Cualquier tiempo pasado fue peor. Pero bastante peor. Miguel Ors Villarejo

Cada día los telediarios nos bombardean con desgracias: el paro, el hambre, los accidentes, las epidemias… La impresión es que va todo fatal, cuando lo cierto es que la humanidad ha progresado en los últimos 200 años más que en los 100.000 anteriores.

En materia de violencia, aunque muchos están convencidos de que la Tierra es más peligrosa que nunca, los conflictos de alta intensidad, como los llama el Human Security Report Project, se han reducido a menos de la mitad desde el final de la Guerra Fría. Y lo mismo ocurre con los atentados, los genocidios y los homicidios. Vivimos lo que el psicólogo Steve Pinker califica como “la era más pacífica de la historia”.

También en materia de bienestar se ha verificado un avance espectacular. Como reflejan las estadísticas de Our World In Data, en las últimas décadas hemos sido testigos de la mayor reducción de la pobreza conocida por el hombre. En 1981, un 54% de la población vivía con menos de dos dólares al día, que es donde el Banco Mundial sitúa el umbral de la pobreza extrema. Ya aquello suponía un gran éxito respecto de la tasa de 1820, que era del 94%. Pero es que entre 1981 y 2015 el porcentaje cayó al 12%.

Sigue siendo, por supuesto, intolerable y no debemos bajar la guardia, pero una cosa es fustigarnos de vez en cuando y otra caer directamente en la abominación y renegar del progreso. La reciente publicación de un par de libros (Against the grain, de James Scott, y Affluence without abundance, de James Suzman) ha avivado en muchos medios (The Guardian, The New York Times, London Review of Books, Financial Times, The New Yorker) el peregrino debate de si no estábamos mejor como cazadores-recolectores. “Tenemos que repensar lo que queremos decir cuando hablamos de las antiguas eras oscuras”, escribe John Lanchester en “The Case Against Civilization” (más o menos, “Juicio a la civilización”). La evidencia recogida por los antropólogos entre algunas de las tribus nómadas desmiente la creencia de que antes del Neolítico la existencia fuera “solitaria, miserable, brutal y breve”, como sentenció Thomas Hobbes. La gente no solo gozaba de una longevidad y una salud similares a las actuales, sino que trabajaba menos y en un entorno más justo. “El impulso igualitario”, apunta Lanchester, “es central al estilo de vida del cazador-recolector, que es acomodado (affluent), pero sin abundancia ni excesos”.

En realidad, como explica William Buckner en Quillette, cuando Scott, Suzman y Lanchester apelan a la evidencia recogida por los antropólogos hablan básicamente de Richard B. Lee y la investigación que realizó en los 60 entre los !Kung del Kalahari. De acuerdo con sus conclusiones, en esta comunidad cada individuo dedicaba entre 12 y 19 horas cada semana a reunir los alimentos que necesitaba y había una proporción de mayores de 60 años similar a la de cualquier sociedad industrializada.

El problema de esta investigación es que no ha podido ser ratificada por estudios posteriores, ni siquiera los del propio Lee, que en 1984 amplió a entre 40 y 44 horas la semana laboral de los !Kung. En cuanto a la calidad de su alimentación, Nancy Howell señaló en 1986 que “estaban muy delgados y se quejaban a menudo de pasar hambre”. Howell también calculó que la mortalidad entre los menores de un año era del 20% (0,3% en España) y que apenas un 57% de los niños superaba los 15 años.

Y esto no es todo. Las noticias de otros cazadores-recolectores revelan que el infanticidio femenino es una práctica habitual y la tasa de homicidios, muy superior a la de las naciones más violentas del planeta.

¿Y la igualdad? La ausencia de bienes atenúa el afán de consumo, pero llevamos la envidia tan inscrita en el ADN que, cuando no tenemos a mano diferencias de renta o de propiedades, nos inventamos cualquier otra. Lo cuenta Christopher von Rueden en un artículo de la revista Evolution, Medicine, and Public Health sobre los tsimane. En esta tribu de la Amazonia boliviana todas las decisiones se consensuan, sin que se ejerza la menor coerción sobre nadie. Constituye un modelo de sociedad “pequeña, preindustrial y políticamente igualitaria”. El perfecto paraíso anticapitalista.

“Esto no significa, sin embargo, que no haya jerarquías”, advierte Von Rueden en The New York Times. En las reuniones, la opinión de unos prevalece sobre la de otros y, cuando hay que mediar en alguna disputa, se recurre al arbitraje de unos pocos sabios.

A partir de estas observaciones, Von Rueden dibujó un organigrama de cuatro poblados tsimane y sometió luego a sus habitantes a distintas pruebas médicas, además de pedirles muestras de orina. “Descubrimos que los varones con menor influencia política presentaban peores registros de cortisol, la hormona del estrés”. Aquellos cuyo prestigio había decaído también tenían el cortisol por las nubes, aparte de mostrarse más proclives a las afecciones respiratorias, “la principal causa de enfermedad y muerte”.

Las comparaciones odiosas no son, por lo visto, exclusivas del capitalismo.

“Es estupendo”, reflexiona Buckner, “pensar que en algún momento del pasado, o incluso hoy mismo en algún rincón del planeta, hubo una comunidad que sorteó todas las dificultades; donde todos llevaban una existencia saludable y dichosa, ajenos a las tensiones de la vida moderna”. Pero esa Arcadia idílica es un mito y pretender que “los retos sociales son exclusivamente contemporáneos o exclusivamente occidentales” no solo no es de mucha ayuda, sino que “nos deja más confundidos sobre sus causas y, por tanto, peor equipados para resolverlos”.

Fotografía: Dan

China, Estados Unidos y la trampa de Tucídides. Miguel Ors Villarejo

En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides atribuye el conflicto al temor que la creciente preponderancia de Atenas inspiraba en Esparta. “Introdujo en la historiografía la noción de que las contiendas tienen causas profundas y que los poderes establecidos están trágicamente condenados a atacar a los emergentes”, escribe el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Pennsylvania Arthur Waldron. Esta tesis, bautizada como trampa de Tucídides, “es brillante e importante”, observa, “pero ¿es cierta?”

Ni siquiera en el caso del Peloponeso. La literatura sobre la materia es amplia y concluyente: los espartanos no estaban interesados en pelearse con nadie. “Instalados en el oscuro sur”, escribe Waldron, “llevaban una sencilla vida campestre. Usaban trozos de hierro como moneda y comían sus alubias cuando no estaban adiestrándose para el combate”. Su rey Arquídamo II hizo lo que pudo para evitar el enfrentamiento y, solo cuando los atenienses se negaron a levantar el embargo a Mégara, invadió el Ática.

La trampa de Tucídides ha sido desmentida en infinidad de ocasiones. ¿Desató Rusia las hostilidades contra Japón en 1905? No. Fue Japón el que le hundió la flota al zar. ¿Adoptó Washington medidas preventivas contra Tokio en 1940? No, fue Tokio el que ocupó Indochina, firmó el Pacto Tripartito con el Eje y bombardeó Pearl Harbor. ¿Y agredieron Francia y Reino Unido al Tercer Reich? No, fue Hitler quien se anexionó Alsacia, los Sudetes, Austria y Polonia.

A pesar de toda esta evidencia, Waldron se queja de que la profesora de Harvard Graham Allison inste a Washington en Condenados a la guerra a hacer concesiones a Pekín para no sucumbir, como Esparta, a la trampa de Tucídides. Waldron dedica a Allison todo tipo de lindezas. Dice que sabe poca historia de China y que su libro es desconcertante y farragoso, y es obvio que la mujer no se ha documentado lo suficiente sobre cómo funciona la dichosa trampa, pero, en el fondo, ¿qué más da quien abra las hostilidades? Se trata de preservar la paz, y la emergencia de nuevos poderes genera siempre tensiones insuperables. ¿O no?

En realidad, la irrupción de una potencia no tiene por qué terminar en un Armagedón. Imaginen, dice Waldron, que un grupo de naciones formara una coalición cuyo PIB y territorio fuesen mayores que los de Estados Unidos y capaz de movilizar a casi dos millones de soldados. ¿Lo consentiría la Casa Blanca? La trampa de Tucídides sostiene que no, pero los hechos dicen que sí: es la Unión Europea.

“No culpen a Allison”, escribe Waldron con condescendencia. El problema es la ignorancia sobre China, que ha alentado una “plétora de fantasías, algunas pesimistas y otras absurdamente radiantes”. Los asuntos internacionales son más tediosos y no se gestionan con golpes de efecto (hostiles o amistosos), sino mediante una sorda labor diplomática. “La razón por la que las ciudades estado griegas […] habían vivido en paz [hasta la Guerra del Peloponeso]” fue “la red de amistades que establecieron sus líderes”. Por desgracia, “la peste mató a Pericles, el hombre clave de esta maquinaria”, “las pasiones se adueñaron [de Atenas]” y “la lucha se reanudó con redoblada fiereza”.

INTERREGNUM: ¿Regreso al futuro?

¿Qué tipo de gran potencia será China? ¿Para qué fines utilizará su poder? Esta es la gran pregunta con respecto al futuro del sistema global, y no puede responderse de una única manera.

Desde hace años, Pekín mantiene un discurso de responsabilidad internacional, que refleja en los hechos mediante su contribución a las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas o su compromiso con la lucha contra el cambio climático, por poner dos ejemplos. Las tentaciones nacionalistas y proteccionistas del presidente Trump facilitan a China un espacio para aparecer como campeón de la globalización y de la cooperación internacional, como hizo Xi Jinping en el último foro de Davos. Al mismo tiempo puede observarse, sin embargo, cómo la República Popular incrementa su presión con respecto a las reclamaciones territoriales en su periferia marítima, desafiando las normas internacionales.

¿Por qué actúa China de manera diferente en la escena global y en su entorno exterior más próximo? Los factores que explican su comportamiento son múltiples, e incluyen variables económicas, diplomáticas y de seguridad. Pero algunas claves pueden encontrarse también en la Historia. Durante siglos, China definió la estructura internacional de Asia mediante la concepción jerárquica propia de sus esquemas culturales, aunque incompatibles con el principio de igualdad entre los Estados. Pekín sólo sería consciente de la idea de soberanía mantenida por los países occidentales tras la irrupción de estos últimos en su región a partir de mediados del siglo XIX con las guerras del Opio.

El choque de estos dos conceptos opuestos de universalidad no benefició a un imperio chino en decadencia, pero convencido de su superioridad moral. Casi dos siglos más tarde, cuando va camino de recuperar su posición como mayor economía del planeta, ¿puede Pekín restablecer un orden sinocéntrico?

Resulta arriesgado concluir que la Historia predetermina acciones y resultados. Pero Howard French, excorresponsal del New York Times en Pekín y en Tokio, ha intentado explicar las actuales tensiones en Asia recurriendo a este tipo de argumentos en su fascinante libro de reciente publicación, “Everything Under the Heavens: How the Past Helps Shape China’s Push for Global Power” (Knopf, 2017). De Japón a Vietnam, de Malasia a Filipinas (Corea se echa en falta), French analiza en detalle los problemas que enfrentan a Pekín con sus vecinos, intentando demostrar que responden a su tradicional ambición de control. El resultado es una brillante exploración de cómo la manera en que China define su identidad ha configurado la evolución de sus relaciones exteriores a lo largo de los siglos y está presente, aún hoy, en las acciones de su gobierno.

El análisis de French permite comprender mejor esas aparentes contradicciones de la diplomacia china. Aun descontando parcialmente sus conclusiones—el pasado no basta por sí solo para explicar la dinámica contemporánea—, los hechos parecen confirmar la tesis de que Pekín avanza año tras año en la recuperación de su estatus sin encontrar grandes resistencias (hasta el momento). Aunque apenas queda apuntado en el libro, es un objetivo que, no obstante, también puede deberse a una motivación más relacionada con la actualidad y el futuro que con la Historia: el orgullo nacional como sustituto del déficit de modernización de las instituciones políticas.

La fatal arrogancia

Vivir es encontrarse náufrago entre las cosas, pero en Occidente aún abrigamos la esperanza de que un día arribaremos a una playa paradisíaca donde todos nuestros anhelos serán colmados. Este optimismo hunde sus raíces en Platón y alcanzó su cénit durante la Ilustración. Para el marqués de Condorcet, los problemas políticos no eran esencialmente distintos de los físicos o los matemáticos, en los que la respuesta correcta a cada cuestión es una y solo una. Como la mayoría de los philosophes, no veía motivos para que la humanidad no pudiera avanzar hacia la sociedad ideal guiada por expertos en la ciencia del hombre, igual que expertos en la ciencia de los astros como Newton nos habían introducido en la sala de máquinas del universo.

Condorcet saludó la caída de los Borbones como el alba de una era de “verdad, felicidad y virtud”, que consideraba ligadas por “una cadena irrompible”. Pero la única cadena irrompible que tuvo ocasión de conocer fue la que le echaron en la prisión de Bourg-la-Reine (entonces Bourg-Égalité), donde murió devorado por la revolución que tanto había contribuido a alumbrar.

El propio John Maynard Keynes aún especulaba en 1930 con la posibilidad de que “el problema económico” quedara definitivamente zanjado en un siglo. En plena Gran Depresión y ante el atónito auditorio de la madrileña Residencia de Estudiantes, defendió que los economistas eran meros técnicos, no celebridades, y expresó su deseo de que algún día recibieran el tratamiento de “gente modesta y competente, al mismo nivel que los dentistas”. Con la discreción y pericia con que estos nos colocaban una prótesis cuando perdíamos una muela, los economistas sustituirían las piezas que se le fueran cayendo a nuestro aparato productivo.

Las profecías de Keynes no sentaron bien en cierto sector de la prensa española, que esperaba por lo visto una disertación más erudita. El Debate apuntaba al día siguiente: “Nos permitimos dirigir a los organizadores de conferencias de extranjeros que adviertan a estos de que para charlas líricas ya tenemos en España muy adecuados oradores”. Era un comentario paleto e injusto, aunque no del todo improcedente, porque denunciaba esa arrogancia intelectual que tanto sorprende fuera de nuestra cultura. “Los chinos no creen en remedios permanentes”, explica Henry Kissinger. “Para Pekín, cualquier solución es el billete de entrada a un nuevo problema”. Puede haber avances, pero provisionales, en el corto plazo.

La historia de la economía está llena de ejemplos que confirman esta convicción. El dinero, por ejemplo, facilita la división del trabajo y la especialización, y ha hecho posibles nuestros actuales niveles de bienestar. Es inimaginable una sociedad moderna sin medios de pago fiduciarios. Sin embargo, su manejo inaugura una gama inédita de desafíos. Si la emisión es excesiva, se generan inflaciones de activos, como burbujas inmobiliarias o bursátiles; y si es insuficiente, puede ocasionar deflaciones todavía más destructivas. Fue lo que pasó en 1929, cuando la Reserva Federal reaccionó al pánico de Wall Street con una política brutalmente contractiva, en parte para mantener la paridad con el oro y, en parte, para purificar el sistema financiero mediante la “liquidación” de los bancos “débiles”. Era una medicina rigurosa y temeraria que se tradujo en el colapso de los precios, el crédito y la actividad que hoy conocemos como Gran Depresión.

Milton Friedman y Anna Schwartz documentaron el proceso en su monumental Historia monetaria de los Estados Unidos y, en noviembre de 2002, con motivo del 90 aniversario del primero, Ben Bernanke les rindió homenaje. “Quiero decirles a Milton y Anna: gracias”, proclamó. “Lo sentimos mucho, pero gracias a ustedes no se volverá a repetir”.

Se equivocó, como hoy sabemos. Seis años después, Lehman Brothers se hundía arrastrándonos a la Gran Recesión.

“La economía como disciplina académica nunca se completará”, observa Andreu Mas-Colell. “No lo llegaremos a saber todo porque el todo cambia con la propia evolución”.

La playa paradisíaca con la que soñamos en Occidente no existe. Deberíamos hacer caso a los chinos.