INTERREGNUM: Asia y la crisis de Qatar. Fernando Delage

La ruptura de relaciones diplomáticas con Qatar por parte de Arabia Saudí, Emiratos, Egipto, Bahrain y Yemen puede rehacer el mapa del Golfo Pérsico, con importantes consecuencias económicas y políticas más allá de Oriente Próximo. En el caso de Asia, países de población musulmana como Malasia, Indonesia o Pakistán, tendrán que esforzarse para no verse atrapados en la lucha de poder en la región. Mayores implicaciones puede tener la crisis para China, dado el volumen de su comercio e inversiones con las dos partes partes enfrentadas, así como su creciente proyección diplomática en la zona.

A priori el impacto parece más político que económico. El aislamiento diplomático de Qatar empuja a éste hacia Irán, Turquía y Rusia, agravando la polarización regional y debilitando el Consejo de Cooperación del Golfo (al que pertenecen las seis monarquías locales: Arabia Saudí, Emiratos, Qatar, Kuwait, Omán y Bahrain). Décadas de infiltración y de apoyo financiero saudí en el mundo islámico hacen más difícil para muchos Estados mantenerse al margen de la disputa. Para algunos, el momento no puede ser más desafortunado: el ministro de Asuntos Exteriores de Malasia, por ejemplo, visitó Qatar hace sólo unas semanas con la intención de reforzar las relaciones bilaterales.

Para Pakistán el dilema es aún mayor. En 2015, para sorpresa de Riad, el Parlamento rechazó la petición saudí de participar en la operación en curso en Yemen. Cuando, dos años más tarde, los saudíes solicitaron a Pakistán que el exjefe de las fuerzas armadas, el general Raheel Sharif, asumiera el mando de la alianza liderada por Riad, Islamabad no pudo negarse. El gobierno paquistaní se justificó indicando que Sharif utilizaría su posición para mediar entre Arabia Saudí e Irán, pero sus relaciones con Teherán se han agravado con rapidez y la violencia se ha incrementado en la frontera con la República Islámica. La visita a Riad del primer ministro Nawaz Sharif hace quince días es un reflejo de su difícil posición: el número de trabajadores paquistaníes en Arabia Saudí y Emiratos supera los tres millones, y sus remesas suponen 8.000 millones de dólares al año (las cifras son apenas significativas en el caso de Qatar), pero Islamabad no puede permitirse un enfrentamiento con Teherán y Ankara incorporándose a una “cuasi-alianza” Washington-Riad.

La crisis en el Golfo puede, por otra parte, complicar la ejecución de la Nueva Ruta de la Seda propuesta por China. Además de que otros países puedan sumarse al boicot impuesto por Arabia Saudí, Pekín teme que, para desestabilizar Irán, Riad extienda sus movimientos a Baluchistán, provincia paquistaní clave para la iniciativa china. El alineamiento de Washington con Arabia Saudí y Emiratos puede, por lo demás, crear nuevas presiones diplomáticas sobre la República Popular. China es el mayor socio comercial de Qatar y se encontraba negociando un acuerdo de libre comercio con el Consejo de Cooperación del Golfo antes de que estallara la crisis. Qatar es el segundo suministrador de gas natural a China, y Arabia Saudí su tercer suministrador de petróleo. A partir de de 2010, China sustituyó a Estados Unidos como mayor exportador a Oriente Próximo, y primer importador de recursos energéticos de la región.

Durante la reciente visita a Pekín del rey Salman de Arabia Saudí, ambos gobiernos acordaron una “asociación estratégica” bilateral. Además de contratos por valor de 65.000 millones de dólares, los dos países firmaron un acuerdo en materia de seguridad por cinco años, que incluye la lucha contra el terrorismo y maniobras militares. Nada de ello parece incompatible con la privilegiada relación que China mantiene con Irán. Durante su visita a Teherán en enero del año pasado, el presidente chino, Xi Jinping, y su homólogo Hasan Rouhani fijaron el objetivo de que el comercio bilateral alcance nada menos que 600.000 millones de dólares en el plazo de una década, la mayor parte en relación con la Ruta de la Seda. Desde 2016, ambos países intercambian mercancías a través de una línea ferroviaria directa que cruza Asia central, y que en pocos años se transformará en una conexión de alta velocidad que llegará hasta Turquía. Tanto Teherán como Ankara—ya se mencionó—, apoyan a Qatar. Como China empieza a descubrir, el avispero de Oriente Próximo puede condicionar los planes de las grandes potencias.

Irán, Arabia Saudí…. Y Trump.

Con apenas una semana de diferencia se han desarrollado unas elecciones en Irán y un viaje de Trump a Oriente Próximo con significativas escalas en Arabia Saudí e Israel. No son sucesos completamente independientes. Mientras Rusia estrecha lazos con el Damasco de Al Asad, a quien apoya el régimen de Teherán, Estados Unidos visita y firma acuerdos militares con Arabia Saudí que, con Egipto, planea, aunque se miren de reojo, una alianza contra el bloque chií que, irradiado desde Irán, va consolidando posiciones no sólo en Siria y Líbano (y en Yemen con dificultades) sino también en algunos círculos palestinos. Arabia Saudí verá acrecentado y modernizado su poder militar, que se muestra dudoso en su enfrentamiento contra los rebeles hutíes, apoyados por Teherán, en Yemen.

El presidente Trump está definiendo aceleradamente una política más activa en la zona que la de Obama y eso va a tener consecuencias en la consolidación de bloques en la zona. Las condiciones para resolver, militar o negociadamente, los conflictos en marcha van a cambiar profundamente.

En este escenario, con los suníes robusteciendo lazos con EEUU y los chíes más cerca de Moscú, las elecciones iraníes se han decantado del lado de Rohani, la menos dura de las versiones de le teocracia, la que ha negociado con EEUU y Occidente un acuerdo de contención de la investigación nuclear, que Trump e Israel ven con la máxima desconfianza y aspiran a cambiar, y la que ha realizado una serie de reformas, mínimas pero dinamizadoras de la sociedad iraní. Rohani ha conseguido derrotar otra vez al sector más intransigente y belicoso de los guardias revolucionarios y del Estado.

Esta nueva situación no dejará de influir en Centro Asia, la histórica Ruta de la Seda por donde China recuperará influencia, donde la religión mayoritaria es el islam suní y donde, a la vez, existen lazos por razones históricas y estratégicas, con Rusia.

En el otro lado del espacio geoestratégico en que esta alianza se mueve, Israel observa atentamente la situación. No hay que olvidar que el Gobierno de Jerusalén lleva meses fortaleciendo muy discretamente sus relaciones económicas con Qatar, colaborando con Egipto contra el terrorismo en el Sinaí y compartiendo información con estos países y Arabia sobre las relaciones de Irán en grupos palestinos de Gaza. Aunque tampoco hay que olvidar que el Estado Islámico es suní y ha logrado colaboración indirecta de estos países en la medida en que contrarrestaba el empuje de Irán.

Por eso, el discurso de Trump en Arabia Saudí ha insistido en la necesidad de implicarse más contra el terrorismo, premiar el compromiso en esa tarea con armamento más sofisticado y pedir que medien con los palestinos para que acepten volver a la mesa de negociación con Israel con propuestas realistas. Coincide esto con sectores israelíes que creen posible articular un acuerdo con países árabes, suníes y moderados, es decir Jordania, Egipto y eventualmente Arabia y Qatar, que imponga una paz con los palestinos con las fronteras de 1967 y un pacto sobre Jerusalén y los refugiados. Un complejo crucigrama para el que el presidente Trump y sus asesores parecen tener respuestas.

El ajedrez asiático

Donald Trump ha afirmado que la situación creada por Corea del Norte y sus repercusiones en el área estratégica de Asia Pacífico es como una partida de ajedrez en la que no hay que adelantar públicamente las jugadas de cada uno. Y lo dijo tras afirmar que no había que descartar una acción militar directa de EEUU contra Corea del Norte y antes de sugerir que no se negaría a encontrarse con el presidente norcoreano si se dan las condiciones necesarias para ello. Todos estos comentarios, que parecen haber sorprendido a algunos analistas y desatado una nueva ola de comentarios de suficiencia respecto a Trump, no parecen indicar otra cosa que lo que desde hace meses parece evidente: Estados Unidos está volviendo al realismo político que durante décadas fue la estrategia de los republicanos y combinando está vuelta a los clásicos con un renovado protagonismo de la Casa Blanca en la puesta en marcha de la política exterior de Estados Unidos.

Sun Tzu, general, estratega militar y filósofo de la China del siglo VIII, citado hasta la saciedad (aunque mucho menos leído) como fuente de la estrategia militar, política y empresarial, dijo que “el bando que sabe cuándo combatir y cuándo no hacerlo se alzará con  la victoria. Existen caminos que no hay que transitar, ejércitos a los que no hay que atacar, hay ciudades amuralladas que no hay que asaltar”.

Este método de prudencia y cálculo a la hora de emprender acciones militares seguramente es bien conocido por los asesores de Trump y, desde luego, parece una definición anticipada de la posición estratégica china desde hace muchos años. En el fondo se trata de la doctrina de acumulación de fuerzas y razones y la aproximación indirecta a un objetivo antes de emprender una acción que una vez puesta en marcha debe ser decisiva.

No darle importancia y presentar estas posiciones como un comentario más de Trump es un error que incide en los que ya comete Europa, que sigue perdiendo oportunidades de estar presente en la esfera internacional dejando todo el protagonismo a terceros. La cada vez más intensa agenda de Putin (conversaciones con Merkel y Trump con pocas horas de diferencia) sin que exista aparentemente una posición común de la UE al menos respecto a dos problemas fundamentales, Corea del Norte y la presión rusa en el Báltico, definen bien quienes están a cada lado del tablero, aunque tal vez sea uno de esos en los que pueden jugar más de dos.

Sigue la rectificación del rumbo

El cambio de lenguaje de la Administración Trump respecto al acuerdo con Irán apoyado y negociado por la Administración Obama, el aumento de la presión contra el Daesh en Afganistán mientras el gobierno de Kabul, sin rechazo de EEUU, negocia con un sector de los talibán, el aumento de protagonismo en el escenario sirio y el aumento de la dureza verbal respecto a Corea del Norte dibujan ya un cambio de modelo en la gestión de la escena internacional. A qué consecuencias conduce este cambio es otra cuestión.

El cambio respecto a Irán, en el fondo, no es tan sorprendente. Si sumamos que los republicanos nunca vieron con buenos ojos lo que consideraron un exceso de concesiones a Teherán al hecho de que, si EE.UU. quiere recuperar protagonismo en Siria separando su campo del de Bachar el Assad, tiene que marcar territorio con Irán, aliado de Moscú y de Damasco, tenemos parte de la explicación. La otra es que Teherán está viendo crecer sus divergencias internas, y la Administración Trump sabe que es buen momento para advertir que no va a poder convertir aquel acuerdo con Obama para fortalecer su aspiración a ser potencia regional, apoyada en la amenaza nuclear y miliar a medio plazo.

Al otro lado de la frontera oriental iraní, un fortalecimiento de la presencia del Daesh es una amenaza para Kabul, para Estados Unidos y para la estabilidad, y también para Irán, que teme ver crecer el radicalismo sunnita en su flanco oriental y para los propios talibán que, aunque compartan teología, se disputan parcelas de poder. En el fondo, una gran ofensiva en Afpak, como llaman en EE.UU. a la región afgano-pakistaní sería, en parte, un alivio para Teherán y sus aliados de Moscú.

En realidad, la nueva misión del mundo del equipo de Trump es menos novedosa de la que intentó poner en marcha Obama. Parece que EEUU vuelve al realismo político de la era Kissinger, tan alejada del idealismo de Obama como del redentorismo pretencioso y no menos idealista de los neocom.

Pero hay que esperar. Trump es impulsivo, tiene tendencia al narcicismo y necesitan que le marquen el territorio en casa. Y esos elementos son malos compañeros para gestionar las crisis.