EEUU – Arabia Saudí: denuncia y continuidad. Nieves C. Pérez Rodríguez

La semana pasada concluía en Washington la desclasificación del informe de la CIA sobre el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi, ocurrido en 2018. La Inteligencia estadounidense señala al príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed Bin Salman, como la persona que ordenó el asesinato que se llevó a cabo en Estambul, dentro de la propia sede diplomática saudí. Y, aunque esa información se supo después del suceso, el informe de cuatro páginas viene a reconfirmar con más datos y contundencia la necesidad de una respuesta fuerte por parte del gobierno estadounidense.

La monarquía saudí es uno de los regímenes más cerrados y absolutista del mundo, pero que gracias a su riqueza y sus extraordinarias reservas petroleras ha gozado de cercanas y cordiales relaciones con Occidente. A pesar de tener un sistema político sustentado en la aplicación extrema de los principios del Islam. 

El asesinato, además de haber sido un gran escándalo internacional, provocó una de las peores crisis entre Occidente y Riad, y la monarquía no esperó para recordar su influencia en la economía mundial, cuando la presión internacional empezó a hacerse sentir. Arabia Saudí posee alrededor del 18% de las reservas de petróleo del mundo y es el mayor exportador global de esta fuente de energía, según la OPEP. Si decidieran reducir su producción, se generaría una escasez de oferta que acabaría elevando considerablemente los precios del crudo en el mercado internacional.

Riad tiene la capacidad de estabilizar el mercado mundial mediante el equilibrio del suministro de petróleo, por lo que tiene en sus manos mantener los precios en línea con las condiciones económicas. Y Washington lo sabe bien, por lo que, en vez de responder sancionando al mismo príncipe, ha sancionado a 76 personas cercanas a la monarquía queriendo enviar un mensaje sin dañar las relaciones bilaterales.

La Administración Biden también ha priorizado mantenerse aliada de Arabia Saudí, con quien Washington ha tenido una larga relación que estableció el presidente Franklin Roosevelt con el rey saudí Adull Aziz en 1945. Esta relación ha estado basada en intereses mutuos desde el principio, como el petróleo, pero más recientemente en la lucha contra el terrorismo de ISIS y al-Qaeda, pues Riad también juega un papel clave en la estabilidad de Oriente Medio.

A raíz del asesinato de Khashoggi, Trump fue duramente criticado por no haber tomado una postura más dura. Y en su propia defensa Trump dijo en una entrevista a la cadena CBS “nosotros no podemos autocastigarnos al anular la venta de armamento a Arabia Saudí”.  Desde 1950, los saudeís han comprado armas y sistemas de defensa a empresas estadunidenses por unos 90 mil millones de dólares y, en los últimos años, han sido los mayores compradores que han tenido los estadounidenses en este sector. De acuerdo con el diario Washington Post, casi cada 1 de las 5 armas producidas en Estados Unidos se envían a Arabia Saudí, por lo que para Washington los saudíes son un cliente y aliado estratégico.

Biden criticó la posición de Trump en ese momento y durante su campaña dijo que la monarquía debía pagar el precio por lo que habían hecho e incluso lo califició como un “estado paria”, término usado por los estadounidenses para definir a los Estados que están al margen de la legalidad internacional. Sin embargo, ahora que ocupa la Casa Blanca, prioriza la necesidad de mantener relaciones cordiales.

El secretario de Estado fue interpelado por la prensa a este respecto y dijo que efectivamente el informe de la CIA habla por sí mismo, razón por la que están imponiendo sanciones a altos funcionarios saudíes, que han estado intimidando a disidentes en el exterior. Además, agregó, “estamos introduciendo una nueva legislación que le dará facultad al Departamento de Estado para restringir y revocar visas a cualquier persona que se crea que esté involucrada en actividades extraterritoriales dirigidas a presuntos disidentes o periodistas, al acoso o vigilancia de ellos o de sus familiares”, afirmando que, ya sean a ciudadanos saudíes o de otras nacionalidades, es una conducta inaceptable que piensan castigar. 

La Administración Biden no ha hecho más que continuar con la misma política de la administración anterior y con ello preservar sus relaciones con Arabia Saudí. Por un lado se asegura la continuidad de la colaboración en tema de terrorismo y estabilidad en Oriente Medio, por otro, no dañar sus intereses comerciales y la posibilidad de poder seguir abasteciendo a los saudíes del armamento que requieren, en vez de que miren a Rusia para comprarlo. Y por último evitan que la corona juegue con el suministro petrolero y con ello se acabe impactando las economías individuales del mundo en un momento tan frágil como es este de pandemia, en donde los mismos Estados Unidos han tenido que inyectar ayudas para mantener a flote su propia economía.

El pragmatismo ha sido el que ha guiado las decisiones de la nueva Administración estadounidense, que se ha decantado por sancionar a funcionarios que obedecieron órdenes, en vez de sancionar a quien les dio la orden. Este brutal asesinato es, en sí mismo, la transgresión de todos los derechos fundamentales juntos, incluido el lugar en el que fue perpetrado, la embajada del propio Estado ejecutor, y el silenciar a un periodista que usaba la libertad de expresión de un país democrático para denunciar hechos de su lugar de origen. Washington ha enviado un mensaje muy confuso a los líderes del mundo sobre la doble moral. Es sin duda una situación muy compleja que viene a probar que, tal y como hemos venido anunciando, la política exterior continuará el mismo camino de la Administración Trump. Aunque cambie el tono, el fondo es el mismo. (Foto: Flickr, Richard Mortel)

Empezar la casa por el tejado de la felicidad. Miguel Ors Villarejo

“La felicidad nacional bruta es más importante que el producto nacional bruto”, proclamó en 1972 el rey de Bután. Tim Harford lo recordaba hace un año en su columna del Financial Times y comentaba con no poca ironía que, si él gobernara un país con el nivel de vida de Bután, también preferiría hablar de felicidad.

“Pero”, añadía a renglón seguido, “no le falta razón”. La capacidad de consumo es un modo muy rudimentario de medir el bienestar. En Occidente, la renta per cápita se ha triplicado desde 1960 y no somos el triple de dichosos. En algunos ámbitos incluso hemos retrocedido: hay más depresiones en Europa y las muertes por alcoholismo han crecido en el Reino Unido, Estados Unidos y varias antiguas repúblicas soviéticas. “Nos encontramos ante una profunda paradoja”, escribe el economista Richard Layard: “una sociedad que busca y proporciona mayores ingresos, pero cuya felicidad en el mejor de los casos apenas ha aumentado”.

¿Qué está pasando?

En primer lugar, los humanos estamos diseñados para adaptarnos a un entorno cambiante. Eso nos ayuda a encajar las desgracias, pero nos obliga asimismo a recurrir a dosis crecientes de estímulos positivos para mantener constante el nivel de satisfacción. La alegría que ocasiona una subida de sueldo dura lo que tardamos en ajustar nuestro presupuesto. Como le explica la reina Roja a Alicia en A través del espejo, “aquí hace falta correr a toda velocidad si quieres permanecer en el mismo sitio”.

En segundo lugar, los ingresos no sirven únicamente para comprar artículos. Son un indicador de estatus, algo que a los humanos nos encanta. Nos da literalmente la vida. Layard afirma que “las personas que ocupan los puestos superiores [del escalafón] viven cuatro años y medio más” que sus subordinados.

Este afán de ser más que el prójimo plantea un dilema imposible. La provisión de bienes materiales puede ampliarse, pero la cantidad de estatus disponible es fija. Hay un primero, hay un segundo, hay un tercero y ya está. Si uno triunfa, otro pierde. Por mucho que suba el salario de una persona, si el de sus grupos de referencia (vecinos, amigos, parientes) lo hace más, se sentirá peor, aunque sea objetivamente más rico. La renta de los alemanes orientales se disparó tras la reunificación, pero su autoestima se hundió porque pasaron de ser los alumnos aventajados del comunismo a engrosar el pelotón de los torpes del capitalismo.

La lucha por el estatus consume mucha energía sin que la sociedad experimente una ganancia neta de felicidad. Layard pone el ejemplo del espectador de un partido que se levanta de su asiento. Obliga al que está detrás a incorporarse y, al final, el estadio entero acaba en pie. Nadie ha mejorado su perspectiva y todos están más incómodos. De igual manera, la obsesión por ingresar un euro más que nuestro cuñado nos ha llevado a jornadas laborales agotadoras, que nos roban tiempo de otras actividades gratificantes, como estar con los hijos, salir con los colegas o ir al cine.

Layard cree que el malestar se agudizará mientras los Gobiernos continúen obsesionados con la generación de riqueza. Hace falta “una nueva economía que colabore con la nueva psicología” para diseñar las políticas de bienestar. De entrada, habría que desterrar la carrera del ratón. Trabajar tanto como se trabaja en el mundo anglosajón es muy ineficiente. El gozo del ganador se ve neutralizado por el disgusto del perdedor. Es una “externalidad negativa” que degrada la calidad de vida general y debería tratarse como una emisión nociva: gravando al que contamina. Es lo que hacen con sus fiscalidades progresivas los países escandinavos. “Todos tienen en común una gran igualdad”, observa Layard, y muchos estudios corroboran que sus ciudadanos son los más dichosos. El último Informe Mundial de la Felicidad (IMF) lo lideran Finlandia, Dinamarca, Noruega e Islandia, y tiene sentido. La concentración de recursos en muy pocas manos resulta sospechosa la mayoría de las veces y desalentadora siempre.

Ahora bien, los islandeses son los socios de la OCDE que más antidepresivos consumen, y los daneses no les van a la zaga (séptimos). Mi hijo Miguel también ha realizado unas regresiones. Ha cogido las puntuaciones del IMF, las ha cruzado con dos coeficientes de Gini: el del Banco Mundial y el de Gallup, y se ha encontrado con que, en el primer caso, la relación es positiva (a mayor igualdad, mayor felicidad), pero en el segundo es negativa (a mayor igualdad, menor felicidad). En función del Gini que se elija, sale un resultado o su contrario. ¿A qué se debe esta variación de signo? ¿Y por qué consumen tantos antidepresivos los islandeses y los daneses? ¿No están encantados con sus fuentes termales y sus fiscalidades progresivas?

La explicación de estas contradicciones es que la felicidad es una magnitud difícil de aprehender. Se determina mediante cuestionario y no siempre somos sinceros. Alejandro Cencerrado, un investigador del Instituto de Investigación de la Felicidad de Dinamarca, cuenta que cuando en alguna conferencia pregunta si alguien se considera desgraciado, nadie alza la mano. ¿Por qué? En una dictadura, las decisiones las toman otros y no nos importa reconocer que nuestra vida es un asco. Pero en una democracia somos dueños de nuestro destino y a veces necesitamos justificarnos ante nosotros mismos. “Yo podría ser ese”, pensamos cuando nos cruzarnos en el lobby del hotel con el triunfador de traje impecable, “pero no quiero. Prefiero ser feliz”.

La felicidad es el último refugio. Por eso nadie alza la mano en las conferencias de Cencerrado y por eso es improbable que nadie puntúe su satisfacción con un dos en una escala de cero a 10. Estaría reconociendo su fracaso. “Ponga un siete”, le dice al encuestador.

Por mucho que Layard insista en que los métodos para evaluar la felicidad han progresado enormemente, su estimación sigue siendo problemática y sería un disparate diseñar a partir de ella políticas de ningún tipo. Con todas sus limitaciones y diga lo que diga el rey de Bután, el producto nacional bruto parece un terreno más firme para construir una sociedad. (Foto: Héctor García)

Desconfíen de quienes prometen primero riqueza y luego libertad. Miguel Ors Villarejo

En 1958 Ludwig von Mises proclamó ante la Mont Pelerin Society que la libertad era “indivisible” y que la capacidad de “escoger entre varias marcas de comida enlatada” iba indisolublemente asociada a la de “elegir entre varios partidos y programas políticos”. No podía tenerse la una sin la otra, no había un atajo socialista, como los promotores del modelo soviético defendían.

La caída del Muro de Berlín pareció corroborar las tesis de Mises, pero han ido perdiendo lustre en los últimos años, especialmente a raíz del vigoroso despegue de China. Aunque allí no hay democracia, “el crecimiento se ha mantenido durante años”, observa la revista de la ONU, “y muchos países occidentales se preguntan por qué”. Y no solo occidentales.

“No es ninguna sorpresa”, dice Dambisa Moyo en TED, “que por todas partes la gente señale a China y diga: ‘Me gusta eso. Quiero eso. Quiero hacer lo que ha hecho China. Ese es el sistema que parece funcionar”. Sus logros de las últimas décadas han sido espectaculares. Ha reducido la pobreza severa del 90% al 0,7%, ha levantado las más modernas infraestructuras y se ha convertido en un coloso de la tecnología. “En los mercados emergentes”, sostiene Moyo, “muchos creen que la obsesión occidental con los derechos humanos carece de sentido. Lo fundamental es suministrar alimentos, refugio, educación y sanidad”. Y añade: “¿Qué harían ustedes si les dieran a elegir entre un tejado bajo el que cobijarse y la libertad de voto?”

Se trata de un dilema engañoso. También el Interventor de Un Mundo Feliz le pregunta al Salvaje: “¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo?”

Naturalmente que, puestos ante semejantes disyuntivas, renunciaremos a todo antes que a la vida. Pero la cuestión no es esa. La cuestión es si la verdad, la belleza y el conocimiento se pueden conciliar con la paz; la cuestión es si la democracia y la prosperidad son compatibles; la cuestión es si podemos tener el tejado y el voto. Y la respuesta es obvia: por supuesto que sí.

Es innegable que se puede escapar de la miseria sin liberalizar la política. Hay innumerables ejemplos: China, por supuesto, pero también Taiwán, Corea del Sur, Chile o la propia España. Ahora bien, el arreglo en el que una élite acapara el poder es ineficiente e inestable.

Es ineficiente por la falta de seguridad jurídica. “Supongamos”, explica el historiador John Joseph Wallis, “que vive usted en un régimen [no democrático] y que es socio de una compañía de la que también lo es el rey. ¿Cuánto valen sus acciones? La teoría dice que el precio al que cotizan, pero todos sabemos que, si la compañía atraviesa dificultades, el primero en cobrar será el rey. Esta perspectiva desanima a muchos inversores y hace que las acciones valgan menos”.

Y es un arreglo inestable porque los relevos en la cúpula no se llevan a cabo a plena luz del día y mediante elecciones pacíficas, sino entre bambalinas y violentamente. La experiencia de Argentina es ilustrativa. Cada vez que las tribus peronistas se pelean, el país se detiene, y estas contracciones periódicas han sido las responsables de que haya ido rezagándose a pesar de sus enormes recursos y sus prometedores inicios. “Las naciones pobres no son pobres porque crezcan menos o más despacio, sino porque sufren más recesiones”, dice Wallis, que compara el crecimiento saludable con la ladera de una colina.

Esa pendiente suave y sostenida es la que han dibujado las grandes economías occidentales desde mediados del siglo XIX. Han demostrado con los hechos que no hay que elegir entre las bombas de ántrax y la belleza, entre la libertad y la prosperidad.

Quienes, por el contrario, aseguran: “Hablaremos de democracia cuando seamos ricos”, rara vez cumplen lo prometido. Si se van, es con los pies por delante. Acuérdense de la URSS. Cuando en noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín, la dictadura del proletariado, una fase teóricamente transitoria, duraba ya 72 años y el paraíso comunista no parecía más cercano que en octubre de 1917. (Foto: Leslie Robinson, flickr.com)

¿Pero qué pasa con el mundo? Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- En los últimos días parece que se han soltado a los jinetes del apocalipsis. Por un lado los tremendos huracanes que han golpeado sin piedad a las islas del Caribe, las costas de Florida y los múltiples terremotos que han azotado a México; por otro el presidente Trump que aparece en el foro internacional que ha mantenido la paz relativa en el planeta durante más de medio siglo afirmando sin ninguna delicadeza que su prioridad es y será América primero, dejando por el suelo la esencia de Naciones Unidas y menospreciando su trayectoria y los logros en la estabilidad del mundo. Y, por si fuera poco, rematando su discurso con la amenaza de la destrucción total de Corea del Norte.

Si el discurso de Trump sorprende, la respuesta a éste tampoco deja a nadie inadvertido. Kim Jong-un afirma que “domará con fuego al viejo chiocho estadounidense mentalmente desquiciado”. Lo que en otras palabras viene a ser lanzamiento de más misiles, que si además tomamos las declaraciones hechas por el ministro de exteriores norcoreano se podría deducir que se están refiriendo a probar la bomba nuclear más potente sobre el Pacífico, lo que podría tener consecuencias fatales para la zona y los aliados estadounidenses en la región. Pero, además, Pyongyang podría estar intentando replicar lo que hizo China en la década de los 60 para demostrar su capacidad nuclear con una detonación atmosférica de un arma atómica, lo que le otorgó a China el reconocimiento de un estado nuclear.

La nueva dinámica de la diplomacia estadounidense es inédita. Mientras el presidente no modera su vocabulario con el uso de “hombre cohete” u “hombre loco” para definir a Kim Jong-un, bien sea en su cuenta de twitter o en sus discursos; el secretario de Estado Tillerson intenta normalizar la situación a través de reuniones privadas. Mientras, Nikki Haley, embajadora estadounidense ante la ONU, aumenta su zona de influencia en la diplomacia internacional y con un tono más regio ha ido dando pasos importantes, como las ultimas sanciones aprobadas por el Consejo de Seguridad en contra de Corea del Norte, las más severas hasta ahora, que otra vez contaron con el apoyo de China y Rusia.

Este paquete de sanciones prohíbe una serie de exportaciones norcoreanas, incluido textiles, carbón y mariscos, lo cual tiene el objetivo de eliminar un tercio de los ingresos por exportaciones del país. Las estimaciones indican que Corea del Norte exporta alrededor de 3.000 millones dólares en bienes cada año, y que las sanciones podrían eliminar 1.000 millones de dólares de ese comercio. Además, limita a 500.000 barriles de derivados del petróleo a partir de octubre y hasta 2 millones de barriles al año, de acuerdo a documentos oficiales de Naciones Unidas.

En lo que hay unanimidad es en el inminente peligro de Corea del Norte y sus juegos nucleares, que con cada prueba afina su capacidad atómica. Finalmente, las grandes potencias están alineadas para castigar el arbitrario comportamiento de Pyongyang y vigilar si el compromiso de China es total. Por primera vez, Kim Jung-un podría encontrarse en una situación de aislamiento absoluto y sin proveedor que satisfaga sus necesidades.

La paciencia parece agotarse en este lado del planeta. La noche del sábado sobrevolaron la zona desmilitarizada entre las dos Coreas bombarderos estadounidenses, otro aviso de Washington a Pyongyang, que de acuerdo al Pentágono “es un claro mensaje de que el presidente tiene muchas opciones militares para derrotar cualquier amenaza”. En pocas palabras, que están listos para atacar.

INTERREGNUM: Sureste asiático: ¿transición o retroceso? Fernando Delage

El sureste asiático, cuyas diez economías—desde 2015 integradas en la Comunidad de la ASEAN—se encuentran entre las de más alto crecimiento del mundo, representa un espacio decisivo en las redes de producción de la economía global, además de contar con algunas de la vías marítimas de comunicación más relevantes del planeta. El salto dado desde la descolonización en la década de los cincuenta es innegable. También lo es, sin embargo, la insuficiente modernización política de sus sociedades. ¿Por qué algunos de los países más ricos, como Malasia, están rodeados de corrupción? ¿Por qué Tailandia, Filipinas o Birmania no resuelven sus insurgencias locales? ¿Por qué ha habido una marcha atrás de la democracia en la zona?

Michael Vatikiotis, un veterano observador de la región, intenta responder a éstas y otras preguntas en su nuevo libro “Blood and Silk: Power and Conflict in Modern Southeast Asia” (Weidenfeld and Nicolson, 2017). Tres grandes factores explican, según Vatikiotis, los problemas de este conjunto de países. El primero de ellos es la desigualdad: pese a varias décadas de crecimiento sostenido, son las elites locales las que han acumulado riqueza y poder, sin preocuparse por el bienestar general de unas sociedades que, como consecuencia, no perciben los beneficios de la democratización.

Una segunda variable es la irrupción de los discursos identitarios. Sobre bases bien religiosas, bien étnicas, la tolerancia que facilitó la estabilidad del sureste asiático durante décadas está dando paso a nuevas políticas de exclusión. La degradación del pluralismo ha abierto el espacio a los extremismos y facilita la irrupción de conflictos internos, en un proceso ya alimentado por el deterioro de las condiciones socioeconómicas y los abusos de las autoridades. En vez de afrontar este desafío de manera directa y recuperar la tradición local de inclusión, los gobiernos se han dejado llevar por la inercia conservadora que, según creen, les asegura su permanencia en el poder. Líderes elegidos por los votantes pero de perfil autoritario, prefieren manipular etnia y religión —o argumentos de seguridad, como Duterte en Flipinas— con fines políticos en vez de defender los derechos y libertades constitucionales.

Un tercer factor está relacionado con la influencia de las potencias externas. Con un cuarenta por cien de población musulmana (aunque Indonesia representa por sí sola el grueso del total), el sureste asiático no escapa a la competencia entre Arabia Saudí e Irán por el control del islam, como refleja la financiación de escuelas y grupos religiosos, origen de un entorno favorable a la expansión del radicalismo. La creciente proyección económica y diplomática de China en la región está convirtiendo al sureste asiático, por otra parte, en terreno de rivalidad entre las grandes potencias, creando nuevas tensiones geopolíticas.

El futuro inmediato de la región aparece rodeado pues de incertidumbres. La falta de respuesta de los gobiernos a las quejas ciudadanas agrava el escepticismo de las clases medias sobre la democracia, vista como un medio más que como un fin en sí mismo. Pero la persecución de la oposición y el recorte de libertades empujará a grupos sociales a organizarse frente a las autoridades, o a redefinirse sobre bases distintas de la ciudadanía nacional, con la consiguiente amenaza de inestabilidad. El riesgo de sectarismo étnico y religioso en Indonesia y en Birmania, la desintegración del pacto social en Malasia entre malayos, chinos e indios, la permanencia de un gobierno militar en Tailandia, o la debilidad institucional de la democracia filipina reflejan una inacabada transición política interna, contradictoria con la relevancia económica que ha adquirido el sureste asiático en el mundo del siglo XXI.

¿Qué tiene en la cabeza ese niño gordito y loco? Miguel Ors.

El Brillante Camarada Kim Jong-un celebró el 4 de julio, la fiesta nacional de Estados Unidos, con sus propios fuegos artificiales: un misil de carga nuclear capaz de alcanzar Alaska. “La probabilidad de un conflicto catastrófico es demasiado alta como para que nadie se sienta cómodo”, comenta Zack Beauchamp en Vox. Como han hecho las dictaduras toda la vida, Corea del Norte busca un enemigo externo cuando pierde adhesión interna y, dada su acreditada ineptitud, esto sucede bastante a menudo.

El hecho de que disponga de un arsenal atómico hace extremadamente peligrosa esta dinámica. No se trata solo de que un día se le vaya la cabeza a ese “niño gordito y loco”, como llama John McCain a Kim. Sus provocaciones también podrían dar lugar a una respuesta mal medida por parte del temperamental Donald Trump o de la vecina Seúl, donde incluso han considerado la posibilidad de un magnicidio. “Jeffrey Lewis, director del Programa de No Proliferación de Extremo Oriente”, escribe Beauchamp, “piensa que matar a Kim es una opción real […] principalmente para atajar de raíz una posible agresión nuclear”.

Sería, sin embargo, una lástima, porque, a diferencia de su abuelo y de su padre, Kim no es un caso (totalmente) perdido.

En mayo del año pasado, el Brillante Camarada aprovechó el Congreso del Partido de los Trabajadores de Corea del Norte para consagrar la doctrina byungjin o del “desarrollo paralelo”. Por un lado, refuerza el programa armamentístico. “En la reforma constitucional de 2012”, explicaba el investigador principal del Real Instituto Elcano Mario Esteban, “[el país] se presentaba como potencia nuclear”, pero sin especificar si ello implicaba o no la posesión de una bomba atómica. La “línea byungjin reconoce explícitamente este punto” y deshace cualquier ambigüedad.

Esta no es una buena noticia y se interpretó en su día como un peldaño más de la escalera que conduce al holocausto. Pero mientras Kim alimenta con el brazo militar su imagen de guardián del régimen, con el brazo civil desmantela la herencia económica. Porque el otro eje del “desarrollo paralelo” es la liberalización del aparato productivo. “Comienzan a atisbarse”, escribía Esteban, “algunas similitudes” con la transformación iniciada en China hace 30 años, como la privatización parcial del campo, donde ahora “se garantiza a los agricultores un porcentaje de la cosecha que obtienen”.

Bryan Harris afirma directamente en el Financial Times que “Corea del Norte ha pasado de un socialismo férreamente controlado a un modelo básicamente de mercado”. Aunque las estadísticas disponibles son poco fiables (el Instituto de Investigación Hyundai estima que en 2015 la renta per cápita norcoreana creció el 9% y el Banco Central de Seúl, que cayó un 1%), los expertos que viajan con frecuencia a Pionyang coinciden en que “el cambio salta a la vista”. Ha surgido una clase adinerada llamada donju que exhibe su poderío en los cada vez más numerosos restaurantes y comercios. “Según una encuesta realizada a más de 1.000 desertores”, escribe Harris, “el 85% de la población se abastece ahora de alimentos en los mercados y únicamente un 6% depende ya de las cartillas de racionamiento”.

El problema de esta estrategia bífida es que es inconsistente. Si Kim quiere un crecimiento sostenible como el que han experimentado otros tigres asiáticos, necesita captar masivamente capitales y exportar aún más masivamente, y difícilmente lo logrará lanzando cohetes. En algún momento tendrá que elegir entre ser una potencia nuclear o convertirse en un miembro respetable de la comunidad internacional. ¿Y qué hará?

Nos encantaría decirles que ensayos como el del 4 de julio son una mera pantalla tras la que se oculta un astuto plan de transición a la normalidad, pero lo cierto es que el único que lo sabe hoy por hoy es ese niño gordito y loco.

El deterioro de relaciones entre Washington y Pyongyang se agudiza. Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- Otto Warmbier es un buen ejemplo del extremismo que impera en Corea del Norte. Condenar a un joven universitario a 15 meses de trabajos forzados por intentar robar un póster de propaganda del régimen norcoreano es todo un símbolo. Y la gran incógnita que nos deja es cual fue la razón que lo llevó a un coma en el que vivió durante un año y que tras su liberación le produjo su fallecimiento. Esta defunción pone en un punto mayor de tensión, si cabe, las frágiles relaciones entre Washington y Pyongyang. ¿Y ahora qué?

Está claro que todos los intentos de Washington por evitar que Corea del Norte se hiciera con armas nucleares han fracasado. Mucho antes de que Pyongyang comenzara su carrera armamentística, Estados Unidos intentó sin ningún éxito evitarlo. Han sido distintas las maniobras para neutralizar la dinastía Kim con sanciones, ejercicios militares, presión externa, y más reciente el intento del presidente Trump de una maniobra novedosa de acercamiento a China, a pesar de la larga lista de calificativos negativos que usó durante la campaña en su contra Pekín. Trump apostó por pedirle a Xi Jinping directamente que intercediera en la tensa situación entre Estados Unidos y Corea del Norte. Y esta semana pasada, justo después de que fuera anunciada la muerte del estudiante, Trump publicó a través de un twitter que al menos sabe que China lo intentó. Sin embargo, no funcionó.

Mientras tanto, en el otro lado del Pacífico se llevaron a cabo maniobras aéreas de mano de los japoneses en cooperación con los estadounidenses a pocas horas de conocerse la noticia de la muerte de Warmbier. Al respecto, el medio oficial del régimen de la dinastía Kim dedica un par de editoriales en los que advierten a Japón de que podrían convertirse en su objetivo, además de recordarle a Corea del Sur que seguir a Trump los llevará a un desastre.

En medio de esta grave situación de dimes y diretes, la Administración estadounidense está intentando tomar el control de la situación. El pasado miércoles, en otro intento diplomático, se llevó a cabo en Washington una reunión de alto nivel entre funcionarios estadounidenses y chinos en la que el Secretario de Estado, Rex Tillerson, recordó a China “que tienen una responsabilidad diplomática de ejercer mayor presión económica y política al régimen de Kim Jon-un, para prevenir una escalada de violencia en la región”. Mientras, el Secretario de Defensa, James Mattis, afirmaba que los Estados Unidos seguirán tomando las medidas necesarias para defenderse y defender a sus aliados. Todo apunta a que aumentarán su presencia militar en la región y que la Administración Trump continuará presionando para conseguir que sean impuestas más sanciones a la dinastía Kim, a la vez que Tillerson terminaba el encuentro anunciando que Trump visitara a China en el transcurso de este año, como quien quiere ofrecer un premio con el que ejercer coerción diplomática.

De acuedo con David Sanger y William Broad, periodistas del New York Times, Estados Unidos está jugando un papel clave en el gran número de misiles fallidos de Corea del Norte, que explotan en el aire, que se desintegran o acaban en el mar. Hace tres años Obama ordenó intensificar los ataques electrónicos a Corea del Norte. El 88% de los lanzamientos de sus misiles han fallado, por lo que afirman que es parte del sabotaje de los estadounidenses a los programas cibernéticos al régimen de Pyongyang.

Sin embargo, reconocen que hay un grupo de expertos que se muestran escépticos con esta teoría y que explican que el margen de error puede deberse a problemas técnicos y/o de manufactura. Advierten que la prueba de que no estarían manipulados por Washington está en que en los últimos meses los coreanos del norte han lanzado 3 misiles de mediano alcance con éxito.

En lo que sí coinciden casi todos los expertos es en que Pyongyang tendrá un misil nuclear antes de que el presidente Trump termine su periodo presidencial. Y a esa amenaza Washington ha respondido aumentando sus radares de alerta temprana en las principales bases militares del país. Solo en la costa oeste, la más vulnerable a un posible ataque norcoreano, se han instalado 36 interceptores capaces de neutralizar misiles en vuelo. Paralelamente a los intentos diplomáticos y pacíficos se ha conocido que la Casa Blanca está valorando un ataque a Corea del Norte, en el que se pretendería erradicar el régimen cuyo tercer heredero ha potenciado drásticamente su carrera armamentística.

Las dudas no son pocas. Sólo la geografía de Corea del Norte es un gran obstáculo por su complejidad montañosa, además de la dificultad de acabar con el presidente norcoreano, pues Kim Jong-un, como todos los dictadores de su horma, está muy obsesionado con cambiar permanentemente de ubicación.

Esperemos que ante esta posible y drástica amenaza China reaccione con inteligencia y ponga a Kim Jong-un entre la espada y la pared. China cuenta con los mecanismos pra hacerlo, las caudalosas cuentas de las figuras del régimen están en sus bancos, así como el origen de la mayoría de las importaciones que salen de China a Corea del Norte. Esperemos, en fin, que la cordura sea el timón de este barco que cada día está más a la deriva y con rumbo muy negro.

INTERREGNUM: La crisis asiática, veinte años después. Fernando Delage

Se cumplen veinte años esta semana del estallido, en Tailandia, de la crisis financiera que muchos en Occidente interpretaron en su día como el fin del excepcionalismo económico asiático. El hundimiento del baht tailandés, y el rápido contagio a otros países del sureste asiático y, unos meses más tarde, a Corea del Sur, era consecuencia—se pensaba—de la insostenibilidad a largo plazo de una fórmula de crecimiento no apoyada en los principios de la economía de mercado.

Pero esta primera gran crisis de la globalización fue en realidad una crisis del sector financiero privado: dada la solidez de sus fundamentos macroeconómicos, en apenas dos años los países afectados por aquel estallido recuperaron su alto ritmo de crecimiento, confirmando el desplazamiento del centro de gravedad económico del planeta hacia Asia. Los occidentales se verían atrapados, década y media después, en su propia crisis—también con origen en el mundo financiero—mientras la globalización avanzaba con una cara cada vez más asiática tras la integración en la economía mundial de China primero, e India después.

La rápida superación de la crisis financiera aparcó, sin embargo, la resolución de problemas estructurales que hoy definen la agenda económica y política nacional. A pesar de décadas de crecimiento sostenido, la mayor parte de los países asiáticos se encuentran ante la “trampa de los ingresos medios”, es decir, incapaces de dar el salto hacia una alta renta per cápita a medida que desaparecen las ventajas competitivas de una población activa de bajos salarios en un contexto de nuevas presiones demográficas. Es un problema compartido por las economías del sureste asiático, pero también la más urgente prioridad del gobierno chino.

Aunque pueden identificarse distintas variables económicas que explican esas dificultades, en último término se trata de una cuestión política. La crisis de 1997-98 acabó con la idea de que los gobiernos autoritarios asiáticos habían encontrado un modelo eficiente, y alternativa tanto del capitalismo occidental como del socialismo de corte soviético. Indonesia comenzó su transición hacia la democracia, y Tailandia se dotó de una nueva constitución que—se esperaba—, dejara atrás su inestable historia política. Dos décadas más tarde, ya no se trata de industrializar sociedades agrícolas; el desafío consiste en aumentar la productividad y encontrar un nuevo motor de crecimiento en la innovación y la alta tecnología. Pero ello no será posible sin la necesaria modernización política e institucional: una economía madura y avanzada está reñida con la arbitrariedad, la falta de libertades o la ausencia de un poder judicial independiente.

No puede decirse que las perspectivas sean muy halagüeñas. Mientras se cumplen dos años del último golpe de Estado en Tailandia sin que se haya anunciado una fecha de convocatoria de las elecciones prometidas por los militares, los islamistas sentencian por blasfemia al exgobernador cristiano de Jakarta, Ahok. Mientras en Malasia se persigue a la oposición y se reclama—sin éxito—la dimisión del primer ministro, Najib Razak, envuelto en un caso de corrupción sin precedentes, el presidente filipino, Rodrigo Duterte, declara la ley marcial en Mindanao y continúa con su campaña extrajudicial contra los consumidores y traficantes de drogas. Es un fenómeno regional, esta regresión de la democracia que coincide tristemente con la conmemoración, en agosto, del 50 aniversario de creación de la ASEAN. Aunque la agenda internacional ya está repleta de asuntos que atender, luchar contra el resurgir del autoritarismo en el sureste asiático no debería ser una prioridad menor.

El estado de bienestar de Asia: el caso China. Nieves C. Pérez Rodríguez

Asia ha sufrido una transformación drástica en los últimos años; ha pasado de ser un continente de renta baja a renta media. En 1991, más del 90% de la población vivía en países de baja renta per cápita.  Pero en 2015, el 95% de la población subió su renta a media y, esto incluye a China, India e Indonesia, que son los países más poblados de esta región, de acuerdo con un estudio publicado por el think tank Brookings la pasada semana, sobre el estado de bienestar en Asia. Corea del Sur pasó de ser un país de baja renta a media en 23 años y de acuerdo con estudios de comparaciones históricas, una nación suele tardar más de 50 años en conseguirlo.

El caso de China es el más llamativo con diferencia. La China de 1978 era una nación pobre, con indicadores económicos que la situaban por debajo de la mitad de los países asiáticos, y más cercano a los países africanos. Por lo que se vieron forzados a aplicar un plan de reformas que los convirtió en la segunda economía del planeta en poco más de tres décadas. China pasó, en 1978, de un PIB de 155 dólares a 7590 dólares en 2014, de acuerdo con un artículo publicado por el Foro Económico Mundial.  Salieron de la pobreza más de 800 millones de ciudadanos.  Con esos indicadores tan positivos en el pleno del Comité del Partido Comunista chino, ya bajo el liderazgo de Xi Jinping en el 2014, se planteó avanzar hacia un Estado de Derecho pero con características chinas, lo que significaba avanzar si, pero no necesariamente bajo los estándares de occidente. Las leyes en China regulan el orden económico y político pero no son un obstáculo, pues el partido comunista puede modificarlas o adaptarlas a la necesidad o momento. Esta flexibilidad es una de las razones que les ha permitido traer más inversiones extranjeras, así como impulsar el crecimiento económico en tiempo record.

Con cada día que transcurre, China se convierte más en un país urbano. Más de la mitad de su extensa población vive en ciudades y más de 100 ciudades chinas concentran un millón de habitantes cada una. Arquitectos de primera línea mundial tienen bajo su cargo el diseño de muchas de estas ciudades que por el apresurado crecimiento se han encontrado en medio del caos y la contaminación. El Centro financiero chino “Yujiapu” o la Manhattan de los chinos, (como también la llaman) no dejará nada que envidiar a Wall Street; incluso contará con unos edificios inspirados en los rascacielos del centro Rockefeller y centro Lincoln. Construido por el gobierno chino, cuyo costo estimado oscila los 30,4 mil millones de dólares (de acuerdo a CNN), es una clara demostración de ostentación que el orgullo chino necesita alimentar.

En la medida en que la economía china ha ido creciendo, con ella ha aumentado la demanda de productos que han ido incorporando a su dieta, lo que a su vez ha incrementado considerablemente las importaciones de productos agro-alimentarios. En los años recientes el aumento del gasto de las importaciones en estos productos se ha duplicado. Estados Unidos es el principal proveedor de alimentos con un total del 22,4% del total de sus importaciones.

La carne de vacuno y la leche de vaca junto con el vino son los productos que los chinos de clase media han comenzado a consumir y de los que han aumentado exponencialmente su consumo. Australia, Uruguay y Argentina son los principales proveedores de carne, mientras que Francia es el primero en proveer de vino al gigante asiático, seguido por Chile, quien además de vino también les abastece con una buena cantidad de fruta fresca, entre la que se encuentran manzanas, uvas, ciruelas, arándanos y ciruelas.

Además de haber ampliado el abanico de alimentos a consumir, la terrible polución en China ha ocasionado en muchas ocasiones la contaminación de alimentos producidos allí y casos de intoxicaciones, lo que también está llevando a la clase más consciente a decantarse por productos importados, por contar con mayores controles de calidad. El petróleo lidera las importaciones, representando el 9,4% del total.

Otro aspecto que ha cambiado radicalmente es el número de egresados de universidades. De acuerdo con el Foro Económico Mundial, este año se graduarán 8 millones de estudiantes de universidades chinas, casi 10 veces más graduados que en 1997 y comparado con Estados Unidos serán más del doble de los estudiantes estadounidenses que obtendrán títulos profesionales este año.

Todos estos datos hablan por sí solos, y reflejan el cambio profundo que ha vivido China en los últimos años. Únicamente un par de décadas atrás la educación superior en China estaba reservada para las clases privilegiadas, la mayor parte de la población habitaba en centros rurales y contaba con los medios justos para acceder a cereales. Hoy en día no solo forman parte de la Organización Mundial del Comercio, y aparecen en foros internacionales con la prestancia que se puede permitir una economía de ese nivel, sino que están invirtiendo y comprando espacios, que ni siquiera su principal contrincante ha podido percibir.

Una vez más la discreción y el arte de la guerra del antiguo filosofo chino Sun Tzu han servido de inspiración a los líderes chinos contemporáneos en las estrategias que han llevado a cabo para convertir a la China pobre en la superpotencia que es hoy.

El misterio del crecimiento. Miguel Ors.

En agosto de 2000 los Gobiernos de las dos Coreas organizaron un encuentro de familiares separados por la guerra civil. Un avión cargado con 100 ciudadanos del norte se cruzó en el aire con otro cargado con 100 ciudadanos del sur. Kim Jong Il, el Querido Líder, había sido muy preciso sobre las condiciones de la reunión. Para minimizar el riesgo de deserciones, ningún surcoreano volaría de vuelta a casa hasta que no hubieran aterrizado en Pionyang todos los norcoreanos. Los dos grupos viajaron acompañados por funcionarios, pero mientras Seúl instruyó a los suyos para que se mantuvieran en un discreto segundo plano, los comunistas no debían perder de vista a sus compatriotas. “Cada vez que se acercan los hombres del otro lado [de la habitación], los que llevan las insignias raras”, contaba la surcoreana Kim Suk Bae al New York Times, “[mi hermana] empieza a elogiar al Querido Líder y nos insta a hacer lo mismo”.

La hermana de Kim Suk Bae había dejado su casa en 1950, cuando no era más que una niña, para participar en una representación escolar ante el Ejército Rojo. Debió de hacerlo muy bien, porque la “reclutaron” para mantener alta la moral de la tropa y jamás regresó. Cada año, cuando llegaba el aniversario de su madre, engalanaba la mesa y celebraba una fiesta ella sola. “He vivido hasta hoy con el remordimiento de haber sido una mala hija”, confesó a su madre.

“Pero… ¡si te ha ido fenomenal!”, exclamó esta piadosamente con la mirada empañada.

A pesar de que todos los norcoreanos habían sido cuidadosamente elegidos de entre la élite, no podían ocultar las huellas de décadas de privación. “Era más pobre de lo que imaginaba”, comentaría un médico de Seúl tras despedirse de su hermano. “Decía que vivía bien, pero tenía un aspecto horrible y estaba muy delgado”.

“El nivel de vida de los surcoreanos es similar al de España”, escriben Daron Acemoglu y James Robinson en Por qué fracasan los países (Deusto, 2012). “El del norte […] es parecido al de un país subsahariano”. Por encima del paralelo 38, “la esperanza de vida es 10 años inferior”. El testimonio más elocuente del abismo que separa a las dos Coreas es la imagen de satélite que refleja la iluminación nocturna a ambos lados de la frontera. Mientras el norte “está prácticamente a oscuras debido a la falta de electricidad”, el sur “luce resplandeciente”.

Estas diferencias tan pronunciadas son muy recientes. Hasta 1945 eran el mismo país. ¿Cómo han podido divergir tanto?

Los expertos han barajado todo tipo de teorías para desentrañar la desigualdad entre las naciones. Max Weber atribuyó el arraigo del capitalismo en la Europa central y septentrional a la ética protestante del trabajo. Otros han culpado a la malaria de la postración de los trópicos. Finalmente, hay quien cree que la falta de formación de las clases dirigentes es lo que ha condenado a África al subdesarrollo. Pero “ni la cultura ni la geografía ni la ignorancia pueden explicar los caminos separados que tomaron Corea del Norte y del Sur”, sostienen Acemoglu y Robinson.

Para ellos, el “misterio del crecimiento” quedó resuelto hace tiempo: únicamente hay que dotar a la sociedad de estructuras que brinden a las personas la posibilidad de hacer cosas. La crónica de la humanidad está llena de ejemplos que lo prueban. En eso consiste Por qué fracasan los países. Tras años de investigación, Acemoglu y Robinson habían acumulado cientos de casos que no habían podido incluir en sus artículos científicos y decidieron reunirlos en un libro más divulgativo.

El relato arranca con otro experimento natural. Se coge una población que ha vivido siempre junta, se parte en dos, se le entrega una mitad al Gobierno de los Estados Unidos y la otra al de México y se vuelve al cabo de siglo y medio. Parece la ocurrencia de un científico loco, pero es la historia de Nogales. Si te pones de pie al lado de la valla y miras al norte, lo que ves es el estado de Arizona, donde la renta media por hogar es de 30.000 dólares, la mayoría de los adultos tiene estudios secundarios, la esperanza de vida es alta y la delincuencia baja y los dirigentes están sometidos a la disciplina de unas elecciones libres y competitivas.

Al sur de la alambrada la existencia es bastante más difícil. A pesar de que los habitantes de Nogales (Sonora) ocupan una zona relativamente acomodada de México, los ingresos familiares son dos tercios menores que los de sus vecinos norteamericanos. Muchos adolescentes no van a clase, la gente es menos longeva, apenas hay seguridad y la política está minada por la corrupción. “¿Cómo pueden ser tan diferentes las dos mitades de lo que, esencialmente, es una misma ciudad?”, se preguntan Acemoglu y Robinson. La disparidad de fortuna no se debe a la meteorología o la ética, sino a las instituciones, que crean “incentivos muy distintos”. Los jóvenes estadounidenses saben que, si tienen éxito como emprendedores, podrán disfrutar de las ganancias obtenidas. El Estado no es, como en México, el cortijo de una oligarquía, sino que es inclusivo. Garantiza la igualdad de oportunidades mediante la provisión de sanidad y educación, y facilita que cualquier particular se embarque en la actividad económica que desee: crear empresas y registrar patentes, emplearse por cuenta propia o ajena, contratar a terceros y, por supuesto, gastar el dinero como desee, comprando artículos y conservándolos o traspasándolos a su antojo.

Si todo esto es tan obvio, ¿por qué no eligen todos los países estructuras inclusivas? Porque los intereses de las élites y los de la mayoría no siempre coinciden. A Carlos Slim, el magnate mexicano, no le iría muy bien si las telecomunicaciones se prestaran en régimen de competencia, pero ha sabido convencer a las dirigentes para que preserven su posición de dominio.

Además, las instituciones extractivas no siempre gozaron de mala prensa. En su día supusieron un avance. Los súbditos de los faraones egipcios o de los emperadores de Roma preferían su administración autocrática al estado de naturaleza, donde la vida era desagradable, brutal y corta. Incluso en fechas más recientes se han dado episodios de intensa expansión bajo regímenes nada pluralistas, como el soviético, cuyos líderes lograron generar riqueza trasvasando activos de la agricultura a la industria pesada.

Se trata, sin embargo, de un proceso insostenible. Llega un momento en que no hay más campesinos ni parados que trasladar a las fábricas y, para seguir creciendo, no basta con movilizar recursos: hay que usarlos de modo más eficiente. Eso requiere innovar, pero ¿quién va a hacerlo si no tiene la certeza de quedarse con el fruto de su esfuerzo?

Incluso aunque un genio solitario desarrollara altruistamente una tecnología disruptiva, su adopción constituiría una amenaza para los poderes establecidos. Acemoglu y Robinson cuentan que Tiberio ejecutó a un desgraciado que le presentó un vidrio irrompible. Y varios siglos después, William Lee tuvo más suerte: Isabel I no le cortó la cabeza por inventar una máquina de tejer medias, pero tampoco le permitió explotarla. “Apuntáis alto, maestro Lee”, le dijo. “Considerad qué podría hacer este descubrimiento a mis pobres súbditos. Sería su ruina. Los privaría de empleo y los convertiría en mendigos”.

“La innovación hace que las sociedades humanas sean más prósperas”, escriben Acemoglu y Robinson, “pero comportan la sustitución de lo viejo por lo nuevo, y la destrucción de los privilegios”. La industrialización triunfó en Inglaterra porque la monarquía había salido muy debilitada de la Revolución Gloriosa de 1688, pero en España la aristocracia logró retrasarla más de un siglo. “El progreso se produce cuando no consiguen bloquearlo ni los perdedores económicos, que se resisten a renunciar a sus prerrogativas, ni los perdedores políticos, que temen que se erosione su hegemonía”.

Acemoglu y Robinson se muestran moderadamente optimistas sobre el futuro del planeta. Ha habido avances claros en Asia y Latinoamérica, pero las transiciones son complicadas. La teoría de la modernización del sociólogo Seymour Lipset postula que cuanto más opulenta es una sociedad mayor es la posibilidad de que se haga democrática, pero la evidencia histórica no es concluyente. Te puedes quedar atascado en una democracia de baja calidad mucho tiempo. Incluso pueden darse regresiones. Alemania figuraba entre los países más ricos e industrializados a principios del siglo XX y ello no impidió el surgimiento del nazismo.

Douglass North ya señaló una inquietante paradoja: la prosperidad requiere un complejo entramado institucional (leyes, mercados, tribunales imparciales, funcionarios, policías), pero una vez levantado ese Leviatán, ¿qué garantías existen de que sus responsables no lo secuestren y lo usen en su provecho y no en el de la mayoría, como ha hecho la dinastía de los Obiang en Guinea? Ese riesgo siempre está ahí.

Y no hay nada más temible que un Estado moderno. Ni siquiera los monarcas absolutos dispusieron de tantos medios de control y coerción. En China las autoridades han capado internet y en Corea del Norte no te dejan tener teléfono y vigilan hasta lo que te pones. El médico de Seúl que participó en el encuentro de 2000 se fijó en que el abrigo de su hermano estaba raído y le ofreció uno nuevo. “No puedo”, le respondió, “me lo ha prestado el Gobierno para venir aquí”. Quiso entonces darle unos billetes, pero también los rechazó. “Si vuelvo con dinero, me lo pedirán, así que quédatelo”.