El déficit comercial ya no es lo que era. Miguel Ors Villarejo

El nacionalista piensa que el amor a la bandera es la base de la prosperidad y que la patria unida jamás será vencida, pero es más bien al revés: la prosperidad es la base del amor a la bandera y la patria vencida jamás estará unida. Donde no hay harina todo es mohína y pocos imperios han sobrevivido a la derrota militar o el declive económico.

“No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí”, escribe Ortega y Gasset. “Esa cohesión a priori solo existe en la familia. Los grupos que integran un estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo. Cuando los pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones, se sienten injertados en el árbol latino por una ilusión. […] Roma era un proyecto de organización universal; era una tradición jurídica superior, una admirable administración”.

Lo mismo ocurre hoy con Estados Unidos. Sus ciudadanos vibran con el himno y se envuelven en las barras y estrellas porque les va muy bien, porque la unión les reporta grandes utilidades. Pero, ¿qué pasaría si las cosas se torcieran? En España lo sabemos bien. El primer gran envite separatista no coincidió por azar con el desastre del 98. Catalanes y vascos empezaron a considerar la secesión cuando la asociación con el resto de la península dejó de traerles cuenta. Es una ingenuidad pensar que el cemento que cohesiona a un país es un arcano amor a la tierra y no el más descarnado interés. El patriotismo es, ante todo, un negocio y, cuando los números no salen, se desbarata como un chamizo.

Sucede, sin embargo, que todo el aparato socializador está concebido para persuadirnos de lo contrario y crecemos con la idea de que no hay nada más grande que el lugar que nos vio nacer. Esa convicción permitió a Napoleón plantar un ejército en el corazón de Rusia, pero se puede usar también para vender plátanos o motos. Harley-Davidson sometió a la competencia japonesa y alemana identificando su marca con el macizo de la raza. Tanto su tecnología como su atención al cliente fueron durante años manifiestamente mejorables. Simon Sinek explica que debías aguardar seis meses para que te customizaran una Sportster. Cualquier concesionario de Kawasaki prestaba ese servicio en un día, pero Kawasaki solo te daba una moto. Harley-Davidson te daba una declaración de principios. “Simboliza lo que soy”, proclama uno de sus directivos, “básicamente dice que soy americano”. Miles de estadounidenses se tatúan el logotipo, y algunos de ellos ni siquiera tienen una Harley. No les interesa el artículo. Les interesa su filosofía, su historia.

No es de extrañar que Donald Trump eligiera al fabricante como modelo de su política de “América primero”, un afecto correspondido por sus moteros, que “figuran”, según The Economist, “entre sus partidarios más ruidosos”.

Esta pasión se ha entibiado, por desgracia, últimamente. La semana pasada Harley-Davidson anunció que trasladará parte de sus fábricas al extranjero para sortear la subida arancelaria que Bruselas va a aplicar a las motos (y a los yates y al bourbon) en respuesta a las tarifas que Washington había a su vez impuesto al aluminio y el acero europeos. “Aumentar la producción internacional […] no es nuestro deseo”, asegura la compañía en una nota, “pero es la única opción de que nuestros vehículos sigan siendo accesibles a los clientes de la UE”. De acuerdo con sus cálculos, la medida comunitaria encarecerá unos 1.900 euros cada una de sus unidades.

A pesar de que es hombre de números, Trump no ha ocultado su asombro por la rapidez con que la firma ha agitado la bandera blanca. No es nada que no le advirtieran cuando lanzó su cruzada comercial. Las compañías han diversificado sus mercados y entretejido sus cadenas de valor de tal modo que ya no son ni americanas ni europeas ni de ningún lado y, cuando le propinas un sartenazo a alguna pensando que es extranjera, no es inusual que el chichón más gordo te salga a ti. Los exportadores estadounidenses de porcino están preocupados porque México estudia clavarles un arancel del 20%. Pero es que, al otro lado del río Grande, Granjas Carroll, una marca local de toda la vida, teme que la decisión de su Gobierno dispare el 15% el precio de la carne y hunda sus ventas, lo que supondría un duro golpe para su principal accionista, que es chino…

El mundo se ha vuelto muy complicado, el déficit comercial ya no es lo que era y pretender corregirlo apelando al patriotismo pone de relieve una profunda ignorancia no ya de cómo funciona la economía, sino la condición humana. (Foto: Michael Gram, Flickr)

Veinte años de la crisis asiática (y 3). El efecto mariposa. Miguel Ors Villarejo

El Museo Siam de Bangkok ha dedicado este año una exposición al aniversario de la crisis asiática. Aparte de fotografías y gráficos con la cotización del baht, el visitante podía contemplar “objetos que condensan el sufrimiento de los ciudadanos corrientes”, cuenta la agencia AP: “la estatua del Buda a la que un hombre de negocios confesó lo que no se atrevía a decir a su familia: que se había arruinado. O el teléfono por el que una mujer se enteró de que su jefe se había quitado la vida”. Algunos estudios cifran en 10.400 los suicidios adicionales que se produjeron en 1998 solo en Japón, Corea del Sur y Hong Kong.

La muestra se subtituló “Lecciones (no) aprendidas” y a The Economist le parece con razón “injusto”, porque las víctimas de la catástrofe se saben hoy muchas cosas “de memoria”. “Con la excepción de Hong Kong”, dice la revista, “no confían en una paridad fija con el dólar para controlar la inflación”. También son mucho más sensibles a los desequilibrios exteriores. “Tailandia arroja hoy un superávit del 11% en su balanza por cuenta corriente”.

Los tigres no son los únicos que han extraído enseñanzas. El FMI también se vio obligado a revisar su manual de primeros auxilios. Sus remedios nunca han sido muy populares, pero en 1997 imponía unas condiciones tan draconianas para acceder a sus préstamos contingentes, que Malasia rompió las negociaciones y decidió salir por libre del atolladero. En abierto desafío con el catecismo liberal vigente, impuso controles de capitales, aumentó el gasto público y rescató empresas y bancos. “El establishment académico auguró el colapso inevitable de la economía malaya”, recuerda Martin Khor, director del think tank South Centre. “Pero sorprendentemente se repuso incluso más deprisa y con menos pérdidas que otros países. Hoy las medidas [de Kuala Lumpur] se consideran una eficaz estrategia anticrisis”. Tuvimos ocasión de apreciarlo en 2007 y 2008, cuando Estados Unidos no dudó en nacionalizar su industria del motor y el G20 auspició un plan de estímulo para relanzar la actividad mundial.

Al final y a pesar de los anuncios apocalípticos de la izquierda, el capitalismo sobreviviría a aquel verano de 1997. “Los tigres se recuperaron antes de lo previsto”, reconoce el presidente del Banco de Desarrollo Asiático, Takehiko Nakao, y una vez saneados han retomado un vigoroso crecimiento.

Pero sería una ingenuidad incurrir en un optimismo de signo opuesto. En el azul firmamento capitalista los horizontes nunca están del todo despejados. Primero, porque la flotación de la moneda no es un remedio infalible. Todos (en Asia, en Europa o en América) estamos supeditados a las decisiones de la Reserva Federal. Cada vez que sube o baja tipos, altera la rentabilidad relativa de los activos y ocasiona movimientos de capitales que pueden hacer mucho daño.

Y segundo, porque se engaña quien crea que las crisis son consecuencia de la ineptitud (o la venalidad) de los responsables políticos y económicos, y que otros más perspicaces (u honestos) podrán evitarlas en el futuro. La seguridad absoluta no existe. El matemático John Allen Paulos relata el experimento de tres investigadores que emularon un negocio de elaboración y venta de cerveza, “con fábricas, mayoristas y minoristas, todo de pega. Introdujeron regulaciones verosímiles sobre pedidos, plazos y existencias, y pidieron a directivos, empleados y otras personas que […] jugaran como si todo fuera serio”. No tardaron en detectar “variaciones imprevistas”, “graves retrasos en el cumplimiento de los pedidos” y “una sensibilidad extrema a cualquier pequeño cambio”.

Es lo que predice la teoría del caos. En todo sistema dinámico (como la bolsa o la atmósfera) una alteración minúscula en las condiciones de partida puede dar lugar a escenarios diametralmente opuestos. “El lector de prensa”, aconseja Paulos, “debería ser muy cauto ante […] las crónicas que señalan causas únicas” para situaciones complejas, como las recesiones, porque están sujetas a fuerzas que las hacen “poco predecibles”. El aleteo de una mariposa en China puede determinar que, meses después, en Florida reine la calma o ruja un huracán. Y el hasta entonces irrelevante déficit exterior de un país del Lejano Oriente puede desatar el pánico en las finanzas planetarias.