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INTERREGNUM: Sorpresa en Tailandia. Fernando Delage

Aunque se esperaba que las elecciones legislativas del pasado 14 de mayo concentraran un importante voto de protesta contra el gobierno de Prayut Chan-o-cha, el exgeneral responsable del golpe de Estado de 2014, los resultados fueron sencillamente demoledores para los militares. Los dos partidos apoyados por estos últimos lograron 76 escaños, mientras que los grupos reformistas sumaron 315 diputados. La sorpresa no quedó ahí: pese a la expectativa de que Pheu Thai (el partido vinculado al exprimer ministro Thaksin Shinawatra, y ganador de todas las elecciones de las dos últimas décadas) sería el más votado, se vio superado por Avanzar, partido fundado hace sólo tres años y liderado por Pita Limjaroenrat, un joven empresario de 42 años, formado en Harvard y el MIT.

No sólo se ha pronunciado la sociedad tailandesa a favor de las reformas, sino que parece haberse superado el enfrentamiento mantenido durante veinte años entre el establishment conservador y los seguidores del populista Thaksin; entre los popularmente conocidos como “camisas amarillas” y “camisas rojas”, respectivamente. Una tercera fuerza ha entrado en escena, y el extraordinario apoyo que ha conseguido se explica por su promesa de reducir el papel de los militares y de la monarquía en la política nacional, además de por sus propuestas de reforma del sistema educativo y otros programas sociales. Avanzar se comprometió a no formar coalición con ninguna fuerza ligada a los generales y a abolir el delito de lesa majestad, que prohíbe toda crítica a la corona.

Su éxito no significa, sin embargo, que pueda formar gobierno y hacer realidad su agenda política. Según la Constitución de 2017, redactada tras el último golpe, las fuerzas armadas nombran a la totalidad de los 250 miembros del Senado, cámara que, junto a los 500 diputados, participa en la elección del primer ministro. Al no contar con los 376 escaños necesarios para su investidura, Pita tiene un plazo de dos meses para ampliar sus socios. Ahora bien,  si traiciona su compromiso de no aliarse con fuerzas promilitares, no podrá reformar la monarquía ni tampoco sostener su credibilidad. Si, por otra parte, los militares bloquean la formación del gobierno reclamado en las urnas, se crearán las condiciones para una nueva espiral de enfrentamiento civil.

Los antecedentes no dan muchos motivos para el optimismo. Con una media de un golpe de Estado cada nueve años desde 1932, en Tailandia se han producido ciclos de restauración democrática, seguidos poco después por una nueva intervención de las fuerzas armadas. Es posible, no obstante, que estas elecciones hayan marcado un punto de inflexión al confirmar el hartazgo de los tailandeses con el orden establecido; un hecho que el ejército y los intereses próximos a la casa real no podrán ignorar.

La voluntad de cambio político no aparece sólo vinculada por lo demás a la estructura nacional de poder. Los militares se han mostrado incapaces de frenar el deterioro de la segunda economía del sureste asiático, que ha quedado al margen de los acuerdos de integración comercial. Han sido Vietnam y otros vecinos quienes han atraído la inversión extranjera. También han hecho perder al país su tradicional liderazgo diplomático regional, a la vez que han obstaculizado la presión exterior sobre la junta militar birmana, y debilitado la relación con su aliado norteamericano. La consecuencia ha sido una mayor dependencia de Pekín; otra circunstancia que cambiaría de restaurarse un régimen pluralista. La transición a una democracia estable sería, por último, un ejemplo para los Estados del sureste asiático, como ya lo fue la revolución popular de Filipinas que, en 1986, acabó con la dictadura de Ferdinand Marcos. Ese resultado no se repitió en otros casos (en Myanmar, por ejemplo, condujo a una mayor represión), pero es innegable que, en 2023, las demandas de cambio no son monopolio de los tailandeses.

Cerrando el círculo, pero con obstáculos

Estados Unidos sigue reconstruyendo, paso a paso pero con determinación, sus alianzas en el Indo Pacífico intentando aislar a China, demostrarle la fortaleza del modo de vida occidental y, a la vez, exhibiendo músculo militar y diplomático consiguiendo abrir nuevas bases militares en Filipinas y fortaleciendo, aún más, su coordinación de defensa con Corea del Sur y Japón que se suman a los acuerdos con Australia y Reino Unido para reforzar la presencia militar en la región.

EEUU ha venido propiciando un acercamiento cuidadoso y muy medido a India, aliado tradicional de Rusia, y un estrechamiento de lazos con Sri Lanka, impulsando acuerdos con Vietnam y fortaleciéndolos con Tailandia. China, por su parte, mantiene una estrecha relación con la dictadura birmana.

Pero EEUU no consigue abrir un canal de mejora de relaciones con Indonesia, país extenso e insular de una enorme importancia estratégica para el control de las rutas comerciales marítimas. Allí, es China quien mantiene su presencia y su influencia a pesar de las diferencias de modelos económico, político y religioso.

En una cumbre celebrada en Bali a finales de 2022, los presidentes chino e indonesio acordaron construir lo que China denomina “una unidad de destino común”, programando una amplia gama de acuerdos comerciales, políticos y estratégicos. China ha subrayado que dará la bienvenida a que más productos competitivos de Indonesia entren a su mercado, y seguirá alentando a destacadas compañías chinas para que participen en importantes proyectos de construcción de infraestructura en Indonesia, en el desarrollo de la nueva capital de Indonesia y el Parque Industrial del Norte de Kalimantan, y para que amplíen la cooperación en economía digital, desarrollo verde y otros ámbitos. En pocas palabras, China consolida su presencia en un país que permitirá fortalecer la presencia marítima china en las rutas comerciales y proyecta su sobra sobre espacios marítimos en los que Pekín trata de imponer su hegemonía comercial y militar.

INTERREGNUM: Protestas en Tailandia. Fernando Delage

Desde hace varios meses se multiplican las protestas en Tailandia. Los manifestantes, en su mayoría estudiantes, han reclamado nuevas elecciones y cambios constitucionales, así como una investigación oficial sobre la desaparición de políticos de la oposición, algunos de los cuales fueron encontrados muertos en el extranjero. Durante las últimas semanas, la reforma de la monarquía—institución sagrada para los tailandeses—también se ha convertido en una de sus principales demandas. El 16 de agosto, unas 10.000 personas se reunieron en torno al monumento a la democracia en Bangkok, desafiando el estado de emergencia impuesto por la pandemia. Pese a las advertencias de las autoridades, el pasado fin de semana fueron más de 50.000 personas las que, según los organizadores, respondieron a una nueva convocatoria masiva frente al Palacio Real en la capital.

Tres grandes factores impulsan esta movilización popular, a la que se han sumado otros sectores sociales, como los sindicatos. El primero de ellos es la decepción con las expectativas de cambio político depositadas en las elecciones de marzo de 2019, las primeras celebradas tras el golpe de Estado de 2014. Aunque un nuevo partido que atrajo el voto de los jóvenes tailandeses, Futuro Adelante, logró la tercera posición con 80 escaños, la organización fue disuelta posteriormente por el Tribunal Constitucional, y su líder inhabilitado para la vida política durante 10 años.  La economía es una segunda variable: a los peores índices desde la crisis financiera de 1997-98 se suma la pérdida de los dos grandes motores de crecimiento del PIB tailandés—las exportaciones y el turismo—como consecuencia del coronavirus.

Una tercera motivación tiene que ver con el cambio de percepción que se ha producido con respecto al papel político de las fuerzas armadas y de la corona. Hay un extendido cansancio con el gobierno militar, y con la acumulación de poder y riqueza por el rey Maha Vajiralongkorn, monarca que carece del carisma y del respeto popular de los que gozó su padre, el rey Bumiphol, fallecido en 2016. Los manifestantes aspiran a una monarquía que no interfiera en el gobierno y esté sujeta a la ley.

No parece probable que el gobierno o el rey vayan a atender sus demandas. Los precedentes históricos y el poder del ejército hacen temer, por el contrario, el recurso a la violencia o, incluso, a un nuevo golpe. Pero ocurra lo que ocurra, los estudiantes tailandeses—como los de Corea del Sur a finales de la década de los ochenta—han transformado la polarización política nacional en una lucha de identidad a favor de los valores democráticos. Aunque por ello mismo son vistos como una amenaza por los defensores de la corona, el ascenso de su movilización revela en realidad la vulnerabilidad del autoritarismo. En juego están el futuro de la democracia y de la segunda mayor economía del sureste asiático. Sólo una nueva Constitución y unas elecciones libres permitirán evitar un conflicto mayor.

INTERREGNUM: Regresión democrática. Fernando Delage

La democracia no parece gozar de buena salud en nuestros días. Más de un tercio de la población mundial vive bajo regímenes autoritarios. Y aunque China por sí sola representa la mayor parte de ese porcentaje, todos los expertos en la materia observan una “recesión democrática” desde al menos 2006. Así lo confirman también los principales informes de referencia, como los estudios anuales de Freedom House o el “Democracy Index” de Economist Intelligence Unit. La última edición de este último, recién publicada, confirma el mantenimiento de esta tendencia general en 2019 pero también examina la evolución política región por región, con algunos hechos significativos en el caso de Asia.

El informe eleva nada menos que 38 puestos a Tailandia en el ranking global, al pasar de la categoría de “régimen híbrido” a la de “democracia defectuosa” como consecuencia de las elecciones generales de marzo del pasado año, la primera desde el golpe de Estado de 2014. La vuelta del multipartidismo permitió recuperar la confianza de los votantes en el proceso electoral. No obstante, pese a obtener los partidos de oposición la mayoría en la cámara baja, el control del Senado por los militares se tradujo en el nombramiento como primer ministro de Prayuth Chan-ocha, el líder del golpe de 2014.

La recuperación democrática, con matices, de Tailandia, contrasta con la evolución de India, la mayor democracia del planeta. El país ha caído diez puestos en el ranking, al 51, por la erosión de las libertades civiles. La supresión de la autonomía de Cachemira—virtualmente en estado de sitio desde agosto—y la legislación dirigida a la privación de nacionalidad a los musulmanes impulsada por el gobierno hinduista de Narendra Modi—quien revalidó su mayoría absoluta en mayo—pone en riesgo la naturaleza secular y pluralista de la república india, lo que está provocando a su vez un aumento de la violencia política.

El pasado año, en abril, también se celebraron elecciones en Indonesia, cuarto país más poblado del mundo, donde Joko Widodo (más conocido como Jokowi) fue reelegido para un segundo mandato. La continuidad institucional coincide sin embargo con un aumento de la intolerancia interétnica y religiosa, así como con la intención de las elites de abolir la elección directa del presidente, gobernadores provinciales y las grandes alcaldías. El nombramiento de estos cargos sería competencia del Parlamento y de las asambleas regionales. De realizarse tales cambios, se debilitará de manera notable el competitivo sistema electoral del país—que registra una alta participación ciudadana—por procedimientos más opacos, sujetos a la influencia del ejército y de las cúpulas locales de los movimientos musulmanes.

Las elecciones de este año en Singapur y Birmania no alterarán previsiblemente las conclusiones generales del informe. El primero ha reforzado su sistema “paternalista” con las nuevas normas contra la desinformación—que restringen aún en mayor grado la libertad de expresión—mientras que el segundo, un sistema “híbrido” en el que las fuerzas armadas controlan los resortes del poder, mantendrá las formas electorales. El partido de Aung San Suu Kyi logrará buenos resultados, pero seguirá sin atender las críticas de la comunidad internacional al drama de los rohingyas.

En Birmania, como en otras naciones del sureste asiático, la sombra de China no es un factor menor. El cambio en la distribución del poder económico global también se traduce en poder político. Occidente ha dejado de dar la batalla a favor de la democracia, mientras China extiende su influencia. Sin embargo, también está relacionado con la República Popular el hecho más relevante en relación con la democracia en Asia en 2019: las protestas en Hong Kong. Cuando los analistas tratan de identificar los obstáculos históricos, culturales o sociales a la democracia en esta parte del mundo, olvidan que también los sistemas autoritarios afrontan graves debilidades estructurales. ¿O es que no son muchas de las decisiones de líderes autoritarios un reflejo de su percepción de vulnerabilidad?

INTERREGNUM: El sureste asiático en 2019. Fernando Delage

Ante el juego mayor de las grandes potencias, suelen perderse de vista los movimientos de las restantes naciones. Los medios prestan atención a China, a su rivalidad con Estados Unidos, a la creciente proyección de India y al nuevo activismo diplomático de Japón, pero tienden a olvidarse de una subregión que, como bloque, se equipara demográficamente a la Unión Europea y está llamada a convertirse en uno de los grandes actores económicos del futuro: el sureste asiático. Convocatorias políticas internas, las negociaciones finales de la Asociación Económica Regional Integral (RCEP), y el impacto en la zona de las tensiones entre Washington y Pekín, harán de 2019 un año especialmente significativo.

En la tercera democracia más poblada del planeta, Indonesia, unas buenas cifras de crecimiento, y la superación de las críticas a sus credenciales islámicas, favorecen a priori la reelección de Jokowi como presidente cuando se cumplen veinte años de la democratización del país tras la larga dictadura de Suharto. En la segunda gran economía de la ASEAN, Tailandia, la democracia se ha visto interrumpida, por el contrario, en dos ocasiones en la última década. Cinco años después del último golpe de Estado, mucho más tarde por tanto de lo prometido en su día por los generales, se volverá a un gobierno civil.

Las elecciones se celebrarán en marzo, unas semanas antes de la entronización formal del nuevo rey, Maha Vajiralongkorn, prevista para principios de mayo. Pero hay que mantener cierto escepticismo: el voto se producirá bajo una Constitución reescrita para reservar una notable cuota de poder para los militares: éstos, junto a sus partidos aliados, controlarán la Cámara Alta. El bloqueo político que cabe prever como resultado será fuente de inestabilidad social, a la vez que complicará la recuperación de la economía y el liderazgo diplomático de Tailandia, justamente cuando asume la presidencia rotatoria anual de la ASEAN.

En Filipinas, las elecciones parciales de mayo permitirán comprobar el grado de apoyo popular a Duterte y a sus políticas de lucha contra la drogadicción, de represión de la sociedad civil, y de acercamiento a China. Esta última también continuará siendo una variable política en Malasia, donde, tras su derrota del pasado año, se disuelve gradualmente la tradicional coalición mayoritaria (UMNO) y todos los ojos se dirigirán a si el sorprendente triunfador en las últimas elecciones, Mahathir, cumple su promesa de dejar la jefatura del gobierno a su antiguo rival, y ahora aliado, Anwar Ibrahim. La paralizada transición política de Birmania y el drama de los Rohingya, agravarán, por último, el creciente aislamiento del país—y de su consejera de Estado, Aung San Suu Kyi—por la comunidad internacional.

En el frente económico regional, 2019 debería ser el año en que concluyen las negociaciones del RCEP. El retraso se debe sobre todo a una potencia extra-regional, India, siempre reticente a una agenda de liberalización comercial. Pero la dinámica multilateral no se detiene: la reciente entrada en vigor del CPTPP (es decir, del TPP a 11, sin Estados Unidos), al que ya pertenecen Singapur y Vietnam, al que se sumarán en unos meses Brunei y Malasia, y al que también Tailandia e Indonesia han dicho que se quieren sumar—mientras Filipinas se lo piensa—, representa un nuevo paso adelante en la reconfiguración de la arquitectura económica regional.

El sureste asiático tampoco permanecerá ajeno, por lo demás, a la guerra comercial entre Estados Unidos y China. Su impacto comenzará a sentirse este año, cuando firmas multinacionales decidan desplazar sus cadenas de producción de China a la subregión. Pese a ese previsible aumento de las inversiones extranjeras debe tenerse en cuenta, no obstante, que también caerá la demanda de la República Popular, economía de la que los miembros de la ASEAN se han vuelto dependientes en gran medida. Por otra parte, si, como se cree, es Vietnam quien atrae buena parte de esa inversión antes dirigida a China, la competitividad de otros Estados miembros, como Indonesia o Filipinas, puede verse gravemente afectada. (Foto: Gergely Takács, flickr)

Tailandia y Estados Unidos: sumando apoyos. Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- Acaba de visitar Washington el primer ministro tailandés, el general Prayut Chan-o-cha, invitado por Trump con el propósito de reforzar las relaciones bilaterales entre ambas naciones y promover la paz, seguridad y prosperidad en la región del sudeste asiático, según el comunicado oficial. La Casa Blanca está intentando acercarse a sus aliados y amigos en la zona, con el objetivo de fortalecer lazos e ir sumando apoyos y acuerdos en algún tipo de salida al peligro de Corea del Norte e incluso, en el indeseado escenario de que sea necesario un ataque para poner fin a sus amenazas.
Tailandia es el aliado más antiguo de los Estados Unidos en la región del sureste asiático. Doscientos años de cordiales relaciones, hasta el golpe de Estado de 2014 que destituyó a la anterior primera ministra Yingluck Shinawatra, democráticamente elegida, y opacó estas relaciones. La respuesta de la Administración Obama fue castigarlos con un enfriamiento diplomático, y oficialmente se solicitó a la “Junta militar” (el nuevo gobierno tailandés) convocar elecciones libres. A pesar de las dificultades políticas en Tailandia, no se debió desconocer los estrechos lazos, en los que Washington ha invertido tiempo y dinero, dada la importancia estratégica de mantenerlos. Según documentos del Departamento de Estado, Tailandia es un país clave en el mantenimiento de la paz y la seguridad regional. Tanto es así que en el año 2003 Estados Unidos calificó a Tailandia como uno de sus grandes aliados fuera de los que forman parte de la OTAN.
El hueco dejado por los Estados Unidos fue rápidamente llenado por China y Filipinas, que se apresuraron a asistir estratégicamente a Tailandia en ese momento de abandono, pues solo en apoyo militar Washington suspendió casi 5 millones de dólares en programas de financiación, ejercicios y maniobras militares. La frustración del nuevo gobierno tailandés con Washington les hizo virar hacia Beijing, quien les ofrecía incrementar acciones militares, como el desarrollo de nuevos ejercicios conjuntos e incluso la adquisición de equipos chinos, como submarinos, que, según Geoffrey Hartman, del Centro de Estudios Estratégicos Internacionales, constituyen la adquisición más costosa en la historia militar de Tailandia. Y todo, a pesar de que Obama reconsideró su postura en 2016, anunciando la visita del almirante Harry Harris, el oficial de más alto rango en el Comando estadounidense en Asia. La fisura ya era visible, y aunque se restablecieron mucho de los programas, no se restauraron todos.
Desde 1950 el Tailandia ha recibido de Estados Unidos ayuda militar, entrenamientos, construcción y mejoramientos de sus instalaciones militares. Las maniobras Cobra fueron una práctica rutinaria durante más de 3 décadas entre ambos países, unos ejercicios militares con vehículos anfibios, helicópteros, simulacros de ataques bacteriológicos o químicos, entre otras cosas. Y en términos comerciales, tan solo en el año 2015 los intercambios entre ambos países ascendieron a más de 37 billones de dólares, nada despreciables.
La Administración Trump ha dejado clara la prioridad que ocupa Tailandia en su agenda, desde el comienzo de su legislatura. El propio Trump, en una llamada telefónica en primavera, invitó al primer ministro tailandés a la Casa Blanca. En julio, el embajador estadounidense Glyn Davies pidió a la Junta Militar su apoyo para imponer sanciones al régimen norcoreano, a pesar de que los tailandeses habían expresado su deseo de jugar un papel mediador con Pyongyang. El secretario de Estado Tillerson hizo una parada en Bangkok en agosto, en su primera visita a Asia. Y por último la declaración conjunta hecha en el marco de este encuentro entre el primer ministro tailandés y el presidente estadounidense, en la que expresaron su disposición a repotenciar la alianza de seguridad común, continuar con las fuertes y largas relaciones diplomáticas y generar un mayor acercamiento en las relaciones comerciales en pro de la prosperidad. Todo ello orientado a mantener activa esta antigua alianza en la que Estados Unidos gana con mantener una fuerte presencia estadounidense en la región.
Parece que Trump tiene claro cuál será el rol de Tailandia durante su gestión, a pesar de su improvisación en las relaciones exteriores y sus constantes tropiezos, y empieza a vislumbrarse un plan estratégico que incluye muchos actores para enfrentar la creciente amenaza de Kim Jong-un y consagrar una presencia estratégica permanente que, además, mande un mensaje claro a China.

Veinte años de la crisis asiática (y 3). El efecto mariposa. Miguel Ors Villarejo

El Museo Siam de Bangkok ha dedicado este año una exposición al aniversario de la crisis asiática. Aparte de fotografías y gráficos con la cotización del baht, el visitante podía contemplar “objetos que condensan el sufrimiento de los ciudadanos corrientes”, cuenta la agencia AP: “la estatua del Buda a la que un hombre de negocios confesó lo que no se atrevía a decir a su familia: que se había arruinado. O el teléfono por el que una mujer se enteró de que su jefe se había quitado la vida”. Algunos estudios cifran en 10.400 los suicidios adicionales que se produjeron en 1998 solo en Japón, Corea del Sur y Hong Kong.

La muestra se subtituló “Lecciones (no) aprendidas” y a The Economist le parece con razón “injusto”, porque las víctimas de la catástrofe se saben hoy muchas cosas “de memoria”. “Con la excepción de Hong Kong”, dice la revista, “no confían en una paridad fija con el dólar para controlar la inflación”. También son mucho más sensibles a los desequilibrios exteriores. “Tailandia arroja hoy un superávit del 11% en su balanza por cuenta corriente”.

Los tigres no son los únicos que han extraído enseñanzas. El FMI también se vio obligado a revisar su manual de primeros auxilios. Sus remedios nunca han sido muy populares, pero en 1997 imponía unas condiciones tan draconianas para acceder a sus préstamos contingentes, que Malasia rompió las negociaciones y decidió salir por libre del atolladero. En abierto desafío con el catecismo liberal vigente, impuso controles de capitales, aumentó el gasto público y rescató empresas y bancos. “El establishment académico auguró el colapso inevitable de la economía malaya”, recuerda Martin Khor, director del think tank South Centre. “Pero sorprendentemente se repuso incluso más deprisa y con menos pérdidas que otros países. Hoy las medidas [de Kuala Lumpur] se consideran una eficaz estrategia anticrisis”. Tuvimos ocasión de apreciarlo en 2007 y 2008, cuando Estados Unidos no dudó en nacionalizar su industria del motor y el G20 auspició un plan de estímulo para relanzar la actividad mundial.

Al final y a pesar de los anuncios apocalípticos de la izquierda, el capitalismo sobreviviría a aquel verano de 1997. “Los tigres se recuperaron antes de lo previsto”, reconoce el presidente del Banco de Desarrollo Asiático, Takehiko Nakao, y una vez saneados han retomado un vigoroso crecimiento.

Pero sería una ingenuidad incurrir en un optimismo de signo opuesto. En el azul firmamento capitalista los horizontes nunca están del todo despejados. Primero, porque la flotación de la moneda no es un remedio infalible. Todos (en Asia, en Europa o en América) estamos supeditados a las decisiones de la Reserva Federal. Cada vez que sube o baja tipos, altera la rentabilidad relativa de los activos y ocasiona movimientos de capitales que pueden hacer mucho daño.

Y segundo, porque se engaña quien crea que las crisis son consecuencia de la ineptitud (o la venalidad) de los responsables políticos y económicos, y que otros más perspicaces (u honestos) podrán evitarlas en el futuro. La seguridad absoluta no existe. El matemático John Allen Paulos relata el experimento de tres investigadores que emularon un negocio de elaboración y venta de cerveza, “con fábricas, mayoristas y minoristas, todo de pega. Introdujeron regulaciones verosímiles sobre pedidos, plazos y existencias, y pidieron a directivos, empleados y otras personas que […] jugaran como si todo fuera serio”. No tardaron en detectar “variaciones imprevistas”, “graves retrasos en el cumplimiento de los pedidos” y “una sensibilidad extrema a cualquier pequeño cambio”.

Es lo que predice la teoría del caos. En todo sistema dinámico (como la bolsa o la atmósfera) una alteración minúscula en las condiciones de partida puede dar lugar a escenarios diametralmente opuestos. “El lector de prensa”, aconseja Paulos, “debería ser muy cauto ante […] las crónicas que señalan causas únicas” para situaciones complejas, como las recesiones, porque están sujetas a fuerzas que las hacen “poco predecibles”. El aleteo de una mariposa en China puede determinar que, meses después, en Florida reine la calma o ruja un huracán. Y el hasta entonces irrelevante déficit exterior de un país del Lejano Oriente puede desatar el pánico en las finanzas planetarias.

Veinte años de la crisis asiática (2). El fin del mito. Miguel Ors Villarejo

A principios de los 90, la admiración ante el milagro asiático empezó a mutar en una difusa inquietud. La idea de que, una vez derrotada la Unión Soviética, Occidente se enfrentaba a un rival mucho más temible (una generación de regímenes que aunaban la eficacia económica del capitalismo y la determinación política de las autocracias) dio pie a abundantes artículos y a algún superventas y, aunque apenas tuvo repercusión en la literatura académica seria, alentó una malsana y peligrosa soberbia entre los propios tigres. De algún modo, llegaron a considerarse al margen de las reglas por las que nos gobernábamos el resto de los mortales y, cuando empezaron a acumular abultados déficits en sus balanzas por cuenta corriente, no tomaron medidas.

La teoría canónica sostiene que esos números rojos constituyen una deuda que en algún momento habrá que liquidar, con la merma subsiguiente de la riqueza nacional. Pero el capitalismo confuciano era diferente. Su galopante ritmo de desarrollo era la manifestación de un sistema mucho más productivo. Cuando los acreedores aporrearan la puerta, pensaban, les bastaría con forzar un poco la máquina para atender los pagos, sin que la velocidad de crucero se resintiera.

El problema es que aquel galopante ritmo de desarrollo no era el fruto de una mayor productividad. En 1994, los profesores de la Universidad de Stanford Lawrence Lau y Jong-il Kim publicaron un estudio en el que se desmenuzaba el crecimiento de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán y se concluía que no tenía nada de milagroso. Se debía a “la acumulación de capital”. Era un proceso similar al que había impulsado Stalin en la URSS: coges a millones de campesinos improductivos, les das tractores a unos pocos, pones al resto a trabajar en la industria e inevitablemente el PIB se te dispara.

Como contaría meses después en Foreign Affairs Paul Krugman, “es probable que el crecimiento del sureste asiático prosiga en la próxima década a un ritmo superior al occidental […]. Pero no lo hará al de los últimos años. […] Las nuevas naciones industriales del Pacífico han recogido el fruto de una excepcional movilización de factores, tal y como prevé la teoría económica más aburrida y convencional”.

Los análisis de Lau, Kim y Krugman sentaron como el típico comentario fácil y grosero en una reunión de ambiente sano y juvenil, pero se revelaron trágicamente proféticos poco después. En 1996 Tailandia cerró con un déficit del 8% en su balanza de pagos y muchos inversores empezaron a salir del país. No se fiaban del todo de las teorizaciones sobre el capitalismo confuciano. Igual eran ciertas y estaban pecando de timoratos, pero pensaron: “Que lo compruebe otro con su dinero”.

Esta retirada inicial obligó a las autoridades a salir en defensa de la paridad fija. Además de comprar resueltamente bahts, elevaron la rentabilidad que ofrecían por sus activos en un intento desesperado por invertir el flujo de capitales. Pero la subida de tipos frenó la actividad y, si ya era cuestionable que Bangkok pudiera hacer frente a sus compromisos incluso creciendo el 6%, el estancamiento lo volvía imposible. El pánico se adueñó de los inversores, la retirada se convirtió en una estampida y, finalmente, el 2 de julio de 1997, el Gobierno levantó la bandera blanca y anunció que dejaría flotar su moneda. En los días siguientes, el baht se desplomó y fue tumbando como un dominó al peso filipino, el won surcoreano, la rupia indonesia, el dólar de Singapur…

Estas devaluaciones tendrían duras consecuencias. Para empezar, los ciudadanos se encontraron con que de la noche a la mañana muchos artículos importados se habían vuelto inasequibles. Pero es que, además, los bancos debían pagar deudas contraídas en dólares con divisas que en algún caso no valían ni la mitad: estaban quebrados.

El efecto combinado del colapso del sistema financiero y la menor capacidad de compra de las familias fue el hundimiento del consumo, la inversión y el empleo. Una depresión en toda la regla.

Veinte años de la crisis asiática (1): La victoria de la izquierda. Miguel Ors Villarejo

 Cuando el 2 de julio de 1997 el Gobierno tailandés anunció que renunciaba a la paridad fija con el dólar porque se había quedado sin reservas para defenderla, la izquierda mundial no pudo ahogar un bufido de satisfacción. Desde que casi una década atrás el muro de Berlín se viniera estrepitosamente abajo y dejara a la vista la siniestra verdad del paraíso comunista, la progresía había permanecido discretamente callada. La superioridad del capitalismo era patente y, en combinación con la democracia liberal, parecía efectivamente la estación final de la historia.

En la primera mitad de los años 90 aún se registraron turbulencias en México, Brasil o Argentina, pero los expertos las atribuían a la ineptitud y/o corrupción de sus élites. Ni Tailandia ni sus vecinos (Singapur, Corea del Sur, Filipinas, Malasia, Indonesia, Taiwán, Hong Kong) tenían nada que temer, porque su comportamiento era (en términos macroeconómicos) impecable. “A diferencia de los manirrotos latinoamericanos”, escribe The Economist, “presentaban elevadas tasas de ahorro y superávits en sus cuentas públicas”. Tailandia había cerrado 1996 con una deuda que no alcanzaba ni el 5% del PIB. ¿Por qué los mercados se ensañaron unos meses después con estos alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional?

Para Peter F. Bell, un profesor de la Universidad Estatal de Nueva York, la razón estaba clara. “El milagro asiático fue el fruto de una peculiar y necesariamente efímera coyuntura de las fuerzas de clase planetarias, en la que los capitales de Occidente y Japón pudieron dominar políticamente y explotar económicamente los relativamente bajos salarios asiáticos”. Mientras estos se mantuvieron en niveles compatibles con unos beneficios empresariales abundantes, los inversores se dedicaron a “la extracción de plusvalías en la industria exportadora”. Pero la concienciación del proletariado local hizo cada vez más complicado este expolio. Los sindicatos presionaron para mejorar las remuneraciones y, al caer la rentabilidad de las manufacturas, el dinero se refugió en el sector inmobiliario. Ahí infló una espectacular burbuja y, cuando esta reventó, huyó dejando tras de sí un reguero de quiebras, desempleo y miseria. “El PIB [de la región]”, escribe Barry Sterland, “pasó de crecer el 7% en los ejercicios anteriores a contraerse el 7% en 1998. En el caso de Indonesia, el declive fue del 13%”.

Bell publicó su análisis en 2001, cuando todavía humeaban los escombros de aquel pavoroso espectáculo. Si disfrutara como nosotros de una perspectiva más amplia, difícilmente podría afirmar (aunque con los marxistas nunca se sabe) que unos salarios elevados son incompatibles con “la extracción de plusvalías”. Porque, una vez encajado el brutal golpe, los tigres hincaron una rodilla en el suelo, tomaron aire, se irguieron y, en las dos últimas décadas, han experimentado un intenso ritmo de actividad. El capital mundial continúa explotando a los tailandeses a pesar de que su renta per cápita, que rondaba los 3.800 dólares en 1997, alcanzó los 5.900 el año pasado, un 55% más. En Corea del Sur el progreso ha sido aún más llamativo: de los 13.000 dólares de 1997 han pasado a los 25.500, un 96% más. ¿Por qué los aviesos inversores no dan la espalda a unos trabajadores que en algún caso están mejor pagados que los europeos?

Es verdad que, en igualdad de condiciones, el empresario preferirá producir allí donde menos cueste la mano de obra, pero la igualdad de condiciones nunca se da. “Las naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están”, explica The Economist. “El obrero de una planta de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Nueva Zelanda porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos”.

“A mediados de los años 70”, abunda el Nobel Paul Krugman, “el trabajo barato no era argumento suficiente para permitir que un país en vías de desarrollo compitiera en el negocio de las manufacturas internacionales. Las sólidas ventajas del Primer Mundo (sus infraestructuras y capacidades técnicas, el superior tamaño de sus mercados y la proximidad a proveedores clave, su estabilidad política y las sutiles pero cruciales adaptaciones sociales que permiten el correcto desempeño de una economía) más que compensaban diferencias en los sueldos de 10 y hasta 20 veces”.

“Entonces”, continúa Krugman, “algo cambió. Una combinación de factores que aún no entendemos del todo (rebajas arancelarias, desarrollo de las telecomunicaciones, abaratamiento del transporte aéreo) redujo los inconvenientes de fabricar [en Asia]” y países “que se habían dedicado previamente al cultivo de café y yute empezaron a coser camisetas y zapatillas deportivas”.

A diferencia de las autoridades latinoamericanas, las del Lejano Oriente se dieron cuenta en seguida de que a aquellos patronos extranjeros (en su mayoría grandes multinacionales) no podía dejárseles campar a sus anchas, pero en lugar de ponerles encima un burócrata que inevitablemente acababa siendo capturado, lo organizaron de modo que se vigilaran entre sí mediante una saludable competencia. Esta fue la primera clave del milagro asiático. Al obligar a las diferentes marcas a pelear para quedarse con los empleados más productivos, los salarios empezaron a subir y, al cabo de una década, se habían acercado “a lo que un adolescente americano gana en un McDonald’s”, dice Krugman.

La otra explicación del milagro asiático fue la estabilidad. Para granjearse la confianza del capital foráneo, se adoptó una política de gasto muy conservadora: todos los presupuestos se saldaban con superávit y la deuda era prácticamente inexistente. Además, para minimizar el riesgo cambiario y de inflación, se estableció una paridad fija con el dólar. El Gobierno se ataba al mástil de la política monetaria de la Reserva Federal, con lo que cualquier hombre de negocios tenía la tranquilidad de que sus beneficios no se verían diluidos por la depreciación de la divisa local o una devaluación súbita, como era habitual en las repúblicas bananeras.

Esta combinación de bajos costes laborales, libertad de mercado y ortodoxia macroeconómica puso en marcha un círculo virtuoso de inversión, empleo, producción, exportación e inversión de nuevo que permitió a los tigres completar en unas décadas un proceso de enriquecimiento que en Occidente había llevado siglos.

Este éxito cuestionó la tesis entonces dominante sobre la indisolubilidad del matrimonio entre economía de mercado y democracia liberal e incluso se teorizó que Oriente había alumbrado una modalidad distinta y más poderosa de capitalismo, que algunos bautizaron pomposamente como confuciano.

INTERREGNUM: Sureste asiático: ¿transición o retroceso? Fernando Delage

El sureste asiático, cuyas diez economías—desde 2015 integradas en la Comunidad de la ASEAN—se encuentran entre las de más alto crecimiento del mundo, representa un espacio decisivo en las redes de producción de la economía global, además de contar con algunas de la vías marítimas de comunicación más relevantes del planeta. El salto dado desde la descolonización en la década de los cincuenta es innegable. También lo es, sin embargo, la insuficiente modernización política de sus sociedades. ¿Por qué algunos de los países más ricos, como Malasia, están rodeados de corrupción? ¿Por qué Tailandia, Filipinas o Birmania no resuelven sus insurgencias locales? ¿Por qué ha habido una marcha atrás de la democracia en la zona?

Michael Vatikiotis, un veterano observador de la región, intenta responder a éstas y otras preguntas en su nuevo libro “Blood and Silk: Power and Conflict in Modern Southeast Asia” (Weidenfeld and Nicolson, 2017). Tres grandes factores explican, según Vatikiotis, los problemas de este conjunto de países. El primero de ellos es la desigualdad: pese a varias décadas de crecimiento sostenido, son las elites locales las que han acumulado riqueza y poder, sin preocuparse por el bienestar general de unas sociedades que, como consecuencia, no perciben los beneficios de la democratización.

Una segunda variable es la irrupción de los discursos identitarios. Sobre bases bien religiosas, bien étnicas, la tolerancia que facilitó la estabilidad del sureste asiático durante décadas está dando paso a nuevas políticas de exclusión. La degradación del pluralismo ha abierto el espacio a los extremismos y facilita la irrupción de conflictos internos, en un proceso ya alimentado por el deterioro de las condiciones socioeconómicas y los abusos de las autoridades. En vez de afrontar este desafío de manera directa y recuperar la tradición local de inclusión, los gobiernos se han dejado llevar por la inercia conservadora que, según creen, les asegura su permanencia en el poder. Líderes elegidos por los votantes pero de perfil autoritario, prefieren manipular etnia y religión —o argumentos de seguridad, como Duterte en Flipinas— con fines políticos en vez de defender los derechos y libertades constitucionales.

Un tercer factor está relacionado con la influencia de las potencias externas. Con un cuarenta por cien de población musulmana (aunque Indonesia representa por sí sola el grueso del total), el sureste asiático no escapa a la competencia entre Arabia Saudí e Irán por el control del islam, como refleja la financiación de escuelas y grupos religiosos, origen de un entorno favorable a la expansión del radicalismo. La creciente proyección económica y diplomática de China en la región está convirtiendo al sureste asiático, por otra parte, en terreno de rivalidad entre las grandes potencias, creando nuevas tensiones geopolíticas.

El futuro inmediato de la región aparece rodeado pues de incertidumbres. La falta de respuesta de los gobiernos a las quejas ciudadanas agrava el escepticismo de las clases medias sobre la democracia, vista como un medio más que como un fin en sí mismo. Pero la persecución de la oposición y el recorte de libertades empujará a grupos sociales a organizarse frente a las autoridades, o a redefinirse sobre bases distintas de la ciudadanía nacional, con la consiguiente amenaza de inestabilidad. El riesgo de sectarismo étnico y religioso en Indonesia y en Birmania, la desintegración del pacto social en Malasia entre malayos, chinos e indios, la permanencia de un gobierno militar en Tailandia, o la debilidad institucional de la democracia filipina reflejan una inacabada transición política interna, contradictoria con la relevancia económica que ha adquirido el sureste asiático en el mundo del siglo XXI.