Arabia Saudí da pasos al frente. Julio Trujillo

(Foto: Yasmeen Love, Flickr) El golpe palaciego del príncipe bin Salman en Arabia Saudi para, entre otras cosas, reajustar los poderes internos de la monarquía y acumular más capacidad ejecutiva, ha sorprendido a los expertos. Si a eso se suma la dimisión, no menos sorprendente, del primer ministro libanés Saad Hariri, anunciada desde Riad y aparentemente influido o presionado por los saudíes, tenemos un escenario en el que da la sensación de que Arabia Saudí ha pasado de una política entre bastidores, discreta y reservada, a una situación nueva en la que querría asumir un liderazgo público en Oriente Medio.

Los saudíes se encuentran en una situación delicada. A una preocupación general por la nueva geopolítica del petróleo, determinada por la mayor independencia energética de algunos clientes occidentales como Estados o el reingreso del petróleo iraní a los mercados mundiales tras el acuerdo de frenar su programa nuclear, se une una situación estratégica regional inestable.

La mayor preocupación saudí desde el punto de vista de su seguridad es el aumento de protagonismo de Irán en la región. Teherán, con el mantenimiento en Siria de Bashar el Assad está en situación de colocar tropas cerca de la frontera saudí por una parte y de Israel por otra, sin olvidar que grata de crear un corredor político militar, junto a Hizbullah y a sus aliados sirios desde Irak (donde su presencia e influencia no ha dejado de crecer) a Líbano, a lo largo del norte de Siria, todo un aviso a Turquía por una parte y a los kurdos por otra.

Esta situación fue la que movió a los saudíes a implicarse en la guerra de Yemen contra los hutíes, aliados de Irán, para intentar frenar su expansión, pero esa guerra se ha enredado y lo que se pensaba que iba a ser una victoria fácil de los sunníes apoyados por Riad ha quedado estancada. El apoyo de EEUU y Francia, que han trasladado mensajes con ayuda política y militar a los saudíes, y el discreto estímulo de Israel que es cada vez es más evidente, bin Salman se ha sentido fuerte para ocupar la escena en una operación que puede salirle mal.

No hay que olvidar que, por las mismas razones de achicar los espacios a Irán, ruptura de Arabia con Qatar no parece haber mermado mucho a este país, por otra parte, tan aliado con EEUU como los propios saudíes.

Y un tercer elemento en escena: Egipto, que empujando a Hamás a firmar una reconciliación con la OLP en Palestina devolviendo a ésta el poder que le arrancó a mano armada en Gaza, quiere su parte en el nuevo mapa regional que comienza a dibujarse.

Irán juega sus cartas. JulioTrujillo

Aunque a pasos torpones y erráticos, Trump va definiendo una nueva estrategia exterior norteamericana que está ya teniendo consecuencias en el realineamiento de algunos países y el dibujo de algunos escenarios diferentes.  A pesar de que, con los viejos tópicos, los adversarios de siempre y los intelectuales “comprometidos” emiten sus dictados anti Trump desde sus brillantes columnas de viejos periódicos o de sus despachos universitarios, y subrayan los detalles atrabiliarios del presidente de EE.UU. por encima de sus decisiones profundas, éstas van cambiando algunas cosas. Y todas estas cosas están introduciendo cada día elementos nuevos en el escenario que va desde el Mediterráneo al Pacífico donde están, hoy, los mayores puntos de inestabilidad y de riesgo para la seguridad internacional.

Una de las últimas decisiones, la de imponer nuevas sanciones a Irán, corregir algunas de las concesiones de Obama y la Unión Europea y alertar de las continuas amenazas iraníes de completar el trabajo de Hitler y acabar con los judíos y, por supuesto, con Israel, ha obligado a Teherán a mover piezas.

Irán está, en estos momentos, combatiendo militar y políticamente en dos frentes importantes y varios accesorios. Por una parte, Teherán tiene fuerzas en Siria, donde combate junto a Hizbullah, las tropas de Bashar el Asad y los rusos contra la nebulosa de grupos de la oposición, que van desde el Daesh, contra el que oficialmente están todos, hasta grupos kurdos apoyados por Europa y Estados Unidos sin olvidar varias milicias coordinadas por Al Qaeda o con intereses independientes que se suman de manera oportunista a quienes les convenga en cada situación.

Mientras tanto, expertos y asesores iraníes combaten en Yemen, junto a los chiitas hutíes, contra los sunnitas locales apoyados por una coalición de Arabía Saudí, Egipto y países del Golfo. Teherán, donde el sector menos radical de la teocracia acaba de verse reforzados en las elecciones, confiaba en que un acercamiento entre Estados Unidos y Rusia respecto a Siria olvidara aumentar la presión sobre Irán. Pero Trump no ha cerrado acuerdos con Putin y ha recuperado la desconfianza oficial hacia los planes iraníes de seguir desarrollando armas nucleares y ha aprobado nuevas sanciones.

En ese escenario, Teherán ha realizado varios movimientos rápidos los últimos días: ha enviado una delegación a Corea del Norte, ha intensificado su ofensiva diplomática en América Latina y ha declarado que “todas las opciones están sobre la mesa si Estados Unidos rompe el tratado firmado” con el régimen de los ayatolláhs. Esta nueva situación fortalece, paradójicamente, el discurso y los intereses de Rusia y sobre esta base, Putin va a basar sus propuestas de gran acuerdo con Estados Unidos.

INTERREGNUM: Daesh en el sureste asiático. Fernando Delage

El ataque a la ciudad de Marawai, en la provincia filipina de Mindanao, por parte de un grupo vinculado a Daesh desde el pasado 23 de mayo, —hecho que ha causado más de 200 víctimas y provocó la declaración de ley marcial por parte del presidente Rodrigo Duterte—, podría marcar el comienzo de un nuevo frente del terrorismo islamista en el sureste asiático. Se trata de la primera vez que se persigue la doctrina de lucha armada del Estado Islámico—ocupar territorios para imponer la sharia—en un entorno urbano en esta parte del mundo.

Diversas fuentes han confirmado la presencia de indonesios y malasios, además de filipinos y radicales de otros países—como uigures, saudíes y chechenos—en las filas de Maute, un grupo apenas conocido hasta la fecha. Según el gobierno de Indonesia, al menos 1.200 terroristas desplazados desde los campos de batalla en Irak y Siria se encontrarían en el sur de Filipinas, convertido, por unas características geográficas que limitan la capacidad de control del gobierno, en el epicentro de la infiltracion del Estado Islámico en la región. Algunos especialistas temen que la red de Daesh en la zona puede estar más extendida de lo que se pensaba con anterioridad.

Maute, el grupo que ha irrumpido como núcleo de la red islamista local, fue fundada por Omar y Abdulá Maute, dos hermanos que, tras trabajar durante unos años en Oriente Próximo, regresaron a Filipinas imbuidos de ideas radicales. Sus militantes se suman así a otras tres organizaciones relacionadas con Daesh en el país: Abú Sayyaf, Ansarul Khilafah, y los Luchadores Islámicos por la Libertad de Bangsamoro (este último es una escisión del Frente Moro de Liberación Islámico). Por el contrario, la Jemaah Islamiyah, basada en Indonesia, en su tiempo vinculada a Al Qaeda y considerada como la principal amenaza terrorista en el sureste asiático—fue la responsable del atentado de Bali de 2002, que causó 202 muertos—, ha declarado su oposición ideológica al Estado Islámico.

La cuestión para los gobiernos de la región es qué hacer con respecto a estos militantes que regresan a sus países con la voluntad de recurrir a la violencia para imponer su visión islamista. Su retorno se produce en un contexto en el que la tradicional moderación religiosa en países constitucionalmente laicos como Malasia e Indonesia, está siendo sustituida por una gradual islamización que, por complicidad o mera inacción, impulsan las propias autoridades. Estas circunstancias no ayudan a afrontar un fenómeno—el extremismo islamista—que podría convertirse en un creciente desafío a medida que Daesh se retire de los desiertos del mundo árabe.

En unos días o semanas, Manila declarará su victoria sobre Maute. Pero la alianza entre las distintas organizaciones radicales supondrá una grave amenaza si estos “soldados del Califato” deciden replicar las tácticas insurgentes ya empleadas en Siria o Irak. Si sus ideas y acciones violentas continúan extendiéndose, los gobiernos locales tendrán que actuar de manera conjunta, y recurrir a la ayuda de terceros. No es casual que Duterte haya reducido su tono de denuncia de Estados Unidos y solicitado su “asistencia técnica” a las fuerzas armadas filipinas.

La inmensa tarea de Enmanuel Macron. Por Julio Trujillo.

En su discurso de la noche electoral, ante sus seguidores y a las puertas del Louvre, el elegido nuevo presidente Macron insistió no menos de cinco veces en que tenía ante sí una inmensa tarea y subrayó la necesidad de crear las condiciones para que, en cinco años, los que ahora han votado en clave populista no se sientan tentados a volverlo a hacer. Es verdad que es una inmensa tarea en la que se suman la necesidad de articular en menos de un mes una formación política que le dé un grupo parlamentario en las elecciones de junio y esbozar las primeras medidas que transmitan un mensaje reformista a quienes le ha votado.

Sin embargo, el tirón electoral hacia la extrema izquierda y la extrema derecha tienen una misma base sociológica e ideológica por encima de las apariencias  (nostalgia de un Estado providencial, rechazo a toda medida liberal, desconfianza en la Unión Europea y melancolía mitificada de la época del franco francés), y esto va a ser leído por todo el espectro político, y también por el presidente Macron como un mensaje para reorientar algunas políticas. Por eso, algunas de las medidas anunciadas por Macron en la campaña electoral van a ser meditadas con mucho cuidado. De hecho, ya en la misma noche electoral, la parte de la izquierda que ha apoyado a Macron ya insistía en la necesidad de abandonar la senda de la austeridad para contentar a la demagogia populista, es decir, gastar más dinero público en contentar a esos sectores que en tomar medidas para impulsar una economía más competitiva. En todo caso, en este terreno el debate ya existe hace meses y los límites del mismo los marcará Alemania, que también tendrá que enfrentarse en poco tiempo, en septiembre, a elecciones generales.

Pero sí hay un terreno en el que Macron puede emitir mensajes que aglutinen a gran parte de la nación, y es en la política exterior y de defensa en las que el presidente va a sacar músculo nacional y aumentar el protagonismo francés en la escena internacional, insistiendo, como todos sus predecesores, en sugerir una grandeur hace tiempo en decadencia si es que existió alguna vez. Ya ha hablado el entorno presidencial de encuentros más o menos inminentes del presidente Macron con Merkel, Putin y Trump. Con Gran Bretaña fuera de la UE, Francia va a levantar la bandera europea en torno a su política exterior que será beneficiosa para toda la Unión según cada caso.

Partiendo de esta hipótesis, ¿dónde tratará Francia de escenificar su ascenso a las potencias? Ya lo hace en África, donde lleva décadas compitiendo con discreción con Estados Unidos, pero ha estado siendo desplazada de Oriente Próximo en donde fue potencia colonial, y es bastante plausible que trate de reaparecer con iniciativas propias, tal vez no muy alejadas de las de Putin, en aquella zona partiendo del conflicto sirio. Y aquí Francia va a intentar presentar una defensa de sus intereses nacionales con la bandera de la Unión Europea y con el apoyo de los socios de la UE entre los que no estará totalmente de acuerdo Gran Bretaña. Y también Asia-Pacífico. Europa, y por lo tanto Francia, no pueden ignorar el protagonismo chino y los riesgos de Corea del Norte en una zona de la que la UE lleva décadas desaparecida.

Este es el escenario para una Francia desgarrada, necesitada de referencias en una Europa que ha respirado de alivio por el presente inmediato pero que tendrá que asegurar el futuro. Es, efectivamente, una inmensa tarea.

Trump tropieza (otra vez) con la realidad

Cuando en marzo de 2001 los talibanes demolieron los Budas de Bamiyán, miles de miradas se giraron hacia George W. Bush, pero este no movió un dedo. Durante la campaña, en uno de los debates que mantuvo con Al Gore, ya había advertido que no compartía “el uso de las tropas” que la Casa Blanca estaba haciendo y que él sería más “cuidadoso”. No mencionó Afganistán ni Al Qaeda, pero en diplomacia no es necesario ser explícito. La opinión pública interpretó correctamente que el nuevo presidente se replegaba de la escena internacional.

Hasta que Bin Laden le tiró las Torres Gemelas. En ese momento Bush se dio cuenta de que nada humano le era ajeno y de que si Estados Unidos no iba a Afganistán, Afganistán acababa yendo a Estados Unidos.

Quince años después, Donald Trump ha vuelto a rehacer el mismo camino. Tras señalar que Siria “no es asunto nuestro” y desaconsejar a Barack Obama que la atacara, acaba de destruir la base desde la que partieron los aviones que gasearon el pasado 4 de abril la localidad de Khan Sheikhoun.

La psicología de dictadorzuelos como Bachar el Asad es bastante elemental. Son como un niño pequeño: prueban los límites de los padres hasta que les cae un coscorrón; entonces se paran. Por desgracia, Obama no era mucho de dar coscorrones (o de que se le viera dándolos) y en Damasco se habían ido envalentonando, especialmente después de comprobar cómo la amenaza de que no toleraría el uso de armas químicas se quedaba en papel mojado.

Henry Kissinger ya advirtió en su día que esta retractación era muy inquietante, sobre todo porque no la consideraba un hecho puntual, sino la manifestación de un malestar más hondo. “La diplomacia y el recurso a la fuerza no son acciones aisladas”, razonaba en The Atlantic hace unos meses. “Están vinculadas”, lo que significa que “la otra parte de una negociación debe saber que hay un punto de inflexión más allá del cual pasarás a imponer tu voluntad. De lo contrario, estás condenado al bloqueo o la derrota”.

El problema es que, para ir más allá de ese punto, deben darse tres condiciones. Estados Unidos reúne dos: “una capacidad militar adecuada” y “la voluntad táctica de desplegarla”, pero ha perdido la tercera: “una doctrina que alinee los valores del poder y la sociedad”.

Durante la Guerra Fría hubo plena sintonía entre políticos y ciudadanos: por eso se derrotó a la Unión Soviética. Pero en Vietnam e Irak “fuimos demasiado lejos”, dice Kissinger, “porque nuestra acción armada no se había adecuado ni a lo que los votantes podían soportar ni a una estrategia para la región”. Como Obama, muchos americanos piensan que la democracia no se puede defender vulnerando los valores que la inspiran. Cada vez que Washington apoya a un dictador o derroca a un líder legítimo, se enajena la simpatía de la opinión pública y socava su propia base de autoridad. De acuerdo con esta doctrina, sigue Kissinger, “el mejor modo en que Estados Unidos puede contribuir a la difusión de sus principios es retirándose de aquellas regiones donde únicamente podemos empeorar la situación”. Eso es lo que se hizo en Siria.

Esta actuación exterior tiene una justificación ética endeble, por no decir que hipócrita. “Obama ha efectuado bombardeos similares [a los de Camboya en 1969] con drones en Paquistán, Somalia y Yemen”, observa Kissinger. Pero sobre todo supone una transformación radical. Desde Harry Truman, todos los presidentes han coincidido en la necesidad de involucrarse en los acontecimientos internacionales. Existía una “visión clara” de lo que era el “orden pacífico” y “nadie cuestionaba que nos sacrificaríamos para preservarlo”. Se estacionó un gran ejército en Europa y se enviaron portaaviones al golfo Pérsico y al estrecho de Formosa.

Con Obama esa determinación se tambaleó. Por primera vez desde los años 40 la implicación de Washington en el resto del planeta dejó de estar garantizada.

Trump ha vuelto a poner las cosas en su sitio. A ver lo que dura.