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INTERREGNUM: Suga, tras los pasos de Abe. Fernando Delage

Por segunda vez en la historia de la diplomacia japonesa—el primero fue Shinzo Abe—un jefe de gobierno ha escogido el sureste asiático como destino de su primer viaje oficial al exterior. Es un gesto que no sólo supone un reconocimiento de la creciente importancia estratégica de la subregión, sino también de la preocupación de Japón por los movimientos chinos en relación con los Estados miembros de la ASEAN.

Durante su visita a Vietnam e Indonesia, Yoshihide Suga describió las acciones de Pekín en el mar de China Meridional como contrarias a las normas internacionales, y reiteró la oposición de Japón a cualquier maniobra que suponga una escalada de tensión en dicho espacio marítimo. A la vez que impulsó nuevos acuerdos de cooperación con ambos socios en el terreno de la defensa, no dejó de reiterar ante sus anfitriones el papel central de la ASEAN en la consolidación de un “Indo-Pacífico Libre y Abierto”.

Despejando las dudas sobre la continuidad del activismo diplomático de su antecesor, Suga ha seguido desarrollando la red de asociaciones estratégicas construidas por Tokio durante los últimos años. Vietnam, que ya había recibido buques patrulla de Japón, acordó la compra de seis unidades más por valor de 345 millones de dólares, lo que permitirá reforzar las capacidades de vigilancia en sus costas. En Indonesia, además de subrayar la preocupación compartida con Yakarta por la presencia paramilitar china en el mar de Natuna, al norte del archipiélago, Suga propuso el establecimiento formal de un diálogo 2+2 (es decir, con la participación de los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa) entre ambos países. Tampoco olvidó Suga los incentivos económicos prioritarios para la región: en Vietnam logró una relajación de la política de visados que facilitará el crecimiento del comercio y las inversiones, mientras que a Indonesia ofreció cerca de 500 millones de dólares en préstamos a bajos tipos de interés.

Tanto en Hanoi como en Yakarta, el primer ministro japonés hizo hincapié en la centralidad de la ASEAN en los asuntos regionales, esforzándose por disipar el temor de las potencias más pequeñas a su marginación por los grandes. Suga declaró su apoyo a la “Perspectiva sobre el Indo-Pacífico” adoptada por la organización el año pasado, que—según indicó—coincide en muchos aspectos con el concepto de un “Indo-Pacífico Libre y Abierto” mantenido por Tokio. El presidente indonesio, Joko Widodo, uno de los principales impulsores del documento de la ASEAN, no ocultó su satisfacción por el compromiso de Japón en esta era de competición entre las grandes potencias.

En los mismos días en que, en Pekín, el presidente Xi Jinping, acompañado por todos los miembros del Comité Permanente del Politburó, conmemoraba el 70 aniversario de la entrada de China en la guerra de Corea en clave contemporánea—“la guerra, señaló, permanece como un símbolo de la unidad nacional frente a la beligerancia norteamericana”—, Japón, Vietnam e Indonesia demostraban que las naciones de Asia no van a dejar que los dos grandes les impongan su destino.

La necesidad de mejorar la cooperación estratégica entre India e Indonesia. Niranjan Marjani

Recientemente, el ministro de comercio de Indonesia, Agus Suparmanto Subagio, se reunió con el ministro de comercio e industria de la India, Piyush Goyal, en Davos, Suiza. Esta reunión tuvo lugar al margen del Foro Económico Mundial. También se espera que el ministro de comercio de Indonesia visite India el próximo mes, y que ambos países mejoren su cooperación en el área comercial.

Se espera que Indonesia alivie las restricciones a la importación de automóviles y equipos solares de la India. A cambio, Indonesia suministrará una mayor cantidad de aceite de palma a la India. Este movimiento de ambos países se ve a la luz de la India que impone restricciones a la importación de aceite de palma de Malasia. El primer ministro de Malasia, Mahathir Mohamad, había criticado la decisión de la India de poner fin al estatus especial de Cachemira al abrogar el artículo 370. En respuesta a los comentarios de Mahathir Mohamad que se consideran una interferencia en el asunto interno de la India, la India ha impuesto restricciones a la importación de aceite de palma de Malasia.

El comercio de aceite de palma entre India e Indonesia no solo tiene importancia económica. Es una indicación de la necesidad de fortalecer no solo la cooperación económica sino también la cooperación estratégica en vista de los recientes desarrollos en el sudeste asiático. En este sentido, dos factores son importantes para las relaciones India-Indonesia. Uno es Malasia tratando de crear una alternativa a la Organización de la Conferencia Islámica que trae una narrativa religiosa y radicalizada en el paisaje estratégico del sudeste asiático. En segundo lugar, la cooperación India-Indonesia se vuelve importante también desde el punto de vista de contrarrestar a China en el Mar Meridional de China.

En diciembre de 2019, Malasia organizó una cumbre islámica en Kuala Lumpur junto con Turquía, Irán y Qatar. Esta cumbre se celebró con la intención de desafiar a la Organización de la Conferencia Islámica dirigida por Arabia Saudí. Pakistán e Indonesia también fueron invitados a asistir a esta cumbre. Pero los dos países no asistieron. Cualquier intento de lograr un ángulo religioso en una región multiétnica, multirreligiosa y multicultural como el sudeste asiático es un precedente peligroso, ya que aumentaría las divisiones dentro de la región. Que Indonesia no asistiera a la cumbre fue importante porque es el país islámico más grande del mundo. Cualquier alianza religiosa en el sudeste asiático crearía más complicaciones geopolíticas. Desde este punto de vista, es importante que India e Indonesia cooperen entre sí para evitar la radicalización y las divisiones en las líneas religiosas.

El segundo aspecto de las relaciones estratégicas India-Indonesia es contrarrestar las actividades asertivas de China en el Indo-Pacífico en general y el Mar Meridional de China en particular. Dos incidentes recientes resaltan la necesidad de acelerar la cooperación estratégica entre ambos países.

Recientemente, un barco de investigación chino había entrado en las aguas territoriales de la India cerca de las islas Andaman y Nicobar sin permiso. Fue expulsado por la Armada india. Del mismo modo, la embarcación de guardacostas de China había ingresado a las aguas territoriales de Indonesia cerca de las islas Natuna a fines de diciembre. China había reclamado soberanía sobre el área, un reclamo que Indonesia rechaza.

La proximidad entre las islas Andaman y Nicobar e Indonesia es un fuerte argumento para la cooperación marítima entre ambos países. La distancia entre las islas Andaman y Nicobar e Indonesia es de 215 km. India ya ha tomado la iniciativa a este respecto, y está desarrollando el puerto de Sabang en Indonesia, que se encuentra cerca de las islas Andaman y Nicobar.

India es considerada como una potencia importante en el sudeste asiático. Los países del sudeste asiático como Indonesia, Vietnam y Singapur esperan que India participe en la arquitectura de seguridad del sudeste asiático. Es necesario acelerar el desarrollo del puerto de Sabang, así como construir un mecanismo en el que las armadas de la India e Indonesia trabajen en estrecha cooperación en diferentes áreas, como patrullar y compartir información. Si India tiene que ser parte de la geopolítica del sudeste asiático, entonces las relaciones estratégicas India-Indonesia jugarán un papel importante en la región.

(Niranjan Marjani es periodista independiente de Vadodara, India)

Twitter – @NiranjanMarjani

INTERREGNUM: El sureste asiático en 2019. Fernando Delage

Ante el juego mayor de las grandes potencias, suelen perderse de vista los movimientos de las restantes naciones. Los medios prestan atención a China, a su rivalidad con Estados Unidos, a la creciente proyección de India y al nuevo activismo diplomático de Japón, pero tienden a olvidarse de una subregión que, como bloque, se equipara demográficamente a la Unión Europea y está llamada a convertirse en uno de los grandes actores económicos del futuro: el sureste asiático. Convocatorias políticas internas, las negociaciones finales de la Asociación Económica Regional Integral (RCEP), y el impacto en la zona de las tensiones entre Washington y Pekín, harán de 2019 un año especialmente significativo.

En la tercera democracia más poblada del planeta, Indonesia, unas buenas cifras de crecimiento, y la superación de las críticas a sus credenciales islámicas, favorecen a priori la reelección de Jokowi como presidente cuando se cumplen veinte años de la democratización del país tras la larga dictadura de Suharto. En la segunda gran economía de la ASEAN, Tailandia, la democracia se ha visto interrumpida, por el contrario, en dos ocasiones en la última década. Cinco años después del último golpe de Estado, mucho más tarde por tanto de lo prometido en su día por los generales, se volverá a un gobierno civil.

Las elecciones se celebrarán en marzo, unas semanas antes de la entronización formal del nuevo rey, Maha Vajiralongkorn, prevista para principios de mayo. Pero hay que mantener cierto escepticismo: el voto se producirá bajo una Constitución reescrita para reservar una notable cuota de poder para los militares: éstos, junto a sus partidos aliados, controlarán la Cámara Alta. El bloqueo político que cabe prever como resultado será fuente de inestabilidad social, a la vez que complicará la recuperación de la economía y el liderazgo diplomático de Tailandia, justamente cuando asume la presidencia rotatoria anual de la ASEAN.

En Filipinas, las elecciones parciales de mayo permitirán comprobar el grado de apoyo popular a Duterte y a sus políticas de lucha contra la drogadicción, de represión de la sociedad civil, y de acercamiento a China. Esta última también continuará siendo una variable política en Malasia, donde, tras su derrota del pasado año, se disuelve gradualmente la tradicional coalición mayoritaria (UMNO) y todos los ojos se dirigirán a si el sorprendente triunfador en las últimas elecciones, Mahathir, cumple su promesa de dejar la jefatura del gobierno a su antiguo rival, y ahora aliado, Anwar Ibrahim. La paralizada transición política de Birmania y el drama de los Rohingya, agravarán, por último, el creciente aislamiento del país—y de su consejera de Estado, Aung San Suu Kyi—por la comunidad internacional.

En el frente económico regional, 2019 debería ser el año en que concluyen las negociaciones del RCEP. El retraso se debe sobre todo a una potencia extra-regional, India, siempre reticente a una agenda de liberalización comercial. Pero la dinámica multilateral no se detiene: la reciente entrada en vigor del CPTPP (es decir, del TPP a 11, sin Estados Unidos), al que ya pertenecen Singapur y Vietnam, al que se sumarán en unos meses Brunei y Malasia, y al que también Tailandia e Indonesia han dicho que se quieren sumar—mientras Filipinas se lo piensa—, representa un nuevo paso adelante en la reconfiguración de la arquitectura económica regional.

El sureste asiático tampoco permanecerá ajeno, por lo demás, a la guerra comercial entre Estados Unidos y China. Su impacto comenzará a sentirse este año, cuando firmas multinacionales decidan desplazar sus cadenas de producción de China a la subregión. Pese a ese previsible aumento de las inversiones extranjeras debe tenerse en cuenta, no obstante, que también caerá la demanda de la República Popular, economía de la que los miembros de la ASEAN se han vuelto dependientes en gran medida. Por otra parte, si, como se cree, es Vietnam quien atrae buena parte de esa inversión antes dirigida a China, la competitividad de otros Estados miembros, como Indonesia o Filipinas, puede verse gravemente afectada. (Foto: Gergely Takács, flickr)

INTERREGNUM: ¿Recuperación democrática? Fernando Delage

El año que termina no ha sido especialmente brillante para la democracia en el mundo. La regresión del liberalismo siguió su marcha, acompañada del auge de los “líderes fuertes”, de Hungría a Brasil, de Turquía a Caracas. Algo similar ya había ocurrido en el sureste asiático: el regreso de los militares al poder en Tailandia, el cambio interruptus en Myanmar, o la elección de Duterte en Filipinas, revelaron una preocupante marcha atrás del pluralismo político. Las elecciones de Malasia en primavera apuntaron sin embargo a una corrección: el hastío de los votantes con la corrupción y los recortes de libertades dieron el gobierno a la oposición. Aunque es prematuro hablar de un cambio de tendencia, Asia será un interesante laboratorio en 2019 cuando vote la quinta parte de la humanidad (en solo dos países).

Indonesia celebrará elecciones en abril, y por primera vez coincidirán legislativas y presidenciales. Pese al probable juego sucio de las fuerzas vinculadas a la antigua dictadura—representadas por Prawobo Subianto, exyerno del general Suharto—, se espera que impere el pragmatismo y sea reelegido como presidente Jiko Widodo (más conocido como Jokowi). Como cada cinco años, también en abril, o mayo, India organizará sus elecciones generales. No hay espectáculo igual en el mundo: más de 800 millones de electores en las urnas. Y pocas convocatorias habrán sido tan relevantes como la próxima, en siete décadas de independencia. Es la propia identidad nacional la que está en juego.

En 2014, Narendra Modi proporcionó al Bharatiya Janata Party (BJP) la primera mayoría de una fuerza política en el Parlamento indio en treinta años. Su victoria fue interpretada como un mandato para acometer las reformas que hicieran posible un alto ritmo de crecimiento económico, pero también como apoyo a su agenda nacionalista hindú. Cinco años más tarde, Modi parece haber perdido parte de su carisma, y su partido creado nuevas divisiones sociales, como han confirmado las elecciones regionales de diciembre, anticipando lo que podrá ocurrir en las generales. En tres de ellos, hasta ahora clave del liderazgo del BJP, ganó el Partido del Congreso, responsable del gobierno indio durante la mayor parte de la historia de la república. Los resultados marcan por tanto la recuperación del Congreso, tras su sonora derrota de 2014, y refuerza la posición de Rahul Gandhi—bisnieto de Nehru y nieto de Indira Gandhi—al frente del mismo.

El gobierno de Modi no ha creado el empleo por el que se le votó, como tampoco ha luchado de manera satisfactoria contra la corrupción. Su campaña “Make in India”, diseñada para atraer la inversión extranjera que permitiera el desarrollo del sector industrial, no ha dado los frutos esperados, mientras que el abandono de los agricultores ha dañado la imagen del BJP como defensor de los menos favorecidos. La interferencias de las autoridades en las decisiones del Banco central ha perjudicado por otra parte la confianza exterior. Quienes votaron al BJP convencidos de que se centraría en la economía en vez de su ideología hinduista se han visto igualmente decepcionados. Pero aunque Modi pierda apoyo popular, su partido continúa siendo la principal fuerza política del país. La dificultad estará en la obtención de una mayoría parlamentaria que le permita gobernar por sí solo: si el Congreso obtiene buenos resultados, el BJP tendrá que aliarse con grupos regionales y locales. Es una estrategia que ya persigue también Gandhi: su partido no tiene más alternativa que crear un amplio frente de oposición a los nacionalistas.

El eje de esas alianzas volverán a ser las cuestiones de identidad. Si Modi es reelegido, querrá avanzar en la imposición de su agenda hinduista, chocando así con el laicismo definido por la Constitución. El Congreso intenta promover por su parte un hinduismo “suave” para ganar votos, pero su vuelta al gobierno puede también suponer el regreso de la ineficacia y corrupción de otros tiempos. Lo previsible es que la extraordinaria diversidad india impida que el debate se incline con claridad a favor de uno de los dos bloques.

Veinte años de la crisis asiática (2). El fin del mito. Miguel Ors Villarejo

A principios de los 90, la admiración ante el milagro asiático empezó a mutar en una difusa inquietud. La idea de que, una vez derrotada la Unión Soviética, Occidente se enfrentaba a un rival mucho más temible (una generación de regímenes que aunaban la eficacia económica del capitalismo y la determinación política de las autocracias) dio pie a abundantes artículos y a algún superventas y, aunque apenas tuvo repercusión en la literatura académica seria, alentó una malsana y peligrosa soberbia entre los propios tigres. De algún modo, llegaron a considerarse al margen de las reglas por las que nos gobernábamos el resto de los mortales y, cuando empezaron a acumular abultados déficits en sus balanzas por cuenta corriente, no tomaron medidas.

La teoría canónica sostiene que esos números rojos constituyen una deuda que en algún momento habrá que liquidar, con la merma subsiguiente de la riqueza nacional. Pero el capitalismo confuciano era diferente. Su galopante ritmo de desarrollo era la manifestación de un sistema mucho más productivo. Cuando los acreedores aporrearan la puerta, pensaban, les bastaría con forzar un poco la máquina para atender los pagos, sin que la velocidad de crucero se resintiera.

El problema es que aquel galopante ritmo de desarrollo no era el fruto de una mayor productividad. En 1994, los profesores de la Universidad de Stanford Lawrence Lau y Jong-il Kim publicaron un estudio en el que se desmenuzaba el crecimiento de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán y se concluía que no tenía nada de milagroso. Se debía a “la acumulación de capital”. Era un proceso similar al que había impulsado Stalin en la URSS: coges a millones de campesinos improductivos, les das tractores a unos pocos, pones al resto a trabajar en la industria e inevitablemente el PIB se te dispara.

Como contaría meses después en Foreign Affairs Paul Krugman, “es probable que el crecimiento del sureste asiático prosiga en la próxima década a un ritmo superior al occidental […]. Pero no lo hará al de los últimos años. […] Las nuevas naciones industriales del Pacífico han recogido el fruto de una excepcional movilización de factores, tal y como prevé la teoría económica más aburrida y convencional”.

Los análisis de Lau, Kim y Krugman sentaron como el típico comentario fácil y grosero en una reunión de ambiente sano y juvenil, pero se revelaron trágicamente proféticos poco después. En 1996 Tailandia cerró con un déficit del 8% en su balanza de pagos y muchos inversores empezaron a salir del país. No se fiaban del todo de las teorizaciones sobre el capitalismo confuciano. Igual eran ciertas y estaban pecando de timoratos, pero pensaron: “Que lo compruebe otro con su dinero”.

Esta retirada inicial obligó a las autoridades a salir en defensa de la paridad fija. Además de comprar resueltamente bahts, elevaron la rentabilidad que ofrecían por sus activos en un intento desesperado por invertir el flujo de capitales. Pero la subida de tipos frenó la actividad y, si ya era cuestionable que Bangkok pudiera hacer frente a sus compromisos incluso creciendo el 6%, el estancamiento lo volvía imposible. El pánico se adueñó de los inversores, la retirada se convirtió en una estampida y, finalmente, el 2 de julio de 1997, el Gobierno levantó la bandera blanca y anunció que dejaría flotar su moneda. En los días siguientes, el baht se desplomó y fue tumbando como un dominó al peso filipino, el won surcoreano, la rupia indonesia, el dólar de Singapur…

Estas devaluaciones tendrían duras consecuencias. Para empezar, los ciudadanos se encontraron con que de la noche a la mañana muchos artículos importados se habían vuelto inasequibles. Pero es que, además, los bancos debían pagar deudas contraídas en dólares con divisas que en algún caso no valían ni la mitad: estaban quebrados.

El efecto combinado del colapso del sistema financiero y la menor capacidad de compra de las familias fue el hundimiento del consumo, la inversión y el empleo. Una depresión en toda la regla.

Veinte años de la crisis asiática (1): La victoria de la izquierda. Miguel Ors Villarejo

 Cuando el 2 de julio de 1997 el Gobierno tailandés anunció que renunciaba a la paridad fija con el dólar porque se había quedado sin reservas para defenderla, la izquierda mundial no pudo ahogar un bufido de satisfacción. Desde que casi una década atrás el muro de Berlín se viniera estrepitosamente abajo y dejara a la vista la siniestra verdad del paraíso comunista, la progresía había permanecido discretamente callada. La superioridad del capitalismo era patente y, en combinación con la democracia liberal, parecía efectivamente la estación final de la historia.

En la primera mitad de los años 90 aún se registraron turbulencias en México, Brasil o Argentina, pero los expertos las atribuían a la ineptitud y/o corrupción de sus élites. Ni Tailandia ni sus vecinos (Singapur, Corea del Sur, Filipinas, Malasia, Indonesia, Taiwán, Hong Kong) tenían nada que temer, porque su comportamiento era (en términos macroeconómicos) impecable. “A diferencia de los manirrotos latinoamericanos”, escribe The Economist, “presentaban elevadas tasas de ahorro y superávits en sus cuentas públicas”. Tailandia había cerrado 1996 con una deuda que no alcanzaba ni el 5% del PIB. ¿Por qué los mercados se ensañaron unos meses después con estos alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional?

Para Peter F. Bell, un profesor de la Universidad Estatal de Nueva York, la razón estaba clara. “El milagro asiático fue el fruto de una peculiar y necesariamente efímera coyuntura de las fuerzas de clase planetarias, en la que los capitales de Occidente y Japón pudieron dominar políticamente y explotar económicamente los relativamente bajos salarios asiáticos”. Mientras estos se mantuvieron en niveles compatibles con unos beneficios empresariales abundantes, los inversores se dedicaron a “la extracción de plusvalías en la industria exportadora”. Pero la concienciación del proletariado local hizo cada vez más complicado este expolio. Los sindicatos presionaron para mejorar las remuneraciones y, al caer la rentabilidad de las manufacturas, el dinero se refugió en el sector inmobiliario. Ahí infló una espectacular burbuja y, cuando esta reventó, huyó dejando tras de sí un reguero de quiebras, desempleo y miseria. “El PIB [de la región]”, escribe Barry Sterland, “pasó de crecer el 7% en los ejercicios anteriores a contraerse el 7% en 1998. En el caso de Indonesia, el declive fue del 13%”.

Bell publicó su análisis en 2001, cuando todavía humeaban los escombros de aquel pavoroso espectáculo. Si disfrutara como nosotros de una perspectiva más amplia, difícilmente podría afirmar (aunque con los marxistas nunca se sabe) que unos salarios elevados son incompatibles con “la extracción de plusvalías”. Porque, una vez encajado el brutal golpe, los tigres hincaron una rodilla en el suelo, tomaron aire, se irguieron y, en las dos últimas décadas, han experimentado un intenso ritmo de actividad. El capital mundial continúa explotando a los tailandeses a pesar de que su renta per cápita, que rondaba los 3.800 dólares en 1997, alcanzó los 5.900 el año pasado, un 55% más. En Corea del Sur el progreso ha sido aún más llamativo: de los 13.000 dólares de 1997 han pasado a los 25.500, un 96% más. ¿Por qué los aviesos inversores no dan la espalda a unos trabajadores que en algún caso están mejor pagados que los europeos?

Es verdad que, en igualdad de condiciones, el empresario preferirá producir allí donde menos cueste la mano de obra, pero la igualdad de condiciones nunca se da. “Las naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están”, explica The Economist. “El obrero de una planta de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Nueva Zelanda porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos”.

“A mediados de los años 70”, abunda el Nobel Paul Krugman, “el trabajo barato no era argumento suficiente para permitir que un país en vías de desarrollo compitiera en el negocio de las manufacturas internacionales. Las sólidas ventajas del Primer Mundo (sus infraestructuras y capacidades técnicas, el superior tamaño de sus mercados y la proximidad a proveedores clave, su estabilidad política y las sutiles pero cruciales adaptaciones sociales que permiten el correcto desempeño de una economía) más que compensaban diferencias en los sueldos de 10 y hasta 20 veces”.

“Entonces”, continúa Krugman, “algo cambió. Una combinación de factores que aún no entendemos del todo (rebajas arancelarias, desarrollo de las telecomunicaciones, abaratamiento del transporte aéreo) redujo los inconvenientes de fabricar [en Asia]” y países “que se habían dedicado previamente al cultivo de café y yute empezaron a coser camisetas y zapatillas deportivas”.

A diferencia de las autoridades latinoamericanas, las del Lejano Oriente se dieron cuenta en seguida de que a aquellos patronos extranjeros (en su mayoría grandes multinacionales) no podía dejárseles campar a sus anchas, pero en lugar de ponerles encima un burócrata que inevitablemente acababa siendo capturado, lo organizaron de modo que se vigilaran entre sí mediante una saludable competencia. Esta fue la primera clave del milagro asiático. Al obligar a las diferentes marcas a pelear para quedarse con los empleados más productivos, los salarios empezaron a subir y, al cabo de una década, se habían acercado “a lo que un adolescente americano gana en un McDonald’s”, dice Krugman.

La otra explicación del milagro asiático fue la estabilidad. Para granjearse la confianza del capital foráneo, se adoptó una política de gasto muy conservadora: todos los presupuestos se saldaban con superávit y la deuda era prácticamente inexistente. Además, para minimizar el riesgo cambiario y de inflación, se estableció una paridad fija con el dólar. El Gobierno se ataba al mástil de la política monetaria de la Reserva Federal, con lo que cualquier hombre de negocios tenía la tranquilidad de que sus beneficios no se verían diluidos por la depreciación de la divisa local o una devaluación súbita, como era habitual en las repúblicas bananeras.

Esta combinación de bajos costes laborales, libertad de mercado y ortodoxia macroeconómica puso en marcha un círculo virtuoso de inversión, empleo, producción, exportación e inversión de nuevo que permitió a los tigres completar en unas décadas un proceso de enriquecimiento que en Occidente había llevado siglos.

Este éxito cuestionó la tesis entonces dominante sobre la indisolubilidad del matrimonio entre economía de mercado y democracia liberal e incluso se teorizó que Oriente había alumbrado una modalidad distinta y más poderosa de capitalismo, que algunos bautizaron pomposamente como confuciano.

INTERREGNUM: Sureste asiático: ¿transición o retroceso? Fernando Delage

El sureste asiático, cuyas diez economías—desde 2015 integradas en la Comunidad de la ASEAN—se encuentran entre las de más alto crecimiento del mundo, representa un espacio decisivo en las redes de producción de la economía global, además de contar con algunas de la vías marítimas de comunicación más relevantes del planeta. El salto dado desde la descolonización en la década de los cincuenta es innegable. También lo es, sin embargo, la insuficiente modernización política de sus sociedades. ¿Por qué algunos de los países más ricos, como Malasia, están rodeados de corrupción? ¿Por qué Tailandia, Filipinas o Birmania no resuelven sus insurgencias locales? ¿Por qué ha habido una marcha atrás de la democracia en la zona?

Michael Vatikiotis, un veterano observador de la región, intenta responder a éstas y otras preguntas en su nuevo libro “Blood and Silk: Power and Conflict in Modern Southeast Asia” (Weidenfeld and Nicolson, 2017). Tres grandes factores explican, según Vatikiotis, los problemas de este conjunto de países. El primero de ellos es la desigualdad: pese a varias décadas de crecimiento sostenido, son las elites locales las que han acumulado riqueza y poder, sin preocuparse por el bienestar general de unas sociedades que, como consecuencia, no perciben los beneficios de la democratización.

Una segunda variable es la irrupción de los discursos identitarios. Sobre bases bien religiosas, bien étnicas, la tolerancia que facilitó la estabilidad del sureste asiático durante décadas está dando paso a nuevas políticas de exclusión. La degradación del pluralismo ha abierto el espacio a los extremismos y facilita la irrupción de conflictos internos, en un proceso ya alimentado por el deterioro de las condiciones socioeconómicas y los abusos de las autoridades. En vez de afrontar este desafío de manera directa y recuperar la tradición local de inclusión, los gobiernos se han dejado llevar por la inercia conservadora que, según creen, les asegura su permanencia en el poder. Líderes elegidos por los votantes pero de perfil autoritario, prefieren manipular etnia y religión —o argumentos de seguridad, como Duterte en Flipinas— con fines políticos en vez de defender los derechos y libertades constitucionales.

Un tercer factor está relacionado con la influencia de las potencias externas. Con un cuarenta por cien de población musulmana (aunque Indonesia representa por sí sola el grueso del total), el sureste asiático no escapa a la competencia entre Arabia Saudí e Irán por el control del islam, como refleja la financiación de escuelas y grupos religiosos, origen de un entorno favorable a la expansión del radicalismo. La creciente proyección económica y diplomática de China en la región está convirtiendo al sureste asiático, por otra parte, en terreno de rivalidad entre las grandes potencias, creando nuevas tensiones geopolíticas.

El futuro inmediato de la región aparece rodeado pues de incertidumbres. La falta de respuesta de los gobiernos a las quejas ciudadanas agrava el escepticismo de las clases medias sobre la democracia, vista como un medio más que como un fin en sí mismo. Pero la persecución de la oposición y el recorte de libertades empujará a grupos sociales a organizarse frente a las autoridades, o a redefinirse sobre bases distintas de la ciudadanía nacional, con la consiguiente amenaza de inestabilidad. El riesgo de sectarismo étnico y religioso en Indonesia y en Birmania, la desintegración del pacto social en Malasia entre malayos, chinos e indios, la permanencia de un gobierno militar en Tailandia, o la debilidad institucional de la democracia filipina reflejan una inacabada transición política interna, contradictoria con la relevancia económica que ha adquirido el sureste asiático en el mundo del siglo XXI.

INTERREGNUM: Daesh en el sureste asiático. Fernando Delage

El ataque a la ciudad de Marawai, en la provincia filipina de Mindanao, por parte de un grupo vinculado a Daesh desde el pasado 23 de mayo, —hecho que ha causado más de 200 víctimas y provocó la declaración de ley marcial por parte del presidente Rodrigo Duterte—, podría marcar el comienzo de un nuevo frente del terrorismo islamista en el sureste asiático. Se trata de la primera vez que se persigue la doctrina de lucha armada del Estado Islámico—ocupar territorios para imponer la sharia—en un entorno urbano en esta parte del mundo.

Diversas fuentes han confirmado la presencia de indonesios y malasios, además de filipinos y radicales de otros países—como uigures, saudíes y chechenos—en las filas de Maute, un grupo apenas conocido hasta la fecha. Según el gobierno de Indonesia, al menos 1.200 terroristas desplazados desde los campos de batalla en Irak y Siria se encontrarían en el sur de Filipinas, convertido, por unas características geográficas que limitan la capacidad de control del gobierno, en el epicentro de la infiltracion del Estado Islámico en la región. Algunos especialistas temen que la red de Daesh en la zona puede estar más extendida de lo que se pensaba con anterioridad.

Maute, el grupo que ha irrumpido como núcleo de la red islamista local, fue fundada por Omar y Abdulá Maute, dos hermanos que, tras trabajar durante unos años en Oriente Próximo, regresaron a Filipinas imbuidos de ideas radicales. Sus militantes se suman así a otras tres organizaciones relacionadas con Daesh en el país: Abú Sayyaf, Ansarul Khilafah, y los Luchadores Islámicos por la Libertad de Bangsamoro (este último es una escisión del Frente Moro de Liberación Islámico). Por el contrario, la Jemaah Islamiyah, basada en Indonesia, en su tiempo vinculada a Al Qaeda y considerada como la principal amenaza terrorista en el sureste asiático—fue la responsable del atentado de Bali de 2002, que causó 202 muertos—, ha declarado su oposición ideológica al Estado Islámico.

La cuestión para los gobiernos de la región es qué hacer con respecto a estos militantes que regresan a sus países con la voluntad de recurrir a la violencia para imponer su visión islamista. Su retorno se produce en un contexto en el que la tradicional moderación religiosa en países constitucionalmente laicos como Malasia e Indonesia, está siendo sustituida por una gradual islamización que, por complicidad o mera inacción, impulsan las propias autoridades. Estas circunstancias no ayudan a afrontar un fenómeno—el extremismo islamista—que podría convertirse en un creciente desafío a medida que Daesh se retire de los desiertos del mundo árabe.

En unos días o semanas, Manila declarará su victoria sobre Maute. Pero la alianza entre las distintas organizaciones radicales supondrá una grave amenaza si estos “soldados del Califato” deciden replicar las tácticas insurgentes ya empleadas en Siria o Irak. Si sus ideas y acciones violentas continúan extendiéndose, los gobiernos locales tendrán que actuar de manera conjunta, y recurrir a la ayuda de terceros. No es casual que Duterte haya reducido su tono de denuncia de Estados Unidos y solicitado su “asistencia técnica” a las fuerzas armadas filipinas.

INTERREGNUM: La crisis asiática, veinte años después. Fernando Delage

Se cumplen veinte años esta semana del estallido, en Tailandia, de la crisis financiera que muchos en Occidente interpretaron en su día como el fin del excepcionalismo económico asiático. El hundimiento del baht tailandés, y el rápido contagio a otros países del sureste asiático y, unos meses más tarde, a Corea del Sur, era consecuencia—se pensaba—de la insostenibilidad a largo plazo de una fórmula de crecimiento no apoyada en los principios de la economía de mercado.

Pero esta primera gran crisis de la globalización fue en realidad una crisis del sector financiero privado: dada la solidez de sus fundamentos macroeconómicos, en apenas dos años los países afectados por aquel estallido recuperaron su alto ritmo de crecimiento, confirmando el desplazamiento del centro de gravedad económico del planeta hacia Asia. Los occidentales se verían atrapados, década y media después, en su propia crisis—también con origen en el mundo financiero—mientras la globalización avanzaba con una cara cada vez más asiática tras la integración en la economía mundial de China primero, e India después.

La rápida superación de la crisis financiera aparcó, sin embargo, la resolución de problemas estructurales que hoy definen la agenda económica y política nacional. A pesar de décadas de crecimiento sostenido, la mayor parte de los países asiáticos se encuentran ante la “trampa de los ingresos medios”, es decir, incapaces de dar el salto hacia una alta renta per cápita a medida que desaparecen las ventajas competitivas de una población activa de bajos salarios en un contexto de nuevas presiones demográficas. Es un problema compartido por las economías del sureste asiático, pero también la más urgente prioridad del gobierno chino.

Aunque pueden identificarse distintas variables económicas que explican esas dificultades, en último término se trata de una cuestión política. La crisis de 1997-98 acabó con la idea de que los gobiernos autoritarios asiáticos habían encontrado un modelo eficiente, y alternativa tanto del capitalismo occidental como del socialismo de corte soviético. Indonesia comenzó su transición hacia la democracia, y Tailandia se dotó de una nueva constitución que—se esperaba—, dejara atrás su inestable historia política. Dos décadas más tarde, ya no se trata de industrializar sociedades agrícolas; el desafío consiste en aumentar la productividad y encontrar un nuevo motor de crecimiento en la innovación y la alta tecnología. Pero ello no será posible sin la necesaria modernización política e institucional: una economía madura y avanzada está reñida con la arbitrariedad, la falta de libertades o la ausencia de un poder judicial independiente.

No puede decirse que las perspectivas sean muy halagüeñas. Mientras se cumplen dos años del último golpe de Estado en Tailandia sin que se haya anunciado una fecha de convocatoria de las elecciones prometidas por los militares, los islamistas sentencian por blasfemia al exgobernador cristiano de Jakarta, Ahok. Mientras en Malasia se persigue a la oposición y se reclama—sin éxito—la dimisión del primer ministro, Najib Razak, envuelto en un caso de corrupción sin precedentes, el presidente filipino, Rodrigo Duterte, declara la ley marcial en Mindanao y continúa con su campaña extrajudicial contra los consumidores y traficantes de drogas. Es un fenómeno regional, esta regresión de la democracia que coincide tristemente con la conmemoración, en agosto, del 50 aniversario de creación de la ASEAN. Aunque la agenda internacional ya está repleta de asuntos que atender, luchar contra el resurgir del autoritarismo en el sureste asiático no debería ser una prioridad menor.