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INTERREGNUM: China en Europa oriental. Fernando Delage

(Foto: Ahmet Öner) Pocas regiones del mundo escapan al proactivismo diplomático chino. Asia, África, América Latina, Oriente Próximo incluso, son objeto de frecuentes visitas de las autoridades chinas. También lo es un espacio cuya relación con Pekín ha pasado relativamente inadvertida hasta tiempos recientes: los países de Europa central y oriental (PECOS). Estos Estados—varios de ellos miembros de la Unión Europea; otros candidatos a la adhesión—tienen su propio foro con la República Popular, denominado “16+1”, cuya sexta cumbre se celebró en Budapest la semana pasada con la participación del primer ministro chino, Li Keqiang.

Qué puede querer China de esta parte del mundo es una cuestión que ha conducido a todo tipo de especulaciones. Unos analistas no dudan en afirmar que lo que se persigue es dividir a Europa para promover los intereses de Pekín; otros subrayan la estrecha relación que se ha establecido con los gobiernos más antiliberales del Viejo Continente, como los de Hungría y Polonia. También se llama la atención sobre el aumento de las inversiones chinas y sus aparentes ambiciones de control de determinados sectores estratégicos, como el transporte o el acero.

Quizá la explicación es más sencilla. Europa central y oriental es relevante para China porque es un medio para acceder de manera directa al mercado único de la UE, tanto por razones geográficas como regulatorias. En estos Estados pueden encontrarse oportunidades de inversión más rentables que en los maduros mercados occidentales y con menores exigencias jurídicas y de transparencia, especialmente en los todavía candidatos a la adhesión. Al hacer de Grecia su entrada meridional al continente, Pekín tiene un interés asimismo en promover las infraestructuras que faciliten el acceso de sus exportaciones en dirección occidental (de lo que es ejemplo el tren de alta velocidad que está construyendo entre Belgrado y Budapest). La misma lógica impulsa el desarrollo de plataformas logísticas en el Norte, en los países bálticos.

Las cifras también obligan a relativizar las pretensiones de control: pese a lo llamativo de algunas de las adquisiciones chinas, la región apenas recibe el 10 por cien de sus inversiones en Europa. Es innegable, con todo, que Pekín encuentra en la zona nuevos socios que pueden obstaculizar determinadas medidas comunitarias que exijan unanimidad, como las relacionadas con la política exterior. Budapest y Atenas, por ejemplo, bloquearon el pasado año una firme declaración del Consejo con respecto a las acciones de Pekín en el mar de China Meridional. La ausencia de una posición común europea con respecto a China es un hecho, sin embargo, con independencia de su grado de penetración en los PECOS.

No parece haber, por resumir, motivos de alarma; las instituciones de Bruselas y las grandes economías de la Unión son la verdadera prioridad china. Pero su creciente presencia en la zona es un factor añadido para pensar en una estrategia de futuro. La UE es el mayor socio comercial de China y recibe un tercio de sus exportaciones. Con unos intercambios que superan los 600.000 millones de dólares al año, y que pueden alcanzar el billón de dólares en 2020, la República Popular es una clave del futuro europeo a la que se sigue sin prestar la debida atención.

¿Se volverá China democrática? Quizás, pero no mañana. Miguel Ors.

En un artículo de 1959, el sociólogo estadounidense Seymour Lipset enunció la “teoría de la modernización”, que postula que “cuanto más desarrollada es una nación, mayores son las posibilidades de que albergue una democracia”. Su hipótesis recibió en 1990 el espaldarazo del Informe sobre el Desarrollo del Banco Mundial, en el que se constataba que, mientras 21 de los 24 países de ingresos altos eran estados de derecho, de los 42 más pobres solo lo eran dos.

Samuel Huntington llegó incluso a identificar una “zona de transición” a partir de la cual surgiría la democracia, y adujo como prueba la creciente proporción de la población mundial que vivía en libertad: el 32% en 1973, el 39% en 1990 y el 58% en 1994.

Por desgracia, se pueden hacer todo tipo de malabares con las estadísticas. Por ejemplo, Stephen McGlinchey ha argumentado que entre 1922 y 1990 el número de naciones soberanas pasó de 64 a 130 y, sin embargo, la proporción de democracias se mantuvo constante en el 45%.

Además, ¿de qué hablamos cuando hablamos de democracia? No basta con redactar una Constitución y celebrar votaciones periódicas. El asunto es más complejo y, para organizarlo un poco, The Economist Intelligence Unit (TEIU) elabora un índice a partir de una encuesta que, además de la fiabilidad del proceso electoral, evalúa el pluralismo, el respeto de las libertades, el funcionamiento del Gobierno, la participación ciudadana o la cultura política.

A la luz de este baremo, en 2016 apenas un 4,2% de los habitantes del planeta disfrutaban de una “democracia plena”. La mayoría de los países que Huntington incluyó en su tercera ola aparecen como “democracias imperfectas” o “regímenes híbridos” (el escalón previo a los “autoritarios”). El ejemplo más notorio del fracaso de la teoría de la modernización es China, cuyo gran progreso material no ha impedido que figure en el furgón de cola del índice de TEUI, y no precisamente en los primeros asientos: ocupa el puesto 136 de 167.

A Donald Trump esto le inquieta. Dice que sus predecesores dejaron que China se desarrollara con la esperanza de que un día abandonase el comunismo. Ahora teme que hayamos alimentado un monstruo que podría devorarnos en cualquier momento y aporta como precedente lo que pasó entre Atenas y Esparta. Bueno, en realidad él no aporta ningún precedente. Todo lo que sabe de los griegos se reduce aparentemente a que le caen bien. “No olvidéis”, proclamaba durante un mitin en marzo, “que vengo de Nueva York y allí andan por todas partes”.

Es su equipo el que, según Michael Crowley , “está obsesionado con Tucídides”. Steve Bannon, el estratega jefe de la Casa Blanca, es un “aficionado” (sic) a la guerra del Peloponeso y, en un artículo de 2016, ya estableció un paralelo entre aquel conflicto y el pulso que mantuvo con la Fox cuando trabajaba para Breitbart. Naturalmente, en el artículo ganaba él, el disciplinado espartano. La decadente Atenas Foxiana era vencida porque sus soberbios directivos ignoraron a Tucídides, que les habría alertado de que, al tolerar la emergencia de Breitbart, estaban firmando su sentencia de muerte.

¿Se pueden aplicar estas enseñanzas a la relación entre China y Estados Unidos? Difícilmente. La disputa entre Breitbart y la Fox es un juego de suma cero: cuando compites por la misma audiencia, creces a costa de los rivales y que desaparezcan es positivo. Pero no está claro que destruir un país beneficie automáticamente a los demás. Se pierden mercados a los que exportar y prestamistas a los que recurrir, por no hablar de los costes directos en los que se incurre.

Así que, sí, es decepcionante que la conjetura de Lipset/Huntington no se haya cumplido, porque (hasta donde sabemos) las democracias no guerrean entre sí. Pero eso no significa (hasta donde sabemos) que deban guerrear con los regímenes que no lo son.

China, Estados Unidos y la trampa de Tucídides. Miguel Ors Villarejo

En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides atribuye el conflicto al temor que la creciente preponderancia de Atenas inspiraba en Esparta. “Introdujo en la historiografía la noción de que las contiendas tienen causas profundas y que los poderes establecidos están trágicamente condenados a atacar a los emergentes”, escribe el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Pennsylvania Arthur Waldron. Esta tesis, bautizada como trampa de Tucídides, “es brillante e importante”, observa, “pero ¿es cierta?”

Ni siquiera en el caso del Peloponeso. La literatura sobre la materia es amplia y concluyente: los espartanos no estaban interesados en pelearse con nadie. “Instalados en el oscuro sur”, escribe Waldron, “llevaban una sencilla vida campestre. Usaban trozos de hierro como moneda y comían sus alubias cuando no estaban adiestrándose para el combate”. Su rey Arquídamo II hizo lo que pudo para evitar el enfrentamiento y, solo cuando los atenienses se negaron a levantar el embargo a Mégara, invadió el Ática.

La trampa de Tucídides ha sido desmentida en infinidad de ocasiones. ¿Desató Rusia las hostilidades contra Japón en 1905? No. Fue Japón el que le hundió la flota al zar. ¿Adoptó Washington medidas preventivas contra Tokio en 1940? No, fue Tokio el que ocupó Indochina, firmó el Pacto Tripartito con el Eje y bombardeó Pearl Harbor. ¿Y agredieron Francia y Reino Unido al Tercer Reich? No, fue Hitler quien se anexionó Alsacia, los Sudetes, Austria y Polonia.

A pesar de toda esta evidencia, Waldron se queja de que la profesora de Harvard Graham Allison inste a Washington en Condenados a la guerra a hacer concesiones a Pekín para no sucumbir, como Esparta, a la trampa de Tucídides. Waldron dedica a Allison todo tipo de lindezas. Dice que sabe poca historia de China y que su libro es desconcertante y farragoso, y es obvio que la mujer no se ha documentado lo suficiente sobre cómo funciona la dichosa trampa, pero, en el fondo, ¿qué más da quien abra las hostilidades? Se trata de preservar la paz, y la emergencia de nuevos poderes genera siempre tensiones insuperables. ¿O no?

En realidad, la irrupción de una potencia no tiene por qué terminar en un Armagedón. Imaginen, dice Waldron, que un grupo de naciones formara una coalición cuyo PIB y territorio fuesen mayores que los de Estados Unidos y capaz de movilizar a casi dos millones de soldados. ¿Lo consentiría la Casa Blanca? La trampa de Tucídides sostiene que no, pero los hechos dicen que sí: es la Unión Europea.

“No culpen a Allison”, escribe Waldron con condescendencia. El problema es la ignorancia sobre China, que ha alentado una “plétora de fantasías, algunas pesimistas y otras absurdamente radiantes”. Los asuntos internacionales son más tediosos y no se gestionan con golpes de efecto (hostiles o amistosos), sino mediante una sorda labor diplomática. “La razón por la que las ciudades estado griegas […] habían vivido en paz [hasta la Guerra del Peloponeso]” fue “la red de amistades que establecieron sus líderes”. Por desgracia, “la peste mató a Pericles, el hombre clave de esta maquinaria”, “las pasiones se adueñaron [de Atenas]” y “la lucha se reanudó con redoblada fiereza”.