respeta a dioses y espíritus”, aconsejan las Analectas, “pero mantenlos a distancia”. Según el Maestro, lo prioritario es ganarse la confianza del gobernante para resolver los asuntos de este mundo.

Por su parte, los taoístas eran versos libres que practicaban sus ritos sin meterse con nadie, y solo el budismo materializó el fervor en impresionantes construcciones y una considerable influencia política, que la dinastía Tang (618-907) atajó radicalmente.

Ninguna de estas doctrinas ejercía un proselitismo agresivo. Se limitaban a ofrecer (a cambio de una módica contribución) sus servicios para ocasiones especiales, como los funerales. Esta civilizada convivencia resulta completamente ajena a las costumbres occidentales. Aquí las distintas sectas han competido con ferocidad por la hegemonía, no dudando las unas en quedarse tuertas para dejar ciegas a las otras. La experiencia jesuita en China es una edificante parábola de cómo llevar este celo hasta la autodestrucción. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, las misiones de Ignacio de Loyola florecieron y el emperador Kang Xi (1661-1722) incluso publicó un edicto que autorizaba la difusión del cristianismo. “Por desgracia”, cuenta Roderick MacFarquhar en The New York Review of Books, “los jesuitas se enredaron en una larga controversia con los dominicos y los franciscanos, que les reprochaban su pecaminosa permisividad con los confucianos”. Al final, la buena disposición del emperador no sirvió para nada, porque el papa declaró incompatibles con la fe los ritos chinos y abortó toda posibilidad de que el cristianismo normalizara su presencia en el país, igual que había hecho el budismo.

El comunismo adoptó inicialmente una actitud de respeto hacia las cinco grandes confesiones: budismo, taoísmo, confucianismo, protestantismo y catolicismo. Les otorgó el estatuto de asociación y las incluyó en el Frente Unido, junto con sus otros compañeros de viaje. Pero, a su debido momento, Mao prescindiría de sus aliados religiosos como había prescindido de los laicos y, durante la Revolución Cultural, cerró todos los templos y sometió a público escarnio a sus representantes.

La caída del maoísmo ha permitido que la actividad espiritual se restablezca. Aproximadamente un tercio de los 1.300 millones de chinos reconoce abrigar algún tipo de creencia. El propio Xi Jinping nunca ha ocultado sus inclinaciones budistas, uno de cuyos templos ayudó a reconstruir en los inicios de su carrera política. Es consciente de que el bienestar material no basta para cohesionar una sociedad y que esa ligazón ya no la proporciona el ideario marxista. “Esta es la razón por la que […] busca tonificar el orgullo por la cultura y la historia chinas”, escribe MacFarquhar.

Bajo esta aparente aceptación de la diversidad, todas las organizaciones siguen, sin embargo, sometidas a un estricto control. Los budistas tibetanos y los musulmanes uigures sufren las peores restricciones por sus veleidades separatistas, pero tampoco se mira con simpatía a los católicos. El esfuerzo de Francisco por volver a entrar en China ha encallado ante las diferencias sobre el derecho de presentación, la prerrogativa para designar obispos que detenta Pekín y que el Vaticano desea recuperar. Por el contrario, el protestantismo, que carece de una cabeza visible que dispute parcelas de soberanía al Partido, crece exponencialmente.

Los occidentales, que no dejamos de ser unos recién llegados (en términos históricos) a la libertad de culto, observamos esta tímida apertura con condescendencia, pero tiene razón Johnson cuando afirma que, “por incompleta e inadecuada que nos resulte, deberíamos tomarla como lo que es: un milagro”.