Entradas

Irak: el chiismo se divide y el caos aumenta

La ruptura en Irak del frente chiita, mayoritario en el islam iraquí, está planteando un nuevo reto para la estabilización del país y para neutralizar, o al menos aliviar, la influencia de Irán sobre el terreno, que ya es mucha, y que se extiende a Siria.

La máxima autoridad religiosa en Irak, el ayatolá Al Sistani, que siempre intentó mantener distancias respecto al poder político de Teherán, ha roto pública y resueltamente con el representante más proiraní del escenario iraquí, Abdul Aziz al-Mohammedawi, que, además, es el líder de una red de milicias al servicio de Teherán.

No hay en esta ruptura distinciones teológicas significativas pero sí un choque de personalidades y una discusión sobre cómo organizar el nuevo orden regional reduciendo el espacio de influencia de Arabia Saudí y los suníes.

Esta división debilita la influencia iraní y abre espacios a la posibilidad de nuevas iniciativas occidentales (si Estados Unidos quisiera y la UE lo entendiera); pero al mismo tiempo introduce nuevos factores que pueden pivotar en toda la región. Y en la medida en que se debilita la influencia iraní se reduce el riesgo de una gran confrontación regional pero también crece la expectativa del terrorismo del Estado Islámico y Al Qaeda de recuperar terreno. Estos grupos y otros minoritarios y tribales pero no menos violentos, juegan la baza internacional, entre potencias regionales de ser, al fin y al cabo, una barrera contra la extensión de la influencia iraní que desde Yemen a Siria ha multiplicado su presencia.

Hay que recordar que estas milicias (de ambos bandos) han estado en primera línea en el combate contra el Daesh nutren la columna vertebral del ejército de Irak en el que se apoya el gobierno y que recibe asistencia y formación occidental.

La madre de todas las batallas comerciales. Miguel Ors Villarejo

Una de las razones por las que el mundo es hoy un lugar mucho más pacífico que hace un siglo es que el sufragio universal es poco compatible con las contiendas. La explicación es la estructura de incentivos. Las dictaduras contemporizan poco porque los que mandan y los que mueren son distintos. Por el contrario, en las democracias los soldados y los votantes suelen ser los mismos, lo que hace que el ardor guerrero se diluya rápidamente. Lo hemos visto en las últimas aventuras de Washington. Cuando en marzo de 2003 George Bush lanzó los primeros misiles sobre Irak, el 72% de los estadounidenses consideraban que era la “decisión correcta”, pero dos años y 24.000 cadáveres después esa proporción había caído por debajo del 47% y, en 2104, cuando Barack Obama ordenó la retirada, apenas llegaba al 38%.

Los conflictos comerciales no son exactamente iguales que los militares, pero el declarado por Donald Trump presenta inquietantes similitudes con las campañas de sus predecesores. Como los neocons que alentaron la deposición de Sadam Hussein, Trump está convencido de que la superioridad americana es tan brutal que no necesita aliados e incluso ha amenazado a los fabricantes europeos de coches con una subida de aranceles. Es una retórica que recuerda a la de Charles Krauthammer, el columnista que en 2001 instaba a adoptar “un nuevo unilateralismo” que permitiera a la Casa Blanca perseguir “sin vergüenza” sus intereses nacionales. O a la de Robert Kagan, que se preguntaba dos años después en Poder y debilidad: “¿Puede Estados Unidos prepararse y responder a los retos estratégicos que plantea el mundo [terrorismo, proliferación] sin demasiada ayuda de Europa?”, para responder a renglón seguido: “Ya lo está haciendo”.

Hoy sabemos cómo acabó todo aquello. ¿Corre también Trump el riesgo de salir escaldado?

Como Bush en Irak, su estrategia consiste en un ataque frontal “abrumador”: la imposición de aranceles del 25%. Dada la dependencia china del mercado americano, las consecuencias serán considerables. Y el daño que Pekín puede infligir adoptando restricciones similares será siempre inferior, porque los estadounidenses no venden tanto en el país asiático. Por eso Xi Jinping no va a ir a un mero intercambio de golpes. Su respuesta será “más sofisticada”, escribe The Economist. Pretende “forzar un cambio en el comportamiento” de su antagonista.

“En el terreno político”, coincide Steven Lee Myers en el New York Times, “[China] dispone de bazas que contrarrestan su inferioridad comercial bastante mejor de lo que Trump sospecha”. Mientras este deberá capear las protestas de los lobbies y los votantes en vísperas de unas elecciones legislativas, la férrea censura comunista deja escaso margen a los críticos de Xi. Su Gobierno también ejerce mayor control sobre el aparato productivo y puede impedir los despidos y las quiebras obligando a los bancos a sostener a las compañías damnificadas. ¿Cuánto tardarán, sin embargo, los agricultores del Medio Oeste en movilizar a sus congresistas para apretarle las tuercas a Trump?

Igual que Al Qaeda y los talibanes, Pekín únicamente tiene que resistir y dejar que las inercias propias de la democracia americana le hagan el trabajo. Como sostiene el editorialista del tabloide nacionalista Global Times, “doblegar a China podría exigir una batalla inimaginablemente cruel para Estados Unidos”. (Foto: Flickr, Kevin Dooley)

El laberinto Trump

Trabajar para el Gobierno y la Administración que dirige Donald Trump se ha convertido en un laberinto. Si sumamos las dimisiones, los ceses y nuevos nombramientos y la falta de nominación para numerosos puestos estratégicos, es fácil llegar a la conclusión de que la política estadounidense pasa por una de sus etapas de mayor inestabilidad e incertidumbre.
¿Qué está pasando? En primer lugar que en la Casa Blanca hay un presidente outsider, que llegó a la presidencia con apoyo del Partido Republicano pero sin ser parte del Partido Republicano, que parece improvisar, que se guía de una intuición cultivada no en medios políticos sino en sectores empresariales propios de una economía volátil, donde el juego de capitales y la especulación sustituyen criterios más tradicionales como estrategia a plazo medio y largo, productividad y respeto a los mercados.Eso lleva a Donald Trump a cambiar de caballo y de ruta, aliarse con líderes coyunturales, medir su propio éxito por el estado de ánimo de sus electores y así, llegar a impulsos populistas que están desestabilizando la tradición política estadounidense. Aunque, al parecer, no está produciendo merma en sus apoyos electorales y sociales.
Este fenómeno no deja de tener importancia mundial, fundamentalmente por el papel de liderazgo objetivo, y estabilizador, que desempeña Estados Unidos desde la II posguerra mundial. Una Administración errabunda, que trata de combinar posiciones de fuerza con giros tácticos poco explicados, su intento de combatir la globalización desde un proteccionismo nacionalista que está creando incertidumbres mundiales junto a estrategias para fortalecer alianzas viejas, está llevando a sus aliados a la perplejidad y a sus adversarios a nuevas oportunidades de ocupar espacios e influencias.
En ese panorama, la moral está baja en la Administración USA, crecen las rebeldías de los críticos de Trump y los intentos de reconducción desde el Partido republicano y, mientras tanto, la dinámica en conflictos potencialmente muy peligrosos (Corea del Norte, Siria e Irak, el centro de África), sigue su propio ritmo sin esperar a que Trump ponga algo de coherencia en sus decisiones. (Foto, Kalamarrak, Flickr)

El desafío kurdo. Julio Trujillo

Kurdistán, un país real y un Estado inexistente, entra en el protagonismo de la región centro asiática con su referéndum de autodeterminación y agita a todos los gobiernos de la región. Irak (es allí donde el referéndum ha tenido lugar) rechaza la consulta y sus resultados; Turquía, con una importante población kurda en conflicto nacionalista contra el Gobierno y dónde el viejo Partido Comunista Kurdo y su grupo armado PKK están presentes, no sólo en Turquía sino también en Irak y Siria, ha movilizado a su ejército y amenaza con ocupar el Kurdistán iraquí; Irán, con población kurda niega cualquier validez al referéndum, y Siria, en guerra civil, se mantiene a distancia y no acepta los resultados, mirando de reojo a su propia población de origen kurdo. Sólo Israel, por razones que van más allá del mero tacticismo, defiende una eventual independencia de Kurdistán.

Este complejo conflicto tiene su origen remoto en 1150, cuando el sultán Sandjar, el último de los grandes monarcas selyúcidas (sirios de cultura griega), creó la provincia del Kurdistán.

Pero fue tras la derrota del Imperio Otomano tras la I Guerra Mundial cuando se agravó el problema y apareció el conflicto moderno. Tras una declaración inicial de la Sociedad de Naciones concediendo la independencia a los kurdos, Gran Bretaña y Francia redefinieron el mapa de Oriente Medio, se lo repartieron, anularon la efímera independencia kurda y partieron el Kurdistán histórico en cuatro territorios adjudicados a Irán, Irak, Turquía y Siria.

Pero la descomposición de Irak ha llevado al territorio kurdo de este país a una autonomía amplia, con Administración y ejército propio y ahora han organizado la consulta de independencia que, de dar lugar a un Estado propio, alteraría los equilibrios y podría suscitar alianzas ahora impensables.

Excepto Israel, ningún país ha proporcionado apoyo público al plebiscito. Los más contundentes en su oposición han sido el Gobierno central iraquí, Irán y Turquía, inquietos por el efecto en sus comunidades kurdas y en las aspiraciones independentistas del mayor pueblo sin Estado.

Para ambos, el plebiscito es un asunto de “seguridad nacional”. Tanto Ankara como Teherán podrían responder tratando de aislar políticamente al Gobierno kurdo pero resulta improbable que recurran a la violencia.

El apoyo de Israel va más allá de desear una mayor inestabilidad entre sus enemigos potenciales y logran ampliar sus muy escasos amigos en la zona. Cuando al comandante de una unidad peshmerga (el ejército kurdo) se le preguntó por qué país sienten los kurdos más cercanía, refiriéndose a Israel dijo: “Creemos que Israel es nuestro amigo más cercano en la lucha. Tenemos una historia común”.

Durante décadas, los nacionalistas árabes, islamistas y el régimen iraní constantemente les han comparado con los israelíes. Ali Akbar Velayati, ex canciller iraní, ha afirmado que EEUU “conspira para establecer un segundo Israel en la región” en la forma de un Kurdistán libre. Israel mantiene estrechas relaciones de solidaridad y colaboración en todos los campos con los kurdos desde hace años.

En la práctica, grupos kurdos como el Partido Democrático de Irán Kurdistán (PDKI), que se oponen al régimen iraní, colaboran con otros grupos minoritarios oprimidos tales como azeríes y baluchis. En el Kurdistán iraquí se ven iglesias y templos cristianos yazidies, y la convivencia de diferentes grupos étnicos y religiosos es incuestionable.

Así las cosas, el desafío kurdo puede suponer una patada en el tablero de ajedrez político y habrá que recoger las piezas y volver a colocarlas. Y ahí se abrirán todas las cuestiones actuales y las pendientes. Una situación que, vista así, da vértigo.

INTERREGNUM: Asia y la crisis de Qatar. Fernando Delage

La ruptura de relaciones diplomáticas con Qatar por parte de Arabia Saudí, Emiratos, Egipto, Bahrain y Yemen puede rehacer el mapa del Golfo Pérsico, con importantes consecuencias económicas y políticas más allá de Oriente Próximo. En el caso de Asia, países de población musulmana como Malasia, Indonesia o Pakistán, tendrán que esforzarse para no verse atrapados en la lucha de poder en la región. Mayores implicaciones puede tener la crisis para China, dado el volumen de su comercio e inversiones con las dos partes partes enfrentadas, así como su creciente proyección diplomática en la zona.

A priori el impacto parece más político que económico. El aislamiento diplomático de Qatar empuja a éste hacia Irán, Turquía y Rusia, agravando la polarización regional y debilitando el Consejo de Cooperación del Golfo (al que pertenecen las seis monarquías locales: Arabia Saudí, Emiratos, Qatar, Kuwait, Omán y Bahrain). Décadas de infiltración y de apoyo financiero saudí en el mundo islámico hacen más difícil para muchos Estados mantenerse al margen de la disputa. Para algunos, el momento no puede ser más desafortunado: el ministro de Asuntos Exteriores de Malasia, por ejemplo, visitó Qatar hace sólo unas semanas con la intención de reforzar las relaciones bilaterales.

Para Pakistán el dilema es aún mayor. En 2015, para sorpresa de Riad, el Parlamento rechazó la petición saudí de participar en la operación en curso en Yemen. Cuando, dos años más tarde, los saudíes solicitaron a Pakistán que el exjefe de las fuerzas armadas, el general Raheel Sharif, asumiera el mando de la alianza liderada por Riad, Islamabad no pudo negarse. El gobierno paquistaní se justificó indicando que Sharif utilizaría su posición para mediar entre Arabia Saudí e Irán, pero sus relaciones con Teherán se han agravado con rapidez y la violencia se ha incrementado en la frontera con la República Islámica. La visita a Riad del primer ministro Nawaz Sharif hace quince días es un reflejo de su difícil posición: el número de trabajadores paquistaníes en Arabia Saudí y Emiratos supera los tres millones, y sus remesas suponen 8.000 millones de dólares al año (las cifras son apenas significativas en el caso de Qatar), pero Islamabad no puede permitirse un enfrentamiento con Teherán y Ankara incorporándose a una “cuasi-alianza” Washington-Riad.

La crisis en el Golfo puede, por otra parte, complicar la ejecución de la Nueva Ruta de la Seda propuesta por China. Además de que otros países puedan sumarse al boicot impuesto por Arabia Saudí, Pekín teme que, para desestabilizar Irán, Riad extienda sus movimientos a Baluchistán, provincia paquistaní clave para la iniciativa china. El alineamiento de Washington con Arabia Saudí y Emiratos puede, por lo demás, crear nuevas presiones diplomáticas sobre la República Popular. China es el mayor socio comercial de Qatar y se encontraba negociando un acuerdo de libre comercio con el Consejo de Cooperación del Golfo antes de que estallara la crisis. Qatar es el segundo suministrador de gas natural a China, y Arabia Saudí su tercer suministrador de petróleo. A partir de de 2010, China sustituyó a Estados Unidos como mayor exportador a Oriente Próximo, y primer importador de recursos energéticos de la región.

Durante la reciente visita a Pekín del rey Salman de Arabia Saudí, ambos gobiernos acordaron una “asociación estratégica” bilateral. Además de contratos por valor de 65.000 millones de dólares, los dos países firmaron un acuerdo en materia de seguridad por cinco años, que incluye la lucha contra el terrorismo y maniobras militares. Nada de ello parece incompatible con la privilegiada relación que China mantiene con Irán. Durante su visita a Teherán en enero del año pasado, el presidente chino, Xi Jinping, y su homólogo Hasan Rouhani fijaron el objetivo de que el comercio bilateral alcance nada menos que 600.000 millones de dólares en el plazo de una década, la mayor parte en relación con la Ruta de la Seda. Desde 2016, ambos países intercambian mercancías a través de una línea ferroviaria directa que cruza Asia central, y que en pocos años se transformará en una conexión de alta velocidad que llegará hasta Turquía. Tanto Teherán como Ankara—ya se mencionó—, apoyan a Qatar. Como China empieza a descubrir, el avispero de Oriente Próximo puede condicionar los planes de las grandes potencias.

INTERREGNUM: Daesh en el sureste asiático. Fernando Delage

El ataque a la ciudad de Marawai, en la provincia filipina de Mindanao, por parte de un grupo vinculado a Daesh desde el pasado 23 de mayo, —hecho que ha causado más de 200 víctimas y provocó la declaración de ley marcial por parte del presidente Rodrigo Duterte—, podría marcar el comienzo de un nuevo frente del terrorismo islamista en el sureste asiático. Se trata de la primera vez que se persigue la doctrina de lucha armada del Estado Islámico—ocupar territorios para imponer la sharia—en un entorno urbano en esta parte del mundo.

Diversas fuentes han confirmado la presencia de indonesios y malasios, además de filipinos y radicales de otros países—como uigures, saudíes y chechenos—en las filas de Maute, un grupo apenas conocido hasta la fecha. Según el gobierno de Indonesia, al menos 1.200 terroristas desplazados desde los campos de batalla en Irak y Siria se encontrarían en el sur de Filipinas, convertido, por unas características geográficas que limitan la capacidad de control del gobierno, en el epicentro de la infiltracion del Estado Islámico en la región. Algunos especialistas temen que la red de Daesh en la zona puede estar más extendida de lo que se pensaba con anterioridad.

Maute, el grupo que ha irrumpido como núcleo de la red islamista local, fue fundada por Omar y Abdulá Maute, dos hermanos que, tras trabajar durante unos años en Oriente Próximo, regresaron a Filipinas imbuidos de ideas radicales. Sus militantes se suman así a otras tres organizaciones relacionadas con Daesh en el país: Abú Sayyaf, Ansarul Khilafah, y los Luchadores Islámicos por la Libertad de Bangsamoro (este último es una escisión del Frente Moro de Liberación Islámico). Por el contrario, la Jemaah Islamiyah, basada en Indonesia, en su tiempo vinculada a Al Qaeda y considerada como la principal amenaza terrorista en el sureste asiático—fue la responsable del atentado de Bali de 2002, que causó 202 muertos—, ha declarado su oposición ideológica al Estado Islámico.

La cuestión para los gobiernos de la región es qué hacer con respecto a estos militantes que regresan a sus países con la voluntad de recurrir a la violencia para imponer su visión islamista. Su retorno se produce en un contexto en el que la tradicional moderación religiosa en países constitucionalmente laicos como Malasia e Indonesia, está siendo sustituida por una gradual islamización que, por complicidad o mera inacción, impulsan las propias autoridades. Estas circunstancias no ayudan a afrontar un fenómeno—el extremismo islamista—que podría convertirse en un creciente desafío a medida que Daesh se retire de los desiertos del mundo árabe.

En unos días o semanas, Manila declarará su victoria sobre Maute. Pero la alianza entre las distintas organizaciones radicales supondrá una grave amenaza si estos “soldados del Califato” deciden replicar las tácticas insurgentes ya empleadas en Siria o Irak. Si sus ideas y acciones violentas continúan extendiéndose, los gobiernos locales tendrán que actuar de manera conjunta, y recurrir a la ayuda de terceros. No es casual que Duterte haya reducido su tono de denuncia de Estados Unidos y solicitado su “asistencia técnica” a las fuerzas armadas filipinas.

Zafiedad, estupidez y estrategia.

Donald Trump es un hombre zafio que justifica su mala educación, personal y cultural, como lenguaje directo y su derecho a hablar con el “lenguaje de la gente”. Su dedicatoria, frívola, estúpida y fuera de tono, en el libro de visitas del Yad Vashem el museo israelí dedicado a la Shoa (Holocausto) son una muestra más que evidente de su ligereza intelectual y su escasa inteligencia emocional. Y a ese colofón de hace unas semanas debe añadirse sus comentarios sobre las mujeres, sus salidas de tono con algunos periodistas, su falta de contención verbal en sus contactos con líderes europeos o sus complicidades emocionales con algunos dirigentes rusos que hace tiempo están instalados en la chulería y la falta de elegancia, como es el caso del propio Putin.

Pero debajo de ese Trump empieza a dibujarse una estrategia, probablemente definida por su equipo, que parece clara. El presidente está decidido a que Estados Unidos tenga una estrategia respecto a Oriente Medio y Asia Central tras unos años en que la Casa Blanca parecía embrollada en un discurso de llevarse bien con todos y en conseguir el aplauso de la opinión pública políticamente correcta. Trump ha llegado a Arabia Saudí, les ha advertido de los lazos perversos con el Daesh en un mensaje no solo dirigido a Ryad sino también a Qatar, y les ha ofrecido ayuda militar frente a Irán a cambio de compromiso contra el Desh.
El islam sunní cuya autoridad religiosa encarna Arabia Saudí está en guerra con los chíies que apadrina Irán, en Irak, en Siria y, sobre todo en Yemen, en un conflicto en abierta confrontación militar. De esa confrontación provienen en realidad los lazos entre Al Qaeda, Daesh y el islam sunní, todos enemigos de los chíies. El campo chíi agrupa al régimen de Bachar el Asad de Siria, a sectores irakíes, al Estado paralelo que representa Hizbullah en Líbano (con tropas en Siria) y, como aliado estratégico, la Rusia de Putin. Con esa política, EEUU ha marcado el campo y redoblado su apoyo a Israel, no sólo la única democracia de la zona sino el único proyecto de vida con estándares occidentales y donde cristianos y musulmanes, además de judíos,  gozan de mayores libertades y seguridad en toda la región.
La política, si es el arte de lo posible, constituye una partida que hay que jugar con las cartas que tocan, y colocarse por encima del juego real es peligroso y un factor propagandístico de primer orden. Irán es hoy una potencia en auge que desestabiliza la zona y para comprometerla en una reglas del juego manejables hay que dejarle claro los límites. Como se les deja, en otro plano, a Arabia, Pakistán y Egipto.
Pero, al lado de la zafiedad y la estrategia (se puede compartir o no, pero es un plan donde no había nada) aparece la estupidez. Los sectores progresistas europeos se rasgan las vestiduras y acusan a Trump de todos los males. Para ello exhiben la zafiedad presidencial y presentan oposición ética a la búsqueda de alianzas con los saudíes. Sin dejar de recordar que los mismos que piden principios contra Ryad son los que piden hacer “política” con Maduro y lo pedían con ETA, conviene advertir que, en el fondo, no hay una propuesta alternativa. Hay simplemente rechazo a Estados Unidos siempre que no gobierne un miembro del Partido Demócrata e, incluso entonces, con reparos.
Trump ha entrado en Europa como un elefante en cacharrrería, incluso cuando tiene razón  y dice que los aliados europeos tienen que gastar más en Defensa. Y hace bien Angela Merkel cuando advierte que los europeos deben aprender a caminar solos porque no hay, ni tiene por qué haber, una identidad absoluta de intereses. Pero no cabe duda de que es más lo que une a la UE y a Estados Unidos que lo que los separa. Y Rusia es un adversario a los intereses de ambos en todos los terrenos.
Trump ha comenzado a verle las sombras al brexit y se las verá a sus obsesiones proteccionistas. Pero incluso antes de eso está en el mismo campo que Europa.

La doctrina Ledeen

“¿Cuándo fue la última vez que ganamos una guerra?”, se preguntaba Donald Trump el pasado 26 de febrero ante una enfervorizada masa de republicanos. El hombre lleva razón. Desde Vietnam, Estados Unidos no levanta cabeza. Lo han corrido por los rastrojos en Somalia, en Irak, en Afganistán. Y la razón es obvia. La desveló él mismo hace años en Playboy: “El mundo entero se ríe de nosotros porque derrochamos cada año 150.000 millones de dólares en proteger a países ricos a cambio de nada”. Pero esto se ha acabado. Ya está bien de sacrificarse por el prójimo. A partir de ahora va a pensar más en sí mismo y, como esos cincuentones en crisis que salen disparados de la consulta del terapeuta al concesionario de Harley y se regalan una Fat Boy, Trump se ha dado el caprichito de aumentar el gasto militar.

El presupuesto estadounidense en defensa ya es descomunal. Supera los 600.000 millones de dólares, lo que equivale al PIB de Argentina, la vigésimo primera economía del planeta. Este poderío le da una superioridad abrumadora en el campo de batalla. Aunque no hay datos precisos, se estima que por cada baja que los talibanes infligen a las tropas aliadas, estas les ocasionan 10.

El problema es que las campañas no se ganan solo matando. Hay que ocupar el terreno y eso exige una mentalidad que no abunda en nuestras acomodadas sociedades. Pocos occidentales están dispuestos a instalarse permanentemente en Asia, como hacían los oficiales de la Inglaterra victoriana. Los afganos lo saben y, aunque muchos de ellos odian a los talibanes, no se atreven a indisponerse con quienes consideran que tarde o temprano acabarán mandando.

¿Está condenado entonces Washington a ir de derrota en derrota? En absoluto. Acuérdense del arquero zen al que preguntaron cuál era el secreto de su gran puntería. “Primero lanzo la flecha”, respondió, “y luego pinto la diana”.

Lo mismo pasa con las guerras. La regla fundamental de cualquier estratega es elegir bien a quien se ataca. “Si la victoria es segura, es apropiado entablar combate”, enseña Sun Tzu. Es lo que hizo Ronald Reagan con Granada. Uno de los congresistas que investigaron la operación cuestionó su procedencia. “No corrían peligro ni un niño ni un civil americano”, señaló, como si eso fuera relevante. Cuando lo que se busca es el triunfo, no puede uno enredarse en consideraciones de seguridad o humanitarias. Ese fue el error de Lyndon B. Johnson, Bill Clinton y George W. Bush, y por eso acabaron embarrancados en Vietnam, Somalia e Irak.

Trump ha aprendido la lección. Es un firme seguidor de Michael Ledeen, un historiador famoso por la doctrina del mismo nombre que el columnista Jonah Goldberg resume así: “Cada 10 años, Estados Unidos necesita agarrar un pequeño país de mierda y arrojarlo contra la pared, únicamente para demostrar al planeta cómo se las gasta”.

Muchos de ustedes quizás objeten que difícilmente mejorarán así las relaciones internacionales, pero una vez más plantean la cuestión equivocada. La pregunta no es: “¿Cómo vamos a hacer del mundo un lugar seguro?”, sino “¿Cuándo fue la última vez que ganamos una guerra?”