INTERREGNUM: Sureste asiático: ¿transición o retroceso? Fernando Delage

El sureste asiático, cuyas diez economías—desde 2015 integradas en la Comunidad de la ASEAN—se encuentran entre las de más alto crecimiento del mundo, representa un espacio decisivo en las redes de producción de la economía global, además de contar con algunas de la vías marítimas de comunicación más relevantes del planeta. El salto dado desde la descolonización en la década de los cincuenta es innegable. También lo es, sin embargo, la insuficiente modernización política de sus sociedades. ¿Por qué algunos de los países más ricos, como Malasia, están rodeados de corrupción? ¿Por qué Tailandia, Filipinas o Birmania no resuelven sus insurgencias locales? ¿Por qué ha habido una marcha atrás de la democracia en la zona?

Michael Vatikiotis, un veterano observador de la región, intenta responder a éstas y otras preguntas en su nuevo libro “Blood and Silk: Power and Conflict in Modern Southeast Asia” (Weidenfeld and Nicolson, 2017). Tres grandes factores explican, según Vatikiotis, los problemas de este conjunto de países. El primero de ellos es la desigualdad: pese a varias décadas de crecimiento sostenido, son las elites locales las que han acumulado riqueza y poder, sin preocuparse por el bienestar general de unas sociedades que, como consecuencia, no perciben los beneficios de la democratización.

Una segunda variable es la irrupción de los discursos identitarios. Sobre bases bien religiosas, bien étnicas, la tolerancia que facilitó la estabilidad del sureste asiático durante décadas está dando paso a nuevas políticas de exclusión. La degradación del pluralismo ha abierto el espacio a los extremismos y facilita la irrupción de conflictos internos, en un proceso ya alimentado por el deterioro de las condiciones socioeconómicas y los abusos de las autoridades. En vez de afrontar este desafío de manera directa y recuperar la tradición local de inclusión, los gobiernos se han dejado llevar por la inercia conservadora que, según creen, les asegura su permanencia en el poder. Líderes elegidos por los votantes pero de perfil autoritario, prefieren manipular etnia y religión —o argumentos de seguridad, como Duterte en Flipinas— con fines políticos en vez de defender los derechos y libertades constitucionales.

Un tercer factor está relacionado con la influencia de las potencias externas. Con un cuarenta por cien de población musulmana (aunque Indonesia representa por sí sola el grueso del total), el sureste asiático no escapa a la competencia entre Arabia Saudí e Irán por el control del islam, como refleja la financiación de escuelas y grupos religiosos, origen de un entorno favorable a la expansión del radicalismo. La creciente proyección económica y diplomática de China en la región está convirtiendo al sureste asiático, por otra parte, en terreno de rivalidad entre las grandes potencias, creando nuevas tensiones geopolíticas.

El futuro inmediato de la región aparece rodeado pues de incertidumbres. La falta de respuesta de los gobiernos a las quejas ciudadanas agrava el escepticismo de las clases medias sobre la democracia, vista como un medio más que como un fin en sí mismo. Pero la persecución de la oposición y el recorte de libertades empujará a grupos sociales a organizarse frente a las autoridades, o a redefinirse sobre bases distintas de la ciudadanía nacional, con la consiguiente amenaza de inestabilidad. El riesgo de sectarismo étnico y religioso en Indonesia y en Birmania, la desintegración del pacto social en Malasia entre malayos, chinos e indios, la permanencia de un gobierno militar en Tailandia, o la debilidad institucional de la democracia filipina reflejan una inacabada transición política interna, contradictoria con la relevancia económica que ha adquirido el sureste asiático en el mundo del siglo XXI.

INTERREGNUM: El nuevo orden chino. Fernando Delage

Mientras el presidente Trump cesaba al director del FBI (quizá el verdadero significado de “America First” es que es no hay más prioridad que la política local), su homólogo chino, Xi Jinping, recibía en Pekín a más de 30 jefes de Estado y de gobierno en una nueva demostración del creciente peso geoeconómico de la República Popular. Con todo, la cumbre sobre la Nueva Ruta de la Seda, cuya celebración Xi ya anunció en Davos el pasado mes de enero, no ha sido solo un reflejo de poderío financiero; ha sido, más bien, una confirmación de que es hoy China quien lleva la iniciativa estratégica en la agenda global. El repliegue nacionalista y proteccionista norteamericano ha ampliado el espacio y el margen de maniobra de Pekín, cuyo discurso a favor de una economía mundial abierta—aunque practique lo contrario en casa—y su ofrecimiento de incentivos al desarrollo de infraestructuras coincide con las prioridades del mundo emergente.

Mediante su gigantesco plan de inversiones—multiplica por diez el Plan Marshall en valores actuales—, China no aspira únicamente, sin embargo, a crear una red de interconexiones de transporte, oleoductos y telecomunicaciones. El comercio y las inversiones acompañarán una iniciativa que, al integrar económicamente el continente euroasiático y el espacio marítimo Indo-Pacífico, tiene el potencial de transformar la economía, las finanzas y las instituciones globales.

Aunque el proyecto respondiera en su origen a las necesidades internas chinas—encontrar un nuevo motor de crecimiento ante una fase de desaceleración—, la ampliación de su agenda y de países participantes hacen cada vez más obvias sus implicaciones geopolíticas. Es mediante el uso de su capacidad económica como Pekín intenta lograr la paridad con Estados Unidos y la reconfiguración del entorno exterior a su favor.

La escala de la ambición es tan considerable como lo son sus desafíos. La prioridad política del proyecto no puede ocultar el riesgo de unas inversiones que pueden resultar improductivas, abultando una deuda pública ya inmanejable. La intromisión directa de Pekín en la vida interna de los países de la ruta—como revela el informe sobre el Corredor Económico China-Pakistán filtrado en Islamabad la semana pasada—puede volverse contra la República Popular. Las amenazas a la seguridad de los trabajadores chinos en muchos de los proyectos contemplados serán otro quebradero de cabeza. Al mismo tiempo, China tendrá que afrontar las reacciones de otras grandes potencias. Rusia ve con no disimulada preocupación cómo crece a su costa la presencia china en Asia central. India, invitada a participar en la iniciativa, la rechaza al considerarla como un medio dirigido a facilitar la proyección china en Asia meridional y el océano Índico. Japón, aislado por su posición geográfica, compite sin embargo con su propio plan regional de infraestructuras, y ya ha comenzado a hacerse con importantes contratos de obras públicas en Malasia y Filipinas.

La posición de Estados Unidos resulta aún desconocida. En el último minuto, Washington decidió elevar el nivel de su representación en el foro de Pekín, enviando al director de Asia en el Consejo de Seguridad Nacional, pero no parece reconocer la rapidez con la que China está transformando el escenario. Washington no puede sostener una primacía que está perdiendo, y que no puede aspirar a consolidar si se limita a aumentar sus capacidades militares en la región. Tampoco puede China reclamar su hegemonía si India, Japón y Vietnam, entre  otros—con o sin Estados Unidos—, se la niegan. Pero lo que sí puede es crear un nuevo orden, situándose en el centro de un espacio económico que las demás potencias no podrán ya alterar.

Diplomacia china: financiación estatal disfrazada de cooperación internacional. Por Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- Chequera en mano se consigue casi todo, incluso  influir en la política o la dirección económica de una nación. Este ha sido el método de penetración que ha venido usando China en los últimos años en gran parte del planeta. Con el crecimiento masivo de la económica china y el exceso de liquidez han puesto en marcha una agresiva política exterior basada en financiar el déficit de países, en los momentos que estos más lo necesitan.

Empezaron mirando a África. Su pobreza y la vulnerabilidad de la mayoría de sus gobiernos presentaba el escenario ideal, acentuado además por la sensación de una recurrente práctica de Occidente de ignorar a este continente. Luego se fijaron en América Latina, con un gran potencial de recursos, que valga acotar China sabe que necesitará para su propia población y para conseguir más influencia, y con muchos países destrozados por caudillos trasnochados. Con teorías políticas obsoletas en marcha, qué mejor momento para ofrecer un respiro económico a cambio de masivas sumas de dinero o envíos de significativos colectivos chinos a estos países receptores. ¿Financiación estatal a cambio de influencia?

Ya lo dijo Xi Jinping en Davos en el Foro Económico Mundial: “La economía mundial es un gran océano del que no podemos escapar”, y tal como lo creen lo practican.

De acuerdo a Forbes, este líder tiene más poder que nunca desde que fue elegido líder del Partido Comunista en 2016. Su apariencia amable y conciliadora le ha permitido entrar incluso en la Casa Blanca, a pesar de las severas críticas de su homologo. Los chinos saben que son la segunda económica más fuerte del mundo, así que su influencia la ejercen diferente a los estadounidenses; ellos usan una psicología más retorcida, conversan, coquetean, galantean y finalmente sacan su chequera y ofrecen una suma interesante, que por lo general viene a resolver una situación interna del receptor, como falta de liderazgo del gobierno, impopularidad, crisis económicas o en muchos casos, pago de comisiones extraordinarias que facilitan cualquier tipo de negociación en donde la ética brilla por su ausencia.

A partir del 2010 China ha ido incrementando notablemente su presencia en Latinoamérica con préstamos que llegan a sumar unos 123 mil millones de dólares, de acuerdo a The Dialogue, un think tank cuyo foco es el estudio de las Américas. Monto que representa los créditos otorgados por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Cooperación Andina de Comercio (CAF)  y el Banco Mundial juntos, coincidiendo con la recesión económica de la región, en la que las instituciones financieras hasta entonces tradicionales no estaban dispuestas a otorgar créditos como lo hacían antes de la crisis.

La lista de países a los que los tentáculos de la diplomacia china de financiación han llegado es numerosa. Comenzando con Venezuela que bajo el régimen chavista ha obtenido 17 créditos, siendo el país que más préstamos ha recibido en toda la región, llegando a sumar 62.200 millones de dólares. Seguidos por Brasil con 36.800 millones, Ecuador con más de 17.000 millones de dólares, todos ellos cedidos en la era de Correa, y Argentina que, en manos de los Kirchner, sumó 15.000 millones.

China cuenta con tres instituciones financieras, todas creadas por el Estado y al servicio del mismo:  el Banco chino de Desarrollo, cuya misión es financiar infraestructuras, industrias básicas, energía y transporte; el Exim Bank, que puede definirse como la banca diplomática que promueve las políticas de financiación para incentivar las exportaciones, productos y servicios chinos; y Sinasure, la aseguradora de los créditos otorgados por los bancos, para prevenir riesgos políticos y comerciales en los que se puede incurrir, blindando así al sistema de cualquier incumplimiento. Esta trilogía, cuidadosamente creada por el Estado chino, fue concebida como arma de influencia y penetración, siendo un novedoso disfraz que a priori no despierta inquietud. Sin embargo, han ido haciendo un laborioso trabajo que se estima que solo entre el 2005 al 2016 han otorgado 141.000 millones de dólares en Latinoamérica y el Caribe.

Pekín interpreta bien el juego y la dinámica internacional. El vacío dejado por el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco Mundial y la banca norteamericana en financiar a los gobiernos de Venezuela, Ecuador y Argentina ha sido gratamente acogido por las instituciones financieras chinas, que han aprovechado el castigo de Occidente hacia sus líderes y sus ideas políticas recalcitrantes. Lo mismo ha sucedido en Brasil, con la inestabilidad política y la recesión económica interna.

China, el país socialista, cuyo único partido es comunista, paradójicamente ha convertido su sistema económico en el capitalismo más salvaje conocido, siendo el primer exportador e importador de bienes y la primera potencial industrial.  Nada de esto es casual, el dragón rojo ha leído bien las señales, las distracciones y los vacíos de Occidente y ha ido ganando influencia y terreno en silencio y con discreción. Pero el día que quieran gritar podrán hacerlo a todo pulmón porque se habrán hecho con la mitad del planeta.

El amo del termostato

Cuando en 1999 el Wall Street Journal preguntó a una serie de personalidades cuál creía que había sido el invento del milenio, el fundador del Singapur moderno, Lee Kuan Yew, no citó la máquina de vapor ni internet. Eligió el aire acondicionado porque gracias a él, decía, los trópicos habían neutralizado la desventaja de su clima húmedo y caluroso. El periodista Cherian George aprovechó el comentario para escribir La nación del aire acondicionado, una recopilación de artículos que desarrolla la metáfora de la ciudad estado como un sitio agradable, pero artificial y despótico. “Lee hizo confortable Singapur, pero tuvo buen cuidado de no soltar el termostato”, ironizaba The Economist en el obituario que le dedicó en marzo de 2015.

Aunque la isla es teóricamente una democracia, el acoso a la oposición mediante una ley antidifamación heredada de la Inglaterra victoriana frustra cualquier alternancia en la práctica. Resguardado de la presión electoral, el Gobierno puede ahorrarse el populismo que tanto daño ha hecho, por ejemplo, a Latinoamérica. “Nosotros decidimos lo que es correcto, no nos preocupa lo que la gente opine”, solía decir Lee, que siempre consideró el autoritarismo una de las claves que les había permitido saltar en una generación Del Tercer Mundo al Primero, como pomposamente tituló sus memorias.

En realidad, Singapur ya era una importante plaza comercial en el siglo XIX y en 1965, cuando los choques entre chinos y malayos la obligaron a dejar la federación de Malasia, era un lugar “próspero, al menos para los estándares de la época”, escribe el politólogo de la Universidad de Cornwell Tom Pepinsky. Su PIB per cápita era de 516 dólares, similar al de Portugal y algo inferior al de Grecia.

El hecho de que el punto de partida no fuera tan bajo como a Lee le gustaba repetir no le resta, sin embargo, mérito. Mientras portugueses y griegos rondan hoy los 20.000 dólares, los singapurenses superan los 50.000. ¿Cómo lo han logrado?

Adam Smith explica en La riqueza de las naciones que “para llevar una nación desde la barbarie más abyecta a las más altas cotas de opulencia poco más se requiere que paz, impuestos moderados y una tolerable administración de justicia”. Esta escueta cita resume en buena medida la receta de Singapur.

Primero, paz. La Ciudad del León (significado etimológico de su nombre) está encajonada entre vecinos hostiles: Malasia al norte e Indonesia al sur. Lee levantó un ejército capaz de disuadirlos de cualquier veleidad. Con cinco millones de habitantes, Singapur dedica a defensa más dinero que Indonesia, que tiene 250 millones.

Segundo, impuestos moderados. Como escribe el Nobel Joseph Stiglitz, Lee obligó a sus conciudadanos a “responsabilizarse de sus necesidades”. Debían depositar un tercio de sus salarios en un “fondo de previsión” con el que se costean la sanidad, la vivienda y las pensiones. Las competencias del Estado son mínimas y el gasto público supone el 19% del PIB, uno de los más bajos del mundo.

Tercero, una tolerable administración de justicia. Este fue el aspecto decisivo. “No basta con bajar los impuestos para captar inversores”, declaraba el politólogo Mark Klugmann a Actualidad Económica en 2014. “Con eso creas la típica zona especial, que no tiene nada de especial, porque hay 3.500 en el mundo. No digo que esté mal, pero los capitales prefieren Alemania o Suiza. ¿Por qué? Porque los magistrados son íntegros”.

Lee era abogado y sabía que una buena tradición judicial era clave para atraer a las multinacionales, pero ¿qué tradición podía ofrecer si no tenía ni dos minutos de vida? Se volvió hacia Hong Kong. ¿Cómo se las había ingeniado su Tribunal Supremo para labrarse su reputación? De ningún modo. Hong Kong no tenía Tribunal Supremo. Estaba en Londres. Había externalizado la administración de justicia. “Singapur hizo lo mismo”, dice Klugmann, “y en 15 minutos acumuló seis siglos de práctica jurídica”.

Y las libertades políticas, ¿son irrelevantes entonces? No deben de serlo cuando la inmensa mayoría de los países ricos son democracias consolidadas. La razón es que la celebración regular de elecciones limpias permite “descartar las opciones fallidas” y facilita la “alternancia pacífica” de Gobierno, como señala Michael Ignatieff.

Lee fue un líder inteligente y honesto que, además, tuvo suerte. Pero ¿qué habría pasado si se hubiera equivocado gravemente? El planeta está lleno de ejemplos (Cuba, Corea del Norte, Filipinas, Guinea) que demuestran que conviene soltar el termostato de vez en cuando.

La fatal arrogancia

Vivir es encontrarse náufrago entre las cosas, pero en Occidente aún abrigamos la esperanza de que un día arribaremos a una playa paradisíaca donde todos nuestros anhelos serán colmados. Este optimismo hunde sus raíces en Platón y alcanzó su cénit durante la Ilustración. Para el marqués de Condorcet, los problemas políticos no eran esencialmente distintos de los físicos o los matemáticos, en los que la respuesta correcta a cada cuestión es una y solo una. Como la mayoría de los philosophes, no veía motivos para que la humanidad no pudiera avanzar hacia la sociedad ideal guiada por expertos en la ciencia del hombre, igual que expertos en la ciencia de los astros como Newton nos habían introducido en la sala de máquinas del universo.

Condorcet saludó la caída de los Borbones como el alba de una era de “verdad, felicidad y virtud”, que consideraba ligadas por “una cadena irrompible”. Pero la única cadena irrompible que tuvo ocasión de conocer fue la que le echaron en la prisión de Bourg-la-Reine (entonces Bourg-Égalité), donde murió devorado por la revolución que tanto había contribuido a alumbrar.

El propio John Maynard Keynes aún especulaba en 1930 con la posibilidad de que “el problema económico” quedara definitivamente zanjado en un siglo. En plena Gran Depresión y ante el atónito auditorio de la madrileña Residencia de Estudiantes, defendió que los economistas eran meros técnicos, no celebridades, y expresó su deseo de que algún día recibieran el tratamiento de “gente modesta y competente, al mismo nivel que los dentistas”. Con la discreción y pericia con que estos nos colocaban una prótesis cuando perdíamos una muela, los economistas sustituirían las piezas que se le fueran cayendo a nuestro aparato productivo.

Las profecías de Keynes no sentaron bien en cierto sector de la prensa española, que esperaba por lo visto una disertación más erudita. El Debate apuntaba al día siguiente: “Nos permitimos dirigir a los organizadores de conferencias de extranjeros que adviertan a estos de que para charlas líricas ya tenemos en España muy adecuados oradores”. Era un comentario paleto e injusto, aunque no del todo improcedente, porque denunciaba esa arrogancia intelectual que tanto sorprende fuera de nuestra cultura. “Los chinos no creen en remedios permanentes”, explica Henry Kissinger. “Para Pekín, cualquier solución es el billete de entrada a un nuevo problema”. Puede haber avances, pero provisionales, en el corto plazo.

La historia de la economía está llena de ejemplos que confirman esta convicción. El dinero, por ejemplo, facilita la división del trabajo y la especialización, y ha hecho posibles nuestros actuales niveles de bienestar. Es inimaginable una sociedad moderna sin medios de pago fiduciarios. Sin embargo, su manejo inaugura una gama inédita de desafíos. Si la emisión es excesiva, se generan inflaciones de activos, como burbujas inmobiliarias o bursátiles; y si es insuficiente, puede ocasionar deflaciones todavía más destructivas. Fue lo que pasó en 1929, cuando la Reserva Federal reaccionó al pánico de Wall Street con una política brutalmente contractiva, en parte para mantener la paridad con el oro y, en parte, para purificar el sistema financiero mediante la “liquidación” de los bancos “débiles”. Era una medicina rigurosa y temeraria que se tradujo en el colapso de los precios, el crédito y la actividad que hoy conocemos como Gran Depresión.

Milton Friedman y Anna Schwartz documentaron el proceso en su monumental Historia monetaria de los Estados Unidos y, en noviembre de 2002, con motivo del 90 aniversario del primero, Ben Bernanke les rindió homenaje. “Quiero decirles a Milton y Anna: gracias”, proclamó. “Lo sentimos mucho, pero gracias a ustedes no se volverá a repetir”.

Se equivocó, como hoy sabemos. Seis años después, Lehman Brothers se hundía arrastrándonos a la Gran Recesión.

“La economía como disciplina académica nunca se completará”, observa Andreu Mas-Colell. “No lo llegaremos a saber todo porque el todo cambia con la propia evolución”.

La playa paradisíaca con la que soñamos en Occidente no existe. Deberíamos hacer caso a los chinos.

Los rumores sobre la muerte del trabajo son exagerados

La aseguradora japonesa Fukoku Mutual Life ha empezado a automatizar su servicio de reclamaciones. Watson, el superordenador de IBM, se encargará a partir de ahora de examinar los partes hospitalarios y determinar qué indemnización corresponde a cada cliente. La firma calcula que la implantación del sistema le costará 1,7 millones de dólares. Además, deberá pagar otros 128.000 al año por el mantenimiento, pero se ahorrará cada ejercicio 1,1 millones en nóminas e impulsará el 30% su productividad.

Esta y otras noticias similares han reavivado los anuncios de un apocalipsis laboral. “Cada día vemos cómo diferentes máquinas sustituyen a asalariados que hasta hace poco se sentían muy seguros, de modo que la inquietud […] hiela las espaldas de la gente más preparada”, editorializa El País. Y concluye que “está claro” que no va a haber empleo para todos.

No digo que no vaya a ser así en el futuro, pero hasta ahora los rumores sobre la muerte del trabajo han resultado exagerados. La población ocupada no ha dejado de crecer en lo que llevamos de siglo, ni parece que vaya a dejar de hacerlo en un plazo inmediato, como reflejan estas barritas del Banco Mundial.

Podrá objetarse que este gráfico es un cajón de sastre en el que se han metido todo tipo de naciones, incluidas las mucho más intensivas en mano de obra del Tercer Mundo, pero Maximilliano A. Dvorkin y Hannah Shell llegan a la misma conclusión cuando comparan la marcha del empleo en ocho economías avanzadas.

Aunque las curvas sufren sus altibajos, en ningún caso abonan la tesis de un declive que “hiela las espaldas”. A pesar del aumento de la población activa (impulsada por la incorporación de la mujer al mercado), la proporción de personas que trabajan se mantiene por encima de los niveles de los años 70 en todos los países, y en algunos incluso ha experimentado un progreso notable, como Japón, Alemania y, sobre todo, España. ¿Cómo es posible? ¿No realizan los robots muchas tareas de las que antes nos encargábamos los humanos? Esto es especialmente cierto en la agricultura o la industria textil. Si resucitáramos a un economista del siglo XIX y le explicáramos que el 2% de los estadounidenses producía hoy todos los alimentos y el 1% toda la ropa, se llevaría las manos a la cabeza. “¿Y qué hace la gente?”, diría.

La respuesta son nuevos artículos y servicios. De las 10 mayores fortunas del planeta, cinco se han labrado en actividades que no existían hace 40 años. Usted igual no nota el ahorro que comporta disponer de teléfonos, viajes o coches más baratos, pero la renta liberada por esa ganancia de productividad se acumula en el sistema financiero y acaba invertida en los proyectos de millones de emprendedores que se afanan por ser los próximos Steve Jobs y Elon Musk.

¿Y no llegará un momento en que este proceso se agote y no queden más cosas que fabricar y comprar? Una vez más, no digo que no vaya a ser así en el futuro, pero la experiencia revela que, por mucho dinero que tengamos, de momento siempre nos las hemos arreglado para encontrar algo en qué gastarlo: una piscina, un yate, un avión…