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INTERREGNUM: ¿Recuperación democrática? Fernando Delage

El año que termina no ha sido especialmente brillante para la democracia en el mundo. La regresión del liberalismo siguió su marcha, acompañada del auge de los “líderes fuertes”, de Hungría a Brasil, de Turquía a Caracas. Algo similar ya había ocurrido en el sureste asiático: el regreso de los militares al poder en Tailandia, el cambio interruptus en Myanmar, o la elección de Duterte en Filipinas, revelaron una preocupante marcha atrás del pluralismo político. Las elecciones de Malasia en primavera apuntaron sin embargo a una corrección: el hastío de los votantes con la corrupción y los recortes de libertades dieron el gobierno a la oposición. Aunque es prematuro hablar de un cambio de tendencia, Asia será un interesante laboratorio en 2019 cuando vote la quinta parte de la humanidad (en solo dos países).

Indonesia celebrará elecciones en abril, y por primera vez coincidirán legislativas y presidenciales. Pese al probable juego sucio de las fuerzas vinculadas a la antigua dictadura—representadas por Prawobo Subianto, exyerno del general Suharto—, se espera que impere el pragmatismo y sea reelegido como presidente Jiko Widodo (más conocido como Jokowi). Como cada cinco años, también en abril, o mayo, India organizará sus elecciones generales. No hay espectáculo igual en el mundo: más de 800 millones de electores en las urnas. Y pocas convocatorias habrán sido tan relevantes como la próxima, en siete décadas de independencia. Es la propia identidad nacional la que está en juego.

En 2014, Narendra Modi proporcionó al Bharatiya Janata Party (BJP) la primera mayoría de una fuerza política en el Parlamento indio en treinta años. Su victoria fue interpretada como un mandato para acometer las reformas que hicieran posible un alto ritmo de crecimiento económico, pero también como apoyo a su agenda nacionalista hindú. Cinco años más tarde, Modi parece haber perdido parte de su carisma, y su partido creado nuevas divisiones sociales, como han confirmado las elecciones regionales de diciembre, anticipando lo que podrá ocurrir en las generales. En tres de ellos, hasta ahora clave del liderazgo del BJP, ganó el Partido del Congreso, responsable del gobierno indio durante la mayor parte de la historia de la república. Los resultados marcan por tanto la recuperación del Congreso, tras su sonora derrota de 2014, y refuerza la posición de Rahul Gandhi—bisnieto de Nehru y nieto de Indira Gandhi—al frente del mismo.

El gobierno de Modi no ha creado el empleo por el que se le votó, como tampoco ha luchado de manera satisfactoria contra la corrupción. Su campaña “Make in India”, diseñada para atraer la inversión extranjera que permitiera el desarrollo del sector industrial, no ha dado los frutos esperados, mientras que el abandono de los agricultores ha dañado la imagen del BJP como defensor de los menos favorecidos. La interferencias de las autoridades en las decisiones del Banco central ha perjudicado por otra parte la confianza exterior. Quienes votaron al BJP convencidos de que se centraría en la economía en vez de su ideología hinduista se han visto igualmente decepcionados. Pero aunque Modi pierda apoyo popular, su partido continúa siendo la principal fuerza política del país. La dificultad estará en la obtención de una mayoría parlamentaria que le permita gobernar por sí solo: si el Congreso obtiene buenos resultados, el BJP tendrá que aliarse con grupos regionales y locales. Es una estrategia que ya persigue también Gandhi: su partido no tiene más alternativa que crear un amplio frente de oposición a los nacionalistas.

El eje de esas alianzas volverán a ser las cuestiones de identidad. Si Modi es reelegido, querrá avanzar en la imposición de su agenda hinduista, chocando así con el laicismo definido por la Constitución. El Congreso intenta promover por su parte un hinduismo “suave” para ganar votos, pero su vuelta al gobierno puede también suponer el regreso de la ineficacia y corrupción de otros tiempos. Lo previsible es que la extraordinaria diversidad india impida que el debate se incline con claridad a favor de uno de los dos bloques.

INTERREGNUM: La sorpresa malasia. Fernando Delage

El pasado 9 de mayo, la coalición gobernante en Malasia desde la independencia en 1957, Barisan Nasional (BN), sufrió una contundente derrota. Se trata de un giro histórico, que además de revelar el rechazo de una manera de gobernar, puede tener significativas implicaciones para el sureste asiático en su conjunto y complicar la influencia de China en la subregión.

La discriminación de la oposición, unos distritos electorales diseñados para favorecerla, y el control de los medios de comunicación no han servido a BN para mantener el poder. Lo que da idea de la frustración de los votantes con los escándalos de corrupción que rodean al hasta ahora primer ministro, Najib Razak, quien se habría apropiado de hasta 700 millones de dólares del fondo soberano del país (1MDB). No ha sido el único motivo, sin embargo. Las promesas de mejora del nivel de vida y de reducción de impuestos hechas por Najib en las elecciones anteriores no se han cumplido. Pero si algo reflejan los resultados es, sobre todo, la existencia de una joven y dinámica sociedad civil—hasta ahora mayoría silenciosa—que ha decidido enfrentarse a la manipulación electoral, la censura y la supresión de las libertades civiles que han caracterizado al gobierno malasio de manera creciente.

Más revelador aún es que se haya dado la victoria a una candidatura multirracial, Pakatan Harapan (Alianza de la Esperanza), apoyada por las minorías china e india, que defiende un nuevo nacionalismo inclusivo, frente a un BN que ha articulado la política nacional sobre la base de una discriminación positiva a favor de la población malaya. ¿Dejarán de ser la raza y la religión los factores decisivos de la dinámica partidista?

Hay razones para el escepticismo. La segunda sorpresa es que el líder de la coalición ganadora es nada menos que Mahathir Mohamed, durante 22 años (1981-2003) primer ministro al frente de BN. ¿Es creíble que Mahathir vaya a desmontar el sistema que él mismo creó? Asegura, además, que en un año o dos dejará el puesto a Anwar Ibrahim, su antiguo delfín, al que destituyó en 1998 y que terminó en prisión bajo falsas acusaciones de sodomía, y cuya mujer, Wan Azizah es la actual viceprimera ministra. La pregunta se impone: ¿hablamos de un mandato popular para hacer de Malasia un país gobernado por leyes e instituciones imparciales, o se trata de una batalla entre elites tradicionales? Habrá que esperar unos meses para poder responder. Pero que Mahathir, representante por excelencia del nacionalismo malasio, encabezara la oposición, eliminó cuando menos el temor de los votantes a los riesgos de inestabilidad.

Las elecciones marcan por lo demás una corrección de la regresión democrática que ha experimentado el sureste asiático en la última década. Quizá los tailandeses reclamen a la junta militar la convocatoria de los comicios que prometió tras el último golpe de Estado. Es posible que los filipinos terminen reaccionando a las arbitrariedades de Duterte, quien la semana pasada destituyó a la presidenta del Tribunal Supremo. Al gobierno camboyano le resultará más difícil mantener su política de persecución de los opositores. Los obstáculos estructurales al liberalismo no van a desaparecer de un día para otro, pero nadie esperaba lo ocurrido en Malasia. Los líderes autoritarios de la región han recibido un serio aviso.

También China. Najib hizo de las oportunidades económicas derivadas de su estrecha relación con Pekín una de las claves de su gobierno. Mahathir no ha dudado en manifestar sus reservas sobre las inversiones chinas en sectores estratégicos de la nación, y en pronunciarse en contra de sus acciones coercitivas en el mar de China Meridional. Como uno de los líderes centrales de la ASEAN durante dos décadas, Mahathir puede fortalecer la cohesión de la organización, y propiciar la formulación de una estrategia más firme y coherente con respecto a la República Popular. (Foto: Mr_Tariq, Flickr)

Las bodas de oro de la ASEAN contaron con la presencia de Trump. Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- La década de los 60 vio el comienzo de los acuerdos comerciales en la región asiática. La Asociación de Naciones del Sudoeste Asiático (ASEAN por sus siglas en ingles), inició la tendencia de agrupaciones que bajo la búsqueda de un bien común consiguieron unirse, y con el paso del tiempo crecieron en número de miembros. A partir de entonces, muchas otras organizaciones, sobre todo de tipo económico, se han creado en el Pacífico.

Donald Trump acudió a la cumbre que celebró los 50 años de la ASEAN, donde remarcó la visión económica de su Administración, basada fundamentalmente en el unilateralismo y en segundo lugar, pero no menos importante, en el hecho de que nadie es dueño del mar y de que la libertad de navegación y sobrevuelo de los mares son críticos para la seguridad y prosperidad de las naciones del mundo.

Fue éste crucial punto el que llevó a los líderes de Australia, India y Japón a reunirse para discutir este compromiso y presentarse unidos para defender este derecho fundamental de la Convención de Ginebra.

Cuatro miembros de ASEAN, Filipinas, Vietnam, Brunei y Malasia, se disputan varias islas con China en esta zona marítima, en un contencioso en el que China apela a sus derechos históricos y que en el pasado ha puesto al descubierto las diferencias internas entre sus diez socios. Y en que la voz firme de Estados Unidos vino a marcar un gran momento, donde se dejó por sentado su liderazgo en la región, así como también el respeto por la libertad de tránsito marítimo y las decisiones del tribunal de arbitraje de la Haya y los fallos en los que ha desestimado las pretensiones chinas. En este punto la administración Trump ha sido consecuente con la política exterior estadounidense de los últimos 60 años.

La ASEAN reúne 622 millones de habitantes y aspira a elevar su PIB conjunto hasta los 4,7 millones de dólares en 2020 para así convertirse en la cuarta potencia económica del mundo en 15 años. En 2015, la economía global de los diez países alcanzó los 2,43 billones de dólares, mientras que las previsiones de crecimiento son del 4,8% para este año, según cifras oficiales de la organización.

De acuerdo con el experto Alberto Solares Gaite, los procesos de integración en Asia han sido radicalmente opuestos a los que ha experimentado Occidente. Las agrupaciones asiáticas se han caracterizado por el desarrollo de pocas instituciones y de mecanismos de bajo compromiso. No existen acuerdos oficiales, los vínculos comerciales y financieros se han llevado a cabo de modo fáctico entre los países de la región. Lo que se conoce como integración “silenciosa”, en las que se fomenta sobre todo los agentes microeconómicos, pese al bajo perfil de los gobiernos.

Mireya Solís, experta en Asia del Instituto Brookings sintetizó el viaje asiático de Trump en estas palabras: “Su Administración está fundamentalmente redefiniendo la estrategia y el rol de Estados Unidos en el comercio internacional y cambiando la diplomacia de intercambios.  Si hay que reconocerle algo es que fue consistente en cada uno de sus paradas en su gira por Asia, rechazando explícitamente el multilateralismo, sin dobleces en sus palabras, y explicando que Estados Unidos apuesta por tratados bilaterales, y que todos los países interesados en negociar con Washington son bienvenidos a sentarse en una mesa a dos partes”. Mientras que Xi Jinping, en su intervención en la APEC, dejó claro que China está a favor del multilateralismo, convirtiéndose en el nuevo y gran líder que apoya los acuerdos multilaterales de libre comercio sin exclusión.

Tal y como afirmó Trump al regresar a casa la semana pasada, el viaje a Asia tuvo tres objetivos: unificar el  mundo en contra de la amenaza nuclear del régimen norcoreano, afianzar las alianzas políticas y económicas estadounidenses en el Indo-pacífico, nuevo término que demuestra una nueva visión de la región, y, por último, intercambios comerciales justos y recíprocos, que, en otras palabras, viene a decir acuerdos donde la Administración Trump pueda imponer sus reglas y no ceder frente a la presiones de bloques económicos ya establecidos. Sin lugar a dudas, estamos frente a una nueva diplomacia de intercambios.

Veinte años de la crisis asiática (y 3). El efecto mariposa. Miguel Ors Villarejo

El Museo Siam de Bangkok ha dedicado este año una exposición al aniversario de la crisis asiática. Aparte de fotografías y gráficos con la cotización del baht, el visitante podía contemplar “objetos que condensan el sufrimiento de los ciudadanos corrientes”, cuenta la agencia AP: “la estatua del Buda a la que un hombre de negocios confesó lo que no se atrevía a decir a su familia: que se había arruinado. O el teléfono por el que una mujer se enteró de que su jefe se había quitado la vida”. Algunos estudios cifran en 10.400 los suicidios adicionales que se produjeron en 1998 solo en Japón, Corea del Sur y Hong Kong.

La muestra se subtituló “Lecciones (no) aprendidas” y a The Economist le parece con razón “injusto”, porque las víctimas de la catástrofe se saben hoy muchas cosas “de memoria”. “Con la excepción de Hong Kong”, dice la revista, “no confían en una paridad fija con el dólar para controlar la inflación”. También son mucho más sensibles a los desequilibrios exteriores. “Tailandia arroja hoy un superávit del 11% en su balanza por cuenta corriente”.

Los tigres no son los únicos que han extraído enseñanzas. El FMI también se vio obligado a revisar su manual de primeros auxilios. Sus remedios nunca han sido muy populares, pero en 1997 imponía unas condiciones tan draconianas para acceder a sus préstamos contingentes, que Malasia rompió las negociaciones y decidió salir por libre del atolladero. En abierto desafío con el catecismo liberal vigente, impuso controles de capitales, aumentó el gasto público y rescató empresas y bancos. “El establishment académico auguró el colapso inevitable de la economía malaya”, recuerda Martin Khor, director del think tank South Centre. “Pero sorprendentemente se repuso incluso más deprisa y con menos pérdidas que otros países. Hoy las medidas [de Kuala Lumpur] se consideran una eficaz estrategia anticrisis”. Tuvimos ocasión de apreciarlo en 2007 y 2008, cuando Estados Unidos no dudó en nacionalizar su industria del motor y el G20 auspició un plan de estímulo para relanzar la actividad mundial.

Al final y a pesar de los anuncios apocalípticos de la izquierda, el capitalismo sobreviviría a aquel verano de 1997. “Los tigres se recuperaron antes de lo previsto”, reconoce el presidente del Banco de Desarrollo Asiático, Takehiko Nakao, y una vez saneados han retomado un vigoroso crecimiento.

Pero sería una ingenuidad incurrir en un optimismo de signo opuesto. En el azul firmamento capitalista los horizontes nunca están del todo despejados. Primero, porque la flotación de la moneda no es un remedio infalible. Todos (en Asia, en Europa o en América) estamos supeditados a las decisiones de la Reserva Federal. Cada vez que sube o baja tipos, altera la rentabilidad relativa de los activos y ocasiona movimientos de capitales que pueden hacer mucho daño.

Y segundo, porque se engaña quien crea que las crisis son consecuencia de la ineptitud (o la venalidad) de los responsables políticos y económicos, y que otros más perspicaces (u honestos) podrán evitarlas en el futuro. La seguridad absoluta no existe. El matemático John Allen Paulos relata el experimento de tres investigadores que emularon un negocio de elaboración y venta de cerveza, “con fábricas, mayoristas y minoristas, todo de pega. Introdujeron regulaciones verosímiles sobre pedidos, plazos y existencias, y pidieron a directivos, empleados y otras personas que […] jugaran como si todo fuera serio”. No tardaron en detectar “variaciones imprevistas”, “graves retrasos en el cumplimiento de los pedidos” y “una sensibilidad extrema a cualquier pequeño cambio”.

Es lo que predice la teoría del caos. En todo sistema dinámico (como la bolsa o la atmósfera) una alteración minúscula en las condiciones de partida puede dar lugar a escenarios diametralmente opuestos. “El lector de prensa”, aconseja Paulos, “debería ser muy cauto ante […] las crónicas que señalan causas únicas” para situaciones complejas, como las recesiones, porque están sujetas a fuerzas que las hacen “poco predecibles”. El aleteo de una mariposa en China puede determinar que, meses después, en Florida reine la calma o ruja un huracán. Y el hasta entonces irrelevante déficit exterior de un país del Lejano Oriente puede desatar el pánico en las finanzas planetarias.

Veinte años de la crisis asiática (1): La victoria de la izquierda. Miguel Ors Villarejo

 Cuando el 2 de julio de 1997 el Gobierno tailandés anunció que renunciaba a la paridad fija con el dólar porque se había quedado sin reservas para defenderla, la izquierda mundial no pudo ahogar un bufido de satisfacción. Desde que casi una década atrás el muro de Berlín se viniera estrepitosamente abajo y dejara a la vista la siniestra verdad del paraíso comunista, la progresía había permanecido discretamente callada. La superioridad del capitalismo era patente y, en combinación con la democracia liberal, parecía efectivamente la estación final de la historia.

En la primera mitad de los años 90 aún se registraron turbulencias en México, Brasil o Argentina, pero los expertos las atribuían a la ineptitud y/o corrupción de sus élites. Ni Tailandia ni sus vecinos (Singapur, Corea del Sur, Filipinas, Malasia, Indonesia, Taiwán, Hong Kong) tenían nada que temer, porque su comportamiento era (en términos macroeconómicos) impecable. “A diferencia de los manirrotos latinoamericanos”, escribe The Economist, “presentaban elevadas tasas de ahorro y superávits en sus cuentas públicas”. Tailandia había cerrado 1996 con una deuda que no alcanzaba ni el 5% del PIB. ¿Por qué los mercados se ensañaron unos meses después con estos alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional?

Para Peter F. Bell, un profesor de la Universidad Estatal de Nueva York, la razón estaba clara. “El milagro asiático fue el fruto de una peculiar y necesariamente efímera coyuntura de las fuerzas de clase planetarias, en la que los capitales de Occidente y Japón pudieron dominar políticamente y explotar económicamente los relativamente bajos salarios asiáticos”. Mientras estos se mantuvieron en niveles compatibles con unos beneficios empresariales abundantes, los inversores se dedicaron a “la extracción de plusvalías en la industria exportadora”. Pero la concienciación del proletariado local hizo cada vez más complicado este expolio. Los sindicatos presionaron para mejorar las remuneraciones y, al caer la rentabilidad de las manufacturas, el dinero se refugió en el sector inmobiliario. Ahí infló una espectacular burbuja y, cuando esta reventó, huyó dejando tras de sí un reguero de quiebras, desempleo y miseria. “El PIB [de la región]”, escribe Barry Sterland, “pasó de crecer el 7% en los ejercicios anteriores a contraerse el 7% en 1998. En el caso de Indonesia, el declive fue del 13%”.

Bell publicó su análisis en 2001, cuando todavía humeaban los escombros de aquel pavoroso espectáculo. Si disfrutara como nosotros de una perspectiva más amplia, difícilmente podría afirmar (aunque con los marxistas nunca se sabe) que unos salarios elevados son incompatibles con “la extracción de plusvalías”. Porque, una vez encajado el brutal golpe, los tigres hincaron una rodilla en el suelo, tomaron aire, se irguieron y, en las dos últimas décadas, han experimentado un intenso ritmo de actividad. El capital mundial continúa explotando a los tailandeses a pesar de que su renta per cápita, que rondaba los 3.800 dólares en 1997, alcanzó los 5.900 el año pasado, un 55% más. En Corea del Sur el progreso ha sido aún más llamativo: de los 13.000 dólares de 1997 han pasado a los 25.500, un 96% más. ¿Por qué los aviesos inversores no dan la espalda a unos trabajadores que en algún caso están mejor pagados que los europeos?

Es verdad que, en igualdad de condiciones, el empresario preferirá producir allí donde menos cueste la mano de obra, pero la igualdad de condiciones nunca se da. “Las naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están”, explica The Economist. “El obrero de una planta de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Nueva Zelanda porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos”.

“A mediados de los años 70”, abunda el Nobel Paul Krugman, “el trabajo barato no era argumento suficiente para permitir que un país en vías de desarrollo compitiera en el negocio de las manufacturas internacionales. Las sólidas ventajas del Primer Mundo (sus infraestructuras y capacidades técnicas, el superior tamaño de sus mercados y la proximidad a proveedores clave, su estabilidad política y las sutiles pero cruciales adaptaciones sociales que permiten el correcto desempeño de una economía) más que compensaban diferencias en los sueldos de 10 y hasta 20 veces”.

“Entonces”, continúa Krugman, “algo cambió. Una combinación de factores que aún no entendemos del todo (rebajas arancelarias, desarrollo de las telecomunicaciones, abaratamiento del transporte aéreo) redujo los inconvenientes de fabricar [en Asia]” y países “que se habían dedicado previamente al cultivo de café y yute empezaron a coser camisetas y zapatillas deportivas”.

A diferencia de las autoridades latinoamericanas, las del Lejano Oriente se dieron cuenta en seguida de que a aquellos patronos extranjeros (en su mayoría grandes multinacionales) no podía dejárseles campar a sus anchas, pero en lugar de ponerles encima un burócrata que inevitablemente acababa siendo capturado, lo organizaron de modo que se vigilaran entre sí mediante una saludable competencia. Esta fue la primera clave del milagro asiático. Al obligar a las diferentes marcas a pelear para quedarse con los empleados más productivos, los salarios empezaron a subir y, al cabo de una década, se habían acercado “a lo que un adolescente americano gana en un McDonald’s”, dice Krugman.

La otra explicación del milagro asiático fue la estabilidad. Para granjearse la confianza del capital foráneo, se adoptó una política de gasto muy conservadora: todos los presupuestos se saldaban con superávit y la deuda era prácticamente inexistente. Además, para minimizar el riesgo cambiario y de inflación, se estableció una paridad fija con el dólar. El Gobierno se ataba al mástil de la política monetaria de la Reserva Federal, con lo que cualquier hombre de negocios tenía la tranquilidad de que sus beneficios no se verían diluidos por la depreciación de la divisa local o una devaluación súbita, como era habitual en las repúblicas bananeras.

Esta combinación de bajos costes laborales, libertad de mercado y ortodoxia macroeconómica puso en marcha un círculo virtuoso de inversión, empleo, producción, exportación e inversión de nuevo que permitió a los tigres completar en unas décadas un proceso de enriquecimiento que en Occidente había llevado siglos.

Este éxito cuestionó la tesis entonces dominante sobre la indisolubilidad del matrimonio entre economía de mercado y democracia liberal e incluso se teorizó que Oriente había alumbrado una modalidad distinta y más poderosa de capitalismo, que algunos bautizaron pomposamente como confuciano.

INTERREGNUM: Daesh en el sureste asiático. Fernando Delage

El ataque a la ciudad de Marawai, en la provincia filipina de Mindanao, por parte de un grupo vinculado a Daesh desde el pasado 23 de mayo, —hecho que ha causado más de 200 víctimas y provocó la declaración de ley marcial por parte del presidente Rodrigo Duterte—, podría marcar el comienzo de un nuevo frente del terrorismo islamista en el sureste asiático. Se trata de la primera vez que se persigue la doctrina de lucha armada del Estado Islámico—ocupar territorios para imponer la sharia—en un entorno urbano en esta parte del mundo.

Diversas fuentes han confirmado la presencia de indonesios y malasios, además de filipinos y radicales de otros países—como uigures, saudíes y chechenos—en las filas de Maute, un grupo apenas conocido hasta la fecha. Según el gobierno de Indonesia, al menos 1.200 terroristas desplazados desde los campos de batalla en Irak y Siria se encontrarían en el sur de Filipinas, convertido, por unas características geográficas que limitan la capacidad de control del gobierno, en el epicentro de la infiltracion del Estado Islámico en la región. Algunos especialistas temen que la red de Daesh en la zona puede estar más extendida de lo que se pensaba con anterioridad.

Maute, el grupo que ha irrumpido como núcleo de la red islamista local, fue fundada por Omar y Abdulá Maute, dos hermanos que, tras trabajar durante unos años en Oriente Próximo, regresaron a Filipinas imbuidos de ideas radicales. Sus militantes se suman así a otras tres organizaciones relacionadas con Daesh en el país: Abú Sayyaf, Ansarul Khilafah, y los Luchadores Islámicos por la Libertad de Bangsamoro (este último es una escisión del Frente Moro de Liberación Islámico). Por el contrario, la Jemaah Islamiyah, basada en Indonesia, en su tiempo vinculada a Al Qaeda y considerada como la principal amenaza terrorista en el sureste asiático—fue la responsable del atentado de Bali de 2002, que causó 202 muertos—, ha declarado su oposición ideológica al Estado Islámico.

La cuestión para los gobiernos de la región es qué hacer con respecto a estos militantes que regresan a sus países con la voluntad de recurrir a la violencia para imponer su visión islamista. Su retorno se produce en un contexto en el que la tradicional moderación religiosa en países constitucionalmente laicos como Malasia e Indonesia, está siendo sustituida por una gradual islamización que, por complicidad o mera inacción, impulsan las propias autoridades. Estas circunstancias no ayudan a afrontar un fenómeno—el extremismo islamista—que podría convertirse en un creciente desafío a medida que Daesh se retire de los desiertos del mundo árabe.

En unos días o semanas, Manila declarará su victoria sobre Maute. Pero la alianza entre las distintas organizaciones radicales supondrá una grave amenaza si estos “soldados del Califato” deciden replicar las tácticas insurgentes ya empleadas en Siria o Irak. Si sus ideas y acciones violentas continúan extendiéndose, los gobiernos locales tendrán que actuar de manera conjunta, y recurrir a la ayuda de terceros. No es casual que Duterte haya reducido su tono de denuncia de Estados Unidos y solicitado su “asistencia técnica” a las fuerzas armadas filipinas.

INTERREGNUM: La crisis asiática, veinte años después. Fernando Delage

Se cumplen veinte años esta semana del estallido, en Tailandia, de la crisis financiera que muchos en Occidente interpretaron en su día como el fin del excepcionalismo económico asiático. El hundimiento del baht tailandés, y el rápido contagio a otros países del sureste asiático y, unos meses más tarde, a Corea del Sur, era consecuencia—se pensaba—de la insostenibilidad a largo plazo de una fórmula de crecimiento no apoyada en los principios de la economía de mercado.

Pero esta primera gran crisis de la globalización fue en realidad una crisis del sector financiero privado: dada la solidez de sus fundamentos macroeconómicos, en apenas dos años los países afectados por aquel estallido recuperaron su alto ritmo de crecimiento, confirmando el desplazamiento del centro de gravedad económico del planeta hacia Asia. Los occidentales se verían atrapados, década y media después, en su propia crisis—también con origen en el mundo financiero—mientras la globalización avanzaba con una cara cada vez más asiática tras la integración en la economía mundial de China primero, e India después.

La rápida superación de la crisis financiera aparcó, sin embargo, la resolución de problemas estructurales que hoy definen la agenda económica y política nacional. A pesar de décadas de crecimiento sostenido, la mayor parte de los países asiáticos se encuentran ante la “trampa de los ingresos medios”, es decir, incapaces de dar el salto hacia una alta renta per cápita a medida que desaparecen las ventajas competitivas de una población activa de bajos salarios en un contexto de nuevas presiones demográficas. Es un problema compartido por las economías del sureste asiático, pero también la más urgente prioridad del gobierno chino.

Aunque pueden identificarse distintas variables económicas que explican esas dificultades, en último término se trata de una cuestión política. La crisis de 1997-98 acabó con la idea de que los gobiernos autoritarios asiáticos habían encontrado un modelo eficiente, y alternativa tanto del capitalismo occidental como del socialismo de corte soviético. Indonesia comenzó su transición hacia la democracia, y Tailandia se dotó de una nueva constitución que—se esperaba—, dejara atrás su inestable historia política. Dos décadas más tarde, ya no se trata de industrializar sociedades agrícolas; el desafío consiste en aumentar la productividad y encontrar un nuevo motor de crecimiento en la innovación y la alta tecnología. Pero ello no será posible sin la necesaria modernización política e institucional: una economía madura y avanzada está reñida con la arbitrariedad, la falta de libertades o la ausencia de un poder judicial independiente.

No puede decirse que las perspectivas sean muy halagüeñas. Mientras se cumplen dos años del último golpe de Estado en Tailandia sin que se haya anunciado una fecha de convocatoria de las elecciones prometidas por los militares, los islamistas sentencian por blasfemia al exgobernador cristiano de Jakarta, Ahok. Mientras en Malasia se persigue a la oposición y se reclama—sin éxito—la dimisión del primer ministro, Najib Razak, envuelto en un caso de corrupción sin precedentes, el presidente filipino, Rodrigo Duterte, declara la ley marcial en Mindanao y continúa con su campaña extrajudicial contra los consumidores y traficantes de drogas. Es un fenómeno regional, esta regresión de la democracia que coincide tristemente con la conmemoración, en agosto, del 50 aniversario de creación de la ASEAN. Aunque la agenda internacional ya está repleta de asuntos que atender, luchar contra el resurgir del autoritarismo en el sureste asiático no debería ser una prioridad menor.