La fatal arrogancia

Vivir es encontrarse náufrago entre las cosas, pero en Occidente aún abrigamos la esperanza de que un día arribaremos a una playa paradisíaca donde todos nuestros anhelos serán colmados. Este optimismo hunde sus raíces en Platón y alcanzó su cénit durante la Ilustración. Para el marqués de Condorcet, los problemas políticos no eran esencialmente distintos de los físicos o los matemáticos, en los que la respuesta correcta a cada cuestión es una y solo una. Como la mayoría de los philosophes, no veía motivos para que la humanidad no pudiera avanzar hacia la sociedad ideal guiada por expertos en la ciencia del hombre, igual que expertos en la ciencia de los astros como Newton nos habían introducido en la sala de máquinas del universo.

Condorcet saludó la caída de los Borbones como el alba de una era de “verdad, felicidad y virtud”, que consideraba ligadas por “una cadena irrompible”. Pero la única cadena irrompible que tuvo ocasión de conocer fue la que le echaron en la prisión de Bourg-la-Reine (entonces Bourg-Égalité), donde murió devorado por la revolución que tanto había contribuido a alumbrar.

El propio John Maynard Keynes aún especulaba en 1930 con la posibilidad de que “el problema económico” quedara definitivamente zanjado en un siglo. En plena Gran Depresión y ante el atónito auditorio de la madrileña Residencia de Estudiantes, defendió que los economistas eran meros técnicos, no celebridades, y expresó su deseo de que algún día recibieran el tratamiento de “gente modesta y competente, al mismo nivel que los dentistas”. Con la discreción y pericia con que estos nos colocaban una prótesis cuando perdíamos una muela, los economistas sustituirían las piezas que se le fueran cayendo a nuestro aparato productivo.

Las profecías de Keynes no sentaron bien en cierto sector de la prensa española, que esperaba por lo visto una disertación más erudita. El Debate apuntaba al día siguiente: “Nos permitimos dirigir a los organizadores de conferencias de extranjeros que adviertan a estos de que para charlas líricas ya tenemos en España muy adecuados oradores”. Era un comentario paleto e injusto, aunque no del todo improcedente, porque denunciaba esa arrogancia intelectual que tanto sorprende fuera de nuestra cultura. “Los chinos no creen en remedios permanentes”, explica Henry Kissinger. “Para Pekín, cualquier solución es el billete de entrada a un nuevo problema”. Puede haber avances, pero provisionales, en el corto plazo.

La historia de la economía está llena de ejemplos que confirman esta convicción. El dinero, por ejemplo, facilita la división del trabajo y la especialización, y ha hecho posibles nuestros actuales niveles de bienestar. Es inimaginable una sociedad moderna sin medios de pago fiduciarios. Sin embargo, su manejo inaugura una gama inédita de desafíos. Si la emisión es excesiva, se generan inflaciones de activos, como burbujas inmobiliarias o bursátiles; y si es insuficiente, puede ocasionar deflaciones todavía más destructivas. Fue lo que pasó en 1929, cuando la Reserva Federal reaccionó al pánico de Wall Street con una política brutalmente contractiva, en parte para mantener la paridad con el oro y, en parte, para purificar el sistema financiero mediante la “liquidación” de los bancos “débiles”. Era una medicina rigurosa y temeraria que se tradujo en el colapso de los precios, el crédito y la actividad que hoy conocemos como Gran Depresión.

Milton Friedman y Anna Schwartz documentaron el proceso en su monumental Historia monetaria de los Estados Unidos y, en noviembre de 2002, con motivo del 90 aniversario del primero, Ben Bernanke les rindió homenaje. “Quiero decirles a Milton y Anna: gracias”, proclamó. “Lo sentimos mucho, pero gracias a ustedes no se volverá a repetir”.

Se equivocó, como hoy sabemos. Seis años después, Lehman Brothers se hundía arrastrándonos a la Gran Recesión.

“La economía como disciplina académica nunca se completará”, observa Andreu Mas-Colell. “No lo llegaremos a saber todo porque el todo cambia con la propia evolución”.

La playa paradisíaca con la que soñamos en Occidente no existe. Deberíamos hacer caso a los chinos.

INTERREGNUM: Cacofonía norcoreana

Mientras Kim Jong Un aprovechaba el 105 aniversario del nacimiento de su abuelo—el “presidente eterno” de Corea del Norte, Kim Il Sung—para mostrar al mundo sus capacidades militares y amenazar a Estados Unidos, Trump siguió desconcertando a los observadores. Responder a las bravuconadas de Kim mediante el envío de un portaaviones que en realidad iba camino de Australia no contribuye a su credibilidad. Pero más llamativas resultan sus declaraciones sobre el juego diplomático que dice haber puesto en marcha con Pekín.

Trump aseguró que si China no presionaba a Pyongyang, actuaría por su cuenta. Es posible, sin embargo, que, durante su encuentro en Florida a principios de este mes, el presidente Xi Jinping le convenciera de lo inviable de toda solución unilateral. Afirmar que “todas las opciones están encima de la mesa” carece pues de valor cuando Trump sólo puede gestionar—que no resolver—la crisis norcoreana con la ayuda de Pekín. Su tweet indicando, por otra parte, que no acusará a China de manipular su moneda por la colaboración que ésta va a prestar con respecto a Corea del Norte, como si tal quid pro quo fuera posible, refleja un notable desconocimiento de los intereses estratégicos chinos.

Pekín comparte el objetivo de una península desnuclearizada y la urgencia de mitigar la escalada de tensión. Pero Corea del Norte representa un útil instrumento de negociación en su relación con Estados Unidos al que no va a renunciar (especialmente si aspira a conseguir el visto bueno de Washington a su creciente control del mar de China Meridional). Por lo demás, según contó Trump en otro tweet, Xi le explicó que Corea perteneció a China en otros tiempos: una revelación que—pese a la indignación que ha provocado en Seúl—confirmaría la ambición de Pekín de rehacer un orden sinocéntrico en Asia, como el que existió hasta la irrupción de Occidente a mediados del siglo XIX. La contradicción que esto supone con su tweet anterior quizá se le haya escapado al presidente. Lo relevante, en cualquier caso, es que—en la actual dinámica de redistribución de poder—las amenazas vacías de Washington debilitan la confianza de sus aliados, y facilitan de ese modo la reconfiguración de la estructura regional de seguridad deseada por Pekín.

Un escenario bélico parece descartable por sus consecuencias, pero el tiempo juega a favor del desarrollo del arsenal nuclear norcoreano; una perspectiva que también inquieta a China aunque la garantía de seguridad que quiere Pyongyang sólo se la puede dar Estados Unidos. Ante la innegable gravedad del problema se requiere mayor creatividad, una mejor comprensión de los objetivos chinos a largo plazo y, quizá, mayor discreción. Silenciar la cuenta de tuiter del presidente no perjudicará a la diplomacia norteamericana.

100 días en la Casa Blanca, un paseo por las profundidades del Ala Oeste

Washington.- Se han cumplido los primeros 100 días de gestión del gobierno de Trump, una marca importante en las administraciones estadounidenses, donde se suele hacer un balance de lo que se ha conseguido y en lo que se ha fracasado hasta ahora. Un periodo en que de manera interna el gabinete analiza la realidad de gobernar en un Estado de derecho donde, por ejemplo, se puede anular una ley como la reforma sanitaria de Obama, o que un juez y/o tribunal anulen el decreto ejecutivo de Trump contra los ciudadanos de determinados países. Seguramente para esta Administración ha sido más difícil adaptarse a este proceso tan natural en la cotidianidad de Washington, pero que por falta de experiencia política toca pagar como todo novato.

La situación interna de la Casa Blanca contiene las claves para comprender las líneas políticas. Estábamos acostumbrados a mirar al Secretario de Estado o al Departamento de Estado para descifrar las claves de la política exterior, pero este es otro aspecto que ha cambiado con la nueva Administración, y, a pesar de que un comentario o una visita de Tillerson sigan teniendo peso, para poder dilucidar hacia dónde vamos tenemos que mirar al círculo cercano del presidente Trump. Y valga decir que las figuras en ese círculo han afianzado su influencia o perdido la misma desde que los republicanos ganaron la presidencia el pasado noviembre. La lucha por el poder parece dejarnos un nuevo equipo más moderado y menos controvertido.

Entre el 1600 de la Avenida Pensilvania en Washington, dirección de Casa Blanca y Mar-a-Lago, el club privado de Trump en Florida, en el que el valor de la acción por socio oscila los 200.000 dólares, se han ido definiendo los círculos de poder que rodean al presidente. Míster Trump es una persona singular, acostumbrado a gestionar negocios y siempre rodeado de personas de su confianza, como su familia, razón por la que Ivanka Trump se ha convertido en asesora de su padre, quien a su vez se está rodeando de veteranos del gobierno de Bush, como su mano derecha Dina Powell, quien tiene una amplia experiencia internacional y que, según Condoleezza Rice, “es una de las personas más capaces que he conocido y desempeñó un trabajo crucial en el Departamento de Estado cuando estábamos tratando de acercarnos al mundo musulmán”. Powell incorporó al equipo de Ivanka Trump a Julie Radford, quien también estuvo vinculada a Wall Street, y con experiencia en iniciativas de mujeres emprendedoras.

Al lado está Jared Kushner, marido de Ivanka y asesor directo de Trump, quien seguramente se ve reflejado en él, pues a Kushner, como hijo mayor, le tocó asumir los negocios de su padre con tan solo 25 años y sin experiencia, demostrando su capacidad gerencial aumentando la fortuna familiar. Kushner fue descrito por la BBC, como el susurrador de Trump, que aparece y neutraliza las crisis tan solo con hablar. Las crisis de los viernes suelen ser las peores, pues este joven ortodoxo judío se retira de Sabbath y no es reaparece hasta el domingo. Fuentes cercanas le atribuyen mucha influencia por la confianza que Trump le tiene. Seguramente es la razón por la que Stephen Bannon ha ido mermando su influencia sobre el presidente, después de haber sido el ideólogo del discurso de la toma de posesión, junto con las ideas de “América primero”. Kushner, mucho más moderado, es citado como el enemigo del nacionalismo de derecha que representa Bannon.

Otro hombre clave es Gary Cohn, demócrata, con una amplia experiencia en el sector financiero, que fue presidente de Goldman Sachs, y que ha encarnado una lucha personal con Stephen Bannon, alineado con Kushner, junto con Steven Mnuchin, secretario del Tesoro. Este pequeño grupo cierra el círculo más moderado de la Administración, quienes están a día de hoy en la posición más cercana y de mayor influencia sobre Donald Trump.

Otro grupo con influencia, pero menor, es el “Establishment de los republicanos”, encabezado por Reince Priebus, quien es probablemente la figura más notaria del Establishment. Líder del partido hasta que fue nombrado jefe del gabinete de Trump, mantiene una especie de alianza simultánea entre Kushner y Bannon. Sean Spicer, el portavoz de la Casa Blanca, quien viene de haber sido el portavoz del partido está, por lo tanto, muy cercano a Priebus, pero con una reputación en entredicho, después de múltiples comentarios y respuestas inapropiadas a los periodistas.

Y por último, los Anti Establishment, encabezado por Stephen Bannon. Que desde que ha comenzado su caída, parece dar la sensación de que las cosas empiezan a enderezarse un poco. Stephen Miller, con el cargo de asesor político es uno de los aliados más cercanos de Bannon, pero quien a su vez, se ha alineado con Kushner, lo que ha hecho que su influencia no desaparezca del todo.

Después de la tormenta siempre llega la calma, y, aunque en Washington la calma nunca será completa, parece que las alianzas que se han establecido de la mano de la Primera Hija y el yerno serán la clave de este gobierno, lo que puede ser positivo, pues Ivanka es una gran defensora de los derechos de las mujeres y con gran capacidad para hacer alianzas (el lado diplomático del que tanto carece el presidente), así como su marido para neutralizar a Trump. ¡Así que a por los 200 días de normalidad y sensatez!

Sigue la rectificación del rumbo

El cambio de lenguaje de la Administración Trump respecto al acuerdo con Irán apoyado y negociado por la Administración Obama, el aumento de la presión contra el Daesh en Afganistán mientras el gobierno de Kabul, sin rechazo de EEUU, negocia con un sector de los talibán, el aumento de protagonismo en el escenario sirio y el aumento de la dureza verbal respecto a Corea del Norte dibujan ya un cambio de modelo en la gestión de la escena internacional. A qué consecuencias conduce este cambio es otra cuestión.

El cambio respecto a Irán, en el fondo, no es tan sorprendente. Si sumamos que los republicanos nunca vieron con buenos ojos lo que consideraron un exceso de concesiones a Teherán al hecho de que, si EE.UU. quiere recuperar protagonismo en Siria separando su campo del de Bachar el Assad, tiene que marcar territorio con Irán, aliado de Moscú y de Damasco, tenemos parte de la explicación. La otra es que Teherán está viendo crecer sus divergencias internas, y la Administración Trump sabe que es buen momento para advertir que no va a poder convertir aquel acuerdo con Obama para fortalecer su aspiración a ser potencia regional, apoyada en la amenaza nuclear y miliar a medio plazo.

Al otro lado de la frontera oriental iraní, un fortalecimiento de la presencia del Daesh es una amenaza para Kabul, para Estados Unidos y para la estabilidad, y también para Irán, que teme ver crecer el radicalismo sunnita en su flanco oriental y para los propios talibán que, aunque compartan teología, se disputan parcelas de poder. En el fondo, una gran ofensiva en Afpak, como llaman en EE.UU. a la región afgano-pakistaní sería, en parte, un alivio para Teherán y sus aliados de Moscú.

En realidad, la nueva misión del mundo del equipo de Trump es menos novedosa de la que intentó poner en marcha Obama. Parece que EEUU vuelve al realismo político de la era Kissinger, tan alejada del idealismo de Obama como del redentorismo pretencioso y no menos idealista de los neocom.

Pero hay que esperar. Trump es impulsivo, tiene tendencia al narcicismo y necesitan que le marquen el territorio en casa. Y esos elementos son malos compañeros para gestionar las crisis.

INTERREGNUM: India: ¿crecimiento o “hinduidad”?

En mayo de 2014, por primera vez en 30 años, un partido político logró la mayoría absoluta en el Parlamento indio. Las recientes victorias del Bharatiya Janata Party (BJP) en las elecciones estatales de Uttarakhand, Manipur y, sobre todo, en Uttar Pradesh, le facilitarán la repetición de su mayoría en las generales de 2019. Dos tercios de la población india viven hoy bajo gobiernos del BJP.

El ascenso del partido liderado por Narendra Modi se debe fundamentalmente a su discurso a favor de las reformas económicas. En Uttar Pradesh, con 220 millones de habitantes (sería el quinto Estado más poblado del mundo de ser independiente), y un 30 por cien de ellos bajo la línea de pobreza, la campaña a favor del “desarrollo para todos” se ha impuesto sobre la tradicional política de castas. El BJP obtuvo 312 de los 403 escaños de la asamblea legislativa; los mejores resultados logrados por cualquier partido en cuatro décadas. Sin embargo, la designación como nuevo jefe de gobierno del clérigo Yogi Adithyanath, fundador de una organización extremista involucrada en episodios de violencia contra los musulmanes, ha reavivado el temor a un auge del nacionalismo hinduista.

El nombramiento de un líder religioso al frente de un gobierno estatal carece de precedente en la política india. En sus primeras semanas en el cargo, los movimientos de Adityanath parecen confirmar esa agenda hinduista: ha comenzado una campaña contra los mataderos ilegales—la mayoría de cuyos trabajadores son musulmanes—y a favor de la práctica generalizada del yoga. Pero la mayor inquietud se centra en su intención de restaurar el templo hinduista de Ram en Ayodhya, lugar donde se construyó una mezquita en el siglo XVI. La destrucción de esta última por radicales hinduistas en 1992 desató una violencia no vista en años en el país, y a partir de aquellos acontecimientos comenzó el BJP su ascenso político.

Pese a la innegable importancia de Uttar Pradesh, el gran interrogante entre los observadores es sobre Modi, como responsable del nombramiento de Adityanath. ¿Es su verdadera prioridad el crecimiento y la creación de empleo, o más bien busca un apoyo electoral que le permita avanzar en la construcción de India como estado hindú?

Ante su probable victoria en 2019, la respuesta a esa pregunta es decisiva para las minorías (que incluyen 180 millones de musulmanes), pero también para la imagen internacional de un país que se ve a sí mismo como una de las grandes potencias. Quizá el secularismo que ha definido a India desde su independencia no esté en peligro, pero cuando las cuestiones de identidad se convierten en determinantes de la dinámica política se desatan fuerzas que escapan a todo control.

Bill Gates es mucho más rico que yo. ¿Y qué?

Según el historiador Yuval Noah Harari, lo que acabó con los neandertales fue la falta de imaginación. No sabían inventar esos relatos políticos (la república de Platón, la isla de Utopía, la sociedad comunista, el imperio hacia Dios) que movilizan a millones de sapiens en una única y avasalladora marcha. “En una pelea cuerpo a cuerpo”, dice en De animales a dioses, “los neandertales probablemente [nos] hubieran vencido”, pero “en un conflicto de cientos de sujetos […] no tuvieron la menor posibilidad”, porque sin el don de “componer ficción” eran “incapaces de cooperar en grandes cantidades”.

La fabulación nos ha conferido un poder inmenso como especie, pero como individuos nos hace vulnerables a narradores hábiles como Wolfgang Streeck (1946, Lengerich). Este sociólogo alemán era un desconocido profesor de la Universidad de Colonia hasta que, a raíz de la recesión, empezó a colaborar con la New Left Review (Revista de la Nueva Izquierda). Ahora sus artículos se han recogido en un best seller con el agorero título de How Will Capitalism End (Cómo desaparecerá el capitalismo).

Su tesis es sencilla. El sistema, que “lleva en trayectoria de crisis desde los 70”, alcanzó en 2008 su Fase IV o terminal. Cuando esta se agote, empezará “un interregno” en el que “sujetos despojados de toda seguridad colectiva y abandonados a sus medios” se limitarán a “colaboraciones puntuales guiadas por el miedo, la codicia y un elemental interés en la propia supervivencia”. O sea, el apocalipsis zombi (o el estado hobbesiano de naturaleza, como se decía antes). Abuelo, ¿cómo hemos consentido esto?

Todo ha sido culpa del capital, claro, que en un momento dado decidió rebelarse contra el keynesianismo. En la Arcadia alegre y confiada de la posguerra la economía crecía vigorosamente, pero también la influencia de los trabajadores era considerable y accedían a una importante porción de la renta. Las élites estaban hartas y, astutamente, desactivaron la democracia mediante la globalización, que traslada el centro de decisión a organizaciones opacas como el FMI o la troika comunitaria, cuyos criterios falsamente técnicos se imponen luego al pueblo soberano. “Ahora los Estados están situados dentro de los mercados”, dice Streeck, “en vez de los mercados dentro de los Estados”.

El resultado de esta contrarrevolución neoliberal ha sido el estancamiento, el endeudamiento y la desigualdad, tres plagas estrechamente vinculadas. La ausencia de crecimiento impide atajar la deuda acumulada y, como esta ha adquirido “magnitudes sin precedentes”, bloquea cualquier intento de restaurar la actividad y el empleo. El paro devasta Occidente y únicamente se ha logrado atajar troceando como una longaniza el trabajo disponible en rebanadas cada vez más finas.

El relato de Streeck posee una sólida consistencia interna, organiza el caos en buenos y malos y encaja en la impresión ampliamente compartida de que está todo fatal: los refugiados se ahogan intentando ganar las costas europeas, los aviones sirios gasean a civiles indefensos, los terroristas suicidas revientan iglesias, cerca de 800 millones de personas sobreviven con menos de dos dólares diarios…

Su único defecto es que no resiste el contraste con la evidencia. Por desolador que sea el panorama que nos traslada el telediario del mediodía, la humanidad nunca había estado mejor. El progreso ha sido especialmente notable en las últimas cuatro décadas, justo el tiempo que llevamos “en trayectoria de crisis”. En 1975 un 13% de los niños no llegaba a cumplir los cinco años; hoy muere un 4%. Desde 1980, el porcentaje de la población que vive con menos de 1,9 dólares al día ha caído del 44% al 10% y el analfabetismo, del 44% al 15%.

En cuanto a las plagas de Streeck, hablar de estancamiento es miope, cuando no deshonesto. A mediados de los 70, el PIB mundial ascendía a 5,8 billones de dólares y hoy supera los 74 billones. Como revelan las estadísticas del Centro para el Desarrollo y el Crecimiento de Groningen, cada año generamos dos billones de dólares de riqueza adicional, que es la misma cantidad que la humanidad había logrado acumular en 1900, después de casi cinco milenios de historia.

Tampoco la deuda se encuentra en niveles “sin precedentes”. Fueron superiores tras la Segunda Guerra Mundial y es, en cualquier caso, un disparate atribuir el paro a la ausencia de estímulos. Estos pueden contrarrestar una caída cíclica del empleo, pero su creación sostenida no depende de la iniciativa pública, sino de la privada. Allí donde se deja que los mercados funcionen, hay pleno empleo.

¿Y no es este de peor calidad? En Estados Unidos es habitual oír que los salarios llevan décadas sin subir y que los jóvenes vivirán peor que sus padres, pero “cuando pasas tiempo trabajando con alumnos de instituto te das cuenta de que en los barrios más modestos la mayoría tiene móvil, televisión de pago e internet de banda ancha”, observa Bruce Sacerdote en “Fifty Years of Growth in American Consumption, Income, and Wages” (Cincuenta años de crecimiento del consumo, los ingresos y los salarios en Estados Unidos). Esta constatación impresionista se confirma cuando se acude a las encuestas de presupuestos familiares. Sacerdote calcula que el aumento del gasto en los hogares cuya renta es inferior a la mediana fue del 164% entre 1960 y 2015.

¿Cómo es posible semejante incremento con unos ingresos congelados? Porque, en realidad, nunca estuvieron congelados. Cuando se deflactan correctamente las series salariales, arrojan un alza anual del 0,5% desde 1975. Sacerdote reconoce que el dato es inferior al 1,18% registrado en la década precedente, pero “sustancialmente mejor que cero”.

Finalmente, la desigualdad ha empeorado en algunos países, pero no porque la oligarquía rapiñe rentas ajenas. Esto podía suceder en el estático universo precapitalista, pero en las dinámicas economías de la Fase IV el PIB aumenta constantemente y los ricos pueden volverse más ricos sin que ello exija que los pobres se hagan más pobres. En el mismo artículo en que Tyler Cowen, un catedrático de la Universidad George Mason, se muestra abiertamente crítico con los obscenos bonos que se reparten en Wall Street, considera indiscutible que todos los estadounidenses han experimentado en el último siglo mejoras sustanciales. “Bill Gates es mucho más rico, pero […] yo disfruto como él de penicilina, viajes aéreos, comida barata, internet y prácticamente cualquier avance técnico. […] En materia de sanidad jugamos en la misma liga. No poseo un avión privado ni paso vacaciones en complejos de lujo. Les confesaré también que mi casa es más pequeña que la suya y no puedo reunirme con las élites del planeta cuando me apetece. Pero, en términos históricos, lo que Gates y yo tenemos en común es mucho más relevante que lo que nos separa”.

Semana de pasión en la Casa Blanca

Ha sido una semana muy movida, con muchos frentes abiertos para la Administración Trump. Desde que Washington bombardeó la base aérea en Siria parece que el orden global al que estábamos acostumbrados revive de entre las cenizas. El secretario de Estado Tillerson, en su visita a Moscú, dejó claro que las relaciones entre Rusia y Estados Unidos están muy tensas con la frase “las dos potencias nucleares más fuertes del mundo no pueden tener esta relación”; por un lado reconociendo abiertamente la crisis, pero por otro dejando espacio a una negociación que pasaría por eliminar del mapa político al dictador Bachar al-Ásad. Mientras tanto, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, diez miembros votaban a favor de una resolución de condena al ataque con gas químico que perpetuo el régimen sirio, como era de esperar, Rusia vetaba la resolución.

Días antes, Trump se acerca al presidente Xi Jinping con un cambio radical de actitud que dejan en el pasado sus áridas afirmaciones de la campaña electoral, e incluso de los primeros días de gobierno. Después de la visita del mandatorio asiático Trump afirmaba que había habido una buena química entre los dos y después su acostumbrado comentario desde su cuenta de twitter, nos informó de cómo, por ejemplo, le explicó a su homólogo chino que un acuerdo económico con los Estados Unidos sería mucho más provechoso para China, si Beijing soluciona el conflicto con los coreanos del norte. En otro twitter dio por sentado su gran nivel de confianza en que Beijing negociará con Pyongyang para hacerle desistir de continuar con su carrera nuclear y armamentística.

China, en su tónica habitual, trata de conciliar posiciones con un discurso disuasivo, mientras que suspende los vuelos de Air China entre Beijing y Pyongyang, como queriendo demostrarle a Trump su disposición a trabajar por una solución pacífica, a la que Trump responde enviando el portaviones Carl Vinson, mientras que Pyongyang se prepara para la celebración del nacimiento de Kim II Sung, creador de la Corea del Norte que conocemos. Varios expertos coinciden, e incluso imágenes de satélite lo indicarían, en que podrían estar preparando otro lanzamiento de un misil, e incluso que podría ser una prueba nuclear para retar a Trump, que ha amenazado con una respuesta a gran escala. Mientras, el Pentágono demuestra su disposición de respuesta con el lanzamiento la bomba “GBU-43”, o explosivo aéreo de acción masiva, en Afganistán contra el ISIS. Y, como si todo esto no fuera suficiente, para cerrar la semana de tensión, el portavoz del ejército de Corea del Norte declaró que están preparados para frustrar cualquier movimiento militar, económico o político hostil y “provocador” del gobierno de Trump de una forma despiadada que no les permitirán a los agresores sobrevivir.

Otra variante de la política exterior estadounidense es su nuevo tono en la relación a la OTAN, con la visita del secretario general Jens Stoltenberg. El presidente Trump le quitó el apelativo de  obsoleta a la OTAN, además de definirla como un baluarte de paz y seguridad, a la vez que se comprometió en mantener su relación y compromiso con la misma. Sin embargo, aprovechó la ocasión, una vez más, para recordarles a los países miembros que deben asumir una mayor responsabilidad económica aumentando sus gastos en defensa.

La situación interna en la Casa Blanca es descrita por algunos como una especie de batalla campal en la que los asesores del presidente presionan para que sus líneas de pensamiento sean tomadas en cuenta por Trump y puestas en práctica. Puede ser esta la razón por la que Ivanka, la primogénita y más cercana al líder, decidiera hacerse con un despacho al lado de la oficina oval, aumentando su grado de influencia. A la vez, su marido, Jared Kushner, se ha posicionado en su rol más internacional. Parece que las cosas vuelven al cauce tradicional en los primeros días de este gobierno, coincidiendo con la salida de Steve Bannon, conocido por sus posiciones radicales, su exacerbación del patriotismo e impulsor de la islamofobia, del Consejo de Seguridad Nacional. Batalla que gana el segundo consejero de seguridad de Trump, el teniente general Herbert Raymond McMaster, que sustituyó al General Flynn removido por sus implicaciones con Rusia.

Parece que entramos en una etapa de mayor coherencia de la política exterior de Trump con previas administraciones. Sin embargo, siguen existiendo muchos frentes inciertos. El Departamento de Estado, uno de los grandes olvidados de la nueva Administración, tiene pendiente la asignación de más de cuatrocientos puestos, entre cargos de carrera y de asignación política. Muchos de los diplomáticos en ejercicio se debaten entre dejar el servicio exterior o darse un tiempo que les ayude a ver hacia dónde va la nueva política exterior. Y esto, en medio de una dramática reducción del presupuesto del Departamento de Estado y las agencias de ayuda humanitaria en un tercio, a la vez que se incrementa en 54.000 millones el presupuesto para defensa. Aumento que cada vez tiene más sentido en el viraje militar – defensivo que está tomando la política exterior del gobierno de Trump.

Próxima estación: Corea

Uno de los peores vicios de un analista de la realidad consiste en hacerse un esquema, a menudo ideológico, de ella y, cuando aparecen datos que desmienten el esquema, en lugar de cambiar este, modifican la descripción de la realidad para salvar el esquema.

Algo de esto está pasando con el presidente Trump, como ya pasó con Ronald Reagan. El botarate presidente de los Estados Unidos que hizo una campaña electoral a lomos del impulso y de un aliento de los sentimientos más primitivos y viscerales del sector de la sociedad al que pedía el voto, ha comenzado a girar el rumbo, no sin contradicciones y errores, nada más entrar en la Casa Blanca. Pero los analistas, que ya habían decidido que Trump no tenía estrategia sino improvisación brutal, no cambian esta opinión sino los hechos mismos. A este se suma una vieja manía de muchos intelectuales europeos empeñados en ver que los peligros para la humanidad llegan desde Estados Unidos, incluso cuando reaccionan, con sus lógicos intereses nacionales, frente a crímenes horribles.

En estas estamos. El presidente Trump aprovechó la ventana de oportunidad que le brindaron desde Siria y comenzó a reocupar un espacio que Obama había abandonado en manos de la Rusia de Vladimir Putin. Tras la intervención en Siria, que ha obligado a Moscú a reconsiderar la necesidad de contar más con Estados Unidos a la hora de buscar soluciones para Siria, Trump descargó sobre Afganistán una bomba de gran potencia, de la que disponen muchos países europeos que, cumpliendo un objetivo militar en la frontera con Pakistán, hizo sentir sus consecuencias en Corea del Norte. Entretanto, el Pentágono había movido hacia las costas coreanas un poderoso grupo de combate aeronaval con el portaaviones Carl Vinson.

Estados Unidos está volviendo a una política exterior clásica, en términos de defensa, y tratando de ganar el protagonismo perdido los últimos ocho años, y con una serie de gestos y acciones puntuales está imponiendo su presencia en los escenarios más potencialmente desestabilizadores. Y la apariencia de nueva guerra fría es parte del discurso ruso que ha visto alterada su estrategia.

Pero en Corea hay que estar atentos. El presidente norcoreano es inestable, lleva años tratando de conseguir concesiones a base amenazas y ha puesto en marcha una ola que tal vez no pueda dominar. Ahí está uno de los peligros y en eso se basa la estrategia de Trump: por una parte, le recuerda que Estados Unidos no va a retroceder ni negociar como lo hacía Clinton y envía sus barcos; y, por otra, aprovecha la situación para tratar de comprometer a China en una labor de contención que le asocie a cierta estrategia de seguridad en el Pacífico. Podrá gustar o no, pero afirmar que no hay estrategia es una majadería.

La posibilidad de que la crisis genere un problema grave está en manos de Corea del Sur y de China más que de Estados Unidos. Y, por cierto, tampoco en este escenario olvidemos a Rusia, con frontera, barcos y doctrina presentes en la región.

Trump tropieza (otra vez) con la realidad

Cuando en marzo de 2001 los talibanes demolieron los Budas de Bamiyán, miles de miradas se giraron hacia George W. Bush, pero este no movió un dedo. Durante la campaña, en uno de los debates que mantuvo con Al Gore, ya había advertido que no compartía “el uso de las tropas” que la Casa Blanca estaba haciendo y que él sería más “cuidadoso”. No mencionó Afganistán ni Al Qaeda, pero en diplomacia no es necesario ser explícito. La opinión pública interpretó correctamente que el nuevo presidente se replegaba de la escena internacional.

Hasta que Bin Laden le tiró las Torres Gemelas. En ese momento Bush se dio cuenta de que nada humano le era ajeno y de que si Estados Unidos no iba a Afganistán, Afganistán acababa yendo a Estados Unidos.

Quince años después, Donald Trump ha vuelto a rehacer el mismo camino. Tras señalar que Siria “no es asunto nuestro” y desaconsejar a Barack Obama que la atacara, acaba de destruir la base desde la que partieron los aviones que gasearon el pasado 4 de abril la localidad de Khan Sheikhoun.

La psicología de dictadorzuelos como Bachar el Asad es bastante elemental. Son como un niño pequeño: prueban los límites de los padres hasta que les cae un coscorrón; entonces se paran. Por desgracia, Obama no era mucho de dar coscorrones (o de que se le viera dándolos) y en Damasco se habían ido envalentonando, especialmente después de comprobar cómo la amenaza de que no toleraría el uso de armas químicas se quedaba en papel mojado.

Henry Kissinger ya advirtió en su día que esta retractación era muy inquietante, sobre todo porque no la consideraba un hecho puntual, sino la manifestación de un malestar más hondo. “La diplomacia y el recurso a la fuerza no son acciones aisladas”, razonaba en The Atlantic hace unos meses. “Están vinculadas”, lo que significa que “la otra parte de una negociación debe saber que hay un punto de inflexión más allá del cual pasarás a imponer tu voluntad. De lo contrario, estás condenado al bloqueo o la derrota”.

El problema es que, para ir más allá de ese punto, deben darse tres condiciones. Estados Unidos reúne dos: “una capacidad militar adecuada” y “la voluntad táctica de desplegarla”, pero ha perdido la tercera: “una doctrina que alinee los valores del poder y la sociedad”.

Durante la Guerra Fría hubo plena sintonía entre políticos y ciudadanos: por eso se derrotó a la Unión Soviética. Pero en Vietnam e Irak “fuimos demasiado lejos”, dice Kissinger, “porque nuestra acción armada no se había adecuado ni a lo que los votantes podían soportar ni a una estrategia para la región”. Como Obama, muchos americanos piensan que la democracia no se puede defender vulnerando los valores que la inspiran. Cada vez que Washington apoya a un dictador o derroca a un líder legítimo, se enajena la simpatía de la opinión pública y socava su propia base de autoridad. De acuerdo con esta doctrina, sigue Kissinger, “el mejor modo en que Estados Unidos puede contribuir a la difusión de sus principios es retirándose de aquellas regiones donde únicamente podemos empeorar la situación”. Eso es lo que se hizo en Siria.

Esta actuación exterior tiene una justificación ética endeble, por no decir que hipócrita. “Obama ha efectuado bombardeos similares [a los de Camboya en 1969] con drones en Paquistán, Somalia y Yemen”, observa Kissinger. Pero sobre todo supone una transformación radical. Desde Harry Truman, todos los presidentes han coincidido en la necesidad de involucrarse en los acontecimientos internacionales. Existía una “visión clara” de lo que era el “orden pacífico” y “nadie cuestionaba que nos sacrificaríamos para preservarlo”. Se estacionó un gran ejército en Europa y se enviaron portaaviones al golfo Pérsico y al estrecho de Formosa.

Con Obama esa determinación se tambaleó. Por primera vez desde los años 40 la implicación de Washington en el resto del planeta dejó de estar garantizada.

Trump ha vuelto a poner las cosas en su sitio. A ver lo que dura.

INTERREGNUM: Putin se cuela en Palm Beach

No parece probable que Xi pensara en Siria mientras su avión aterrizaba en Palm Beach. Alguna pequeña cesión tendría que conceder a Trump en materia comercial, y la discusión sobre Corea del Norte resultaría inevitable, especialmente tras su penúltimo lanzamiento de un misil solo horas antes. Seguramente el presidente norteamericano también querría hablar del mar de China Meridional. Pero, ¿Siria?

El bombardeo de Estados Unidos ha transformado sobre la marcha el contexto de la cumbre Trump-Xi. Aun sin esperarse grandes decisiones—Trump carece aún de una política elaborada sobre China y del equipo correspondiente; Xi tiene que evitar sorpresas antes del Congreso del Partido Comunista en otoño—este primer encuentro entre los dos principales líderes mundiales podía ser determinante de la percepción de los países asiáticos sobre el cambio de equilibrio de poder entre ambas potencias. El lanzamiento de misiles sobre Siria ha alterado, sin embargo, la agenda.

La decisión de Washington no se ha tomado sin pensar en su invitado chino—y en Corea del Norte. De un plumazo, la idea sostenida por algunos estrategas chinos de que Estados Unidos es un “tigre de papel”—expresión utilizada en su día por Mao Tse-tung—ha desaparecido del mapa. Opciones con respecto a Corea del Norte que parecían descartadas pueden cobrar nueva vida. Al mismo tiempo, Washington puede necesitar a Pekín para nuevos fines.

La evolución de los acontecimientos en Siria puede conducir, finalmente, a un consenso sobre el desafío geopolítico que representa Vladimir Putin. Más allá de su guerra híbrida contra Occidente, manipulando la información e interfiriendo en procesos políticos internos, su estrategia de ocupar los vacíos dejados por Estados Unidos quizá haya superado el punto de no retorno. El curso de la guerra siria, ha confesado Trump, le ha hecho cambiar de opinión sobre Assad, sobre Oriente Próximo y también—se entiende—sobre Putin.

Antes de nacer, ya puede darse por muerta la posibilidad de un entendimiento con el presidente ruso. Trump va a necesitar a la OTAN—que deja de ser “obsoleta”—y a la Unión Europea, pues también es una batalla por valores y principios políticos. Pero no puede encontrar mejor “aliado” que Xi, para quien la estabilidad del orden internacional es una absoluta prioridad.

Algunos analistas comparaban la cumbre Trump-Xi con el primer viaje de Nixon a Pekín, que, en 1972, supuso el principio del fin de la guerra fría. Quizá no sea casualidad que Henry Kissinger esté asesorando a la administración Trump, ni tampoco que Steve Bannon haya dejado el Consejo de Seguridad Nacional la víspera de la llegada de Xi. Mucho dependerá de la respuesta de Rusia a los misiles norteamericanos, pero, como cabía prever, los hechos empiezan a cambiar a Trump, más que Trump al mundo.