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INTERREGNUM: Biden y la democracia india. Fernando Delage

Restaurar la relación con los aliados tradicionales es una de las prioridades de la política exterior del presidente de Estados Unidos. Así volvió a reiterarlo Biden a una audiencia europea en su intervención por video en la Conferencia de Seguridad de Munich el pasado fin de semana, como ha hecho igualmente en sus conversaciones con los socios asiáticos. Entre estos últimos, India es uno de los que cuentan con mayores expectativas: Biden, uno de los artífices del acuerdo nuclear civil firmado con Delhi en 2008, se comprometió durante la campaña electoral a estrechar las relaciones bilaterales, y en su administración hay cerca de una veintena de altos cargos de descendencia india (incluyendo la vicepresidenta, Kamala Harris).

La asociación estratégica con India se apoya en un amplio consenso mantenido en Washington desde hace casi dos décadas, por lo que no cabría esperar grandes cambios al haber un nuevo ocupante en la Casa Blanca. India se encuentra en el centro de la arquitectura que Estados Unidos desea para la región (le da incluso su nombre: Indo-Pacífico), y la cooperación en el terreno de la seguridad continuó avanzando bajo la presidencia de Trump. Pese a los iniciales titubeos indios con respecto a un alineamiento explícito con Washington, la transformación de la dinámica geopolítica regional causada por el ascenso de China ha conducido al gobierno de Narendra Modi—con el margen de maniobra que le proporciona una mayoría absoluta en el Parlamento—a calificar a Estados Unidos como un socio “indispensable”. Dicho eso, la dinámica interna de ambas potencias hará inevitables algunos reajustes.

La relación económica es crucial para India, cuyo PIB se redujo un 24 por cien en el primer semestre del año fiscal 2020-21 como consecuencia de la pandemia, la mayor caída en décadas (y una de las más graves registradas en el planeta). Delhi confía en que Biden elimine las sanciones comerciales impuestas por Trump, pero la Casa Blanca exigirá que se supriman las barreras que obstaculizan el acceso de las empresas norteamericanas al mercado indio.

 Mayor dificultad representa para Biden la regresión democrática que atraviesa India. La supresión de la autonomía de Cachemira, el constante asalto a las libertades civiles y las amenazas a la minoría islámica desde la reelección de Modi en 2019 fueron respondidas por Trump con el más absoluto silencio; una actitud que no puede compartir Biden, quien ha hecho de la defensa de la democracia uno de los pilares de su diplomacia. La relevancia geopolítica de India como socio impedirá, no obstante, condenar las violaciones de derechos humanos de la misma manera que lo hará cuando se trate de China o de Rusia, variables que también pueden afectar al desarrollo de las relaciones bilaterales.

Como Trump, Biden considera a China como un competidor estratégico. Al contrario que su antecesor, sin embargo, espera poder cooperar al mismo tiempo con Pekín en relación con problemas globales como el cambio climático o la proliferación nuclear. Un acercamiento entre ambos puede resultar una complicación para Delhi, cuya percepción de la República Popular vive el momento más bajo en décadas, y ha adoptado medidas dirigidas a reducir la interdependencia entre las dos economías. Rusia puede plantear un dilema aún más grave: mientras Biden endurecerá la posición de Estados Unidos hacia Moscú, la tradicional amistad entre este último e India—manifestada en particular en la compraventa de armamento—puede ser fuente de tensiones.

Pese a estos condicionantes externos, lo cierto es que la relación Estados Unidos-India nunca ha sido más fuerte: el contexto asiático y global apuntan a una creciente profundización, con independencia de quién sea presidente de Estados Unidos. Biden ofrece a Delhi una oportunidad para superar las dificultades comerciales y elevar la cooperación en defensa. Al mismo tiempo, sin embargo, el deterioro de la democracia india puede perjudicar de manera aún incierta esa trayectoria positiva.

INTERREGNUM: Xi en Chennai. Fernando Delage

Casi año y medio después de su primera “cumbre informal” en la ciudad china de Wuhan, el presidente de la República Popular, Xi Jinping, y el primer ministro indio, Narendra Modi, mantuvieron la semana pasada su segundo encuentro de estas características en Mamallapuram, cerca de Chennai. Aunque ambos líderes coincidieron en junio en la reunión anual de la Organización de Cooperación de Shanghai,  se ven de nuevo a solas después de que Modi renovara en las elecciones de mayo su mayoría absoluta y de que, el 5 de agosto, suspendiera la autonomía de la provincia de Jammu y Cachemira; una decisión que ha enfurecido a ese “cuasi-aliado” chino llamado Pakistán, y que provocó la convocatoria del Consejo de Seguridad de la ONU por Pekín para discutir a puerta cerrada sobre el asunto.

El primer ministro paquistaní, Imran Khan, visitó no casualmente Pekín 48 horas antes de que Xi viajara a India. Aunque China ha mostrado su insatisfacción con el cambio de estatus administrativo de Cachemira, Modi transmitió a su invitado su preocupación por el terrorismo transfronterizo que alimenta Islamabad y sus efectos sobre la seguridad regional, en Afganistán en particular. Las interminables negociaciones sobre la frontera chino-india—cuestión no resuelta desde la guerra de 1962—también formaron parte de las conversaciones, aunque no consta que se produjera avance alguno.

Para China, India es un gigantesco mercado que ha cobrado una renovada relevancia en el contexto de la rivalidad comercial y tecnológica con Estados Unidos. Para Xi es vital, en este sentido, que Delhi no prohíba contratar a Huawei para la puesta en marcha de las redes de telefonía de quinta generación. El presidente chino, además de mostrar la mejor disposición para corregir el desequilibrio comercial bilateral (el déficit indio asciende a 57.000 millones de dólares), evitó las diferencias territoriales para reconducir el diálogo hacia aquellos asuntos en los que existe una genuina cooperación entre los dos vecinos, como el cambio climático o la reforma del sistema multilateral a fin de que se reconozca un mayor espacio a las economías emergentes en el Banco Mundial y en el FMI.

Pese a la oposición de Delhi a la iniciativa de la Ruta de la Seda china, los dos países comparten, por otra parte, un mismo interés en el desarrollo de infraestructuras y la promoción de la interconectividad. Así lo reflejó el apoyo indio en su día a la creación del Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras, o el esfuerzo conjunto de ambos gobiernos en el establecimiento del Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS. India rechaza un proyecto que, en su opinión, es poco transparente y que—al atravesar Cachemira—pone en duda su soberanía sobre la provincia. No obstante, está abierta a otras alternativas, como por ejemplo el corredor BCIM (Bangladesh-China-India-Myanmar), en discusión desde hace más de una década.

Los impulsos nacionalistas de la administración Trump plantean por lo demás numerosos interrogantes sobre el futuro del orden multilateral, al que no pueden permanecer ajenos estos dos gigantes. El interés de cada uno de ellos en la sostenibilidad de su crecimiento económico y en la estabilidad de Asia propicia la formulación de un nuevo equilibrio entre cooperación y competencia, que también puede ofrecer nuevas oportunidades a la Unión Europea. Cuando va a cumplirse un año de la adopción por Bruselas de su estrategia hacia India, la cumbre de Chennai confirma la necesidad expresada por dicho documento de considerar a Delhi como un socio no sólo económico sino también geopolítico, con el que conviene estrechar las relaciones y completar así el camino ya recorrido con la otra gran democracia asiática, Japón.

Foto: Subbiah Rathianagiri, Flickr.

INTERREGNUM: India: la fiesta de la democracia. Fernando Delage

La pasada semana comenzaron las mayores elecciones de la Historia. Por su alcance y diversidad, ninguna democracia es comparable a India: 1.400 millones de habitantes—tres veces la población de Europa, más de cuatro veces la de Estados Unidos—; 15 lenguas oficiales, ninguna de las cuales es hablada por más del 15 por cien de la población; y múltiples culturas, religiones y subdivisiones sociales. La logística es abrumadora: 900 millones de votantes (84 millones de los cuales lo hacen por primera vez), 800.000 colegios electorales, 1,72 millones de máquinas electrónicas para el voto y 11 millones de funcionarios encargados de supervisar el proceso. Las elecciones se realizarán en siete días distintos en un período de seis semanas, y los resultados no se conocerán hasta el 23 de mayo.

En la tercera mayor economía del planeta, la democracia se reafirma como elemento unificador de la extraordinaria heterogeneidad india, en contraste con su vecino chino, caracterizado por su cohesión étnica y cultural—y por un sistema político de partido único.

Las elecciones son en parte un referéndum sobre Narendra Modi, quien, en 2014, como líder del Bharatiya Janata Party (BJP), logró 282 de los 545 escaños de la Cámara Baja; la primera mayoría parlamentaria obtenida por un partido desde 1984. Al frente del principal grupo de oposición, el Partido del Congreso, se encuentra Rahul Gandhi, heredero de la dinastía que ya dio tres primeros ministros a India, y quien intenta movilizar a los descontentos con la corrupción y con unas reformas económicas que, pese a un crecimiento sostenido, no han creado empleo—las cifras de paro son las más altas en 45 años—ni beneficiado a los agricultores (más del 66 por cien de la población). En las elecciones celebradas en diciembre en tres Estados de población mayoritariamente rural, fue el Congreso quien consiguió la victoria.

El ataque terrorista perpetrado en Cachemira el pasado 26 febrero, por militantes apoyados por Pakistán, han permitido no obstante a Modi restaurar su popularidad y hacer de las cuestiones de seguridad un tema central en la campaña. La mayoría de los analistas pronostican la reelección del primer ministro, aunque es probable que tenga que formar una coalición para gobernar, con lo que se volvería así a lo que ha sido la norma en la política india desde 1984, tras la creciente irrupción de partidos regionales y locales. Ese menor apoyo complicará asimismo las intenciones del BJP de dar al país una identidad hinduista, en contra de las bases laicas de la Constitución de 1949. Mientras India sea una democracia, la agenda nacionalista de un partido será insuficiente—por grande que sea su representación parlamentaria—para imponer sus esquemas en una sociedad tan diversa.

Y ésta es una poderosa lección no sólo para sus vecinos. Cuando Rusia y China se declaran enemigos de la democracia y de los valores políticos liberales, hostilidad a la que se suman distintos movimientos dentro de Occidente, India—con todas las imperfecciones propias de su subdesarrollo—es una de las principales razones que nos permiten ser optimistas con respecto al futuro de la libertad en el mundo. (Foto: Gulan Husain)

China gana espacio

China está mediando entre Pakistán e India para aliviar la tensión de los últimos meses en Cachemira y aspira a un nuevo tratado que releve el tenso estatus quo de los últimos setenta años y el que Pekín sea el árbitro de referencia.

El último incidente fronterizo, uno de los más graves desde la última guerra indo-pakistaní que dio origen a la independencia de lo que era Pakistán Oriental con el nombre de Bangladesh, alertó a China, que puede verse atrapada en una guerra entre potencias nucleares en una región en la que tiene fuerzas militares y un conflicto propio, de límites fronterizos, con India. Pero, a la vez, ha visto una oportunidad de figurar como padrino y fortalecer su posición en la región.

No hay que olvidar que, además, en julio de 2017, por ejemplo, hubo un incidente territorial entre soldados chinos e indios en Doklam, cerca de las fronteras de la India, China y Bután. Las dos potencias casi llegaron a un enfrentamiento debido a las acusaciones de que el gobierno chino estaba construyendo una carretera dentro del territorio del aliado indio, Bután. Cerca de allí, China también realizó simulacros de fuego real con tropas de combate.

Pero una cumbre entre el presidente de China, Xi Jinping, y el primer ministro de la India, Narendra Modi, en abril de 2018, ayudó a que las relaciones volvieran a ser positivas.

Pero no se trata solo de que China comparta frontera con la región disputada de Cachemira; China tiene estrechos vínculos económicos, diplomáticos y militares con Pakistán, por lo que es uno de los aliados más cercanos de la nación en la región.

De fondo está el conflicto con los uigures que China, a pesar de la creciente represión, no logra estabilizar. Los uigures son musulmanes sunníes en su mayoría y, por lo tanto, con lazos espirituales con Pakistán y las repúblicas centro asiáticas y China tiembla ante la perspectiva de un gran conflicto con elementos religiosos.

En su tradición pragmática y de oportunismo, China trata de hacer de la necesidad virtud y de una crisis una oportunidad. Y en ese escenario están actuando para ganar espacio político. (Foto: Tal Bright)