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El gran rompecabezas chino. Miguel Ors Villarejo

En una democracia liberal, la hermenéutica parlamentaria se reduce a una simple operación aritmética: contar los congresistas que cada partido saca en unas elecciones transparentes y pacíficas. A partir de su número se sabe quién manda y cuánto manda, y puede también deducirse cómo pretende gobernar con un razonable grado de seguridad.

No sucede lo mismo en un régimen comunista. El poder no emana aquí de los congresistas. Son los congresistas los que emanan del poder, que se dilucida en un proceso opaco y a menudo violento, cuyo resultado se manifiesta en detalles que solo el ojo entrenado puede apreciar: la aparición (o desaparición) en los retratos oficiales, la preeminencia (o postergación) en los desfiles militares, la cantidad de mayúsculas (o de minúsculas) del cargo, etcétera.

A la luz de estas técnicas arcanas, los analistas coinciden en que Xi Jinping es el político chino más poderoso del último medio siglo. El elemento cabalístico decisivo es la incorporación a la Constitución de su “pensamiento”. “Es el primer líder vivo que menciona la Carta Magna desde Mao”, escribe The Economist. Ni Hu Jintao ni Jiang Zemin figuran, y la referencia a Deng Xiaopin y su “teoría” (término menos profundo e imponente que “pensamiento”) se incluyó a título póstumo.

¿Es esto una buena o una mala noticia? Es difícil saberlo. Las fuentes fiables de que disponemos (un cable diplomático filtrado por Wikileaks, testimonios dispersos) dibujan a Xi como un hombre astuto, consumido por la ambición. Hijo de un comunista de primera hora depurado durante la Revolución Cultural, se hizo “más rojo que el rojo” para sobrevivir. Tras licenciarse como oficial del Ejército, sirvió en diferentes destinos provinciales, procurando siempre ser “aburrido y olvidable”. Había comprobado cómo la franqueza arruinaba la vida a su padre, así que decidió mostrarse complaciente con la autoridad. “Nadie en su sano juicio hubiera dicho que el chico que alojé en mi casa llegaría a presidente, ni de China ni de ningún otro país”, comentó la estadounidense que lo acogió durante una feria agraria en su casa de Iowa. Este talante inofensivo y afable lo convirtió en el candidato de consenso cuando hubo que relevar a Hu Jintao.

Entonces se desató la bestia.

“Xi ha protagonizado dos cruzadas en casa”, escribe Carrie Gracie, “una para controlar el Partido y otra para controlar la web”.

Con el pretexto de acabar con la corrupción, ha tronchado la cabeza a miles de altos cargos y, con el propósito de preservar la “independencia [de China] como pueblo y nación”, ha levantado un cortafuegos en internet que podría dotar de un nuevo sentido la expresión “poner puertas al campo”.

En Occidente los expertos están divididos. Los pesimistas creen que el mundo se dirige hacia otra trampa de Tucídides y que, del mismo modo que la emergencia de Atenas arrastró a Esparta a la guerra del Peloponeso, la irrupción de China provocará tarde o temprano la colisión con Estados Unidos. La concentración en Xi de un poder formidable, sin apenas contrapesos, empeorará la calidad de sus decisiones porque, dice The Economist, “aumenta el riesgo de que sus subordinados le cuenten únicamente lo que estimen que quiere oír”. Hay precedentes. Durante el Gran Salto Adelante, millones de campesinos morían de hambre mientras los gobernadores informaban a Mao de que la cosecha iba de cine y los graneros estaban a reventar.

Pero los optimistas alegan que Xi es consciente de que la base de su legitimidad es la prosperidad material y de que esta se desintegraría en caso de conflicto. Además, ahora que se ha deshecho de sus rivales, su “pensamiento”, que consagra la economía de mercado “con características chinas”, se desplegará en toda su plenitud, derramando sus bondades por doquier gracias a la globalización.

La verdad probablemente se halle a mitad de camino entre estos dos escenarios. Y para anticiparla, habrá que seguir pendiente de esos detalles que solo el ojo entrenado puede apreciar: los retratos oficiales, los desfiles militares, el baile de mayúsculas…

China, Estados Unidos y la trampa de Tucídides. Miguel Ors Villarejo

En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides atribuye el conflicto al temor que la creciente preponderancia de Atenas inspiraba en Esparta. “Introdujo en la historiografía la noción de que las contiendas tienen causas profundas y que los poderes establecidos están trágicamente condenados a atacar a los emergentes”, escribe el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Pennsylvania Arthur Waldron. Esta tesis, bautizada como trampa de Tucídides, “es brillante e importante”, observa, “pero ¿es cierta?”

Ni siquiera en el caso del Peloponeso. La literatura sobre la materia es amplia y concluyente: los espartanos no estaban interesados en pelearse con nadie. “Instalados en el oscuro sur”, escribe Waldron, “llevaban una sencilla vida campestre. Usaban trozos de hierro como moneda y comían sus alubias cuando no estaban adiestrándose para el combate”. Su rey Arquídamo II hizo lo que pudo para evitar el enfrentamiento y, solo cuando los atenienses se negaron a levantar el embargo a Mégara, invadió el Ática.

La trampa de Tucídides ha sido desmentida en infinidad de ocasiones. ¿Desató Rusia las hostilidades contra Japón en 1905? No. Fue Japón el que le hundió la flota al zar. ¿Adoptó Washington medidas preventivas contra Tokio en 1940? No, fue Tokio el que ocupó Indochina, firmó el Pacto Tripartito con el Eje y bombardeó Pearl Harbor. ¿Y agredieron Francia y Reino Unido al Tercer Reich? No, fue Hitler quien se anexionó Alsacia, los Sudetes, Austria y Polonia.

A pesar de toda esta evidencia, Waldron se queja de que la profesora de Harvard Graham Allison inste a Washington en Condenados a la guerra a hacer concesiones a Pekín para no sucumbir, como Esparta, a la trampa de Tucídides. Waldron dedica a Allison todo tipo de lindezas. Dice que sabe poca historia de China y que su libro es desconcertante y farragoso, y es obvio que la mujer no se ha documentado lo suficiente sobre cómo funciona la dichosa trampa, pero, en el fondo, ¿qué más da quien abra las hostilidades? Se trata de preservar la paz, y la emergencia de nuevos poderes genera siempre tensiones insuperables. ¿O no?

En realidad, la irrupción de una potencia no tiene por qué terminar en un Armagedón. Imaginen, dice Waldron, que un grupo de naciones formara una coalición cuyo PIB y territorio fuesen mayores que los de Estados Unidos y capaz de movilizar a casi dos millones de soldados. ¿Lo consentiría la Casa Blanca? La trampa de Tucídides sostiene que no, pero los hechos dicen que sí: es la Unión Europea.

“No culpen a Allison”, escribe Waldron con condescendencia. El problema es la ignorancia sobre China, que ha alentado una “plétora de fantasías, algunas pesimistas y otras absurdamente radiantes”. Los asuntos internacionales son más tediosos y no se gestionan con golpes de efecto (hostiles o amistosos), sino mediante una sorda labor diplomática. “La razón por la que las ciudades estado griegas […] habían vivido en paz [hasta la Guerra del Peloponeso]” fue “la red de amistades que establecieron sus líderes”. Por desgracia, “la peste mató a Pericles, el hombre clave de esta maquinaria”, “las pasiones se adueñaron [de Atenas]” y “la lucha se reanudó con redoblada fiereza”.