INTERREGNUM: China: demografía e innovación. Fernando Delage

Entre esos datos estadísticos que no suelen aparecer en los titulares de los medios de comunicación, la semana pasada se dio a conocer la cifra de nuevos nacimientos en China en 2018: 15,2 millones. Es decir, dos millones menos que el año anterior, y segundo año consecutivo, por tanto, de caída de la natalidad desde que, en 2015, se aboliera formalmente la política del hijo único. En términos porcentuales, la población china creció un 0,38 por cien, un incremento comparable al de los países de Europa occidental. Lo significativo es que se trata del crecimiento más bajo desde 1961, año en que la República Popular afrontaba la pérdida de hasta 40 millones de personas como consecuencia de las hambrunas causadas por el Gran Salto Adelante maoísta.

La demografía, como vienen advirtiendo numerosos economistas desde hace años, es uno de los principales obstáculos al crecimiento sostenido de China. El tamaño de la población activa—y la ventaja competitiva de unos bajos salarios—fue uno de los factores decisivos del despegue económico desde la década de los ochenta. La política del hijo único—impuesta por la presión que suponía una población de esas dimensiones sobre un Estado con limitados recursos—ha tenido, sin embargo, un impacto difícil de corregir. El censo de 2010 ya reveló un crecimiento anual de la población del 0,57 por cien en la primera década del siglo XXI frente al 1,07 de los años noventa, un dato muy por debajo de lo que se esperaba.

La consecuencia es que el número de chinos en edad de trabajar ha comenzado a contraerse: si entre 1990 y 2010 seis millones de trabajadores se incorporaban anualmente al mercado laboral, durante las próximas dos décadas la población activa se reducirá en unos 6,7 millones de trabajadores cada año. De 940 millones en 2012, se pasará así a 700 millones en 2050, fecha en la que uno de cada tres chinos tendrá más de 65 años. (La población total comenzará a disminuir tras alcanzar un máximo de 1.440 millones en 2029).

El envejecimiento de la población —en un país con una reducida red de seguridad social—, y la reducción de la población activa se traducirán en una disminución gradual del ahorro (y por tanto de la inversión), y empujarán al alza de manera significativa los costes salariales, afectando a la competitividad y al empuje de la economía. Es un desafío que explica la prioridad de los dirigentes chinos por promover un aumento de la productividad apoyado en la innovación y la tecnología. Lo que, a su vez, está en el origen de las actuales tensiones económicas con Estados Unidos y, en parte también, con la Unión Europea.

La aceleración del envejecimiento de una sociedad con una renta per cápita aún baja—al contrario de lo que ocurre en Japón o Corea del Sur, países que también atraviesan un complejo declive demográfico—puede complicar en gran medida las ambiciones chinas y alterar la dinámica política interna. Pero también pone de relieve—justamente cuando la Comisión Europea acaba de adoptar unas nuevas orientaciones estratégicas hacia China que el Consejo Europeo discutirá en su reunión de esta semana—, que la competencia internacional no es tan sólo geopolítica o comercial. La variable demográfica es una de las razones que explica por qué es en relación con la política industrial, y con el sector tecnológico en particular, donde se juega la pertenencia a la primera división mundial del futuro.

Estados Unidos lo tiene claro, aunque quizá no haya formulado una estrategia hacia China coherente y sostenible a largo plazo. Es ahora el turno de los líderes europeos de ser consecuentes con el mundo que se avecina. La demografía condiciona la superación por China de la trampa de los ingresos medios, pero formular una política sobre la base de un escenario de no sostenibilidad de su crecimiento a largo plazo significa desconocer la determinación de Pekín de ocupar una posición de liderazgo en la economía global del siglo XXI. (Foto: Eric Hevesy)

El mito del milagro asiático, revisitado. Miguel Ors Villarejo

Érase una vez una opinión pública que contemplaba con inquietud el progreso extraordinario experimentado por un puñado de economías orientales. Aunque todavía eran sustancialmente más pobres y pequeñas que las occidentales, la rapidez con que habían realizado la transición de sociedad agraria a potencia industrial, su capacidad para encadenar tasas de crecimiento muy superiores a las de las naciones avanzadas y la naturalidad con que desafiaban e incluso superaban la tecnología estadounidense y europea cuestionaban la permanencia de la hegemonía no ya política, sino ideológica de Occidente. Los líderes de aquellos países emergentes no compartían la fe en el mercado libre y los derechos civiles. Afirmaban con aplomo que su sistema era mejor y que los pueblos dispuestos a aceptar gobiernos autoritarios, a limitar sus libertades en aras del bien común y a sacrificar los deseos de consumo cortoplacistas en aras del desarrollo a largo plazo acabarían superando a las cada vez más caóticas sociedades de Occidente. Y una creciente minoría de intelectuales estaba de acuerdo.

En Estados Unidos, la menguante brecha entre Oriente y Occidente terminó convirtiéndose en una prioridad política y los republicanos recuperaron la Casa Blanca bajo la égida de un enérgico presidente que prometió hacer América grande otra vez…

Con apenas unos leves retoques, los dos párrafos anteriores están literalmente fusilados de un clásico del periodismo económico: “El mito del milagro asiático”, el artículo publicado por Paul Krugman en Foreign Affairs en 1994. En aquel momento, el mundo asistía expectante a la irrupción de los llamados dragones (Corea del Sur, Hong Kong, Taiwán y Singapur), pero Krugman no se refería a ellos. “Hablo, por supuesto, de comienzos de los 60”, seguía el tercer párrafo. “El enérgico presidente era el demócrata John Kennedy [yo he puesto republicano, para actualizar la trampa, y he alterado el lema de su campaña, aunque no mucho]. Las proezas tecnológicas que tanto alarmaban a Occidente eran el lanzamiento del Sputnik y la carrera espacial. Y las economías de rápida expansión eran las de la Unión Soviética y sus satélites”.

Aquello acabó en 1989 como todos sabemos, pero Occidente no puede dejar de mirar con aprensión al Este. De allí vinieron los hunos en el siglo V, los magiares en el IX, los selyúcidas en el XI, los otomanos en el XIII… Desde la caída del Muro de Berlín, la naturaleza del recelo ha cambiado: ya no tememos una invasión física, sino un desbancamiento económico. En 1993 Lester Thurow anunció que el individualismo de Estados Unidos sucumbiría a manos de Japón; incluso Ridley Scott rodó Black Rain, una película que se hacía eco de esta paranoia, del mismo modo que La noche de los muertos vivientes había sido una metáfora de la Guerra Fría. Cuando el país del sol naciente se vino abajo como consecuencia de una gran burbuja inmobiliaria, se empezó a hablar del capitalismo confuciano de los dragones. Ahora estamos con China.

“El punto de vista general”, escribe Martin Wolf en el Financial Times, “es que hacia, digamos, 2040 la economía de China será mucho mayor que la de Estados Unidos”. Hay dos poderosos argumentos que avalan esta tesis. Primero, China aún está por detrás de los países más avanzados en términos de productividad y ese proceso de convergencia debería continuar. Segundo, Pekín ha acreditado una gran capacidad para mantener elevados ritmos de crecimiento a lo largo de décadas.

El problema de esta extrapolación es que no está claro cuál va a ser el impulsor de esa expansión. No puede ser la inversión, que alcanzó el año pasado el 44% del PIB, una proporción insosteniblemente alta. En infraestructuras, “su stock per cápita es ya muy superior al de Japón cuando tenía su misma renta”, dice Wolfe. Y las exportaciones también han tocado techo. Lo lógico es que el consumo doméstico tomara el relevo, pero el elevado endeudamiento lo hace improbable.

La única fuente de crecimiento es una mejora de la productividad, es decir, hacer más con los mismos recursos. En “El mito del milagro asiático”, Krugman explica que esa fue la variable que acabó doblegando a la URSS. Los sistemas de planificación central son mucho menos eficientes que los capitalistas por una razón sencilla: en estos últimos, los emprendedores se juegan su dinero y tienen poderosos motivos para ganar competitividad. A los burócratas soviéticos, por el contrario, les traía sin cuidado la calidad: todo lo que fabricaban acababa colocándose, con independencia de lo bien o mal que funcionara. El resultado fue una brecha creciente de productividad y, por ende, de riqueza y bienestar entre las dos potencias.

¿Asistiremos una vez más a este mismo desenlace? Wolf cree que sí. “Hoy en día el crédito sigue asignándose [en China] preferentemente a las empresas públicas y la influencia del Estado en las grandes compañías no deja de incrementarse. Todo esto distorsionará la asignación de recursos y ralentizará la innovación y el progreso”.

La misma predicción sobre los dragones realizó Krugman en 1994. Pocos lo creyeron, pero menos de tres años después el colapso del baht tailandés ponía fin al efímero imperio del capitalismo confuciano.

El último (e igualmente fallido) intento de ingeniería social. Miguel Ors Villarejo

El currículo de Jeffrey Sachs asusta. A los 13 años estudiaba las matemáticas que se imparten en las facultades de exactas, sacó una puntuación casi perfecta en las pruebas de acceso a la universidad y se graduó summa cum laude en Harvard, donde era profesor titular antes de la treintena. Su fama no tardó en traspasar fronteras y en 1985 el Gobierno de Bolivia lo contrató para que le ayudara a meter en cintura una inflación del 15.000%. Triunfó como Cagancho en Las Ventas y Polonia le cedió a continuación las riendas de su economía para que pilotara la reconversión al capitalismo. Salió a hombros nuevamente, pero su siguiente faena no sería tan lucida.

Boris Yeltsin quería desmantelar el aparato soviético y Sachs lo convenció para que acometiera “las reformas de una vez”, me contaba Xavier Sala i Martín en 2005, “que los ríos hay que cruzarlos de un salto, porque si vas de piedra en piedra te caes”. El resultado fue catastrófico. En 1991 el PIB ruso se desplomó un 15%, un hundimiento superior al de Estados Unidos en 1932, el peor año de la Gran Depresión. En las calles de Moscú la gente se murió aquel invierno de frío y hambre, un espectáculo insólito en Europa desde la posguerra.

En una conferencia de 1999 sobre la transición rusa, el entonces economista jefe del Banco Mundial Joseph Stiglitz declaró que “los autores del programa argumentaron que la medicina era la adecuada, pero que el paciente no siguió las instrucciones”. Stiglitz no citaba en ella a Sachs, pero la explicación cuadra con la soberbia del personaje. A Sachs le cuesta encajar críticas. Nadie puede negarle ni la buena intención ni el valor. “Admiro a Sachs profundamente por cómo se ha jugado su reputación y sus ideas”, escribe Bill Gates. “Al fin y al cabo, podría llevar una existencia confortable dando dos clases al semestre y dispensando consejos en las revistas académicas desde su sillón de orejas. Pero no es su estilo. Le gusta arremangarse. Poner a prueba sus teorías”.

Gates es uno de los varios millonarios a los que Sachs solicitó fondos para el último gran experimento de ingeniería social: el Proyecto Aldeas del Milenio (PAM). El propósito de este programa era borrar la miseria de la faz de la tierra, algo que Sachs considera que puede lograrse fácilmente. Occidente ha fracasado hasta ahora porque ha adoptado estrategias parciales, cuando el problema requiere una ofensiva general. En el caso concreto de África, sostiene, la pobreza extrema hace que las tasas de ahorro sean bajas, lo que a su vez determina unos bajos crecimientos. Esta debilidad no puede contrarrestarse con flujos de capital extranjero, porque las malas infraestructuras y la escasa formación de la mano de obra desincentivan la inversión. El resultado es un círculo vicioso que únicamente puede romperse concentrando las ayudas dispersas que hoy facilitan ONG y Gobiernos en un “gran empujón” que ataque simultáneamente todos los frentes: salud, educación, emprendimiento, igualdad de género, medio ambiente, agua, energía…

“Estos argumentos tienen cierta plausibilidad”, escribe el Nobel Angus Deaton en The Lancet, “pero no son respaldados por la mayoría de los economistas”, porque su eficacia práctica a la hora de promover el desarrollo no ha sido precisamente brillante.

“Llevamos 50 años dando ayuda”, dice Sala i Martín, “y ha sido un fracaso espectacular”. Y añade: “No conozco ningún país que haya salido de la pobreza gracias a la tasa Tobin, al 0,7% […]. Todos lo han conseguido a base de crecimiento”.

“Las naciones que hoy son ricas escaparon de la pobreza sin ningún empujón”, coincide Deaton y, refiriéndose a alguno de los frentes de los que habla Sachs, apunta: “Uno podría preguntar igualmente qué papel desempeñó la igualdad de género en la Revolución industrial o en la reciente erradicación de la miseria […] en India y China, que ha sido de las más espectaculares de la historia de la humanidad”.

Pero ya decimos que a Sachs le cuesta encajar críticas. Lo que no le falta es talento para venderse y, aunque no a Gates, sí persuadió a donantes como George Soros para que financiaran la puesta en práctica de sus teorías. En junio de 2006, el PAM se ponía en marcha en una decena de aldeas subsaharianas. La idea era rociarlas con un poderoso chorro de recursos y poner en marcha una dinámica de crecimiento que, al cabo de cinco años, podría sustentarse por sí sola, como pasa en Occidente.

¿Cuál ha sido el balance? Fascinada por el experimento, la periodista Nina Munk se convirtió en la sombra de Sachs durante seis años. Sus andanzas están resumidas en The Idealist. Munk vivió en Dertu (Uganda) y Ruhiira (Uganda), compartiendo con sus habitantes la ilusión inicial. “A medida que el dinero llegaba”, escribe Howard W. French, “cosas apasionantes empezaron a ocurrir en este poco prometedor lugar [Dertu], donde todo el agua sale de un pozo y el 80% de la población es analfabeta. Los techos de uralita, signo inconfundible de la prosperidad emergente, proliferaron; el dispensario médico se equipó y dotó de personal”. El plan original era respetar el nomadismo de la población autóctona, pero la afluencia de comida y servicios alteró los incentivos y los dertuenses optaron por hacerse sedentarios. “Lo que había sido un oasis con una charca para los camellos se convirtió en una pujante concentración de chabolas, con las calles alfombradas de basura. El mercado para el ganado nunca arrancó. La bomba de agua se averió. La gente empezó a pelearse por los bienes distribuidos. Se produjo una sequía, seguida de inundaciones. Brotaron epidemias”.

“Dertu”, cuenta por su parte Deaton, “sufrió el destino del pequeño pueblo al que visita un circo ambulante: de repente, se vio desbordado por una excitante actividad temporal, que incluía prostitutas y canallas que se peleaban por los despojos y vivían entre escombros. Hacia el final del libro [The Idealist], Dertu acaba aislada, sumida en la sequía, la guerra y el terrorismo”.

Estos problemas no afligieron solo a Dertu. En Ruhiira, Sachs decidió que había que plantar maíz, un alimento más eficiente que el plátano que habían cultivado hasta entonces. Por desgracia, ni había silos para almacenarlo ni mercado donde venderlo, así que el grano sirvió para que las ratas se dieran un formidable festín.

Aunque el programa debía alcanzar el punto de autosustentación a los cinco años, Sachs debió prorrogarlo otros cinco. Esta vez no le fue tan fácil captar fondos, así que recurrió a los préstamos y obligó a muchos habitantes de Ruhiira a endeudarse para dar el salto de la agricultura de subsistencia a la comercial. Era una apuesta segura, les explicó, pero resultó que no y, “además de perder lo poco que tenían”, escribe Deaton, “perdieron también lo que no tenían”.

A medida que las brillantes previsiones de Sachs se torcían, la admiración de Munk fue trocándose en desprecio, especialmente después de ver su reacción. Cualquier error era siempre culpa de los africanos, como antes lo había sido de los rusos, pero en general no reconocía muchos. Igual que los funcionarios del Partido Comunista en la China de los años 50, se esforzó por maquillar la triste realidad. “Los economistas que trabajaban en los cuarteles generales del PAM en Nueva York estaban convencidos de que Dertu prosperaba mucho después de que hubiera empezado a hundirse”, cuenta French.

Sachs incluso ha tratado de impedir la edición de The Idealist, como Munk ha denunciado en Twitter. Se queja de que ofrece una visión demasiado negativa y que el experimento, con todas sus limitaciones, ha contribuido a mejorar la existencia de los lugareños, pero ni siquiera esto es cierto. La primera evaluación independiente concluía en 2010 que las aldeas atendidas habían registrado un avance no muy superior al del resto del continente. Ahora acaba de salir un segundo análisis que corrobora que “lo conseguido podría haberse alcanzado a un coste sustancialmente inferior” y que además “las ganancias obtenidas están empezando a desvanecerse”.

Como dice French, Sachs es el último representante de lo que el politólogo James C. Scott llama “la ideología del alto modernismo”: la convicción de que una sociedad no puede organizarse a partir de “la inteligencia práctica de sus miembros”, sino desde “el conocimiento de los expertos”. La historia enseña, sin embargo, que “ningún modelo administrativo es capaz de reconstruir una comunidad salvo mediante un heroico y muy esquematizado proceso de simplificación”.

El PAM, reflexiona Deaton, no comportó la coerción brutal que acompañó “los proyectos de desarrollo agrario de Stalin o Nyerere [en Tanzania], ni por supuesto el horror sanguinario del Gran Salto Delante de Mao. Por eso deberíamos felicitarnos. Ahora bien, es un escándalo que Sachs ponga la soberbia y las consecuencias las paguen los aldeanos”.

THE ASIAN DOOR: La natalidad en China amenaza la revolución tecnológica. Águeda Parra

China está apostando fuertemente por convertirse en una economía avanzada en la próxima década. Las iniciativas del gobierno de Xi Jinping están diseñadas para favorecer la modernización de su industria en una transición desde una economía basada en la manufactura a otra más orientada a los ingresos procedentes de la alta tecnología y el sector servicios. Parte del éxito vendrá definido por el cambio de paradigma que supone fomentar la economía digital como motor del desarrollo económico del país. Pero eso es sólo una parte de la historia, ya que la cuestión demográfica puede resultar ser el principal freno para que se consolide una verdadera revolución digital.

Conseguir mantener el nivel de desarrollo económico que necesita el país en 2030 supone alcanzar una población de 1.450 millones de personas, desde los 1.390 millones registrados en la actualidad, cifra que comienza a no ser alcanzable en estos momentos. La fecha de 2030 destaca en el calendario diseñado por Xi Jinping como el momento en que China habrá logrado retos significativos para el desarrollo de su economía. Proyectos del tipo Made in China 2025, Healthy China 2030, al que se sumará el que China se convierta en líder mundial en inteligencia artificial son parte de los retos planteados por Xi Jinping para los próximos años. Para esa fecha, también estarán operativas las principales infraestructuras planteadas dentro de la iniciativa de la nueva Ruta de la Seda, mejorando la integración regional de China en Asia y la conexión comercial con los mercados europeos.

La creciente clase media china, que se espera sea la responsable de un incremento significativo en el consumo interno del país, estará formada en 2030 por 480 millones de personas, cerca del 35% de la población mundial. Sin embargo, China contará con más personas mayores de 65 años que menores de 14 años, al sumar 100 millones más de chinos a los ya 158 millones que forman parte de este grupo senior en 2017, según datos del National Bureau of Statistics (NBS). Esto es sumar una población envejecida que equivale a la de España e Italia juntas.

El número de nacimientos no mejora las estimaciones a futuro, ya que en 2017 nacieron 630.000 niños menos que el año anterior, alcanzando la cifra de 17,23 millones de nacimientos al año, según NBS. Cifra sensiblemente inferior a los 17,86 millones de niños nacidos en 2016, primer año después de levantarse la prohibición de la política del hijo único que ha estado funcionando en China casi cuatro décadas desde 1979-2015. Tras el levantamiento de la restricción se produjo un aumento notable en el número de nacimientos respecto a la cifra de 16,55 millones de nacimientos en 2015, pero que no alcanzan, sin embargo, las expectativas del gobierno.

La posibilidad de tener un segundo hijo llega en un momento en el que China ha experimentado un sorprendente desarrollo económico, con mayor acceso a la educación y a la tecnología, formada por una sociedad más inclinada al gasto y a asumir mayores deudas que generaciones anteriores. Las familias dedicadas al cuidado de un único hijo han dispuesto de mayores recursos para la adquisición de dispositivos electrónicos, para la compra de vehículos y para realizar turismo. De hecho, China es el gran referente del e-commerce, y eventos como el día del Soltero organizado cada año por Alibaba el 11 de noviembre pone de manifiesto el entusiasmo que genera el consumo en el país.

De no conseguir mejorar los ratios de natalidad, la economía china comenzará a registrar índices de crecimiento inferiores al 7% actual, que podría situarse en un 5% en 2020 y alcanzar un 4%, o inferior, en 2030, según algunos analistas. Esto significa que China dispone únicamente de unas dos décadas para conseguir pasar al nivel de riqueza de ingresos altos, una vez que el Banco Mundial ya considera al país en la categoría de ingresos medio-altos al situarse entre los 3.956 – 12.235 dólares de ingresos brutos nacionales per cápita en 2016.

Una generación que rebosa espíritu emprendedor, al que se une una aportación de talento tecnológico femenino que está impulsando fuertemente la revolución digital forman la combinación perfecta para no encontrar ningún aliciente a la presión del gobierno por tener un segundo hijo. La falta de ayudas gubernamentales a la natalidad y la necesidad de costear los gastos médicos y el cuidado de los padres son parte también de los motivos que inclinan a los jóvenes chinos a no decantarse por la eliminación de la política del hijo único. Ante esta situación, no cabe otra cosa que la reflexión y acción inmediata del gobierno central para tratar de no fallar en los objetivos de progreso económico y social del país por una cuestión de natalidad mal planificada.

Cualquier tiempo pasado fue peor. Pero bastante peor. Miguel Ors Villarejo

Cada día los telediarios nos bombardean con desgracias: el paro, el hambre, los accidentes, las epidemias… La impresión es que va todo fatal, cuando lo cierto es que la humanidad ha progresado en los últimos 200 años más que en los 100.000 anteriores.

En materia de violencia, aunque muchos están convencidos de que la Tierra es más peligrosa que nunca, los conflictos de alta intensidad, como los llama el Human Security Report Project, se han reducido a menos de la mitad desde el final de la Guerra Fría. Y lo mismo ocurre con los atentados, los genocidios y los homicidios. Vivimos lo que el psicólogo Steve Pinker califica como “la era más pacífica de la historia”.

También en materia de bienestar se ha verificado un avance espectacular. Como reflejan las estadísticas de Our World In Data, en las últimas décadas hemos sido testigos de la mayor reducción de la pobreza conocida por el hombre. En 1981, un 54% de la población vivía con menos de dos dólares al día, que es donde el Banco Mundial sitúa el umbral de la pobreza extrema. Ya aquello suponía un gran éxito respecto de la tasa de 1820, que era del 94%. Pero es que entre 1981 y 2015 el porcentaje cayó al 12%.

Sigue siendo, por supuesto, intolerable y no debemos bajar la guardia, pero una cosa es fustigarnos de vez en cuando y otra caer directamente en la abominación y renegar del progreso. La reciente publicación de un par de libros (Against the grain, de James Scott, y Affluence without abundance, de James Suzman) ha avivado en muchos medios (The Guardian, The New York Times, London Review of Books, Financial Times, The New Yorker) el peregrino debate de si no estábamos mejor como cazadores-recolectores. “Tenemos que repensar lo que queremos decir cuando hablamos de las antiguas eras oscuras”, escribe John Lanchester en “The Case Against Civilization” (más o menos, “Juicio a la civilización”). La evidencia recogida por los antropólogos entre algunas de las tribus nómadas desmiente la creencia de que antes del Neolítico la existencia fuera “solitaria, miserable, brutal y breve”, como sentenció Thomas Hobbes. La gente no solo gozaba de una longevidad y una salud similares a las actuales, sino que trabajaba menos y en un entorno más justo. “El impulso igualitario”, apunta Lanchester, “es central al estilo de vida del cazador-recolector, que es acomodado (affluent), pero sin abundancia ni excesos”.

En realidad, como explica William Buckner en Quillette, cuando Scott, Suzman y Lanchester apelan a la evidencia recogida por los antropólogos hablan básicamente de Richard B. Lee y la investigación que realizó en los 60 entre los !Kung del Kalahari. De acuerdo con sus conclusiones, en esta comunidad cada individuo dedicaba entre 12 y 19 horas cada semana a reunir los alimentos que necesitaba y había una proporción de mayores de 60 años similar a la de cualquier sociedad industrializada.

El problema de esta investigación es que no ha podido ser ratificada por estudios posteriores, ni siquiera los del propio Lee, que en 1984 amplió a entre 40 y 44 horas la semana laboral de los !Kung. En cuanto a la calidad de su alimentación, Nancy Howell señaló en 1986 que “estaban muy delgados y se quejaban a menudo de pasar hambre”. Howell también calculó que la mortalidad entre los menores de un año era del 20% (0,3% en España) y que apenas un 57% de los niños superaba los 15 años.

Y esto no es todo. Las noticias de otros cazadores-recolectores revelan que el infanticidio femenino es una práctica habitual y la tasa de homicidios, muy superior a la de las naciones más violentas del planeta.

¿Y la igualdad? La ausencia de bienes atenúa el afán de consumo, pero llevamos la envidia tan inscrita en el ADN que, cuando no tenemos a mano diferencias de renta o de propiedades, nos inventamos cualquier otra. Lo cuenta Christopher von Rueden en un artículo de la revista Evolution, Medicine, and Public Health sobre los tsimane. En esta tribu de la Amazonia boliviana todas las decisiones se consensuan, sin que se ejerza la menor coerción sobre nadie. Constituye un modelo de sociedad “pequeña, preindustrial y políticamente igualitaria”. El perfecto paraíso anticapitalista.

“Esto no significa, sin embargo, que no haya jerarquías”, advierte Von Rueden en The New York Times. En las reuniones, la opinión de unos prevalece sobre la de otros y, cuando hay que mediar en alguna disputa, se recurre al arbitraje de unos pocos sabios.

A partir de estas observaciones, Von Rueden dibujó un organigrama de cuatro poblados tsimane y sometió luego a sus habitantes a distintas pruebas médicas, además de pedirles muestras de orina. “Descubrimos que los varones con menor influencia política presentaban peores registros de cortisol, la hormona del estrés”. Aquellos cuyo prestigio había decaído también tenían el cortisol por las nubes, aparte de mostrarse más proclives a las afecciones respiratorias, “la principal causa de enfermedad y muerte”.

Las comparaciones odiosas no son, por lo visto, exclusivas del capitalismo.

“Es estupendo”, reflexiona Buckner, “pensar que en algún momento del pasado, o incluso hoy mismo en algún rincón del planeta, hubo una comunidad que sorteó todas las dificultades; donde todos llevaban una existencia saludable y dichosa, ajenos a las tensiones de la vida moderna”. Pero esa Arcadia idílica es un mito y pretender que “los retos sociales son exclusivamente contemporáneos o exclusivamente occidentales” no solo no es de mucha ayuda, sino que “nos deja más confundidos sobre sus causas y, por tanto, peor equipados para resolverlos”.

Fotografía: Dan

Una China bella. Gema Sánchez.

(Foto: Ankhbayar Tumurbaatar, Flickr) Ahora que en Madrid se habla tanto de los índices de contaminación atmosférica y de los protocolos municipales para intentar disminuir las emisiones procedentes del tráfico rodado, me cuenta un amigo residente en Pekín que, en esta ciudad, acaban de entrar en alerta naranja. Los medidores (el más fiable el de la Embajada de EE. UU.) han registrado niveles de dióxido de nitrógeno de hasta 269 microgramos el metro cúbico, más de diez veces el valor que la OMS establece como seguro, que son 25 microgramos. (Para que los lectores se hagan una idea, la media anual en Madrid en 2016 fue de 39.) Ante tal situación, las autoridades recomiendan que los niños, ancianos y enfermos no salgan a la calle.

El desarrollo acelerado y descontrolado de China en las últimas décadas ha provocado un envenenamiento del medioambiente. A las densas columnas de humo que expulsan las fábricas, se une el humo de millones de vehículos y, la semana pasada, el encendido de las calefacciones que siguen empleando carbón como combustible. Todo ello se agrava por la ausencia de viento y lluvia que podrían limpiar la densa nube. Hay que recordar que en Pekín se llegó a alcanzar en diciembre de 2015 un valor superior a 500 microgramos, el tope de los sistemas de medición.

La exposición a unos niveles tan elevados de contaminantes produce afecciones respiratorias severas, no en vano 1,5 millones de personas mueren al año en China por causas relacionadas con la contaminación. La población está preocupada, la mayoría ya se ha acostumbrado a usar mascarilla como un complemento más de su atuendo callejero y, los más afortunados, pueden respirar un ambiente algo más limpio en su hogar mediante el uso de filtros. Pero ¿qué se puede hacer?

Las autoridades chinas reiteran que están adoptando medidas para rebajar la polución; sin embargo, no parece que estén dando los resultados positivos esperados. Un informe del Centro Tyndall para Investigación del Cambio Climático de la Universidad de East Anglia (Reino Unido) afirma que “las emisiones mundiales de NO2 parecen estar subiendo, después de un período estable de 3 años”, y el 28% de ese total corresponde a China. El coautor del mismo informe, Glen Peters, habla de que China está teniendo un repunte en las emisiones, un 3,5% en 2017. Estos datos parecen encajar muy bien con el retorno a las viejas políticas de producción industrial, características del modelo económico de crecimiento de los últimos años y, aunque están buscando la forma de cambiar el modelo por otro más eficiente, no es una tarea sencilla y conseguir resultados llevará tiempo.

El presidente Xi Jinping, en su discurso en el 19º Congreso Nacional de octubre, se comprometió a reducir la contaminación y cuidar el medio ambiente, lo expresó de una forma más poética: lograr “una China bella”. Él sabe que la polución preocupa a millones de compatriotas y que puede generar descontento, lo cual encendería todas las alarmas. Sabe también que, tan importante como volcar esfuerzos en conseguir que China sea reconocida internacionalmente como una gran nación, lo es conseguir unos estándares de vida razonables, donde no entrarían tales niveles de contaminación sostenidos durante mucho tiempo. Habría que recordar un viejo proverbio chino: “antes de iniciar la labor de cambiar el mundo, da tres vueltas por tu propia casa”.

Veinte años de la crisis asiática (y 3). El efecto mariposa. Miguel Ors Villarejo

El Museo Siam de Bangkok ha dedicado este año una exposición al aniversario de la crisis asiática. Aparte de fotografías y gráficos con la cotización del baht, el visitante podía contemplar “objetos que condensan el sufrimiento de los ciudadanos corrientes”, cuenta la agencia AP: “la estatua del Buda a la que un hombre de negocios confesó lo que no se atrevía a decir a su familia: que se había arruinado. O el teléfono por el que una mujer se enteró de que su jefe se había quitado la vida”. Algunos estudios cifran en 10.400 los suicidios adicionales que se produjeron en 1998 solo en Japón, Corea del Sur y Hong Kong.

La muestra se subtituló “Lecciones (no) aprendidas” y a The Economist le parece con razón “injusto”, porque las víctimas de la catástrofe se saben hoy muchas cosas “de memoria”. “Con la excepción de Hong Kong”, dice la revista, “no confían en una paridad fija con el dólar para controlar la inflación”. También son mucho más sensibles a los desequilibrios exteriores. “Tailandia arroja hoy un superávit del 11% en su balanza por cuenta corriente”.

Los tigres no son los únicos que han extraído enseñanzas. El FMI también se vio obligado a revisar su manual de primeros auxilios. Sus remedios nunca han sido muy populares, pero en 1997 imponía unas condiciones tan draconianas para acceder a sus préstamos contingentes, que Malasia rompió las negociaciones y decidió salir por libre del atolladero. En abierto desafío con el catecismo liberal vigente, impuso controles de capitales, aumentó el gasto público y rescató empresas y bancos. “El establishment académico auguró el colapso inevitable de la economía malaya”, recuerda Martin Khor, director del think tank South Centre. “Pero sorprendentemente se repuso incluso más deprisa y con menos pérdidas que otros países. Hoy las medidas [de Kuala Lumpur] se consideran una eficaz estrategia anticrisis”. Tuvimos ocasión de apreciarlo en 2007 y 2008, cuando Estados Unidos no dudó en nacionalizar su industria del motor y el G20 auspició un plan de estímulo para relanzar la actividad mundial.

Al final y a pesar de los anuncios apocalípticos de la izquierda, el capitalismo sobreviviría a aquel verano de 1997. “Los tigres se recuperaron antes de lo previsto”, reconoce el presidente del Banco de Desarrollo Asiático, Takehiko Nakao, y una vez saneados han retomado un vigoroso crecimiento.

Pero sería una ingenuidad incurrir en un optimismo de signo opuesto. En el azul firmamento capitalista los horizontes nunca están del todo despejados. Primero, porque la flotación de la moneda no es un remedio infalible. Todos (en Asia, en Europa o en América) estamos supeditados a las decisiones de la Reserva Federal. Cada vez que sube o baja tipos, altera la rentabilidad relativa de los activos y ocasiona movimientos de capitales que pueden hacer mucho daño.

Y segundo, porque se engaña quien crea que las crisis son consecuencia de la ineptitud (o la venalidad) de los responsables políticos y económicos, y que otros más perspicaces (u honestos) podrán evitarlas en el futuro. La seguridad absoluta no existe. El matemático John Allen Paulos relata el experimento de tres investigadores que emularon un negocio de elaboración y venta de cerveza, “con fábricas, mayoristas y minoristas, todo de pega. Introdujeron regulaciones verosímiles sobre pedidos, plazos y existencias, y pidieron a directivos, empleados y otras personas que […] jugaran como si todo fuera serio”. No tardaron en detectar “variaciones imprevistas”, “graves retrasos en el cumplimiento de los pedidos” y “una sensibilidad extrema a cualquier pequeño cambio”.

Es lo que predice la teoría del caos. En todo sistema dinámico (como la bolsa o la atmósfera) una alteración minúscula en las condiciones de partida puede dar lugar a escenarios diametralmente opuestos. “El lector de prensa”, aconseja Paulos, “debería ser muy cauto ante […] las crónicas que señalan causas únicas” para situaciones complejas, como las recesiones, porque están sujetas a fuerzas que las hacen “poco predecibles”. El aleteo de una mariposa en China puede determinar que, meses después, en Florida reine la calma o ruja un huracán. Y el hasta entonces irrelevante déficit exterior de un país del Lejano Oriente puede desatar el pánico en las finanzas planetarias.

Veinte años de la crisis asiática (2). El fin del mito. Miguel Ors Villarejo

A principios de los 90, la admiración ante el milagro asiático empezó a mutar en una difusa inquietud. La idea de que, una vez derrotada la Unión Soviética, Occidente se enfrentaba a un rival mucho más temible (una generación de regímenes que aunaban la eficacia económica del capitalismo y la determinación política de las autocracias) dio pie a abundantes artículos y a algún superventas y, aunque apenas tuvo repercusión en la literatura académica seria, alentó una malsana y peligrosa soberbia entre los propios tigres. De algún modo, llegaron a considerarse al margen de las reglas por las que nos gobernábamos el resto de los mortales y, cuando empezaron a acumular abultados déficits en sus balanzas por cuenta corriente, no tomaron medidas.

La teoría canónica sostiene que esos números rojos constituyen una deuda que en algún momento habrá que liquidar, con la merma subsiguiente de la riqueza nacional. Pero el capitalismo confuciano era diferente. Su galopante ritmo de desarrollo era la manifestación de un sistema mucho más productivo. Cuando los acreedores aporrearan la puerta, pensaban, les bastaría con forzar un poco la máquina para atender los pagos, sin que la velocidad de crucero se resintiera.

El problema es que aquel galopante ritmo de desarrollo no era el fruto de una mayor productividad. En 1994, los profesores de la Universidad de Stanford Lawrence Lau y Jong-il Kim publicaron un estudio en el que se desmenuzaba el crecimiento de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán y se concluía que no tenía nada de milagroso. Se debía a “la acumulación de capital”. Era un proceso similar al que había impulsado Stalin en la URSS: coges a millones de campesinos improductivos, les das tractores a unos pocos, pones al resto a trabajar en la industria e inevitablemente el PIB se te dispara.

Como contaría meses después en Foreign Affairs Paul Krugman, “es probable que el crecimiento del sureste asiático prosiga en la próxima década a un ritmo superior al occidental […]. Pero no lo hará al de los últimos años. […] Las nuevas naciones industriales del Pacífico han recogido el fruto de una excepcional movilización de factores, tal y como prevé la teoría económica más aburrida y convencional”.

Los análisis de Lau, Kim y Krugman sentaron como el típico comentario fácil y grosero en una reunión de ambiente sano y juvenil, pero se revelaron trágicamente proféticos poco después. En 1996 Tailandia cerró con un déficit del 8% en su balanza de pagos y muchos inversores empezaron a salir del país. No se fiaban del todo de las teorizaciones sobre el capitalismo confuciano. Igual eran ciertas y estaban pecando de timoratos, pero pensaron: “Que lo compruebe otro con su dinero”.

Esta retirada inicial obligó a las autoridades a salir en defensa de la paridad fija. Además de comprar resueltamente bahts, elevaron la rentabilidad que ofrecían por sus activos en un intento desesperado por invertir el flujo de capitales. Pero la subida de tipos frenó la actividad y, si ya era cuestionable que Bangkok pudiera hacer frente a sus compromisos incluso creciendo el 6%, el estancamiento lo volvía imposible. El pánico se adueñó de los inversores, la retirada se convirtió en una estampida y, finalmente, el 2 de julio de 1997, el Gobierno levantó la bandera blanca y anunció que dejaría flotar su moneda. En los días siguientes, el baht se desplomó y fue tumbando como un dominó al peso filipino, el won surcoreano, la rupia indonesia, el dólar de Singapur…

Estas devaluaciones tendrían duras consecuencias. Para empezar, los ciudadanos se encontraron con que de la noche a la mañana muchos artículos importados se habían vuelto inasequibles. Pero es que, además, los bancos debían pagar deudas contraídas en dólares con divisas que en algún caso no valían ni la mitad: estaban quebrados.

El efecto combinado del colapso del sistema financiero y la menor capacidad de compra de las familias fue el hundimiento del consumo, la inversión y el empleo. Una depresión en toda la regla.

Veinte años de la crisis asiática (1): La victoria de la izquierda. Miguel Ors Villarejo

 Cuando el 2 de julio de 1997 el Gobierno tailandés anunció que renunciaba a la paridad fija con el dólar porque se había quedado sin reservas para defenderla, la izquierda mundial no pudo ahogar un bufido de satisfacción. Desde que casi una década atrás el muro de Berlín se viniera estrepitosamente abajo y dejara a la vista la siniestra verdad del paraíso comunista, la progresía había permanecido discretamente callada. La superioridad del capitalismo era patente y, en combinación con la democracia liberal, parecía efectivamente la estación final de la historia.

En la primera mitad de los años 90 aún se registraron turbulencias en México, Brasil o Argentina, pero los expertos las atribuían a la ineptitud y/o corrupción de sus élites. Ni Tailandia ni sus vecinos (Singapur, Corea del Sur, Filipinas, Malasia, Indonesia, Taiwán, Hong Kong) tenían nada que temer, porque su comportamiento era (en términos macroeconómicos) impecable. “A diferencia de los manirrotos latinoamericanos”, escribe The Economist, “presentaban elevadas tasas de ahorro y superávits en sus cuentas públicas”. Tailandia había cerrado 1996 con una deuda que no alcanzaba ni el 5% del PIB. ¿Por qué los mercados se ensañaron unos meses después con estos alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional?

Para Peter F. Bell, un profesor de la Universidad Estatal de Nueva York, la razón estaba clara. “El milagro asiático fue el fruto de una peculiar y necesariamente efímera coyuntura de las fuerzas de clase planetarias, en la que los capitales de Occidente y Japón pudieron dominar políticamente y explotar económicamente los relativamente bajos salarios asiáticos”. Mientras estos se mantuvieron en niveles compatibles con unos beneficios empresariales abundantes, los inversores se dedicaron a “la extracción de plusvalías en la industria exportadora”. Pero la concienciación del proletariado local hizo cada vez más complicado este expolio. Los sindicatos presionaron para mejorar las remuneraciones y, al caer la rentabilidad de las manufacturas, el dinero se refugió en el sector inmobiliario. Ahí infló una espectacular burbuja y, cuando esta reventó, huyó dejando tras de sí un reguero de quiebras, desempleo y miseria. “El PIB [de la región]”, escribe Barry Sterland, “pasó de crecer el 7% en los ejercicios anteriores a contraerse el 7% en 1998. En el caso de Indonesia, el declive fue del 13%”.

Bell publicó su análisis en 2001, cuando todavía humeaban los escombros de aquel pavoroso espectáculo. Si disfrutara como nosotros de una perspectiva más amplia, difícilmente podría afirmar (aunque con los marxistas nunca se sabe) que unos salarios elevados son incompatibles con “la extracción de plusvalías”. Porque, una vez encajado el brutal golpe, los tigres hincaron una rodilla en el suelo, tomaron aire, se irguieron y, en las dos últimas décadas, han experimentado un intenso ritmo de actividad. El capital mundial continúa explotando a los tailandeses a pesar de que su renta per cápita, que rondaba los 3.800 dólares en 1997, alcanzó los 5.900 el año pasado, un 55% más. En Corea del Sur el progreso ha sido aún más llamativo: de los 13.000 dólares de 1997 han pasado a los 25.500, un 96% más. ¿Por qué los aviesos inversores no dan la espalda a unos trabajadores que en algún caso están mejor pagados que los europeos?

Es verdad que, en igualdad de condiciones, el empresario preferirá producir allí donde menos cueste la mano de obra, pero la igualdad de condiciones nunca se da. “Las naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están”, explica The Economist. “El obrero de una planta de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Nueva Zelanda porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos”.

“A mediados de los años 70”, abunda el Nobel Paul Krugman, “el trabajo barato no era argumento suficiente para permitir que un país en vías de desarrollo compitiera en el negocio de las manufacturas internacionales. Las sólidas ventajas del Primer Mundo (sus infraestructuras y capacidades técnicas, el superior tamaño de sus mercados y la proximidad a proveedores clave, su estabilidad política y las sutiles pero cruciales adaptaciones sociales que permiten el correcto desempeño de una economía) más que compensaban diferencias en los sueldos de 10 y hasta 20 veces”.

“Entonces”, continúa Krugman, “algo cambió. Una combinación de factores que aún no entendemos del todo (rebajas arancelarias, desarrollo de las telecomunicaciones, abaratamiento del transporte aéreo) redujo los inconvenientes de fabricar [en Asia]” y países “que se habían dedicado previamente al cultivo de café y yute empezaron a coser camisetas y zapatillas deportivas”.

A diferencia de las autoridades latinoamericanas, las del Lejano Oriente se dieron cuenta en seguida de que a aquellos patronos extranjeros (en su mayoría grandes multinacionales) no podía dejárseles campar a sus anchas, pero en lugar de ponerles encima un burócrata que inevitablemente acababa siendo capturado, lo organizaron de modo que se vigilaran entre sí mediante una saludable competencia. Esta fue la primera clave del milagro asiático. Al obligar a las diferentes marcas a pelear para quedarse con los empleados más productivos, los salarios empezaron a subir y, al cabo de una década, se habían acercado “a lo que un adolescente americano gana en un McDonald’s”, dice Krugman.

La otra explicación del milagro asiático fue la estabilidad. Para granjearse la confianza del capital foráneo, se adoptó una política de gasto muy conservadora: todos los presupuestos se saldaban con superávit y la deuda era prácticamente inexistente. Además, para minimizar el riesgo cambiario y de inflación, se estableció una paridad fija con el dólar. El Gobierno se ataba al mástil de la política monetaria de la Reserva Federal, con lo que cualquier hombre de negocios tenía la tranquilidad de que sus beneficios no se verían diluidos por la depreciación de la divisa local o una devaluación súbita, como era habitual en las repúblicas bananeras.

Esta combinación de bajos costes laborales, libertad de mercado y ortodoxia macroeconómica puso en marcha un círculo virtuoso de inversión, empleo, producción, exportación e inversión de nuevo que permitió a los tigres completar en unas décadas un proceso de enriquecimiento que en Occidente había llevado siglos.

Este éxito cuestionó la tesis entonces dominante sobre la indisolubilidad del matrimonio entre economía de mercado y democracia liberal e incluso se teorizó que Oriente había alumbrado una modalidad distinta y más poderosa de capitalismo, que algunos bautizaron pomposamente como confuciano.

INTERREGNUM: Europa y Japón. Fernando Delage

“La cuestión fundamental de nuestro tiempo—dijo el presidente Trump en Varsovia el pasado 6 de julio—es si Occidente tiene la voluntad de sobrevivir”. Se desconoce si era una pregunta retórica por su parte, pero recordaba aquello que decía Toynbee de que las grandes civilizaciones mueren por suicidio más que por asesinato. Por primera vez desde la segunda posguerra mundial, las amenazas al orden liberal proceden tanto de los enemigos internos como de los externos. Y si alguien no está defendiendo los valores de la Ilustración que han definido Occidente es el propio Trump.

Afortunadamente, otros líderes no se han cruzado de brazos. Y nada simboliza mejor esa respuesta que el acuerdo de libre comercio concluido entre la Unión Europea y Japón en vísperas de la reunión del G20 en Hamburgo. Dos economías que suman 600 millones de personas y representan un tercio del PIB global y un 40 por cien del comercio mundial, se han unido frente al giro proteccionista de la administración norteamericana. Sus implicaciones, no obstante, van mucho más allá.

Como señalaron las autoridades europeas y japonesas, es un acuerdo asimismo sobre “los valores compartidos en los que se basan nuestras sociedades”, la democracia y el Estado de Derecho, y una demostración de la voluntad política de ambas partes de actuar contra la corriente de aislacionismo y desintegración que otros parecen defender. “No hay protección en el proteccionismo”, dijo el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker.

Tras el abandono del TPP y del TTIP, Tokio y Bruselas se han visto obligados a defender por su cuenta un orden internacional basado en reglas, que establezca altos estándares (laborales, medioambientales, transparencia…) que también obliguen a las economías emergentes. Para Japón, el acuerdo con la UE implica que esos estándares deberán formar parte de toda negociación que Washington quiera emprender con Tokio. También puede facilitar, como desea Japón, una renegociación del TPP sin Estados Unidos, y elevar la ambición de la Asociación Económica Regional Integral (RCEP) que negocian 16 economías asiáticas. Para Europa, un acuerdo que sucede al recientemente concluido con Canadá (CETA), expresa su compromiso con la liberalización comercial tras el Brexit y las incertidumbres acerca de la actitud de la administración Trump sobre el proyecto europeo.

En último término, el acuerdo representa de hecho un significativo desafío a Estados Unidos. Los productos europeos accederán al mercado japonés en unas condiciones que no tendrán los norteamericanos y, de manera más que simbólica, se pone en evidencia el creciente aislamiento internacional del presidente Trump. El pacto entre Japón y la Unión Europea consolida la idea de que los acuerdos comerciales no pueden ser simples arreglos bilaterales sobre determinados productos o tarifas. Los derechos de los trabajadores, la reciprocidad en los contratos públicos o la defensa de la propiedad intelectual son, entre otros, asuntos que ya no pueden quedar al margen de los mismos. Con el precedente creado por Bruselas y Tokio, será inviable para la administración Trump mantener su preferencia por un enfoque bilateral.