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INTERREGNUM: ¿Burbuja asiática? Fernando Delage

El ascenso de Asia, con China al frente, es la gran historia económica y geopolítica de nuestro tiempo. Multitud de trabajos han estudiado las causas e implicaciones de una transformación que está alterando la distribución de poder en el planeta, y cuya continuidad también parece asegurada según informes de referencia. El Banco Asiático de Desarrollo, por ejemplo, estimaba hace unos años que, hacia 2050, Asia representaría el 52 por cien del PIB global y recuperaría así la posición central que ocupó hace 300 años, antes de la Revolución Industrial.

¿Podría estar ocurriendo, sin embargo, que esa fase de crecimiento esté llegando a su fin? La práctica totalidad de los gobiernos de la región afrontan unos desafíos de considerable magnitud: pronunciados desequilibrios demográficos; sistemas políticos que no han evolucionado al mismo ritmo que la economía; expectativas sociales a las que las autoridades no han podido responder; una desigualdad en aumento; un modelo económico orientado al exterior que se ha visto afectado por los cambios estructurales en la globalización y la rivalidad China-Estados Unidos; la destrucción medioambiental; o el impacto de la automatización y la revolución tecnológica. Y a todos ellos se suma la destrucción ocasionada por la pandemia, de un alcance aún incierto pero demoledora para los países más vulnerables.

El examen de estas variables es el objeto de un reciente libro de Vasuki Shastry, un periodista de origen indio con una larga experiencia profesional en el FMI y en el sector financiero privado.  Has Asia lost it? Dynamic past, turbulent future (World Scientific, 2021) es un retrato del continente que se aleja de las más frecuentes perspectivas macro para contar desde el terreno la percepción de aquella parte de la población que no parece haberse beneficiado del “milagro asiático”. Es la tesis de Shastry que el crecimiento de Asia se debió a la conjunción de unos factores económicos y políticos que se mantuvieron durante cinco décadas, pero difícilmente se prolongarán en el tiempo. Y su mayor preocupación es que las ganancias de ese crecimiento, especialmente a lo largo de los últimos años, se han concentrado en las elites políticas y empresariales, privando a los más jóvenes de oportunidades para su movilidad social.

El desarrollo de Asia carece de precedente en el mundo posterior a 1945. Más de 1.500 millones de personas han abandonado la pobreza en una generación. La tarea permanece sin embargo incompleta, como revela el índice de Desarrollo Humano de la ONU: en la edición de 2019, India ocupaba el puesto 129, Filipinas el 106, Vietnam el 118, Indonesia el 111, y Bangladesh, Pakistán y Myanmar aún por detrás. Es un índice que, al contrario de aquellos otros que se limitan a medir el aumento del PIB, refleja el verdadero estado de salud de una nación. Y lo cierto es que mientras Asia sigue siendo objeto de admiración por su crecimiento económico, se presta escasa atención al limitado desarrollo institucional de sus Estados y a los insuficientes mecanismos de protección social.

En un libro que combina el rigor de un estudio académico con la inmediatez del reportaje, el autor pasa revista a ese conjunto de retos que afrontan las naciones asiáticas en desarrollo y que les impiden alcanzar a sus vecinos más ricos (Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur). La trampa de los ingresos medios no es sólo una advertencia de los economistas, es también una barrera social que puede neutralizar las proyecciones estimadas para la región. Shastray ha escrito un saludable correctivo al hiperoptimismo sobre Asia, que constituye al mismo tiempo una detallada radiografía de los problemas a corregir. (Foto: Flickr, thetaxhaven)

INTERREGNUM: Doble juego. Fernando Delage

Una doble dinámica—la pérdida de credibilidad de Estados Unidos bajo la administración Trump y la presión de China sobre sus Estados vecinos—está produciendo como efecto un acercamiento entre las democracias asiáticas con el fin de asegurar la sostenibilidad de una estructura regional basada en reglas. Los aliados y socios de Washington no renuncian a su protección—que, de hecho, quieren reforzar—, pero tampoco a las oportunidades económicas que representa la República Popular, a cuyo poder en ascenso no tiene sentido enfrentarse.

En los últimos días ha podido observarse de nuevo ese doble juego dirigido a mantener, a un mismo tiempo, la estabilidad política de la región y la prosperidad económica nacional. Pese al desafío que representa China para sus intereses a largo plazo, Japón no ha querido sumarse al comunicado de Washington y Londres contra la ley de seguridad nacional aprobada por Pekín para su aplicación en Hong Kong. Y, de manera aún más simbólica, los primeros ministros de India y Australia, Narendra Modi y Scott Morrison, han acordado elevar el nivel de su asociación estratégica, concluida en 2009.

El acuerdo entre Sidney y Delhi, que permite a ambas naciones el acceso a sus respectivos puertos y bases navales, refuerza sus vínculos en el terreno de la defensa, con un pacto similar al que ya firmó India con Estados Unidos en 2016. Los dos gobiernos consolidan de este modo el esfuerzo compartido de las grandes democracias marítimas de la región por evitar la modificación unilateral del statu quo por parte de China. Modi y Morrison coinciden en sus fines, en efecto, con su homólogo japonés, Shinzo Abe, “padre” del concepto del Indo-Pacífico. Aunque desde una perspectiva ligeramente distinta, la estrategia regional anunciada por la ASEAN el año pasado también persigue unos objetivos similares.

Pero también la propia China juega en un doble escenario. Junto a puntuales acciones coercitivas, Pekín mantiene vivo su apoyo a los procesos multilaterales. Así quedó de manifiesto la semana pasada cuando el primer ministro, Li Keqiang, indicó el interés de la República Popular por incorporarse al CPTTP, es decir, el antiguo Acuerdo Trans-Pacífico (TPP) reactivado por Japón para su firma después de que Estados Unidos lo abandonara. Recuérdese que el TPP fue una de las grandes iniciativas del presidente Obama para evitar que las naciones asiáticas pasaran a depender en exceso de la economía china. La ironía de que China quiera incorporarse a un acuerdo que se construyó contra ella es una poderosa ilustración del juego regional en curso.  Se trata en realidad de una mera declaración retórica, pues los requisitos para su adhesión—en materia de derechos laborales o de libertad de circulación de la información, por ejemplo—hacen inviable la participación de la República Popular. No obstante, es una muestra del reconocimiento por parte de los dirigentes chinos de los intereses que comparten con la mayoría de los Estados asiáticos, con independencia de sus diferentes valores políticos y de preocupaciones estratégicas contrapuestas. La intención norteamericana de romper su relación de interdependencia económica con China no hace sino reforzar el interés de Pekín por los acuerdos regionales.

De este modo, para sorpresa de sus propios aliados y socios en la región, mientras China y sus vecinos maximizan sus opciones, Estados Unidos limita las suyas al enrocarse en la denuncia de Pekín sin un concepto de orden regional futuro, y dando argumentos en consecuencia a quienes hablan de una nueva guerra fría. El lamento de sus amigos queda bien expresado por el primer ministro de Singapur, Lee Hsien Loong, en el próximo número de Foreign Affairs. En una excelente reflexión sobre el estado de cosas en la región, Lee renuncia a las sutilezas diplomáticas para describir de manera rotunda la situación: “Si Washington trata de contener el ascenso de China o Pekín busca construir una esfera de influencia exclusiva en Asia, comenzarán una escalada de confrontación que durará décadas y pondrá en peligro el largamente esperado siglo de Asia”. Las naciones asiáticas no quieren tener que elegir entre una u otra potencia, pero tampoco van a esperar a la resolución de este lance. Como han vuelto a revelar India y Australia hace unos días, intentan dar forma a un orden regional incompatible con la primacía de un solo actor; a un equilibrio multipolar en el que puedan primar las reglas y los valores democráticos.

INTERREGNUM: Regresión democrática. Fernando Delage

La democracia no parece gozar de buena salud en nuestros días. Más de un tercio de la población mundial vive bajo regímenes autoritarios. Y aunque China por sí sola representa la mayor parte de ese porcentaje, todos los expertos en la materia observan una “recesión democrática” desde al menos 2006. Así lo confirman también los principales informes de referencia, como los estudios anuales de Freedom House o el “Democracy Index” de Economist Intelligence Unit. La última edición de este último, recién publicada, confirma el mantenimiento de esta tendencia general en 2019 pero también examina la evolución política región por región, con algunos hechos significativos en el caso de Asia.

El informe eleva nada menos que 38 puestos a Tailandia en el ranking global, al pasar de la categoría de “régimen híbrido” a la de “democracia defectuosa” como consecuencia de las elecciones generales de marzo del pasado año, la primera desde el golpe de Estado de 2014. La vuelta del multipartidismo permitió recuperar la confianza de los votantes en el proceso electoral. No obstante, pese a obtener los partidos de oposición la mayoría en la cámara baja, el control del Senado por los militares se tradujo en el nombramiento como primer ministro de Prayuth Chan-ocha, el líder del golpe de 2014.

La recuperación democrática, con matices, de Tailandia, contrasta con la evolución de India, la mayor democracia del planeta. El país ha caído diez puestos en el ranking, al 51, por la erosión de las libertades civiles. La supresión de la autonomía de Cachemira—virtualmente en estado de sitio desde agosto—y la legislación dirigida a la privación de nacionalidad a los musulmanes impulsada por el gobierno hinduista de Narendra Modi—quien revalidó su mayoría absoluta en mayo—pone en riesgo la naturaleza secular y pluralista de la república india, lo que está provocando a su vez un aumento de la violencia política.

El pasado año, en abril, también se celebraron elecciones en Indonesia, cuarto país más poblado del mundo, donde Joko Widodo (más conocido como Jokowi) fue reelegido para un segundo mandato. La continuidad institucional coincide sin embargo con un aumento de la intolerancia interétnica y religiosa, así como con la intención de las elites de abolir la elección directa del presidente, gobernadores provinciales y las grandes alcaldías. El nombramiento de estos cargos sería competencia del Parlamento y de las asambleas regionales. De realizarse tales cambios, se debilitará de manera notable el competitivo sistema electoral del país—que registra una alta participación ciudadana—por procedimientos más opacos, sujetos a la influencia del ejército y de las cúpulas locales de los movimientos musulmanes.

Las elecciones de este año en Singapur y Birmania no alterarán previsiblemente las conclusiones generales del informe. El primero ha reforzado su sistema “paternalista” con las nuevas normas contra la desinformación—que restringen aún en mayor grado la libertad de expresión—mientras que el segundo, un sistema “híbrido” en el que las fuerzas armadas controlan los resortes del poder, mantendrá las formas electorales. El partido de Aung San Suu Kyi logrará buenos resultados, pero seguirá sin atender las críticas de la comunidad internacional al drama de los rohingyas.

En Birmania, como en otras naciones del sureste asiático, la sombra de China no es un factor menor. El cambio en la distribución del poder económico global también se traduce en poder político. Occidente ha dejado de dar la batalla a favor de la democracia, mientras China extiende su influencia. Sin embargo, también está relacionado con la República Popular el hecho más relevante en relación con la democracia en Asia en 2019: las protestas en Hong Kong. Cuando los analistas tratan de identificar los obstáculos históricos, culturales o sociales a la democracia en esta parte del mundo, olvidan que también los sistemas autoritarios afrontan graves debilidades estructurales. ¿O es que no son muchas de las decisiones de líderes autoritarios un reflejo de su percepción de vulnerabilidad?

INTERREGNUM: El sureste asiático en 2019. Fernando Delage

Ante el juego mayor de las grandes potencias, suelen perderse de vista los movimientos de las restantes naciones. Los medios prestan atención a China, a su rivalidad con Estados Unidos, a la creciente proyección de India y al nuevo activismo diplomático de Japón, pero tienden a olvidarse de una subregión que, como bloque, se equipara demográficamente a la Unión Europea y está llamada a convertirse en uno de los grandes actores económicos del futuro: el sureste asiático. Convocatorias políticas internas, las negociaciones finales de la Asociación Económica Regional Integral (RCEP), y el impacto en la zona de las tensiones entre Washington y Pekín, harán de 2019 un año especialmente significativo.

En la tercera democracia más poblada del planeta, Indonesia, unas buenas cifras de crecimiento, y la superación de las críticas a sus credenciales islámicas, favorecen a priori la reelección de Jokowi como presidente cuando se cumplen veinte años de la democratización del país tras la larga dictadura de Suharto. En la segunda gran economía de la ASEAN, Tailandia, la democracia se ha visto interrumpida, por el contrario, en dos ocasiones en la última década. Cinco años después del último golpe de Estado, mucho más tarde por tanto de lo prometido en su día por los generales, se volverá a un gobierno civil.

Las elecciones se celebrarán en marzo, unas semanas antes de la entronización formal del nuevo rey, Maha Vajiralongkorn, prevista para principios de mayo. Pero hay que mantener cierto escepticismo: el voto se producirá bajo una Constitución reescrita para reservar una notable cuota de poder para los militares: éstos, junto a sus partidos aliados, controlarán la Cámara Alta. El bloqueo político que cabe prever como resultado será fuente de inestabilidad social, a la vez que complicará la recuperación de la economía y el liderazgo diplomático de Tailandia, justamente cuando asume la presidencia rotatoria anual de la ASEAN.

En Filipinas, las elecciones parciales de mayo permitirán comprobar el grado de apoyo popular a Duterte y a sus políticas de lucha contra la drogadicción, de represión de la sociedad civil, y de acercamiento a China. Esta última también continuará siendo una variable política en Malasia, donde, tras su derrota del pasado año, se disuelve gradualmente la tradicional coalición mayoritaria (UMNO) y todos los ojos se dirigirán a si el sorprendente triunfador en las últimas elecciones, Mahathir, cumple su promesa de dejar la jefatura del gobierno a su antiguo rival, y ahora aliado, Anwar Ibrahim. La paralizada transición política de Birmania y el drama de los Rohingya, agravarán, por último, el creciente aislamiento del país—y de su consejera de Estado, Aung San Suu Kyi—por la comunidad internacional.

En el frente económico regional, 2019 debería ser el año en que concluyen las negociaciones del RCEP. El retraso se debe sobre todo a una potencia extra-regional, India, siempre reticente a una agenda de liberalización comercial. Pero la dinámica multilateral no se detiene: la reciente entrada en vigor del CPTPP (es decir, del TPP a 11, sin Estados Unidos), al que ya pertenecen Singapur y Vietnam, al que se sumarán en unos meses Brunei y Malasia, y al que también Tailandia e Indonesia han dicho que se quieren sumar—mientras Filipinas se lo piensa—, representa un nuevo paso adelante en la reconfiguración de la arquitectura económica regional.

El sureste asiático tampoco permanecerá ajeno, por lo demás, a la guerra comercial entre Estados Unidos y China. Su impacto comenzará a sentirse este año, cuando firmas multinacionales decidan desplazar sus cadenas de producción de China a la subregión. Pese a ese previsible aumento de las inversiones extranjeras debe tenerse en cuenta, no obstante, que también caerá la demanda de la República Popular, economía de la que los miembros de la ASEAN se han vuelto dependientes en gran medida. Por otra parte, si, como se cree, es Vietnam quien atrae buena parte de esa inversión antes dirigida a China, la competitividad de otros Estados miembros, como Indonesia o Filipinas, puede verse gravemente afectada. (Foto: Gergely Takács, flickr)

INTERREGNUM: Modi se mueve. Fernando Delage

La semana pasada India demostró una vez más cómo está construyendo paso a paso su ascenso internacional. Mientras los medios se vuelcan en las andanzas de Trump y tratan a Xi Jinping casi como un igual del presidente de Estados Unidos, el primer ministro indio, Narendra Modi, con menor visibilidad, sitúa gradualmente a su país como uno de los elementos clave del equilibrio de poder asiático.

El martes 23 Modi estuvo en el foro de Davos. Retomando algunos de los mensajes expresados por el presidente chino en la reunión de 2017, Modi declaró su oposición al proteccionismo. “La globalización económica, señaló, es una tendencia de los tiempos y sirve a los intereses de todos los países, especialmente los países en desarrollo”. También indicó que la lucha contra el cambio climático debe ser una responsabilidad colectiva de todas las naciones. Pero Modi quiso sobre todo promover India como oportunidad de inversión, haciendo hincapié en la nueva fase de reformas y liberalización en marcha. La economía se ha multiplicado por seis desde la última vez que un primer ministro indio asistió a Davos, hace veinte años.

El jueves 25 recibió en Delhi a los líderes de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN). En la cumbre bilateral, Modi subrayó su determinación de aumentar los intercambios económicos con la subregión, aún muy lejos de los de China. (La República Popular representó algo más del 15 por cien del comercio exterior de la ASEAN en 2015, frente al 2,4 por cien de India). La prioridad de la diplomacia económica india es con todo cierta, como confirman otros datos: el gobierno filipino, por ejemplo, ha anunciado que las inversiones previstas en 2018, por valor de 1.250 millones de dólares, crearán más de 100.000 empleos y harán de Delhi uno de sus principales inversores externos. También la ASEAN tiene como prioridad lograr un mejor acceso al mercado indio, quinto mayor del mundo hacia 2025.

Modi y los diez líderes del sureste asiático acordaron por otra parte promover la “seguridad marítima”. “India comparte, dijo Modi, la visión de la ASEAN de la paz y seguridad a través de un orden marítimo basado en reglas”. Un día antes, Delhi anunció un reforzamiento de la cooperación en materia de defensa con Indonesia a través de ejercicios conjuntos, compraventa de armamento e intercambio de visitas de responsables políticos y militares. India ya mantiene, por otra parte, acuerdos navales con Singapur, Vietnam, Tailandia y Malasia. Y, como se sabe, recientemente apoyó la restauración del Diálogo de Seguridad Cuatrilateral con Estados Unidos, Japón y Australia.

Reforzando sus vínculos económicos y la cooperación en materia de seguridad con estas naciones, India busca equilibrar las ambiciones chinas. El ascenso de la República Popular ha adquirido una dimensión estratégica que empuja a India a lograr una mayor presencia en el sureste asiático. La incertidumbre de los miembros de la ASEAN sobre el futuro del papel de Estados Unidos en Asia propicia este acercamiento. El desafío es cómo articular de manera eficaz el enorme potencial de este eje bilateral.

La delincuencia es tan baja en Singapur que muchos comercios ni se molestan en cerrar la puerta (algunos ni siquiera tienen). Miguel Ors Villarejo

(Foto: ABN2, Flickr) El año pasado, Singapur estableció una curiosa marca: estuvo 135 días sin que la policía reportara delitos: ni asaltos domiciliarios ni atracos ni hurtos. La sensación de paz es tal, que los comercios no se molestan en cerrar la puerta. Algunos ni siquiera la tienen. En Raffles Place, una concurrida estación de metro, los empleados de Starbucks cruzan en la entrada una cinta como las que usan en los cines para organizar las colas y se van a casa. La mercancía queda tapada por una simple lona, al alcance de cualquier viajero, como explica este vídeo de la CNBC.

¿Cómo han logrado semejante nivel de seguridad?

La criminología fue un asunto de sociólogos y psicólogos durante siglos, pero a comienzos de los 60 un joven profesor de economía que llegaba tarde a un examen se enfrentó al siguiente dilema: “¿Dejo el coche en la calle, en un sitio ilegal pero próximo a la facultad, o lo meto en un aparcamiento más alejado?” Sobre la marcha concluyó que lo lógico sería comparar el coste y la probabilidad de la multa con la inversión en tiempo y dinero que suponía estacionar legalmente, e inclinarse por la opción menos onerosa. “Decidí aparcar en la calle”, contaría años después en el Chicago Maroon, “y dado que el examen era oral, la primera pregunta que le hice al alumno […] fue cómo reaccionaría ante una situación de esta naturaleza. Lo pasó bastante mal. [Risas]”.

Aquel joven profesor era el futuro Nobel Gary Becker y el incidente le serviría de inspiración para “Crimen y castigo: una aproximación económica”, el artículo en el que expone su tesis de que los malhechores están hechos del mismo barro mortal que usted y yo. “Se convierten en criminales”, argumenta, “porque les resulta más rentable el delito que el trabajo legal, una vez consideradas la posibilidad de ser apresado y la severidad del castigo”.

Esta explicación suscitó inicialmente una reacción bastante hostil. Planteaba que todos éramos delincuentes en potencia, y no le faltaba razón. Una escena de Nueve Reinas ilustra bien esta idea. Ricardo Darín quiere persuadir a Gastón Pauls de que todos tenemos un precio. “No hay santos, lo que hay son tarifas diferentes”, afirma, y le plantea si se acostaría por dinero con otro hombre.

—¿No cogerías [joderías] con un tipo si yo te ofreciera 10.000 dólares? —dice arrojando un sobre sobre el lavabo del baño.— 10.000, buena guita.

—No —responde Pauls, sacudiendo la cabeza.

—¿Y si te diera 20.000? —Arroja otro sobre—. Guita de verdad, toda para vos.

—No.

—¿50.000?

—No.

—500.000.

Pauls se queda en silencio, mirando la pila de sobres que se ha formado encima del lavabo. Duda.

—¿Te das cuenta? —concluye Darín—. Putos no faltan; lo que faltan son financistas.

Pensarán: qué depresión, ¿verdad? Pero no. Si los malos fueran siempre malos, no habría redención posible. Deberíamos esperar a la segunda venida de Cristo o a la primera de Pablo Iglesias para que reinara la justicia. Sin embargo, si los criminales son racionales, podemos disponer los incentivos de modo que no les compense violar la ley. En palabras de Becker, “se puede desanimar [la comisión de delitos] mediante una variedad de instrumentos: el castigo, la educación, la oferta de mejores alternativas”.

Es básicamente lo que ha hecho Singapur. Primero, es un lugar muy próspero, lo que significa que todos pueden ganarse honradamente la vida. El paro entre los jóvenes (el periodo más propenso a los comportamientos antisociales) es casi inexistente: 4,5%.

Segundo, la cultura desempeña un papel crucial. Cuando realizas el experimento de dejar olvidada una cartera con dinero en Singapur, la eventualidad de que su dueño la recupere íntegra es del 90%. Únicamente en dos países es mayor este porcentaje: Noruega y Dinamarca. (En España tampoco quedamos mal: 70%).

Tercero, quedar impune es prácticamente imposible. La ciudad está trufada de cámaras de seguridad y, como explica el Safe Cities Index 2017 del Economist, “cuando combinas los circuitos cerrados de televisión con técnicas de inteligencia artificial como el reconocimiento facial, el análisis del lenguaje corporal y la identificación de ciertas conductas […] la actividad inusual puede detectarse y notificarse en cuanto se produce, facilitando una reacción inmediata”.

Finalmente, las sanciones previstas son draconianas. Hay pena de muerte, y no se reserva para los actos más horrendos, sino para faltas como la posesión y el tráfico de drogas. Si te cogen con 30 gramos de cocaína te ejecutan en la horca. Tampoco se ha abolido el castigo físico. “Una vara flexible de 1,2 metros de largo y 1,2 centímetros de grosor se usa para administrar un máximo de 24 golpes en las nalgas desnudas”, explican Donald Moore y Barbara Sciera. Los azotes están prescritos para infracciones que van desde hacer una pintada a llevar el visado caducado más de 90 días.

Si Becker está en lo cierto y la decisión de delinquir depende de la posibilidad de ser apresado y de la severidad del castigo, Singapur parece el sitio menos indicado del planeta para ello. ¿Es un ejemplo a seguir, entonces?

En la entrevista del Chicago Maroon el reportero pregunta si podría erradicarse por completo la delincuencia. “Es posible”, responde Becker, “pero no estoy seguro de que sea deseable. Para acabar de sacar a la gente de quicio, suelo decir que hay una cantidad óptima de crímenes. […] No merece la pena suprimirlos del todo, sale demasiado caro. Hay que buscar un equilibrio […] entre la ventaja de reducirlos […] y el coste que conlleva. Y ese equilibrio se encuentra en un punto en el que quedan infractores sueltos. En la China comunista no había delitos, pero […] la mayoría prefiere no vivir en una sociedad así”.

Singapur no ha ido tan lejos como Mao en la ferocidad de su represión, pero, así y todo, los sacrificios en términos de libertad y privacidad son muy superiores a los que estarían dispuestos a asumir los ciudadanos de una democracia occidental, por más que comporten el privilegio de dejar los comercios abiertos por la noche.

Veinte años de la crisis asiática (y 3). El efecto mariposa. Miguel Ors Villarejo

El Museo Siam de Bangkok ha dedicado este año una exposición al aniversario de la crisis asiática. Aparte de fotografías y gráficos con la cotización del baht, el visitante podía contemplar “objetos que condensan el sufrimiento de los ciudadanos corrientes”, cuenta la agencia AP: “la estatua del Buda a la que un hombre de negocios confesó lo que no se atrevía a decir a su familia: que se había arruinado. O el teléfono por el que una mujer se enteró de que su jefe se había quitado la vida”. Algunos estudios cifran en 10.400 los suicidios adicionales que se produjeron en 1998 solo en Japón, Corea del Sur y Hong Kong.

La muestra se subtituló “Lecciones (no) aprendidas” y a The Economist le parece con razón “injusto”, porque las víctimas de la catástrofe se saben hoy muchas cosas “de memoria”. “Con la excepción de Hong Kong”, dice la revista, “no confían en una paridad fija con el dólar para controlar la inflación”. También son mucho más sensibles a los desequilibrios exteriores. “Tailandia arroja hoy un superávit del 11% en su balanza por cuenta corriente”.

Los tigres no son los únicos que han extraído enseñanzas. El FMI también se vio obligado a revisar su manual de primeros auxilios. Sus remedios nunca han sido muy populares, pero en 1997 imponía unas condiciones tan draconianas para acceder a sus préstamos contingentes, que Malasia rompió las negociaciones y decidió salir por libre del atolladero. En abierto desafío con el catecismo liberal vigente, impuso controles de capitales, aumentó el gasto público y rescató empresas y bancos. “El establishment académico auguró el colapso inevitable de la economía malaya”, recuerda Martin Khor, director del think tank South Centre. “Pero sorprendentemente se repuso incluso más deprisa y con menos pérdidas que otros países. Hoy las medidas [de Kuala Lumpur] se consideran una eficaz estrategia anticrisis”. Tuvimos ocasión de apreciarlo en 2007 y 2008, cuando Estados Unidos no dudó en nacionalizar su industria del motor y el G20 auspició un plan de estímulo para relanzar la actividad mundial.

Al final y a pesar de los anuncios apocalípticos de la izquierda, el capitalismo sobreviviría a aquel verano de 1997. “Los tigres se recuperaron antes de lo previsto”, reconoce el presidente del Banco de Desarrollo Asiático, Takehiko Nakao, y una vez saneados han retomado un vigoroso crecimiento.

Pero sería una ingenuidad incurrir en un optimismo de signo opuesto. En el azul firmamento capitalista los horizontes nunca están del todo despejados. Primero, porque la flotación de la moneda no es un remedio infalible. Todos (en Asia, en Europa o en América) estamos supeditados a las decisiones de la Reserva Federal. Cada vez que sube o baja tipos, altera la rentabilidad relativa de los activos y ocasiona movimientos de capitales que pueden hacer mucho daño.

Y segundo, porque se engaña quien crea que las crisis son consecuencia de la ineptitud (o la venalidad) de los responsables políticos y económicos, y que otros más perspicaces (u honestos) podrán evitarlas en el futuro. La seguridad absoluta no existe. El matemático John Allen Paulos relata el experimento de tres investigadores que emularon un negocio de elaboración y venta de cerveza, “con fábricas, mayoristas y minoristas, todo de pega. Introdujeron regulaciones verosímiles sobre pedidos, plazos y existencias, y pidieron a directivos, empleados y otras personas que […] jugaran como si todo fuera serio”. No tardaron en detectar “variaciones imprevistas”, “graves retrasos en el cumplimiento de los pedidos” y “una sensibilidad extrema a cualquier pequeño cambio”.

Es lo que predice la teoría del caos. En todo sistema dinámico (como la bolsa o la atmósfera) una alteración minúscula en las condiciones de partida puede dar lugar a escenarios diametralmente opuestos. “El lector de prensa”, aconseja Paulos, “debería ser muy cauto ante […] las crónicas que señalan causas únicas” para situaciones complejas, como las recesiones, porque están sujetas a fuerzas que las hacen “poco predecibles”. El aleteo de una mariposa en China puede determinar que, meses después, en Florida reine la calma o ruja un huracán. Y el hasta entonces irrelevante déficit exterior de un país del Lejano Oriente puede desatar el pánico en las finanzas planetarias.

Veinte años de la crisis asiática (2). El fin del mito. Miguel Ors Villarejo

A principios de los 90, la admiración ante el milagro asiático empezó a mutar en una difusa inquietud. La idea de que, una vez derrotada la Unión Soviética, Occidente se enfrentaba a un rival mucho más temible (una generación de regímenes que aunaban la eficacia económica del capitalismo y la determinación política de las autocracias) dio pie a abundantes artículos y a algún superventas y, aunque apenas tuvo repercusión en la literatura académica seria, alentó una malsana y peligrosa soberbia entre los propios tigres. De algún modo, llegaron a considerarse al margen de las reglas por las que nos gobernábamos el resto de los mortales y, cuando empezaron a acumular abultados déficits en sus balanzas por cuenta corriente, no tomaron medidas.

La teoría canónica sostiene que esos números rojos constituyen una deuda que en algún momento habrá que liquidar, con la merma subsiguiente de la riqueza nacional. Pero el capitalismo confuciano era diferente. Su galopante ritmo de desarrollo era la manifestación de un sistema mucho más productivo. Cuando los acreedores aporrearan la puerta, pensaban, les bastaría con forzar un poco la máquina para atender los pagos, sin que la velocidad de crucero se resintiera.

El problema es que aquel galopante ritmo de desarrollo no era el fruto de una mayor productividad. En 1994, los profesores de la Universidad de Stanford Lawrence Lau y Jong-il Kim publicaron un estudio en el que se desmenuzaba el crecimiento de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán y se concluía que no tenía nada de milagroso. Se debía a “la acumulación de capital”. Era un proceso similar al que había impulsado Stalin en la URSS: coges a millones de campesinos improductivos, les das tractores a unos pocos, pones al resto a trabajar en la industria e inevitablemente el PIB se te dispara.

Como contaría meses después en Foreign Affairs Paul Krugman, “es probable que el crecimiento del sureste asiático prosiga en la próxima década a un ritmo superior al occidental […]. Pero no lo hará al de los últimos años. […] Las nuevas naciones industriales del Pacífico han recogido el fruto de una excepcional movilización de factores, tal y como prevé la teoría económica más aburrida y convencional”.

Los análisis de Lau, Kim y Krugman sentaron como el típico comentario fácil y grosero en una reunión de ambiente sano y juvenil, pero se revelaron trágicamente proféticos poco después. En 1996 Tailandia cerró con un déficit del 8% en su balanza de pagos y muchos inversores empezaron a salir del país. No se fiaban del todo de las teorizaciones sobre el capitalismo confuciano. Igual eran ciertas y estaban pecando de timoratos, pero pensaron: “Que lo compruebe otro con su dinero”.

Esta retirada inicial obligó a las autoridades a salir en defensa de la paridad fija. Además de comprar resueltamente bahts, elevaron la rentabilidad que ofrecían por sus activos en un intento desesperado por invertir el flujo de capitales. Pero la subida de tipos frenó la actividad y, si ya era cuestionable que Bangkok pudiera hacer frente a sus compromisos incluso creciendo el 6%, el estancamiento lo volvía imposible. El pánico se adueñó de los inversores, la retirada se convirtió en una estampida y, finalmente, el 2 de julio de 1997, el Gobierno levantó la bandera blanca y anunció que dejaría flotar su moneda. En los días siguientes, el baht se desplomó y fue tumbando como un dominó al peso filipino, el won surcoreano, la rupia indonesia, el dólar de Singapur…

Estas devaluaciones tendrían duras consecuencias. Para empezar, los ciudadanos se encontraron con que de la noche a la mañana muchos artículos importados se habían vuelto inasequibles. Pero es que, además, los bancos debían pagar deudas contraídas en dólares con divisas que en algún caso no valían ni la mitad: estaban quebrados.

El efecto combinado del colapso del sistema financiero y la menor capacidad de compra de las familias fue el hundimiento del consumo, la inversión y el empleo. Una depresión en toda la regla.

Veinte años de la crisis asiática (1): La victoria de la izquierda. Miguel Ors Villarejo

 Cuando el 2 de julio de 1997 el Gobierno tailandés anunció que renunciaba a la paridad fija con el dólar porque se había quedado sin reservas para defenderla, la izquierda mundial no pudo ahogar un bufido de satisfacción. Desde que casi una década atrás el muro de Berlín se viniera estrepitosamente abajo y dejara a la vista la siniestra verdad del paraíso comunista, la progresía había permanecido discretamente callada. La superioridad del capitalismo era patente y, en combinación con la democracia liberal, parecía efectivamente la estación final de la historia.

En la primera mitad de los años 90 aún se registraron turbulencias en México, Brasil o Argentina, pero los expertos las atribuían a la ineptitud y/o corrupción de sus élites. Ni Tailandia ni sus vecinos (Singapur, Corea del Sur, Filipinas, Malasia, Indonesia, Taiwán, Hong Kong) tenían nada que temer, porque su comportamiento era (en términos macroeconómicos) impecable. “A diferencia de los manirrotos latinoamericanos”, escribe The Economist, “presentaban elevadas tasas de ahorro y superávits en sus cuentas públicas”. Tailandia había cerrado 1996 con una deuda que no alcanzaba ni el 5% del PIB. ¿Por qué los mercados se ensañaron unos meses después con estos alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional?

Para Peter F. Bell, un profesor de la Universidad Estatal de Nueva York, la razón estaba clara. “El milagro asiático fue el fruto de una peculiar y necesariamente efímera coyuntura de las fuerzas de clase planetarias, en la que los capitales de Occidente y Japón pudieron dominar políticamente y explotar económicamente los relativamente bajos salarios asiáticos”. Mientras estos se mantuvieron en niveles compatibles con unos beneficios empresariales abundantes, los inversores se dedicaron a “la extracción de plusvalías en la industria exportadora”. Pero la concienciación del proletariado local hizo cada vez más complicado este expolio. Los sindicatos presionaron para mejorar las remuneraciones y, al caer la rentabilidad de las manufacturas, el dinero se refugió en el sector inmobiliario. Ahí infló una espectacular burbuja y, cuando esta reventó, huyó dejando tras de sí un reguero de quiebras, desempleo y miseria. “El PIB [de la región]”, escribe Barry Sterland, “pasó de crecer el 7% en los ejercicios anteriores a contraerse el 7% en 1998. En el caso de Indonesia, el declive fue del 13%”.

Bell publicó su análisis en 2001, cuando todavía humeaban los escombros de aquel pavoroso espectáculo. Si disfrutara como nosotros de una perspectiva más amplia, difícilmente podría afirmar (aunque con los marxistas nunca se sabe) que unos salarios elevados son incompatibles con “la extracción de plusvalías”. Porque, una vez encajado el brutal golpe, los tigres hincaron una rodilla en el suelo, tomaron aire, se irguieron y, en las dos últimas décadas, han experimentado un intenso ritmo de actividad. El capital mundial continúa explotando a los tailandeses a pesar de que su renta per cápita, que rondaba los 3.800 dólares en 1997, alcanzó los 5.900 el año pasado, un 55% más. En Corea del Sur el progreso ha sido aún más llamativo: de los 13.000 dólares de 1997 han pasado a los 25.500, un 96% más. ¿Por qué los aviesos inversores no dan la espalda a unos trabajadores que en algún caso están mejor pagados que los europeos?

Es verdad que, en igualdad de condiciones, el empresario preferirá producir allí donde menos cueste la mano de obra, pero la igualdad de condiciones nunca se da. “Las naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están”, explica The Economist. “El obrero de una planta de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Nueva Zelanda porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos”.

“A mediados de los años 70”, abunda el Nobel Paul Krugman, “el trabajo barato no era argumento suficiente para permitir que un país en vías de desarrollo compitiera en el negocio de las manufacturas internacionales. Las sólidas ventajas del Primer Mundo (sus infraestructuras y capacidades técnicas, el superior tamaño de sus mercados y la proximidad a proveedores clave, su estabilidad política y las sutiles pero cruciales adaptaciones sociales que permiten el correcto desempeño de una economía) más que compensaban diferencias en los sueldos de 10 y hasta 20 veces”.

“Entonces”, continúa Krugman, “algo cambió. Una combinación de factores que aún no entendemos del todo (rebajas arancelarias, desarrollo de las telecomunicaciones, abaratamiento del transporte aéreo) redujo los inconvenientes de fabricar [en Asia]” y países “que se habían dedicado previamente al cultivo de café y yute empezaron a coser camisetas y zapatillas deportivas”.

A diferencia de las autoridades latinoamericanas, las del Lejano Oriente se dieron cuenta en seguida de que a aquellos patronos extranjeros (en su mayoría grandes multinacionales) no podía dejárseles campar a sus anchas, pero en lugar de ponerles encima un burócrata que inevitablemente acababa siendo capturado, lo organizaron de modo que se vigilaran entre sí mediante una saludable competencia. Esta fue la primera clave del milagro asiático. Al obligar a las diferentes marcas a pelear para quedarse con los empleados más productivos, los salarios empezaron a subir y, al cabo de una década, se habían acercado “a lo que un adolescente americano gana en un McDonald’s”, dice Krugman.

La otra explicación del milagro asiático fue la estabilidad. Para granjearse la confianza del capital foráneo, se adoptó una política de gasto muy conservadora: todos los presupuestos se saldaban con superávit y la deuda era prácticamente inexistente. Además, para minimizar el riesgo cambiario y de inflación, se estableció una paridad fija con el dólar. El Gobierno se ataba al mástil de la política monetaria de la Reserva Federal, con lo que cualquier hombre de negocios tenía la tranquilidad de que sus beneficios no se verían diluidos por la depreciación de la divisa local o una devaluación súbita, como era habitual en las repúblicas bananeras.

Esta combinación de bajos costes laborales, libertad de mercado y ortodoxia macroeconómica puso en marcha un círculo virtuoso de inversión, empleo, producción, exportación e inversión de nuevo que permitió a los tigres completar en unas décadas un proceso de enriquecimiento que en Occidente había llevado siglos.

Este éxito cuestionó la tesis entonces dominante sobre la indisolubilidad del matrimonio entre economía de mercado y democracia liberal e incluso se teorizó que Oriente había alumbrado una modalidad distinta y más poderosa de capitalismo, que algunos bautizaron pomposamente como confuciano.

INTERREGNUM: La crisis asiática, veinte años después. Fernando Delage

Se cumplen veinte años esta semana del estallido, en Tailandia, de la crisis financiera que muchos en Occidente interpretaron en su día como el fin del excepcionalismo económico asiático. El hundimiento del baht tailandés, y el rápido contagio a otros países del sureste asiático y, unos meses más tarde, a Corea del Sur, era consecuencia—se pensaba—de la insostenibilidad a largo plazo de una fórmula de crecimiento no apoyada en los principios de la economía de mercado.

Pero esta primera gran crisis de la globalización fue en realidad una crisis del sector financiero privado: dada la solidez de sus fundamentos macroeconómicos, en apenas dos años los países afectados por aquel estallido recuperaron su alto ritmo de crecimiento, confirmando el desplazamiento del centro de gravedad económico del planeta hacia Asia. Los occidentales se verían atrapados, década y media después, en su propia crisis—también con origen en el mundo financiero—mientras la globalización avanzaba con una cara cada vez más asiática tras la integración en la economía mundial de China primero, e India después.

La rápida superación de la crisis financiera aparcó, sin embargo, la resolución de problemas estructurales que hoy definen la agenda económica y política nacional. A pesar de décadas de crecimiento sostenido, la mayor parte de los países asiáticos se encuentran ante la “trampa de los ingresos medios”, es decir, incapaces de dar el salto hacia una alta renta per cápita a medida que desaparecen las ventajas competitivas de una población activa de bajos salarios en un contexto de nuevas presiones demográficas. Es un problema compartido por las economías del sureste asiático, pero también la más urgente prioridad del gobierno chino.

Aunque pueden identificarse distintas variables económicas que explican esas dificultades, en último término se trata de una cuestión política. La crisis de 1997-98 acabó con la idea de que los gobiernos autoritarios asiáticos habían encontrado un modelo eficiente, y alternativa tanto del capitalismo occidental como del socialismo de corte soviético. Indonesia comenzó su transición hacia la democracia, y Tailandia se dotó de una nueva constitución que—se esperaba—, dejara atrás su inestable historia política. Dos décadas más tarde, ya no se trata de industrializar sociedades agrícolas; el desafío consiste en aumentar la productividad y encontrar un nuevo motor de crecimiento en la innovación y la alta tecnología. Pero ello no será posible sin la necesaria modernización política e institucional: una economía madura y avanzada está reñida con la arbitrariedad, la falta de libertades o la ausencia de un poder judicial independiente.

No puede decirse que las perspectivas sean muy halagüeñas. Mientras se cumplen dos años del último golpe de Estado en Tailandia sin que se haya anunciado una fecha de convocatoria de las elecciones prometidas por los militares, los islamistas sentencian por blasfemia al exgobernador cristiano de Jakarta, Ahok. Mientras en Malasia se persigue a la oposición y se reclama—sin éxito—la dimisión del primer ministro, Najib Razak, envuelto en un caso de corrupción sin precedentes, el presidente filipino, Rodrigo Duterte, declara la ley marcial en Mindanao y continúa con su campaña extrajudicial contra los consumidores y traficantes de drogas. Es un fenómeno regional, esta regresión de la democracia que coincide tristemente con la conmemoración, en agosto, del 50 aniversario de creación de la ASEAN. Aunque la agenda internacional ya está repleta de asuntos que atender, luchar contra el resurgir del autoritarismo en el sureste asiático no debería ser una prioridad menor.