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¿Destronará el renminbi al dólar? Miguel Ors Villarejo

En 1965 Valéry Giscard d’Estaing se refirió a las ventajas que reportaba al dólar su condición de principal moneda de reserva mundial como un “privilegio exorbitante”. Al entonces ministro francés de Finanzas no le faltaban razones. “El turista americano que paga con dólares al taxista de Nueva Delhi se ahorra la molestia de cambiar su dinero”, escribe el catedrático de la Universidad de California Barry Eichengreen. Lo mismo pasa con los empresarios. Un fabricante alemán que paga a sus empleados y a sus proveedores en euros se encuentra con que en China únicamente le aceptan dólares, lo que lo obliga a convertirlos y pagar las comisiones correspondientes. El exportador estadounidense no tiene ese gasto. Finalmente, el banquero suizo que recibe depósitos en francos, pero realiza préstamos en dólares porque es la divisa que sus clientes desean, debe cubrirse ante una eventual oscilación de cotizaciones, lo que entraña comisiones.

Y esto no es todo. La demanda constante de dólares por parte de particulares, empresarios y financieros constituye un fabuloso negocio. “Cuesta unos pocos centavos […] imprimir un billete de 100 dólares, pero para comprarlo hay que aportar el equivalente a 100 dólares de verdad en bienes y servicios”, observa Eichengreen. Esa diferencia se llama señoreaje, un término cuya etimología evoca el derecho medieval del señor feudal a quedarse con una parte del metal empleado para acuñar cada pieza. El catedrático calcula que en el extranjero circulan unos 500.000 millones de dólares en billetes, a los que hay que sumar los seis billones de dólares en títulos del Tesoro que guardan en sus reservas los bancos centrales de todo el mundo. Gracias a este aluvión de liquidez, Estados Unidos ha podido mantener unos abultados déficits exteriores que en otros países habrían ocasionado una crisis de balanza de pagos y la salida desordenada de capitales.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos suponía casi el 50% de la economía planetaria. Era también el primer exportador y tenía, por tanto, todo el sentido operar con su divisa. Pero hoy el peso de Estados Unidos en el PIB mundial ronda el 22% y la UE y China ostentan una cuota mayor de las exportaciones. “Las ventajas [del dólar] se han ido reduciendo con el auge del euro y el renminbi”, observa el economista Jeffrey Sachs. Si a esta convergencia se suman las políticas populistas de Donald Trump, podríamos asistir a los últimos días del exorbitante privilegio. “¿Cuánto tiempo”, se pregunta, “pasará antes de que compañías y Gobiernos acudan a Shanghái en vez de a Wall Street a emitir sus bonos?”

“Es verdad que no hay monedas inexpugnables”, le responde el analista Colby Smith, “y los funcionarios chinos han echado el resto para internacionalizar el renminbi. En marzo, Pekín lanzó un contrato para futuros de petróleo que es un claro movimiento contra el petrodólar […] y ha adoptado medidas para abrir su mercado de deuda a los inversores foráneos”.

Pero para asaltar el trono de primera divisa internacional no basta con tener una economía grande y una firme voluntad política. Gary Richardson y Cathy Zang señalan que, antes de 1914, el dólar carecía de presencia internacional “a pesar del tamaño y el vigor” del aparato productivo estadounidense. No desbancó a la libra hasta los años 20, después de que la creación de la Reserva Federal estabilizara su cotización y redujera la volatilidad financiera. “La hegemonía monetaria depende de la fortaleza económica, la calidad institucional y la aplicación de las políticas adecuadas”.

Eichengreen señala que en la primera métrica (la fortaleza económica) Estados Unidos ha cedido terreno a sus dos seguidores inmediatos, China y la UE. Pero en las otras dos (calidad institucional y políticas) conserva un confortable margen. “El euro”, escribe, “es una moneda sin Estado”. Como puso de relieve la Gran Recesión, cada vez que ha saltado una alarma (Grecia, Irlanda, España, Italia), se ha producido una reacción escasamente coordinada, dominada por los intereses nacionales y el sálvese quien pueda. ¿Quién va a meter sus ahorros en una divisa que vive en el filo permanente de la histeria y la desintegración?

Con el renminbi pasa todo lo contrario: “Es una moneda con demasiado Estado”, dice Eichengreen.

“China tiene una economía pujante”, coincide Colby Smith, “pero su divisa no flota libremente, sus mercados financieros no están totalmente abiertos y su política monetaria dista mucho de ser predecible. El Partido Comunista puede imponer controles de capitales en cualquier momento”.

“El dólar tiene sus problemas, pero también sus rivales”, concluye Eichengreen. En su opinión, lo más probable es que evolucionemos hacia una hegemonía compartida. China desea, como es natural, que su divisa desempeñe un papel más relevante, pero “no tiene interés en destronar al dólar. Al revés, ha invertido mucho en el billete verde”: es el primer tenedor extranjero de bonos del Tesoro.

El peor enemigo de Estados Unidos es Estados Unidos. Si al final se queda sin el exorbitante privilegio será, como apunta Sachs, más por la mala cabeza de Donald Trump que por la buena de Xi Jinping. “El colapso del dólar no es imposible”, advierte Eichengreen, “pero solo si nos lo trabajamos. Los chinos no lo van a hacer por nosotros”. (Foto: Shai Barzilay, Flickr.com)

Los apuros de la lira turca o la crisis asiática revisitada. Miguel Ors Villarejo

Ninguna crisis es igual que las anteriores, aunque todas tienen un aire de familia. Lo primero permite que nos riamos de lo tontos que eran los holandeses del siglo XVII, que pagaban cifras disparatadas por bulbos de tulipán, mientras nosotros compramos sellos a Fórum Filatélico o preferentes a Caja Madrid. Lo segundo hace que nunca falte alguien que, en medio de la euforia, comente rascándose la cabeza: “¿A qué me suena esto?”

Lo ideal es que ese alguien fuera el presidente o el ministro de Hacienda, pero generalmente es el líder de la oposición, que se pasa la vida anunciando desastres que rara vez se consuman, como los testigos de Jehová, y al que nadie hace nunca mucho caso. Todo el mundo sabe que forma parte del juego democrático decir que las mismas cosas que iban de cine cuando tú mandabas se vuelven un asco en cuanto te descabalgan del poder, y viceversa.

Estos incentivos explican por qué los políticos son tan poco fiables a la hora de realizar pronósticos. ¿Y los economistas? ¿No disponen de modelos, sondeos e índices que anticipan los cambios de ciclo? Sin duda, pero se expresan en términos estadísticos y a los humanos los números no nos dicen demasiado. Si preguntamos a un experto: “¿Viene otra recesión?” y nos dice que “las probabilidades son del 35%”, nos quedamos fríos. Ahora, si nos cuenta que la precarización de amplias capas de la sociedad afectará tarde o temprano a la demanda, nos inquietamos. Nos cuesta asimilar datos, pero los relatos nos llegan al corazón. Entendemos la realidad gracias a historias, llámense mito, religión, ideología o teoría científica. El problema es que, una vez instaladas en nuestra cabeza, se hacen con el control del puente levadizo y ya no dejan pasar más hechos que los que las ratifican. “La gente”, decía el psicólogo Amos Tversky, “se esfuerza mucho para obtener información que ya tiene o para evitar conocimientos nuevos”.

Y no es el único inconveniente. “Un reproche habitual a la economía es que su respuesta a cualquier cuestión es: ‘Depende”, escriben los investigadores Atish Ghosh y Uma Ramakrishnan, del Fondo Monetario Internacional, en un artículo sobre déficits exteriores. Estos pueden revelar una debilidad productiva… o no. “Para los países que carecen de capitales y presentan más oportunidades de inversión de las que pueden aprovechar, un desequilibrio en la cuenta corriente es natural”. Durante sus décadas de despegue, los tigres asiáticos registraron balanzas negativas ejercicio tras ejercicio, pero los recursos que tomaban prestados fuera los invertían productivamente y se devolvían sin dificultad.

Llega un momento, sin embargo, en que la persistencia de déficits exteriores se torna peligrosa. ¿Cuándo? No se sabe. Hay invariablemente una gota que colma el vaso y una brizna de paja que quiebra el espinazo del camello, pero ningún experto te dirá: “La número 784.362”. Esa imprecisión induce a muchos gobernantes a pensar que ellos son diferentes y podrán sortear el abismo. Pero un día el dinero se da a la fuga, la moneda se desploma, las deudas contraídas en divisas fuertes se tornan impagables, la banca quiebra, el crédito se volatiliza y la actividad se sume en una profunda depresión.

Es lo que está ocurriendo en Turquía. “Desde que Recep Tayyip Erdogan asumió el control del Gobierno, [el país] ha registrado enormes y crecientes déficits por cuenta corriente”, se lee en la Wikipedia. El artículo describe cómo el presidente desoyó todos los avisos que se le hicieron. El paralelo con la tormenta que en 1997 se desató contra el baht tailandés era notorio, pero Erdogan se negó a corregir el rumbo porque los ajustes que le recomendaban habrían ido contra la patria, la religión o ambas.

“Es una crisis clásica”, dice Paul Krugman, “de las que hemos visto ya muchas”. Y seguiremos viendo… (Foto: Charles Roffey, Flickr.com)

“¿Dónde está mi Peter? ¿Qué opina Peter?”. Miguel Ors Villarejo

Trump no es ningún intelectual. Parece más bien persona de corazonadas. El conocimiento no es para él una actividad meramente racional. Las verdades que importan no se alcanzan solo con la cabeza, tras una fría contrastación de argumentos. Se sienten también con todo el cuerpo, a menudo a pesar de los argumentos, como él siente la amenaza de China. Desde que llegó a la Casa Blanca, los expertos han procurado tranquilizarlo. Le han asegurado que no era para tanto y le han aportado datos, tablas y gráficos que revelan lo bien que le ha ido a Estados Unidos: sí, se ha perdido tejido industrial, pero las familias disponen de bienes más baratos y a las empresas se les ha abierto un mercado inmenso. Todos los presidentes pasan por un proceso educativo similar, en el que los expertos van purgando su visión. Pero esta vez ha sido la visión la que ha purgado a los expertos hasta que ha quedado uno. Se llama Peter Navarro.

“Hace 20 años”, cuenta la periodista Molly Ball en Time, “Navarro era un liberal que admiraba a Hillary Clinton, abogaba por subir los impuestos a los ricos y se había presentado como cabeza del Partido Demócrata a cuatro elecciones”. Su concepto de los republicanos no podía ser más lamentable: eran un hatajo de “bufones, sociópatas y radicales”, cuya credo consistía en “reformar los impuestos para enriquecer aún más a los ricos” y “destrozar el ambiente bajo la falsa bandera del progreso”.

Ahora Navarro es el principal asesor de un presidente republicano. “Trump quiere adoptar medidas proteccionistas”, dice en la revista un prominente conservador, “y cuando prácticamente todo el mundo en la habitación le dice: ‘No podemos hacerlo, nos vamos a cargar la economía’, él replica: ‘¿Dónde está mi Peter? ¿Qué opina Peter?”

“Si hiciera una lista con los 100 primeros economistas del mundo, Peter Navarro no figuraría en ella”, añade el catedrático de Harvard Greg Mankiw. No deduzcan de este comentario malévolo que Navarro es un indocumentado. John Major decía que él había querido ser asesor, pero que no sabía lo suficiente y tuvo que hacerse primer ministro. A Navarro le pasó al revés: sabía un montón y, como recuerda un consultor que trabajó para él, “tenía razón la mayoría de las veces. Pero”, sentencia a continuación, “era un gilipollas”.

Sus orígenes fueron muy modestos. Se crio con su madre, secretaria, después de que esta se divorciara de su padre, músico. Estudió becado en Tufts y, tras doctorarse en Harvard, publicó un primer libro en el que criticaba vehementemente el proteccionismo porque perjudicaba a los consumidores, ponía en peligro la estabilidad mundial y podía sumir al planeta en “una espiral imparable”. Aunque su identidad ideológica tardó en decantarse (fue sucesivamente republicano, independiente y demócrata), a principios de los 90 ya estaba decididamente comprometido con la formación del burro y, dentro de sus filas, optó a varios cargos, sin fortuna. Su último intento fue un escaño en la Casa de Representantes. En aquella ocasión recibió el apoyo personal de Al Gore y los Clinton, pero no fue suficiente y la derrota lo dejó arruinado, amargado y solo. Sin dinero, sin amigos, sin mujer, se refugió en la academia y fue entonces cuando su vigorosa fe en la libertad de intercambio comenzó a enfriarse. “Vio cómo sus alumnos”, escribe Ball, “se quedaban sin empleo a pesar de su excelente preparación y concluyó que las prácticas mercantiles de Pekín ponían a los estadounidenses en una situación de desventaja”.

Entre 2006 y 2011 publicó tres libros: The Coming China Wars (Las guerras que vienen con China), Death by China (Muerte por China) y Crouching Tiger (El tigre agazapado). La reportera de Time observa malévola que únicamente cuando se hizo un documental a partir de ellos reparó Trump en su existencia y lo fichó.

Al principio, Navarro se encontró con un presidente secuestrado tras una colosal barrera de defensores del libre comercio y su influencia fue limitada. “Durante mucho tiempo”, cuenta un antiguo funcionario de la Secretaría del Tesoro, “lo tuvieron metido en un armario donde no podía hacer mucho daño. Pero cuando Gary [Cohn] dimitió, dejó un boquete por el que se coló”.

Navarro sabe que su posición carece de amplios apoyos en el mundo académico, pero no se desanima. Tiene el de sus compatriotas. En un sondeo de 2016, el 68% de los estadounidenses confesaron que preferían que en su comunidad hubiera una fábrica nacional que creara 1.000 puestos de trabajo a otra china que creara 2.000.

Para ellos, como para Trump, las verdades que importan no se alcanzan solo con la cabeza, tras una fría contrastación de argumentos.

Qué hacemos con la inmigración (y 4). ¿Es el Islam alérgico a la democracia? Miguel Ors Villarejo

“Muchos estadounidenses”, escribe el filósofo Jim Denison, “asumen que el Islam es incompatible con la democracia porque lo asocian con el mundo árabe [donde todo son satrapías]. Pero los árabes suponen un 18% de la comunidad de creyentes”.

La nación musulmana más populosa, Indonesia, es una democracia, igual que Senegal. A lo mejor no son regímenes modélicos, pero en el Democracy Index que elabora The Economist Indonesia figura al nivel de México y Senegal, y queda por encima de Ecuador o Bolivia. ¿Son los latinoamericanos y la democracia incompatibles? Nadie se lo plantea. Atribuimos su mal gobierno a un diseño institucional inadecuado, a la corrupción, a la lejanía de Dios y la cercanía de Estados Unidos, pero no a un antagonismo esencial, como a veces damos a entender de los musulmanes.

La empresa demoscópica Gallup desarrolló entre 2001 y 2007 un gigantesco proyecto en el que mantuvo decenas de miles de entrevistas con ciudadanos de 35 países de mayoría islámica, y sus conclusiones no varían de las que alcanzan estudios similares en la Europa cristiana. Cuando a los musulmanes se les pregunta por sus aspiraciones, no mencionan la yihad, sino encontrar un trabajo mejor. Condenan los atentados contra los civiles, consideran que la tecnología y el estado de derecho son los mayores logros de Occidente y, en su mayoría, se muestran contrarios a que los imanes intervengan en la redacción de sus leyes fundamentales. “El problema no es el Islam”, dice Héctor Cebolla, “sino una interpretación ultraortodoxa que se ha propagado gracias al dinero saudí y que resulta tan extraña en Marruecos como en España”.

Detener su difusión no va a ser fácil. Algunas voces plantean cortar por lo sano y cerrar la frontera a cualquier musulmán, incluida la diáspora siria, pero no es esa la peor gotera. “Los terroristas que desde 1975 han obtenido la tarjeta de residencia permanente en Estados Unidos [Green Card] han asesinado a 16 personas”, escribe el analista del Cato Alex Nowrasteh. La probabilidad de caer a manos de uno de ellos es de una entre 14.394. Como ironizaba The Washington Post, “es más fácil morir aplastado por un armario”.

El verdadero peligro lo tenemos en casa. Son los Abdelhamid Abaaoud y los Younes Abouyaaqoub que se fanatizan mientras crecen en Bélgica o Ripoll. “Conviene que los individuos se socialicen en los valores que sustentan la vida democrática”, dice Juan Carlos Rodríguez. “Esto siempre es complicado, pero lo es aún más si dejas que la inmigración acabe en barrios muy homogéneos culturalmente, donde esos valores no son tan predominantes”.

Por desgracia, es lo que hemos estado haciendo. Berta Álvarez-Miranda lo denunció hace años en la obra colectiva Políticas y gobernabilidad de la inmigración en España. Su contribución fue un capítulo sobre “la acomodación del culto islámico” en el que se preguntaba si la “convivencia de corte multicultural” que se había puesto en marcha no podía “implicar aislamiento entre comunidades”.

“La multiculturalidad ha caído en desgracia”, admite Cebolla. “Se trata de una filosofía originaria de Holanda, donde se han organizado históricamente por religiones. Eran los pilares de la sociedad, cada uno tenía su líder. El Estado no se relacionaba con los ciudadanos particulares, sino con la comunidad en su conjunto. Luego, este sistema se amplió a los inmigrantes, pero existe evidencia de que segrega más”.

El otro gran modelo de integración es el asimilacionista de Francia. Allí todos los niños pasan por esa formidable igualadora que es la escuela laica, lo que en principio debería haber facilitado su educación en el ideario republicano, pero los programas de vivienda social han acabado reagrupando a la población por credos. “Los Gobiernos van a tener que ser bastante más competentes de lo que lo han sido hasta ahora si pretenden que esto no suceda”, concluye Juan Carlos Rodríguez.

“Si pudiéramos levantar una muralla y que no entrara nadie, igual había que planteárselo”, reflexiona el profesor emérito de IESE Antonio Argandoña. “Pero no podemos ni queremos”. Desde el punto de vista económico, la inmigración es beneficiosa. “Aporta perspectivas distintas, nos lava la cabeza por dentro… Deberíamos saberlo, porque no es algo inédito. En los 60 miles de extremeños y andaluces fueron a Cataluña en busca de una vida mejor. Sabían que las condiciones de partida iban a ser duras, pero abrigaban la esperanza de una promoción posterior y, en la mayoría de los casos, esa expectativa se cumplió. Pasaron del campo a la construcción y de la construcción a la industria, se compraron un piso, mandaron a sus hijos a la universidad… Hoy están integrados en la sociedad catalana, y sus hijos aún más”.

“Los que vienen ahora”, le digo, “no son compatriotas de otras regiones, sino marroquíes y argelinos, a menudo con una religión diferente”.

“Lo sé, y justamente por eso nos corresponde hacer un esfuerzo mayor. Porque los necesitamos y porque van a seguir viniendo”. Su alternativa, como contaba Linguère Mously Mbaye al principio de esta serie, es Barcelona o muerte. (Foto: Greg Jordan, Flickr.com)

Qué hacemos con la inmigración (3). Administrando el capital social. Miguel Ors Villarejo

En los años 90 el politólogo Robert Putnam denunció en el artículo “Bowling Alone” (“Solo en la bolera”) que los americanos habían ido reduciendo su participación en redes civiles (partidos, juntas vecinales, sindicatos, asociaciones de padres, incluso clubes de bolos) y que ello había socavado la confianza mutua (el “capital social”) y ponía en peligro la democracia.

Basaba su conjetura en dos décadas de estudio de la política italiana. Putnam había descubierto que no había grandes diferencias institucionales entre el norte y el sur, entre Milán y Sicilia. “Aunque todos esos Gobiernos regionales eran idénticos sobre el papel, sus niveles de eficiencia variaban drásticamente”, escribía. “La calidad […] venía determinada por las tradiciones de compromiso cívico (o su ausencia). La participación electoral, la lectura de prensa, la afiliación a coros y clubes de fútbol eran las señas de identidad de las comunidades ricas. De hecho […] lejos de ser un epifenómeno de la modernización socioeconómica, eran su condición previa”.

Posteriormente, en “E Pluribus Unum” Putnam alertó de que había detectado un fenómeno similar en las comunidades multiétnicas de Estados Unidos. La falta de trato directo, decía, impedía el desarrollo de capital social y comprometía, por tanto, su viabilidad. Es lo que ahora sostiene Paul Collier. Y lo que llevó el Imperio romano al colapso, según Niall Ferguson.

La socióloga Berta Álvarez-Miranda ha intentado evaluar hasta qué grado se ha reproducido este problema en las ciudades españolas que experimentaron una entrada explosiva de extranjeros. Sus conclusiones confirman que efectivamente “la diversidad étnica, a corto plazo, refuerza los procesos ya en marcha de pérdida de sociabilidad […] y contribuye a la desconfianza en los desconocidos”. En una investigación que dirigió entre 2000 y 2004, lo denunciaban tanto la población autóctona como la extranjera.

“Yo creo que la convivencia en general es nula”, se lamentaba un nativo. “Antes el barrio era un pueblo. Ahora vas del trabajo a casa y de casa al trabajo. No hablo ni con los vecinos ni con nadie, no hay relación”.

“Hay mucha prisa”, coincidía otro, “lo sé por la tienda. Antes la gente se paraba a hablar aunque no compraran, pero ahora va todo muy deprisa. Y no te digo ya si vas al Carrefour, ahí somos como robots”.

Un ecuatoriano era todavía más tajante: “Aquí nosotros no tenemos vida social, está aparcada hasta cuando regresemos a nuestro país”.

“Estas pinceladas de evidencia cualitativa”, escribe Álvarez-Miranda, “parecen dar la razón a la tesis de Putnam de que en las zonas étnicamente diversas […] los residentes […] pueden tender a aislarse”.

Ahora bien, ¿pone en peligro la convivencia esta ausencia de trato personal? En realidad, en las economías avanzadas el capital social emana sobre todo del correcto funcionamiento de las instituciones y del respeto de la legalidad. La gente participa en los juegos de cooperación no solo porque se fíe del vecino, sino porque su violación se castiga, y los primeros en reclamar que así suceda son los extranjeros, porque lo que vienen persiguiendo es ese orden. Álvarez-Miranda cuenta que, cuando le preguntas a un marroquí por qué emigra a Europa, la primera respuesta es “para buscarme la vida” y la segunda, “por los derechos”. Dos jóvenes que intentaron (sin éxito) cruzar el estrecho, la primera vez a nado y la segunda colgados de los bajos de un camión, justificaban los apuros padecidos alegando que “ahí tienen leyes”. Y añadían: “Te juro que si nuestro país reconociera nuestros derechos no nos iríamos jamás”.

A pesar de tensiones puntuales, la inmensa mayoría de la población (autóctona y foránea) no tiene ningún interés en que la cohabitación fracase y es improbable que asistamos a un nuevo derrumbe del Imperio de Occidente, como vaticina Ferguson. La diversidad tampoco ha socavado los pilares de la civilización, como afirma Collier. “Las encuestas no recogen una caída en los niveles de confianza en los países escandinavos, que son los que más inmigración han recibido”, confirma Juan Carlos Rodríguez.

Sin embargo, la radicalización de algunos musulmanes refleja una inquietante disfunción. El sociólogo Héctor Cebolla insiste en que “Europa nunca fue una Arcadia ideal”, “que ya generaba injusticias antes” y que simplemente “estamos reproduciendo los errores de siempre en personas con un trasfondo diferente”. Pero ni los terroristas de las Torres Gemelas ni los de Londres eran víctimas especiales de la exclusión. “No hay una vinculación obvia entre el estatus socioeconómico y ese tipo de violencia”, señala Juan Carlos Rodríguez.

¿Cuál es entonces la clave? ¿La religión? (Foto: Giulietta Riva, Flickr)

Qué hacemos con la inmigración (2). El asedio al estado de bienestar. Miguel Ors Villarejo

“Grandes cantidades de recién llegados están sometiendo a presión los servicios públicos”, asegura el economista Paul Collier. Se trata de una creencia avalada por la casuística sobre las legiones de extranjeros que atascan los hospitales y las oficinas del paro, pero “la mayoría de los estudios revelan que la inmigración tiene un impacto leve en las finanzas nacionales”, sostiene la OCDE. Por ejemplo, en el caso de la salud “los inmigrantes no solo manifiestan encontrarse en mejores condiciones que los nativos, sino que van menos al médico”, algo lógico, dado que en promedio son más jóvenes. Es verdad que recurren más a las urgencias y que en países como Alemania sufren más accidentes laborales, pero incluso allí donde generan algún sobrecoste, este queda nivelado por el hecho de que “los sistemas sanitarios se benefician con la llegada de profesionales de la medicina”. En 2008, el 35% de los doctores de Reino Unido habían nacido en el extranjero, y en Nueva Zelanda, Australia, Israel y Suiza el porcentaje era aún mayor.

Otro equívoco igualmente arraigado es que los forasteros nos roban los puestos de trabajo. Este es un asunto en el que la experiencia española resulta especialmente iluminadora, porque la marea de inmigrantes no se repartió uniformemente por toda la geografía. Mientras en algunas regiones la población foránea llegó a representar una cuarta parta de la total, en otras casi no hubo. Libertad González Luna (Pompeu Fabra) y Francesc Ortega (Queens College) aprovecharon este experimento natural para determinar el comportamiento en unas y otras de los salarios y el empleo, y no hallaron ninguna diferencia relevante. “La inmigración no afectó ni a las remuneraciones ni a la tasa de paro de los nativos”, dice González Luna.

“Es la misma conclusión que alcanzan los estudios realizados en Estados Unidos y el resto de Europa”, coincide la profesora de Economía Política de la Universidad de Barcelona Lidia Farré. “Los extranjeros no le arrebatan nada a los autóctonos porque no son sustitutos perfectos”.

“Al principio, se ocupaban de las tareas que nadie quería, como la recogida de fruta de temporada o el servicio doméstico”, coincide la catedrática del País Vasco Sara de la Rica. Pero ni siquiera cuando más adelante empezaron a introducirse en sectores donde sí había trabajadores locales se produjo un perjuicio. ¿Por qué?

El profesor de la Universidad de California Giovanni Peri explica que en un modelo estático, en el que la inmigración impulsa la oferta de empleo mientras todo lo demás permanece igual, el resultado es un aumento del paro, una caída de los salarios o una mezcla de ambas cosas. Pero los recién llegados necesitan vivienda, comida, ropa… Esa demanda abre oportunidades de negocio para todos. Además, los empresarios aprovechan la abundancia de mano de obra para acometer nuevos proyectos. Y hay un desplazamiento de los nacionales a puestos de mayor cualificación. “Muchas mujeres que antes eran empleadas del hogar se hicieron cajeras”, dice De la Rica. “Y los albañiles pasaron a dirigir cuadrillas”.

Esta reasignación de tareas facilita una especialización que nos hace a todos más productivos. “El rumano que cuida el césped del físico nuclear está contribuyendo indirectamente a desvelar los secretos del universo”, observa Alex Tabarrok.

¿Y por qué tanta gente comparte la tesis de que la inmigración está sometiendo a nuestras sociedades a una presión insoportable?

En primer lugar, las medias son siempre engañosas. El que el impacto a escala nacional sea “leve”, como apunta la OCDE, es compatible con que en lugares concretos sea alto o incluso muy alto.

Segundo, muchos países ya presentaban carencias en algunas áreas (vivienda, escuelas) y un incremento abrupto de la población las ha exacerbado, aunque no sea su causa principal.

Finalmente, hay un aspecto cultural. Collier señala que las sociedades avanzadas dependen de “juegos de cooperación frágiles”. Guardamos cola en el consultorio porque los demás también lo hacen. Y entregamos a Hacienda una porción considerable de nuestros ingresos a cambio de que haga un uso justo de ellos. Pero si nadie respeta los turnos y percibimos que ciertos grupos abusan de los servicios públicos, dejamos de cooperar. “A medida que la diversidad crece”, argumenta Collier, “disminuye la cohesión y los ciudadanos se muestran menos proclives a sufragar los programas de bienestar”.

El historiador Niall Ferguson es todavía más pesimista. En un artículo titulado “París, víctima de la complacencia” aseguraba que la Unión Europea asiste hoy a “unos procesos extraordinariamente similares” a los que provocaron la caída de Roma. “Ha abierto sus puertas a los extranjeros que codician su riqueza sin [obligarlos a] renunciar a su fe ancestral”. Por supuesto, “la mayoría viene con la esperanza de tener una vida mejor”, pero “los monoteístas convencidos son una grave amenaza para un imperio laico”, porque “tienen convicciones difíciles de conciliar con los principios de nuestras democracias liberales”.

¿Se han vuelto nuestras sociedades demasiado diversas para resultar manejables? (Foto: Valter, Flickr.com)

¿Qué hacemos con la inmigración? (1). Barcelona o muerte. Miguel Ors Villarejo

Más de 12.000 inmigrantes ilegales han arribado este año a nuestras costas. Por el camino se han quedado al menos otros 300. “¿Qué impulsa a alguien a arriesgar su vida para trabajar en la economía sumergida?”, se preguntaba la investigadora del Banco Africano de Desarrollo Linguère Mously Mbaye a raíz de la tragedia de la playa ceutí del Tarajal. Y tras contar que el lema con que los senegaleses se embarcan en esta odisea es Barcelona o muerte, añadía: “Prefieren ahogarse que quedarse en Senegal”.

La lógica económica que alimenta los flujos migratorios es tan arrolladora como esta desesperación. “En 2000”, escribe el catedrático de Harvard Richard Freeman, “un mexicano con entre cinco y ocho años de escolarización ganaba 11,2 dólares por hora en Estados Unidos y 1,82 en México”. Esa diferencia succiona literalmente a los hispanos al otro lado del río Grande.

¿Y por qué ganan tanto más? Porque su productividad se dispara. “Las naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están”, explica The Economist. El obrero de una fábrica de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Australia porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos. Cuando el emigrante accede a un país rico, se beneficia de las ventajas del buen gobierno y el estado de derecho.

El derroche de talento que supone dejar a millones de individuos atrapados en economías improductivas no es una tragedia únicamente para ellos, sino para todo el planeta. “Las escasas estimaciones rigurosas que se han realizado de las pérdidas que ocasionan las barreras al movimiento de personas dejan boquiabiertos a los expertos”, escribe el investigador Michael Clemens.

“Si el mundo desarrollado permitiera que la llegada de extranjeros expandiera su fuerza laboral en apenas un 1%”, calcula el economista Alex Tabarrok, “la creación adicional de valor para esos emigrantes superaría toda la ayuda oficial”.

Es mucho dinero (unos 135.000 millones de dólares en 2014), pero Tabarrok especifica claramente que sus beneficiarios serían “esos emigrantes”. ¿Qué pasa con los que quedan atrás? ¿No descapitalizan las regiones que abandonan? Esa fuga de cerebros provocó en 1995 una dramática llamada de auxilio del Banco Mundial. “¿Puede alguien hacer algo para detener el éxodo de mano de obra cualificada de los países pobres?”, clamó. El catedrático de Columbia Jagdish Bhagwati incluso propuso que se gravara a los emigrantes con un impuesto especial, cuya recaudación se destinaría a reparar el daño infligido a sus compatriotas.

Pero si ese daño existe es tan insignificante que nadie lo ha detectado. Lo que por el contrario si está probado es que la perspectiva de emigrar altera la estructura de incentivos. Millones de indios se hacen ingenieros con la esperanza de emplearse algún día en Estados Unidos, pero no todos lo logran. El resultado es que India acaba con un nivel de educación superior al que tendría si se detuviera el éxodo. “La emigración es un estímulo para la formación de capital humano, no la culpable de una fuga de cerebros”, sentencian los economistas Oded Stark y Yong Wan.

“Cualquier pérdida que pudiera generar el emigrante la compensaría además con sus remesas”, añade Lidia Farré, profesora de Economía Política de la Universidad de Barcelona. El volumen de estos envíos ascendió el año pasado a 573.000 millones de dólares, según el Banco Mundial. En algunos lugares, este capítulo de ingresos supone hasta el 20% del PIB.

Queda claro, por tanto, que la emigración beneficia a los países emisores, pero ¿qué sucede con los receptores? Aquí circulan varios equívocos que conviene deshacer. De ellos nos ocuparemos en la próxima entrega. (Foto: Flickr, Paco Trujillo)

El déficit comercial ya no es lo que era. Miguel Ors Villarejo

El nacionalista piensa que el amor a la bandera es la base de la prosperidad y que la patria unida jamás será vencida, pero es más bien al revés: la prosperidad es la base del amor a la bandera y la patria vencida jamás estará unida. Donde no hay harina todo es mohína y pocos imperios han sobrevivido a la derrota militar o el declive económico.

“No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí”, escribe Ortega y Gasset. “Esa cohesión a priori solo existe en la familia. Los grupos que integran un estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo. Cuando los pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones, se sienten injertados en el árbol latino por una ilusión. […] Roma era un proyecto de organización universal; era una tradición jurídica superior, una admirable administración”.

Lo mismo ocurre hoy con Estados Unidos. Sus ciudadanos vibran con el himno y se envuelven en las barras y estrellas porque les va muy bien, porque la unión les reporta grandes utilidades. Pero, ¿qué pasaría si las cosas se torcieran? En España lo sabemos bien. El primer gran envite separatista no coincidió por azar con el desastre del 98. Catalanes y vascos empezaron a considerar la secesión cuando la asociación con el resto de la península dejó de traerles cuenta. Es una ingenuidad pensar que el cemento que cohesiona a un país es un arcano amor a la tierra y no el más descarnado interés. El patriotismo es, ante todo, un negocio y, cuando los números no salen, se desbarata como un chamizo.

Sucede, sin embargo, que todo el aparato socializador está concebido para persuadirnos de lo contrario y crecemos con la idea de que no hay nada más grande que el lugar que nos vio nacer. Esa convicción permitió a Napoleón plantar un ejército en el corazón de Rusia, pero se puede usar también para vender plátanos o motos. Harley-Davidson sometió a la competencia japonesa y alemana identificando su marca con el macizo de la raza. Tanto su tecnología como su atención al cliente fueron durante años manifiestamente mejorables. Simon Sinek explica que debías aguardar seis meses para que te customizaran una Sportster. Cualquier concesionario de Kawasaki prestaba ese servicio en un día, pero Kawasaki solo te daba una moto. Harley-Davidson te daba una declaración de principios. “Simboliza lo que soy”, proclama uno de sus directivos, “básicamente dice que soy americano”. Miles de estadounidenses se tatúan el logotipo, y algunos de ellos ni siquiera tienen una Harley. No les interesa el artículo. Les interesa su filosofía, su historia.

No es de extrañar que Donald Trump eligiera al fabricante como modelo de su política de “América primero”, un afecto correspondido por sus moteros, que “figuran”, según The Economist, “entre sus partidarios más ruidosos”.

Esta pasión se ha entibiado, por desgracia, últimamente. La semana pasada Harley-Davidson anunció que trasladará parte de sus fábricas al extranjero para sortear la subida arancelaria que Bruselas va a aplicar a las motos (y a los yates y al bourbon) en respuesta a las tarifas que Washington había a su vez impuesto al aluminio y el acero europeos. “Aumentar la producción internacional […] no es nuestro deseo”, asegura la compañía en una nota, “pero es la única opción de que nuestros vehículos sigan siendo accesibles a los clientes de la UE”. De acuerdo con sus cálculos, la medida comunitaria encarecerá unos 1.900 euros cada una de sus unidades.

A pesar de que es hombre de números, Trump no ha ocultado su asombro por la rapidez con que la firma ha agitado la bandera blanca. No es nada que no le advirtieran cuando lanzó su cruzada comercial. Las compañías han diversificado sus mercados y entretejido sus cadenas de valor de tal modo que ya no son ni americanas ni europeas ni de ningún lado y, cuando le propinas un sartenazo a alguna pensando que es extranjera, no es inusual que el chichón más gordo te salga a ti. Los exportadores estadounidenses de porcino están preocupados porque México estudia clavarles un arancel del 20%. Pero es que, al otro lado del río Grande, Granjas Carroll, una marca local de toda la vida, teme que la decisión de su Gobierno dispare el 15% el precio de la carne y hunda sus ventas, lo que supondría un duro golpe para su principal accionista, que es chino…

El mundo se ha vuelto muy complicado, el déficit comercial ya no es lo que era y pretender corregirlo apelando al patriotismo pone de relieve una profunda ignorancia no ya de cómo funciona la economía, sino la condición humana. (Foto: Michael Gram, Flickr)

La risa de la izquierda. Miguel Ors Villarejo

Hace unos meses, sorprendí a un diseñador de Unidad Editorial con un enorme póster de Kim Jong-un a cuestas. “¿Adónde vas?”, le dije, y me explicó que estaba usando el reverso del cartel para la portada de Actualidad Económica. Había escrito con un aerosol negro “¡Viva el (neo)liberalismo!” y, con ayuda de Photoshop, pensaba colocar luego detrás una pared de ladrillo, para que pareciera una pintada callejera. El resultado puede apreciarse en esta imagen.

Aunque nunca se lo he llegado a preguntar, me ha intrigado desde entonces que escogiera pasearse mostrando el lado del dictador norcoreano y no el del grafiti. Me imagino que es de izquierdas (aunque, una vez más, nunca se lo he llegado a preguntar) y no querría que lo asociaran con el ideario al que la progresía acusa de todo tipo de abominaciones. Bueno, la progresía y el común de los mortales: si ponen en Google “neoliberalismo” y clican a continuación en “imágenes”, ante sus ojos se desplegará un mosaico de viñetas en las que famélicos ciudadanos son estrujados, atormentados y desvalijados por obesos banqueros.

También verán una foto de Milton Friedman acariciándose el mentón, pensativo. El premio Nobel no acuñó el término (su primer uso documentado es de 1884), pero le dio nueva notoriedad en “El neoliberalismo y sus perspectivas”, un artículo de 1951 en el que paradójicamente criticaba los excesos del laissez faire en el siglo XIX y abogaba por una vía intermedia, que asumiera las “importantes funciones positivas que el Estado debía asumir” al tiempo que reservaba la iniciativa empresarial al sector privado. El significante ha acabado, sin embargo, tan cargado de connotaciones negativas, que ni el propio Friedman lo empleaba y se definía a sí mismo como monetarista o, simplemente, liberal. Y, claro, si ni el propio Friedman se atrevía a pasar por neoliberal, no podemos pretender que lo haga un diseñador de Unidad Editorial.

Lo sorprendente es que este odiado sistema ha hecho posible la mayor y más duradera explosión de riqueza de la historia de la humanidad. “A lo largo de los últimos dos siglos”, escribe la historiadora Deirdre Mccloskey en el Wall Street Journal, “la renta per cápita real de Japón, Suecia y Estados Unidos se ha multiplicado por 30”. Y esta mejora ignora la irrupción de artículos inimaginables en 1800. “Contemple la magnífica abundancia que exhiben las estanterías de los centros comerciales. Considere todos los dispositivos casi mágicos de comunicación y entretenimiento que están hoy al alcance incluso de las personas más humildes. ¿Conoce a alguien que sufra una depresión clínica? Puede encontrar ayuda en una amplia variedad de medicamentos de los que ni siquiera el multimillonario Howard Hughes pudo disponer para aliviar su desesperación. ¿Necesita un trasplante de cadera? En 1980 era una intervención que se encontraba en fase experimental”.

“Muchos norteamericanos piensan que sus hijos vivirán peor que ellos”, observa Warren Buffett en su carta de 2015 a los accionistas de Berkshire Hathaway. “Es una opinión totalmente errónea. […] Los políticos no deberían derramar lágrimas por los niños de mañana. De hecho, a muchos […] ya les va muy bien. Todas las familias de mi vecindario de clase media alta disfrutan de un tren de vida superior al que llevaba John D. Rockefeller cuando yo vine al mundo”.

Frente a esta ejecutoria, ¿cuáles son los méritos de la dinastía Kim? Opresión, atraso, hambre, proliferación nuclear… La izquierda se las ha arreglado, sin embargo, para neutralizar la toxicidad del déspota norcoreano. “Es como un malo de cómic”, me comentó un colega cuando le manifesté mi sorpresa porque alguien prefiriera pasear su efigie a una pintada en favor del neoliberalismo. Y se rio de buena gana.

Esta risa de la izquierda es un misterio. En su biografía de José Stalin Koba el temible, Martin Amis indaga por qué nadie cuestiona que el Tercer Reich fue un horror y, en cambio, tantos juzgan con indisimulada indulgencia a la URSS (aunque algo se ha progresado: ahora discutimos si la Rusia bolchevique fue mejor que la Alemania nazi; antes discutíamos si la Rusia bolchevique era mejor que Estados Unidos). Y relata cómo en 1999 acudió a un mitin en el que intervenía Christopher Hitchens, un exmilitante trotskista. “En cierto momento, recordando el pretérito, Christopher dijo que conocía bien el edificio en el que estábamos, porque había pasado allí incontables noches con muchos antiguos camaradas. El público respondió […] con una carcajada afectuosa”.

“¿Por qué la risa?”, se pregunta Amis. Si Christopher se hubiera referido a sus “incontables noches con muchos antiguos camisas negras”, el silencio hubiera podido cortarse con un bate de béisbol. ¿A qué obedece este doble rasero? ¿No mató Stalin a 10 millones de personas? “¿Por qué la risa no hace lo que es debido? ¿Por qué no se excusa y abandona la sala?”

Por qué las democracias liberales juegan mejor al fútbol. Miguel Ors Villarejo

Me he acostumbrado a tomar un zumito de frutas a media mañana en el trabajo. Me ayuda a reponer fuerzas y, sobre todo, evita que llegue famélico a la hora de comer y me abalance sobre el pan y otros hidratos que estaban arruinando mi proverbial figura. Por desgracia, muchos compañeros se han aprendido también el truco y, últimamente, los zumos de la máquina se acaban en seguida. Esto es un fastidio, aunque hay varios modos de resolverlo.

En una economía de planificación central se pondría sobre aviso a la Comisaría de Zumos, que ordenaría un aumento de la producción. Pero, ¿y si el Directorio del Gosplán le negaba la autorización porque (como era habitual) andaba corto de fondos? Habría que reducir la manufactura de otros artículos, pero ¿cuáles?

En “El uso del conocimiento en la sociedad”, un artículo de 1945 por el que recibiría el Premio Nobel unos años después, Friedrich Hayek aborda este asunto y su conclusión es que, a la hora de determinar las necesidades de los agentes, el Estado es muy malo. La información precisa para decidir qué debe fabricarse en cada momento está desperdigada por la sociedad y ningún burócrata puede recopilarla y cuantificarla. Primero, porque la mayoría de los ciudadanos no verbalizamos nuestras preferencias y, segundo, porque no hace falta. Las oscilaciones de los precios indican los bienes que escasean y los que abundan, y el ánimo de lucro se encarga del resto. Al advertir cómo la cotización de la plata sube, miles de empresarios se lanzarán a extraerla sin detenerse a pensar demasiado en los motivos que impulsan su demanda.

Este elegante mecanismo es también el responsable de que los aficionados liberales disfrutemos por partida doble del Mundial. “Los regímenes autocráticos como China y Rusia”, escribe The Economist, “pueden adiestrar a grandes atletas de pista, pero en fútbol son una auténtica basura”. El comunismo moldeó prodigios físicos como las nadadoras alemanas o las gimnastas rumanas. Pero, ¿cómo se fabrica un Iniesta o un Messi? No salen de los estrechos límites de un laboratorio o un regimiento. Hacen falta millones de ensayos que solo la naturaleza puede realizar y no hay modo de saber dónde surgirá el próximo genio. Lo único que podemos hacer es desplegar una tupida red de ojeadores que rastree cada colegio, cada torneo, cada parque.

Una estructura semejante está fuera del alcance del Estado, por totalitario que sea. Ni siquiera la Unión Soviética podía movilizar a los funcionarios suficientes. El mercado, por el contrario, responde a este desafío con ayuda de incentivos. Las enormes cantidades que La Liga paga por sus jugadores animan a miles de personas a recorrer cada domingo los campos de tierra más inmundos en busca de talento.

¿Y China? ¿No era la apoteosis del capitalismo? Sin duda, pero además de incentivos necesitas una masa crítica de aficionados, y esta tampoco se crea por decreto. “Mi gran sueño es que el fútbol chino se convierta en uno de los mejores del mundo”, proclamó en 2015 el presidente Xi Jinping. Pero de momento parece que es su sueño, no el de sus compatriotas, que siguen prefiriendo otros deportes.

“Apenas cuatro países considerados no libres por el ranking de Freedom House se han clasificado para la fase final de este campeonato”, observa The Economist, “y ninguno es presumible que llegue lejos. El último Gobierno autocrático que levantó el trofeo fue Argentina en 1978”.

El mercado y su sistema de precios son el modo más eficiente de aprovechar los recursos de una nación, futbolísticos o no. Por eso sospecho que la empresa de vending no tardará en subirnos el zumo.