El misterio del crecimiento. Miguel Ors.

En agosto de 2000 los Gobiernos de las dos Coreas organizaron un encuentro de familiares separados por la guerra civil. Un avión cargado con 100 ciudadanos del norte se cruzó en el aire con otro cargado con 100 ciudadanos del sur. Kim Jong Il, el Querido Líder, había sido muy preciso sobre las condiciones de la reunión. Para minimizar el riesgo de deserciones, ningún surcoreano volaría de vuelta a casa hasta que no hubieran aterrizado en Pionyang todos los norcoreanos. Los dos grupos viajaron acompañados por funcionarios, pero mientras Seúl instruyó a los suyos para que se mantuvieran en un discreto segundo plano, los comunistas no debían perder de vista a sus compatriotas. “Cada vez que se acercan los hombres del otro lado [de la habitación], los que llevan las insignias raras”, contaba la surcoreana Kim Suk Bae al New York Times, “[mi hermana] empieza a elogiar al Querido Líder y nos insta a hacer lo mismo”.

La hermana de Kim Suk Bae había dejado su casa en 1950, cuando no era más que una niña, para participar en una representación escolar ante el Ejército Rojo. Debió de hacerlo muy bien, porque la “reclutaron” para mantener alta la moral de la tropa y jamás regresó. Cada año, cuando llegaba el aniversario de su madre, engalanaba la mesa y celebraba una fiesta ella sola. “He vivido hasta hoy con el remordimiento de haber sido una mala hija”, confesó a su madre.

“Pero… ¡si te ha ido fenomenal!”, exclamó esta piadosamente con la mirada empañada.

A pesar de que todos los norcoreanos habían sido cuidadosamente elegidos de entre la élite, no podían ocultar las huellas de décadas de privación. “Era más pobre de lo que imaginaba”, comentaría un médico de Seúl tras despedirse de su hermano. “Decía que vivía bien, pero tenía un aspecto horrible y estaba muy delgado”.

“El nivel de vida de los surcoreanos es similar al de España”, escriben Daron Acemoglu y James Robinson en Por qué fracasan los países (Deusto, 2012). “El del norte […] es parecido al de un país subsahariano”. Por encima del paralelo 38, “la esperanza de vida es 10 años inferior”. El testimonio más elocuente del abismo que separa a las dos Coreas es la imagen de satélite que refleja la iluminación nocturna a ambos lados de la frontera. Mientras el norte “está prácticamente a oscuras debido a la falta de electricidad”, el sur “luce resplandeciente”.

Estas diferencias tan pronunciadas son muy recientes. Hasta 1945 eran el mismo país. ¿Cómo han podido divergir tanto?

Los expertos han barajado todo tipo de teorías para desentrañar la desigualdad entre las naciones. Max Weber atribuyó el arraigo del capitalismo en la Europa central y septentrional a la ética protestante del trabajo. Otros han culpado a la malaria de la postración de los trópicos. Finalmente, hay quien cree que la falta de formación de las clases dirigentes es lo que ha condenado a África al subdesarrollo. Pero “ni la cultura ni la geografía ni la ignorancia pueden explicar los caminos separados que tomaron Corea del Norte y del Sur”, sostienen Acemoglu y Robinson.

Para ellos, el “misterio del crecimiento” quedó resuelto hace tiempo: únicamente hay que dotar a la sociedad de estructuras que brinden a las personas la posibilidad de hacer cosas. La crónica de la humanidad está llena de ejemplos que lo prueban. En eso consiste Por qué fracasan los países. Tras años de investigación, Acemoglu y Robinson habían acumulado cientos de casos que no habían podido incluir en sus artículos científicos y decidieron reunirlos en un libro más divulgativo.

El relato arranca con otro experimento natural. Se coge una población que ha vivido siempre junta, se parte en dos, se le entrega una mitad al Gobierno de los Estados Unidos y la otra al de México y se vuelve al cabo de siglo y medio. Parece la ocurrencia de un científico loco, pero es la historia de Nogales. Si te pones de pie al lado de la valla y miras al norte, lo que ves es el estado de Arizona, donde la renta media por hogar es de 30.000 dólares, la mayoría de los adultos tiene estudios secundarios, la esperanza de vida es alta y la delincuencia baja y los dirigentes están sometidos a la disciplina de unas elecciones libres y competitivas.

Al sur de la alambrada la existencia es bastante más difícil. A pesar de que los habitantes de Nogales (Sonora) ocupan una zona relativamente acomodada de México, los ingresos familiares son dos tercios menores que los de sus vecinos norteamericanos. Muchos adolescentes no van a clase, la gente es menos longeva, apenas hay seguridad y la política está minada por la corrupción. “¿Cómo pueden ser tan diferentes las dos mitades de lo que, esencialmente, es una misma ciudad?”, se preguntan Acemoglu y Robinson. La disparidad de fortuna no se debe a la meteorología o la ética, sino a las instituciones, que crean “incentivos muy distintos”. Los jóvenes estadounidenses saben que, si tienen éxito como emprendedores, podrán disfrutar de las ganancias obtenidas. El Estado no es, como en México, el cortijo de una oligarquía, sino que es inclusivo. Garantiza la igualdad de oportunidades mediante la provisión de sanidad y educación, y facilita que cualquier particular se embarque en la actividad económica que desee: crear empresas y registrar patentes, emplearse por cuenta propia o ajena, contratar a terceros y, por supuesto, gastar el dinero como desee, comprando artículos y conservándolos o traspasándolos a su antojo.

Si todo esto es tan obvio, ¿por qué no eligen todos los países estructuras inclusivas? Porque los intereses de las élites y los de la mayoría no siempre coinciden. A Carlos Slim, el magnate mexicano, no le iría muy bien si las telecomunicaciones se prestaran en régimen de competencia, pero ha sabido convencer a las dirigentes para que preserven su posición de dominio.

Además, las instituciones extractivas no siempre gozaron de mala prensa. En su día supusieron un avance. Los súbditos de los faraones egipcios o de los emperadores de Roma preferían su administración autocrática al estado de naturaleza, donde la vida era desagradable, brutal y corta. Incluso en fechas más recientes se han dado episodios de intensa expansión bajo regímenes nada pluralistas, como el soviético, cuyos líderes lograron generar riqueza trasvasando activos de la agricultura a la industria pesada.

Se trata, sin embargo, de un proceso insostenible. Llega un momento en que no hay más campesinos ni parados que trasladar a las fábricas y, para seguir creciendo, no basta con movilizar recursos: hay que usarlos de modo más eficiente. Eso requiere innovar, pero ¿quién va a hacerlo si no tiene la certeza de quedarse con el fruto de su esfuerzo?

Incluso aunque un genio solitario desarrollara altruistamente una tecnología disruptiva, su adopción constituiría una amenaza para los poderes establecidos. Acemoglu y Robinson cuentan que Tiberio ejecutó a un desgraciado que le presentó un vidrio irrompible. Y varios siglos después, William Lee tuvo más suerte: Isabel I no le cortó la cabeza por inventar una máquina de tejer medias, pero tampoco le permitió explotarla. “Apuntáis alto, maestro Lee”, le dijo. “Considerad qué podría hacer este descubrimiento a mis pobres súbditos. Sería su ruina. Los privaría de empleo y los convertiría en mendigos”.

“La innovación hace que las sociedades humanas sean más prósperas”, escriben Acemoglu y Robinson, “pero comportan la sustitución de lo viejo por lo nuevo, y la destrucción de los privilegios”. La industrialización triunfó en Inglaterra porque la monarquía había salido muy debilitada de la Revolución Gloriosa de 1688, pero en España la aristocracia logró retrasarla más de un siglo. “El progreso se produce cuando no consiguen bloquearlo ni los perdedores económicos, que se resisten a renunciar a sus prerrogativas, ni los perdedores políticos, que temen que se erosione su hegemonía”.

Acemoglu y Robinson se muestran moderadamente optimistas sobre el futuro del planeta. Ha habido avances claros en Asia y Latinoamérica, pero las transiciones son complicadas. La teoría de la modernización del sociólogo Seymour Lipset postula que cuanto más opulenta es una sociedad mayor es la posibilidad de que se haga democrática, pero la evidencia histórica no es concluyente. Te puedes quedar atascado en una democracia de baja calidad mucho tiempo. Incluso pueden darse regresiones. Alemania figuraba entre los países más ricos e industrializados a principios del siglo XX y ello no impidió el surgimiento del nazismo.

Douglass North ya señaló una inquietante paradoja: la prosperidad requiere un complejo entramado institucional (leyes, mercados, tribunales imparciales, funcionarios, policías), pero una vez levantado ese Leviatán, ¿qué garantías existen de que sus responsables no lo secuestren y lo usen en su provecho y no en el de la mayoría, como ha hecho la dinastía de los Obiang en Guinea? Ese riesgo siempre está ahí.

Y no hay nada más temible que un Estado moderno. Ni siquiera los monarcas absolutos dispusieron de tantos medios de control y coerción. En China las autoridades han capado internet y en Corea del Norte no te dejan tener teléfono y vigilan hasta lo que te pones. El médico de Seúl que participó en el encuentro de 2000 se fijó en que el abrigo de su hermano estaba raído y le ofreció uno nuevo. “No puedo”, le respondió, “me lo ha prestado el Gobierno para venir aquí”. Quiso entonces darle unos billetes, pero también los rechazó. “Si vuelvo con dinero, me lo pedirán, así que quédatelo”.

Por qué Xi Jinping no se arrima más al toro

En noviembre de 2013, a los pocos meses de asumir la presidencia de China, Xi Jinping reiteró ante el Comité Central del Partido Comunista el papel “decisivo” que el mercado desempeñaba en la asignación de recursos y se comprometió a restringir la intervención del Estado en la economía. El comunicado despejó cualquier duda sobre su filiación: Xi era, sin duda, un reformista. Un apparatchik incluso declaró al Diario del Pueblo que sus planes supondrían un “salto adelante” comparable al de Deng Xiaoping, padre de la liberalización que transformó la República Popular en el gigante actual.

Casi cuatro años después, Xi únicamente ha mostrado resolución para “ocupar y militarizar amplias zonas” del Pacífico, se lamenta Ian Johnson en la New York Review of Books. “Xi será uno de los líderes más fuertes sobre el papel”, añade, pero es “mucho menos impresionante cuando se consideran sus obras”. Y señala cómo las ineficientes empresas públicas sobreviven gracias a la respiración asistida que les suministra la banca oficial. “La argumentación con la que se pretende justificar la desaceleración […] ya no es creíble”, escribe Johnson. El país no atraviesa un bache cíclico, sino que podría estar cayendo en “la temida ratonera de los ingresos medios”, una fase en la que quedan atrapadas las sociedades cuyos gobernantes son incapaces de adoptar las medidas que conducen a la prosperidad genuina.

Es una crítica dura y bien documentada. Respecto de la expansión militar, la necesidad de garantizarse las materias primas y el control de las rutas comerciales ha llevado a Pekín a reivindicar “en menos de dos años […] 17 veces más tierra en el mar de la China Meridional que el resto de reclamantes en los últimos 40 años”, señala Águeda Parra Pérez en un artículo del Instituto Español de Estudios Estratégicos. Sin embargo, esta politóloga también subraya que Xi “se ha mostrado siempre firmemente comprometido con la paz” y que, de hecho, “sus presupuestos de defensa llevan años en descenso”, en gran medida porque no quiere “repetir los errores de la antigua URSS”, cuya escalada militar acabó asfixiando el desarrollo.

La gran prioridad de Pekín sigue siendo el crecimiento. ¿Por qué no acomete entonces las reformas que Johnson le aconseja? Básicamente, porque no es tan sencillo. Como los expertos taurinos que gritan al matador desde la seguridad del tendido: “¡Pero arrímate más, hombre!”, los columnistas financieros dicen con mucha seguridad lo que hay que hacer, pero en realidad tienen menos idea de la que aparentan. Durante una charla pronunciada en 2009, Dani Rodrik observó que los grandes hitos en la lucha contra la pobreza se han producido al margen de la academia. “¿Puede alguien darme el nombre del economista occidental o del trabajo de investigación en que se basaron las reformas chinas?”, preguntó a su auditorio. “¿Y qué me dicen de Corea del Sur, Malasia o Vietnam?” En ninguno de esos casos jugó la teoría un rol decisivo. Hasta Chile, cuyo éxito se atribuye (“erróneamente”, según Rodrik) al asesoramiento de Milton Friedman, despegó después de que se descartaran varias “políticas desastrosas de los Chicago Boys” y se aplicara una “heterodoxa combinación” de liberalismo, control de capitales y programas sociales.

El propio Xi comenzó hace tres años a aplicar las directrices de los organismos internacionales. “Recuerdo que daba clases allí [en China] y, de la noche a la mañana, me desapareció un tercio de los alumnos”, contaba en Actualidad Económica el profesor del IESE Pedro Videla. “Les dije: ¿tan mal lo estoy haciendo?, pero me explicaron que eran funcionarios y que se habían acabado sus privilegios: los Audi, las casas, los másteres. A partir de ahora todos los ciudadanos iban a ser iguales… Esta caída del gasto público se trasladó, sin embargo, a la economía general con más intensidad de lo previsto. La construcción se hundió, lo mismo que el consumo de los hogares. El Gobierno se asustó, recogió velas y ahora el crédito crece a tasas del 80%, los pisos han vuelto a dispararse y la inversión, que se había desplomado al 10% del PIB, ha remontado hasta el 25%”.

Si en la New York Review of Books se han dado cuenta de que la situación de las empresas públicas es delicada, seguro que en Pekín están también al corriente. Otra cosa es que puedan hacer algo al respecto. Han logrado modificar algo la composición de su economía”, dice Videla. “El sector servicios ya aporta el 50% del PIB. Pero el resto del ajuste no sabemos cómo va a ir. Hasta ahora pensábamos que lo controlaban todo e iban a evitar una caída brusca. Pero hace dos veranos fueron incapaces de levantar la bolsa y han surgido las dudas”.