INTERREGNUM: Xi repite en Davos. Fernando Delage

En enero de 2017, justo antes de la toma de posesión de Trump, el presidente chino, Xi Jinping, fue a la reunión anual de Davos para—frente a las inclinaciones proteccionistas de su homólogo norteamericano—defender ante la élite financiera y empresarial mundial la globalización y el libre comercio. Cuatro años más tarde, sólo unos días después de la inauguración de Biden (el 25 de enero), Xi pronunció un nuevo discurso ante el Foro Económico Mundial (en esta ocasión de manera telemática). En un mundo golpeado por la pandemia y el repliegue nacionalista, el líder de una China que ha logrado controlar el contagio y recuperar el crecimiento recurrió al imperativo del multilateralismo como eje de su intervención. Sus palabras pusieron una vez más de manifiesto la habilidad de los dirigentes chinos para intentar liderar la agenda internacional en un momento de transición geopolítica y económica, pero también la contradicción de fondo entre la retórica que quieren transmitir al mundo y las acciones de presión en su vecindad.

En 2021, Xi no puede contrastar sus ideas sobre la economía y el orden global con las de Biden como sí pudo hacerlo con Trump. Pero sigue actuando bajo la convicción de que Estados Unidos afronta una etapa de declive, y de que “los mayores cambios producidos en un siglo en el sistema internacional” (frase que suele repetir), ofrecen a China una oportunidad histórica para situarse como una de las potencias centrales. Su descripción de la República Popular, un actor que frente al egoísmo de las grandes potencias tradicionales se mueve guiada por los mejores intereses de la humanidad, no convencerá a muchos, pero a las naciones emergentes—su audiencia preferente—les gusta su mensaje de que “cada país es único” y “ninguno es superior a otro”. Los problemas del mundo, dijo Xi en Davos, no derivan de las diferencias entre las naciones, sino de la pretensión de algunos de imponer su sistema a los demás.

Al negar la universalidad de los valores liberales mientras identifica a la República Popular con “los valores comunes de la humanidad”, el líder chino plantea un terreno de competición, el de las ideas, al que Biden no podrá sustraerse. Pero con carácter más inmediato, Pekín también ha dado la bienvenida al nuevo presidente de Estados Unidos en forma de nuevas acciones en su periferia marítima que confirman la atención que la Casa Blanca tendrá que dedicar al gigante asiático desde el comienzo de su mandato.

El 22 de enero, sólo días después de una gira del ministro de Asuntos Exteriores por el sureste asiático que le llevó a Birmania, Indonesia, Brunei y Filipinas, China aprobó una ley que, por primera vez, autoriza a sus guardacostas el uso de la fuerza frente a buques de terceros países en aguas reclamadas por China (es decir, en el mar de China Meridional). La legislación va dirigida contra aquellos Estados vecinos que también reclaman su soberanía sobre las islas de este espacio, pero constituye asimismo una advertencia a Estados Unidos, uno de cuyos portaaviones acaba de realizar una nueva operación de libertad de navegación. Por otra parte, 11 unidades de la fuerza aérea china irrumpieron en el espacio aéreo de Taiwán el 23 de enero, y otros 15 aviones lo hicieron de nuevo dos días más tarde. Mediante este despliegue, indicó el gobierno chino, se trataba de lanzar una advertencia a “las potencias externas” (es decir, a Estados Unidos).

La competición estratégica en el mar de China Meridional y en el estrecho de Taiwán continúa pues en pie, complicando los esfuerzos de la administración Biden por mejorar las relaciones con China. Las nuevas capacidades militares de la República Popular obligan a Washington a reajustar su estrategia de defensa, a lo que también obligan otros movimientos chinos en la economía (como la reciente Asociación Económica Regional Integral) o la política (como su relación con los militares birmanos, por citar un solo ejemplo).

INTERREGNUM: El nuevo orden chino. Fernando Delage

Mientras el presidente Trump cesaba al director del FBI (quizá el verdadero significado de “America First” es que es no hay más prioridad que la política local), su homólogo chino, Xi Jinping, recibía en Pekín a más de 30 jefes de Estado y de gobierno en una nueva demostración del creciente peso geoeconómico de la República Popular. Con todo, la cumbre sobre la Nueva Ruta de la Seda, cuya celebración Xi ya anunció en Davos el pasado mes de enero, no ha sido solo un reflejo de poderío financiero; ha sido, más bien, una confirmación de que es hoy China quien lleva la iniciativa estratégica en la agenda global. El repliegue nacionalista y proteccionista norteamericano ha ampliado el espacio y el margen de maniobra de Pekín, cuyo discurso a favor de una economía mundial abierta—aunque practique lo contrario en casa—y su ofrecimiento de incentivos al desarrollo de infraestructuras coincide con las prioridades del mundo emergente.

Mediante su gigantesco plan de inversiones—multiplica por diez el Plan Marshall en valores actuales—, China no aspira únicamente, sin embargo, a crear una red de interconexiones de transporte, oleoductos y telecomunicaciones. El comercio y las inversiones acompañarán una iniciativa que, al integrar económicamente el continente euroasiático y el espacio marítimo Indo-Pacífico, tiene el potencial de transformar la economía, las finanzas y las instituciones globales.

Aunque el proyecto respondiera en su origen a las necesidades internas chinas—encontrar un nuevo motor de crecimiento ante una fase de desaceleración—, la ampliación de su agenda y de países participantes hacen cada vez más obvias sus implicaciones geopolíticas. Es mediante el uso de su capacidad económica como Pekín intenta lograr la paridad con Estados Unidos y la reconfiguración del entorno exterior a su favor.

La escala de la ambición es tan considerable como lo son sus desafíos. La prioridad política del proyecto no puede ocultar el riesgo de unas inversiones que pueden resultar improductivas, abultando una deuda pública ya inmanejable. La intromisión directa de Pekín en la vida interna de los países de la ruta—como revela el informe sobre el Corredor Económico China-Pakistán filtrado en Islamabad la semana pasada—puede volverse contra la República Popular. Las amenazas a la seguridad de los trabajadores chinos en muchos de los proyectos contemplados serán otro quebradero de cabeza. Al mismo tiempo, China tendrá que afrontar las reacciones de otras grandes potencias. Rusia ve con no disimulada preocupación cómo crece a su costa la presencia china en Asia central. India, invitada a participar en la iniciativa, la rechaza al considerarla como un medio dirigido a facilitar la proyección china en Asia meridional y el océano Índico. Japón, aislado por su posición geográfica, compite sin embargo con su propio plan regional de infraestructuras, y ya ha comenzado a hacerse con importantes contratos de obras públicas en Malasia y Filipinas.

La posición de Estados Unidos resulta aún desconocida. En el último minuto, Washington decidió elevar el nivel de su representación en el foro de Pekín, enviando al director de Asia en el Consejo de Seguridad Nacional, pero no parece reconocer la rapidez con la que China está transformando el escenario. Washington no puede sostener una primacía que está perdiendo, y que no puede aspirar a consolidar si se limita a aumentar sus capacidades militares en la región. Tampoco puede China reclamar su hegemonía si India, Japón y Vietnam, entre  otros—con o sin Estados Unidos—, se la niegan. Pero lo que sí puede es crear un nuevo orden, situándose en el centro de un espacio económico que las demás potencias no podrán ya alterar.

INTERREGNUM: ¿Regreso al futuro?

¿Qué tipo de gran potencia será China? ¿Para qué fines utilizará su poder? Esta es la gran pregunta con respecto al futuro del sistema global, y no puede responderse de una única manera.

Desde hace años, Pekín mantiene un discurso de responsabilidad internacional, que refleja en los hechos mediante su contribución a las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas o su compromiso con la lucha contra el cambio climático, por poner dos ejemplos. Las tentaciones nacionalistas y proteccionistas del presidente Trump facilitan a China un espacio para aparecer como campeón de la globalización y de la cooperación internacional, como hizo Xi Jinping en el último foro de Davos. Al mismo tiempo puede observarse, sin embargo, cómo la República Popular incrementa su presión con respecto a las reclamaciones territoriales en su periferia marítima, desafiando las normas internacionales.

¿Por qué actúa China de manera diferente en la escena global y en su entorno exterior más próximo? Los factores que explican su comportamiento son múltiples, e incluyen variables económicas, diplomáticas y de seguridad. Pero algunas claves pueden encontrarse también en la Historia. Durante siglos, China definió la estructura internacional de Asia mediante la concepción jerárquica propia de sus esquemas culturales, aunque incompatibles con el principio de igualdad entre los Estados. Pekín sólo sería consciente de la idea de soberanía mantenida por los países occidentales tras la irrupción de estos últimos en su región a partir de mediados del siglo XIX con las guerras del Opio.

El choque de estos dos conceptos opuestos de universalidad no benefició a un imperio chino en decadencia, pero convencido de su superioridad moral. Casi dos siglos más tarde, cuando va camino de recuperar su posición como mayor economía del planeta, ¿puede Pekín restablecer un orden sinocéntrico?

Resulta arriesgado concluir que la Historia predetermina acciones y resultados. Pero Howard French, excorresponsal del New York Times en Pekín y en Tokio, ha intentado explicar las actuales tensiones en Asia recurriendo a este tipo de argumentos en su fascinante libro de reciente publicación, “Everything Under the Heavens: How the Past Helps Shape China’s Push for Global Power” (Knopf, 2017). De Japón a Vietnam, de Malasia a Filipinas (Corea se echa en falta), French analiza en detalle los problemas que enfrentan a Pekín con sus vecinos, intentando demostrar que responden a su tradicional ambición de control. El resultado es una brillante exploración de cómo la manera en que China define su identidad ha configurado la evolución de sus relaciones exteriores a lo largo de los siglos y está presente, aún hoy, en las acciones de su gobierno.

El análisis de French permite comprender mejor esas aparentes contradicciones de la diplomacia china. Aun descontando parcialmente sus conclusiones—el pasado no basta por sí solo para explicar la dinámica contemporánea—, los hechos parecen confirmar la tesis de que Pekín avanza año tras año en la recuperación de su estatus sin encontrar grandes resistencias (hasta el momento). Aunque apenas queda apuntado en el libro, es un objetivo que, no obstante, también puede deberse a una motivación más relacionada con la actualidad y el futuro que con la Historia: el orgullo nacional como sustituto del déficit de modernización de las instituciones políticas.